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El sendero hacia el altar me es infinito. Mucho más largo que en mis oscuras pesadillas. Cada paso que doy con estos absurdos tacones me hacen retroceder; tal vez no físicamente, pero sí alejarme de la tonta idea de contraer matrimonio con alguien que no amo. Y que no amaré. Jamás. Dentro de lo que respecta mis pensamientos y los sentimientos, no hay la remota posibilidad de querer a Tom. Pero así lo ha decidido mi estricto tío Gideon, por lo tanto, nada puedo hacer. Mis demandas no son de valor para la persona que me crío durante todo este tiempo tras la muerte de mis padres. Él solo piensa en hacer productivo sus cultivos y agrandar sus terrenos, de allí la loca idea de casar a su sobrina con Tom Hopp.

No quiero casarme... ¡Soy demasiado joven aún! Mi boda soñada no es en un escuálido corral que en la mañana ardía a excremento de caballo mientras muchos vecinos me sonríen —por obligación— al verme del gancho de mi tío. ¿Quién querría casarse así? Yo no. Y si lo llegase hacer, que sea con el hombre que amo, no el arrogante de Tom que se cree mucho por tener un tractor caro. Tener un tractor "de lujo" no quiere decir que seas el dios del pueblo, es una forma de compensar la carencia de otras cosas. O eso es lo que dicen los turistas citadinos. Omití reírme a carcajadas cuando esa amable mujer que se hospedó aquí unos días me explicó a qué refería con «carencia de otras cosas», Tom estaba en el piso de abajo planeando nuestra nefasta boda. Algo de razón debe tener esa especulación, Tom siempre llega con cosas... ¿cómo se le dice? Ostentosas. Las presume siempre. Y siempre quiere que lo acompañe, como si a mí me interesara.

¡Oh, no...! ¿En qué momento llegamos tan pronto al altar?

Tranquila, respira hondo.

El reverendo de la iglesia, a la que todo el pueblo va los domingos por la mañana, me regala una sonrisa. Lo noto alzar sus cejas y hacer un movimiento con su cabeza, es una sugerencia para que yo también sonría.

—Está nerviosa.

Ese es Tom. Está a mi lado, hablando por mí, como siempre. Creyendo que tiene la razón.

No estoy nerviosa, no quiero casarme. Odiaré el día en que me vi obligada a aceptar la propuesta de matrimonio. Todos esperaban que dijera «sí», no pude negarme. Fue muy astuto Tom al ponerse de acuerdo con el reverendo para pedírmelo al acabar la misa.

¿Puede venir ese sujeto con capa roja a salvarme? Recuerdo que vi su película en la televisión antes de que ésta se hiciera polvo por arte de magia. Sí, magia la que tengo en mis manos al echar a perder todo lo que use electricidad.

Trago saliva sintiendo el nudo iracundo que grita «no me quiero casar». Aferro el ramo de lilas blancas con más fuerza en cuanto el reverendo comienza a parlotear y dar su discurso. Cada vez mi tiempo de libertad disminuye. Me comienza a temblar la barbilla y Tom parece notarlo. Posa su áspera mano sobre la mía. Cierro los ojos y suspiro.

Respirar para calmarme puede servir para aceptar mi camino lento hacia la demencia. No será una sorpresa terminar como la vecina Naranjo: loca y gritando todas las mañanas que su marido fallecido la visita.

Debo aceptar la realidad.

—Ríndete y estarás toda tu vida preguntándote qué habría pasado si lo hubieses intentado.

¿Eh? ¿Eso lo dije yo? ¿Lo dijo alguien más? ¿Ya me entregué a la locura? ¿Lo dije o lo pensé?

—¿Dijiste algo, Levina?

Mis ojos casi se escapan por mis cuencas. No fue un pensamiento o una ilusión, ¡lo dije en voz alta!

—No..., nada —respondo sacudiendo la cabeza.

«Ríndete y estarás toda tu vida preguntándote qué habría pasado si lo hubieses intentado», ese es el lema que me entregaron mis padres antes de que fallecieran. No hay día, hora o minuto en que su presencia desaparezca de mí, después de todos estos años aún los siento. Era enormemente feliz en esos días. Continúo siendo feliz, pero una parte de mí se marchó con ellos. ¿Querrían ellos que me casara? Lo dudo mucho; deseaban mi bienestar y mi plenitud. Ninguno de los dos era egoísta, siempre desearon que cumpliera mi sueño de ser cantante, incluso si este me llevaba kilómetros y kilómetros lejos de su lado.

No puedo olvidar sus enseñanzas.

No puedo defraudarlos.

—¡¡Paren todo!!

El reverendo Luis se ha quedado boquiabierto. Un «oh» de sorpresa invade la boca de los presentes. Miro a Tom y aparto su mano. Una cosa extrañamente adictiva comienza a recorrer mis venas.

—¡Me opongo! ¡No voy a entregarme a nadie contra mi voluntad!

Un estrepitoso chirrido es lo único que se oye luego de mi confesión.

—¿Has perdido la cabeza?

La mirada austera de tío Gideon hace que el estómago se me revuelva. Noto justo el instante en que su mandíbula se tensa y aprieta sus puños conteniendo la ira. Si no salgo de acá terminaré en sillas de ruedas, y acá son muy escasas.

Tranquila, Levina, ¡tú puedes!

—N-no, no la perdí —tartamudeo—. No seré el canje de nadie. No seré el trato de nadie... ¡Y no me casaré con alguien que no amo!

Ahora, un poco de drama y tiro el ramo al suelo. Perfecto. Un pisotón para validar mis palabras. Y lo siguiente es correr para que nadie me alcance o estaré muerta.

Llego a casa con el vestido de novias arremangado. No hay tiempo para hacer mucho.

—¡Ambrosio!

Mi grito sale agónico desde mi garganta, con un sufrimiento que exige humedecerla antes de que muera de sed. Me quedo de pie, en la sala, observando hacia la cocina. Un vaso de agua no hace nada, ¿verdad? No, Levina, ¡no hay tiempo! Pronto escucharás a medio pueblo de Lebestrange exigiendo que vuelvas al casamiento para amarrarte de por vida con Tom.

—¡Ambrosio! —vuelvo a llamar.

Subo las escaleras hacia mi cuarto, que ya está hecho un desastre por los preparativos de la boda.

—¡Ambrosio! —grito ya con desesperación e histeria, temblando al borde del colapso mental.

Inspiro hondo para calmar los nervios que pretenden jugar en mi contra. Busco la mochila con la que voy a la escuela, saco la tabla del piso que oculta mi escondite perfecto donde tengo mis ahorros. Listo. Es todo lo que necesito, con esto me las apañaré.

Oigo pasos.

Ambrosio aparece en mi en la puerta de mi cuarto, con una corbata roja en el cuello que resalta en su pelaje marrón claro. Se ve adorable. Ladea su cabeza al verme arrodillada en el suelo, como preguntándose qué ha pasado.

Acomodo el fondo de la mochila y la abro por completo.

—Vamos chico —le señalo el interior de la mochila—, entra y larguémonos de aquí.

Mi perro ladea la cabeza para el otro lado.

—Que entres, o tendré que dejarte con tío Gideon.

Mencionar a mi tío lo hace aullar con un dolor terrible para los oídos. Si hay algo que ambos tenemos en común es que le tememos a tío Gideon más que nada en este nefasto mundo. Así que, traqueteando con rápidos pasitos en la madera, Ambrosio entra a la mochila.

—Espero no te eches ningún... —Un sonido retumba dentro de la mochila— gas. Tienes serios problemas estomacales, Ambrosio —me quejo y luego trato de aguantar la respiración o el olor funcionará como esas... ¿cuál era el nombre? Da igual.

Me cuelgo la mochila en la espalda y salgo de la casa de tío Gideon tan rápido como puedo. Las cabezas de algunos citadinos se asoman a la distancia. ¡Ay, no! Adiós a Levina Roth, adiós a todo. Oficialmente estaré muerta hoy.

Los ladridos de Ambrosio me sacan del letargo oscuro que recrea mi cabeza.

Busco mi bicicleta, anudo el extenso vestido y me subo, empezando a pedalear con fuerza hacia mi libertad.

Quiero creer que esta huida es lo mejor. Porque lo es, ¿no? Es decir, hice lo correcto al huir de mi propia boda y romper las cadenas que me condenaban a un falso amor. No soy un objeto, no soy un cambio, soy una persona; tengo tantos derechos como decisiones. Sí, no debería cuestionarme por mandar a cosechar al cerro toda la planificación que la familia de Tom y tío Gideon hicieron hace meses.

Tengo miedo. No sé a qué le tengo más miedo, el que me encuentren y tenga que volver o a lo que me deparará el futuro.

Ni siquiera sé dónde debería ir. Yo no tengo a nadie fuera de Lebestrange, no tengo familiares que puedan ayudarme, no tengo amigos que puedan hospedarme... Solo tengo el enorme sueño de cantar.

Eso es: voy a cumplir mi sueño.

—¡Iremos a estudiar a Ritchman y nos convertiremos en los mejores cantantes del mundo...!

Mi nariz queda a pocos centímetros de tocar el suelo, mis manos y rodillas arden contra el pavimento. Tanto pensamiento ha hecho que me caiga de la bicicleta. ¿Esta es la forma que tiene la vida de decirme que estoy siendo muy fantasiosa?

Levanto con un dolor terrible en todo mi cuerpo. Quito algunas piedrecillas de mis manos maltratadas por la caída, luego hago lo mismo con mis rodillas. Una está sangrando, duele bastante, pero no se compara con el dolor y la decepción de ver mi bicicleta tirada en el suelo, sin el manubrio.

Está inservible.

—Creo que tocará caminar —le informo a Ambrosio, que no ha parado de babearme el cuello.

Apresuro el paso por la carretera. He andado lo suficiente como para tener una ventaja por si los demás me están buscando (lo que es muy probable), pero sigo temiendo que no sea suficiente. Estoy cruzando los dedos para que ninguno de ellos se haya percatado de mi huida.

El camino se me hace cansino, tener que cargar a un perro tan regordete como Ambrosio me está torturando la espalda. Mis piernas ansían un descanso, mi boca un poco de agua, mi cuello quitarse la viscosidad que cae del hocico de mi perro. No llevo la cuenta del tiempo, pero, por cómo se ha puesto el día puedo deducir que ya va a oscurecer.

Necesito buscar otro medio de transporte. Algo que pueda llevarme. Algo como un... ¡un auto! ¡Eso es!

Estacionado al costado de la carretera, un auto yace solitario y a mi completa disposición. ¡Debe ser un milagro!

Miro hacia atrás: en la carretera no pasa ni una mosca. Miro hacia adelante: el auto sigue sin tener dueño. Miro alrededor: solo veo árboles y plantas, todo muy verde y solitario.

Me acerco con precaución.

El auto abandonado es algo pequeño, aunque su interior se ve bastante espacioso para Ambrosio y para mí. Y las llaves están puestas. ¡Perfecto!

Antes de abrir la puerta, compruebo que no haya alguien y... Alto, ¿esto no será un robo? ¿Estoy robando o aquí cuenta el dicho: "el que se lo encuentra se lo queda? ¿Es un regalo de la vida?

Lo tomaré prestado, eso es.

Abro la puerta y subo. El asiento de conductor es demasiado grande para mí. La verdad es que me siento mucho más cómoda como acompañante del conductor. Nunca he manejado tampoco. Bueno, como decía mi papá: «Levina, hay una primera vez para todo».

Me quito la mochila y la lanzo con Ambrosio y todo al asiento trasero. Giro la manilla para bajar la ventana del conductor y no morir sofocada, ahora pongo las manos en el volante mirando el extenso camino que necesito recorrer.

—Bien... —murmuro con determinación—. ¿Cómo funciona esto?

—Debes encenderlo primero, gira la llave.

—Gracias, Ambrosio.

Un momento, mi perro no habla.

Lentamente giro hacia la ventana del auto, solo para soltar un grito de horror al encontrar a un sujeto viéndome.

—¿Qué diablos haces en mi auto?

No sé qué responder.

Creo que mi libertad ha durado poco.


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