12
Culparía a Roth por lo del ojo morado que traía, pero yo me lo busqué. No había necesidad de dar el primer golpe y lo hice igual. Fue como si una acumulación de cosas estuviese contenida y tuviese que descargarla de alguna forma.
Bueno, sirvió para recordarme por qué no soy bueno para las peleas. No tengo ni la complexión física, ni sé cómo dar un golpe. Los videojuegos no sirven como tutoriales para estas cosas, claro está.
—¿Estás bien? —me preguntó.
Roth y yo nos ocultamos en el baño de un restaurante a tres manzanas de la plaza, lejos de su exnovio... o sea lo que sea que fuera. Y lejos del auto, para que no pudiese hacerle una seguidilla y porque en subirnos la huida hubiese sido en vano. Agitados, con la garganta seca y ambos pálidos, la huida necesitó llegar a su fin cuando mi estado físico jugó en contra. Me quejé en medio camino y la preocupación de la castaña se reflejó en el sinfín de preguntas sobre cómo me encontraba.
Apoyé mis manos sobre las rodillas y controlé mi respiración.
—¿Estás bien? —insistió Roth, esta vez buscando mi rostro agachándose. No debió costarle mucho, no es muy alta que digamos.
—Sí, sí —le respondí meneando la mano, pero no pareció conforme.
—Lo siento tanto —empezó a decir.
Y no paró hasta que volvimos al auto, luego de cerciorarnos que su novio no estaba.
No sé qué comen allá en Lebestrange... Tal vez el novio de Roth es un boxeador o un matón profesional; no entiendo cómo con un par de golpes me hinchó el ojo de tal forma. No, ya no tenía ojo, solo una masa y algunas pestañas.
Le oí decir una vez a papá, que no hay mejor cosa para detener una hinchazón que un trozo de carne. Roth coincidió con sus palabras cuando, casi ordenándome, me dijo que comprara un trozo para colocarlo en mi ojo.
—Lo siento muchísimo —volvía a decirme dentro del auto, reclinada sobre el asiento mientras yo mantenía el filete en mi ojo—. Tom no es así de agresivo, no sé qué le pasó.
Reaccionó así porque yo reaccioné mal. No hay que ser muy genios.
—Ya no importa.
—Es que... —titubeaba— tu ojo...
—No quedaré ciego, por si eso es lo que te preocupa.
No podía mirarla porque mantenía los ojos cerrados, pero juré que tenía esa expresión de niña arrepentida que tantas veces había puesto. Y continuaría disculpándose el resto de la tarde y haciendo cosas para compensarlo.
Me equivoqué. En lugar de estarse disculpando, sentí sus dedos tibios secando el agua mezclada en sangre que escurría por mi sien. Esto me hizo abrir el ojo bueno y mirarla un par de segundos. Entonces, en un tono bajo, preguntó:
—Si no te lo hubiera pedido que me ayudaras, ¿habrías dejado que me llevara?
Lo pensé un instante, pensé en dejar que el tal Tom la llevara. Por esto no pude responderle. Ni siquiera una mentira, y ella lo captó sin problemas.
—Entiendo —pronunció en un tono bajo, para después acomodarse en el asiento, con los brazos cruzados bajo el pecho. Su perro gemía a su lado.
Desde ese momento no habló en el resto del día. El interior del auto era un completo silencio, del tipo que quieres que pase de una buena vez. Yo me sentí como un imbécil por estarme preocupando por alguien que no conozco, ni tengo deseos de hacerlo. Por otro lado, estaba la parte incógnita de su vida, que me hacía preguntar por qué alguien buscaría a la persona que escapó de tu propia boda. Luego aparecía el cuestionamiento que me hacía reflexionar sobre cómo debía actuar ahora...
¿Preocupado?
¿Asustado?
¿Aliviado?
¿Culpable?
No sirvo para estas cosas.
Trató de sincronizar alguna estación de radio pero solo se oía interferencia. Molesta, como nunca lo estuvo antes, tuvo una reacción airada, de esas mismas que te dan deseos de lanzar el mando por la ventana.
—¿Qué pasa? —le pregunté con mi ojo puesto en la carretera.
—Lo dudaste —me acusó entre dientes—. Dudaste en defenderme.
—Sí, lo hice —le dije—. No te conozco, no sé bien quién eres, ¿cómo podía reaccionar?
—Reaccionar antes de que te lo suplicara, ¿no? —Y continuó—: Ibas a dejar que me llevara cuando me prometiste llevarme a Portland.
Ya a esas alturas mi mal humor estaba bien acentuado.
—Nunca te lo prometí, no hago promesas, mucho menos con desconocidos. Lo acordamos.
—A cambio de mi dinero, y ya tienes la mitad.
—Pues eso, solo la mitad, o sea que mi parte ya está hecha a estas alturas. ¿Y qué más querías que hiciera? ¿O que haga? Tengo un ojo morado por tu novio. Estoy involucrado y perseguido por algún tipo de mafioso...
—Tom no es mafioso.
Lo defendió. Eso me descolocó.
—Lo que sea —desdeñé finalmente, más tranquilo y falto de tensión—. Por ti estoy faltando a mis reglas.
—Tus reglas, tus reglas... ¡Tus reglas son absurdas!
¿Se estaba metiendo con mis ideales? Bien, yo también me metería con los suyos.
—No lo serían si para ti esto no fuese un juego...
—¿De qué estás hablando? —me paró con un jadeo que transformó su expresión—. Para mí esto no es un juego, es mi sueño. —Llevó una mano a su pecho, la reina del drama—. Con o sin tu ayuda lo cumpliré.
Unos bocinazos me hicieron percatar que estaba saliéndome del carril. Volví al frente, alineé el auto y cuestioné colmado de paciencia:
—¿Entonces qué me reclamas?
—Estoy reclamando tu humanidad, porque cualquier persona habría reaccionado antes de que lo pidiera. Lo suplicara. —El perro empezó a ladrar, ninguno de los dos le dio mucha importancia—. Todo este tiempo me has tratado como una loca, no sé si esa sea realmente tu forma de ser, pero es molesto. Tú eres molesto... y un cobarde.
—No tienes ni un derecho a decirme eso —gruñí—. Tampoco tengo el derecho a defenderte de tu novio desquiciado. No somos nada. Para mí solo eres alguien que intentó robar mi auto y no denuncié. Una piedra en mi camino. Nada más.
—Eres un...
Más ladridos y, de la nada, el novio desquiciado, Tom, apareció en el carril del lado en una enorme camioneta roja que duplicaba mi auto arrendado.
—Acelera —me dijo Roth, pálida y distante a la ventana donde su novio estaba—. Acelera o tendremos problemas.
En mi vida imaginé que viviría una persecución real. Aceleré porque sucumbí ante la presión. Pero eh, no falté a ninguna norma del tránsito... sí.
La camioneta gigante se apegó a nosotros, quería que nos orillásemos en la tierra. Ya los podía ver con mi ojo sano, unos cuatro hombres con palos sobre la camioneta gritando que nos detuviéramos. No me detuve a pensar qué carajo pasaba, esos hombres eran como los habitantes de Resident Evil 4.
En medio de los ladridos del perro, los gritos del ex de Roth pidiéndole que recapacitara, mi dolor en la cara y bocinazos de autos, logramos distraerlos metiéndonos entre los callejones de una ciudad llamada Twin Falls, justo detrás de un supermercado.
Llegó el momento de las compras.
Roth bajo en silencio junto a su perro que, al parecer, estaba también molesto conmigo. No se me insinuó en ningún momento. Ese perro es como el de Los hombres de negro, ¿lo recuerdan? Sí, es igual... Como sea. Seguí a la castaña al supermercado, por estantes, entre la ropa a la venta, entre bolsas de basura y comida para perro —el que por cierto no dejaron entrar y tuvo que quedarse en la puerta—, y me detuve en las cervezas. Necesitaba una bien fría para mi ojo y mi garganta.
Ya en la caja pude ver lo que Roth estaba comprando. Se compró tintura para el cabello, dos lentes plásticos, una bolsa de gomitas, galletas para perro y ropa interior que trató de ocultar con vergüenza. Suerte para ella que lo que use bajo esa falda no me interesa. Y por último compró una peluca una gorra.
—¿Para qué? —inquirí cuando nos metimos a un bar al costado del supermercado y dejó la gorra y los lentes sobre el mesón.
—Para que Tom no te reconozca y te cubras el ojo —respondió con los músculos de la cara tensos y la mirada hacia el costado. Los recibí de mala gana, me parecía ridículo.
Roth se levantó con la bolsa del super y se metió al baño, allí pasaron largos minutos que dediqué en jugar al Clash Royale mientras bebía. Hasta que un grito proveniente del baño me hizo levantar el culo tan rápido como Sonic. Agarré mis cosas, le dije al barman que entraría al baño para que ver qué pasaba y entré.
—¡Mi... mi... mi cabello! —chilló al verme cerrar la puerta.
La miré frente a un sucio espejo: su cabello estaba cambiando a un color cobrizo por la tintura.
—¿Qué pasa?
—Mi cabello... —volvió a decir— ¡MÍRALO!
—Sí, se está decolorado. —Un detalle extremadamente importante fue captado ante mis ojos—: No te peinaste para decolorar... y no te echaste crema para evitar mancharte la piel de la cara.
Me miró con la boca abierta y una mueca. No tenía la mínima idea de lo que estaba hablando. Empezó a palpar su cabello cremoso.
—¿Eso es malo? —preguntó con un hilo de voz.
—Una parte, sí. Estas manchas son duras de quitar.
—No lo sabía. ¿Por qué no me lo dijiste?
Increpó como si supiera que iba a decolorarse el cabello en el estrecho baño de un bar. Y para rematar, sacó la lengua pretendiendo para ensalivar su mano y limpiar las manchas de tintura. La detuve.
—¿Qué, qué, qué?
—Hazlo con agua —le señalé el grifo.
Después de limpiarse —aunque haya sido tarde para hacerlo— decidí tomar las riendas del asunto,
—Siéntate —ordené mostrando con mi barbilla la taza del baño.
—No se romperá, ¿verdad?
Negué con la cabeza sacando del fondo de la caja los olvidados guantes para teñirse. Roth estaba ansiosa, obedeció sin reproches y quedó de espaldas a mí, con su perfil hacia la pared. Suerte que era un baño y no un cubículo de esos... Mala suerte que fuera tan pequeño.
Ya con mis manos protegidas tomé un poco de cabello para peinarlo con mis dedos, organizando las capas y todo lo demás.
—Jamás vi un cabello tan enredado —me quejé en medio de un chillido de su parte—. Debes aguantar.
—Lo haces muy fuerte —recriminó entre dientes—. ¿Estás seguro de lo que haces? Creo que esto es una forma de vengarte de mí.
—Tal vez.
—Tú no tienes pelos en la lengua...
Pero de pronto todo se calmó y mis dedos ya se deslizaban con facilidad.
—Enserio, dime, ¿estás seguro de lo que haces?
—¿Lo estabas tú cuando compraste las cosas?
Negó con la cabeza y luego se encogió de hombros.
—¿No se me caerá el cabello?
—Si llega a pasar eso la culpa es netamente tuya. Y sí, estoy seguro de lo que hago.
—¿Por qué?
—Soy el menor de cuatro hermanas, ya puedes hacerte una idea de todo lo que me han hecho hacer.
Una risa distorsionada salió de Roth.
—Tener tantas hermanas debe sentirse bien, no hay espacio para sentirse solo. Es... envidiable.
—Algunos apreciamos la soledad.
—Sí —rezongó—, es algo que ya noté.
Hubo un silencio prolongado, incómodo, pero diferente al del auto. Acabó con los golpes en la puerta, el barman quería saber qué demonios hacíamos y, además, decirnos que el perro se había cagado entre las mesas.
Roth salió del baño con el cabello rubio, unas gafas de aviador, una jardinera de mezclilla, las botas desabrochadas, una playera blanca y la sonrisa positiva que contrastó con el sombrío lugar.
Al salir del bar nos dirigimos al auto, pero para infortunio nuestro —qué novedad— Tom y su grupo aguardaba allí. Tuvimos que dar media vuelta y empezar a correr. No pregunten cómo, pero terminamos en el patio de una casa ocultos. ¿Lo peor? Una pareja de delincuentes prófugos había estado robando por la zona y los citadinos los querían capturar; ambos con descripciones parecidas a las nuestras.
—Las jodidas manos en alto o disparo —escuchamos a nuestra espalda. Era una tipa de unos dos metros apuntándonos con una escopeta.
Ni siquiera salíamos de un problema y ya nos metíamos en otro.
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