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Se había apagado la velita. Ni con todos los rezos de la nana madrina conseguirían una resurrección de aquella mecha que se consumió entre tan poca cera. Ahora solo les quedaba el velón, y, lo que era más preocupante, ningún fósforo que lo reviviera si por cualquier improvisto su llama se sofocaba.
Ana no había dicho ni una palabra desde que consiguieron estabilizarla, Gus se había ido a dormir demasiado alterado por el susto, la madre no dejaba de llorar caminando de un lado a otro de la sala agarrándose el cabello como si se lo quisiera arrancar mecha por mecha, y Gris y Richard estaban uno a cada extremo de un sofá en forma de L. No dejaban de escrutarse con la mirida como si pensaran que el primero en romper el contacto visual acabaría apuñalado.
La nana madrina los observaba a todos; a todos, excepto al carnicero. Seguía sin aparecer.
—Ese gusano sucio —escupió la anciana, luego disminuyó el volumen hasta casi transformar su voz en un susurro—. Escucha mi clamor, mira esta plegaria que ante ti rindo, pongo en tus manos a...
—Si se atreve a mencionar a mi padre en su culto satánico yo mismo le voy a rajar la garganta. —La voz de Richard fue como un balazo en la cabeza para todos, inmediatamente quedaron petrificados—. Con las uñas si es necesario. Pero le juro que no va a poder hacer otra puta plegaria en los tres añitos que le deben quedar de vida.
La anciana tragó. La burla a su edad le sabía más bien a poco, los jóvenes eran así. Estúpidos. Pero no podía negarse al ardor de la bofetada que recibió cuando el muchacho optó por meterse con sus creencias y, lo que es peor, suponer que tenía la autoridad suficiente para ponerle un límite.
—Mira muchachito...
La mujer se levantó dispuesta a lanzarse hacia él para que le viese la cara cuando le gritara todos los improperios que zumbaban en su cabeza como un enjambre de abejas envenenadas con odio. Pero otra voz la detuvo.
—Mejor siéntese, nana madrina. —Gris—. No nos hace falta una escenita más.
Esta vez la mujer no contuvo el impulso de replicar, olvidó incluso su puesto como un mero servicio en la casa y alzó la voz contra la mayor de sus ahijadas.
—¿Quién te has creído para...?
—Nana madrina, ¡te ha dicho que ya!
El trueno autoritario que produjo las vibraciones de las cuerdas bucales de la madre arrasó con tal ímpetu que la anciana cayó de culo en su silla en menos de lo que tardó en procesar las palabras.
—¡¿No estás entendiendo lo que está pasando?! La hija de mi difunto marido se volvió loca y nos encerró en su maldita mansión de mierda, estaremos atrapados aquí hasta que entendamos su maldito juego, y mientras una de mis hijas casi muere envenenada por si no fuese suficiente que ya le hayan quitado un dedo. ¡¿Y te crees que te voy a permitir que te pongas a discutir con Gris?! Mejor ubícate en tiempo y espacio, analiza la situación y mientras lo haces ni se te ocurra volver a abrir la boca.
Un insulto a su madre hubiese sido mejor recibido, después de las atrocidades que acababan de salir de la boca de su empleadora, a la nana madrina le quedaba claro que ya no había nada que la atara a ella ni a su familia. Solo ese encierro al que tendría que sobrevivir y luego sería libre. Iba a jugar al juego de Cenicienta, buscaría a quién podría quedarle la zapatilla.
No dio explicaciones de sus intenciones hasta que la vieron levantarse y le preguntaron hacia dónde iba.
—A buscar al carnicero.
♡☆♡
No le permitieron tomar el velón pero no dejó que eso la detuviera, su vida tenía más peso que el aumento en su ritmo cardíaco por la incertidumbre dentro de la oscuridad. Quién mejor que ella conocería cada esquina de la mansión, cada cuadro, cada rayón en la pared, cada rincón en donde la pintura comenzaba a pelearse, cada gotera y cada hoyo de ratón. Nadie había estrujado los muebles como lo había hecho ella, nadie recordaría tan bien su posición porque ella era quien la escogía.
No tenía miedo a tropezar, y solo por si acaso se aseguró pidiendo entre susurros por un guía, el que fuese. Por alguna razón sus palabras solo empeoraban el ritmo desbocado de sus latidos que parecían llenar toda la acústica del lugar, era como si su voz perteneciese a un extraño que caminaba de puntillas detrás suyo y le soplaba esas frases al oído consiguiendo que su flácida piel se tensara en un grito de auxilio.
Pero no podía demostrar que tenía miedo. Proyectó sus oraciones con más fuerza. A veces escuchaba el rozar de unos pies descalzos sobre el suelo, pero la oscuridad era absoluta y se le imposibilitaba verificar si en efecto había alguien siguiendo sus pasos. La única forma de confirmarlo sería si esa persona se manifestase.
Se imaginó a Cenicienta saltando a su espalda gritando "¡sorpresa!", aferrándose con sus axilas sobre los hombros de la anciana y sus brazos colgando de la parte delantera de su cuerpo. La imaginaba riéndose mientras la anciana se comportaba como cuando tenía cinco años y sus hermanos le lanzaban lagartijas que intentaba quitarse a costa de convulsiones de su cuerpo y lágrimas de dramatismo.
Y solo entonces, cuando se cansara de ridiculizar a la anciana, le pasaría el dulce filo de una navaja entre las clavículas para acabar con esa humillación a la que algunos llamaban vida.
Sin embargo, suponiendo que la niña sí la estuviese acechando desde aquella oscuridad que le infierno envidiaría, en ningún momento se manifestó.
La mujer llegó a la puerta del lavandero, dejó su mano vacilar un rato a centímetros del picaporte, le palpitaban las sienes como si le gritaran que no debía entrar ahí. Pero sabía que tenía que hacerlo, por algún sitio tenía que empezar a buscar al carnicero si quería cumplir con los deseos de Cenicienta.
Abrió.
El lavandero era el segundo cuarto más grande después del sótano, era una combinación de armario gigante con secciones para cada clase de ropa y calzado, un área tipo bodega que ofrecía detergentes, jabones, champús y una amplia variedad de aromatizantes. Había una zona de tendedero con ropa sucia y sábanas viejas desperdigadas por el piso como una alfombra gigante e irregular. A madre siempre le había disgustado esa manera tan basta en que su empleada seleccionaba la ropa a lavar. Y por último, una sección que intercalaba lavadoras y secadoras diseccionadas de manera que el espacio entre las filas podían verse como los pasillos de un laberinto mediano.
Era el escondite perfecto para un asesino.
La anciana supo que debía estar en algún lado, porque alguien —y no ella— había encendido aquella lámpara fluorescente que guardaba en caso de apagones y que su ama le había reprendido por adquirir alegando que era un gasto innecesario ya que no había apagones en el pueblo desde hacía décadas.
Pero sí llegó el momento de necesitarla.
La lámpara debían haberla colocado más o menos a la altura del área de detergentes —que visto desde la entrada era la penúltima, justo después de la zona tipo armario— porque la luz llegaba muy atenuada a la primera segunda zona, que era la del laberinto, y casi ni afectaba a la primera, donde se encontraba la anciana: el área del tendedero.
Se adentró pese a que sus piernas, que ya cojeaban de por sí, le temblaran como si no pudieran sostener el peso de su cuerpo.
Pisaba y sus pies se hundían en todo el reguero de ropa. ¿Cuánto tiempo tendría sin lavar que la humadad y el fétido aroma casi podía palparse? Dio unos pasos más y pegó un grito de muerte al chocar contra un espíritu que flotaba frente a ella.
Cayó al piso entre todo su escándalo arropada por el ente que la había capturado.
—Estúpida —se regañó a sí misma. No se trataba de ningún espíritu con el que no estuviese familiarizada, no era más que una sábana tendida con la que se tropezó. Por lo menos la ropa sucia había suavizado su caída.
Al fin alcanzó la zona de las lavadoras y decidió que lo mejor no era pararse sino seguir a gachas, ponerse de pie alertaría a quien fuese que se escondiera ahí, la luz en esa sección era fuerte, aunque opaca, y su silueta se vería con toda facilidad.
Cruzó los distintos pasillos esforzándose por callar incluso su propia respiración, zigzagueando para dar con la salida más próxima, pero lo que se encontró en su lugar fue al peluche del infierno que ella misma había conseguido maldecir años atrás.
Su grito la puso en evidencia y, no habían procesado todavía todo lo que estaba sucediendo, sintió una mano enguantada que la dejaba sin respiración.
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Nota de la autora:
Este capitulo se los hice con mucho empeño para ustedes, agradecería si me dejaran sus opiniones. Les voy a dejar unas preguntas aquí porque hay muchos que hay muchos que me dicen que no es que no quieran comentar sino que no saben ordenar sus ideas y así no saben qué decir.
Entonces, a cada capítulo pregúntense esto y respóndanlo en los comentarios:
¿Si les gustó?
¿Qué les impactó más?
¿Qué sienten al leer?
¿Qué sospechas tienen?
¿Qué esperan que pase al final?
¿Y de los personajes qué opinan?
Besos, hasta la próxima actualización.
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