Protector

Ariana entró a su habitación hecha una furia. ¡Cómo era posible que su padre le hiciera eso! ¿La filial de Londres? ¡Si, cómo no! Solo quería apartarla, lo sabía. En una semana se celebraría la reunión anual de accionistas y, por alguna razón, su padre no quería que estuviera en ella.

Se sentó ante su tocador con los puños apretados. No iba a llorar, no podía derrumbarse antes de dar la batalla. Respiro hondo y trató de pensar en un argumento para contradecir a su padre, porque estaba segura de que: "No quiero", solo conseguiría hacer que él dijera: "Eres mayor de edad, no te puedo obligar a nada". Todo acabaría allí y lo que quería era que él aceptara que ella merecía su oportunidad.

Desde que su madre había muerto en un extraño accidente, su padre se había apartado de ella. Ariana deseaba entender por qué esa actitud, pero él siempre evitaba hablar del asunto.

—Si, ya sé que siempre quisiste a tu hijo varón, pero me tienes a mí padre, yo puedo darte el mismo orgullo que un hombre.

Sin pensar en lo que hacía, tomó con rabia un florero y golpeó el suelo con él con todas sus fuerzas.

El florero estalló en mil pedazos, algunos de ellos volaron hacia ella, y no pudo más que cruzar los brazos frente a su rostro para protegerlo. Dejó escapar un grito cuando la puerta fue abierta de una patada y su guardaespaldas llegó hasta ella, con la pistola en una mano.

—¡Ariana! ¿Estás bien?

—¡Esto es tu culpa! —gritó, encolerizada y deseó al instante no haber evidenciado su rencor de esa manera. No podía más y aunque se lo negó a ella misma miles de veces, ya no era capaz de ignorar la cercanía que su padre tenía con el hijo del amigo querido que había perdido.

Cuando Oswald murió le asignó una pensión vitalicia a la viuda. Por trampas y fraudes, había perdido toda su fortuna y su esposa e hijo adoptivo quedaban prácticamente en la calle. Frederick no podía permitirlo y como el joven tenía cierto entrenamiento, lo convirtió en su guardaespaldas. A Ariana no se le escapaba la forma en que su padre lo miraba, como la miraría a ella si fuera hombre. Al haber aceptado, al fin, el origen de su rencor, no pudo soportarlo más y comenzó a llorar.

—Te llevaré a un hospital, estás sangrando.

—¡Déjame! No iré a ninguna parte contigo.

—Llamaré a alguien...

—¡No!

—Pero, tus heridas...

—¡Ya déjame en paz! —Lo empujó, consiguiendo mancharlo de su sangre. El precioso traje negro que ella misma había elegido, su rostro, sus manos, con las que había tomado las de ella para detenerla, habían quedado impregnados de rojo.

—¡Pues te curaré yo mismo entonces! —La levantó en sus brazos.

—¿Qué haces?

La dejó caer sin mucha ceremonia en la cama y fue al baño, de donde volvió en poco tiempo con el botiquín de primeros auxilios.

Ariana respiró hondo para calmar su llanto, pero lo había reprimido por tanto tiempo que era más fuerte que ella. Se sentía frustrada por no ser capaz de mostrarle a su padre su verdadero valor, triste por la lejanía del mismo y culpable, por haberse desquitado con alguien que, al fin y al cabo, no tenía culpa de su mala relación con su padre. Dejó de luchar y dejó que sus lágrimas salieran.

—¿Duele mucho? —preguntó con ternura. Ella asintió, era mejor dejar que él pensara que era una niña llorona que tener que explicar la maraña de sus sentimientos.

—Lo siento, usaré el analgésico. —Roció con cuidado el spray en sus múltiples heridas y siguió con el procedimiento con mucho cuidado. Las heridas no eran profundas, una en la muñeca y otras dos en el antebrazo, nada de peligro.

—Cámbiate y ve a la habitación de al lado, iré por algo para limpiar.

—No tienes porque...

—¿Quieres que Marina vea esto?

Ariana miró el desastre, si alguien del servicio lo veía, le dirían a su padre y tendría que inventarse alguna historia. Sin importar lo que dijera, su padre la miraría como una niña revoltosa. Así que la respuesta era no.

Se puso de pie, odiándose por ese momento de debilidad y se fue a la habitación de huéspedes.

Una vez ahí, se puso uno de los pijamas para invitados que estaba en el armario y se metió en la cama. Se arropó hasta la nariz deseando que Adrian estuviera ahí para desahogarse más a gusto. Pero había salido con una chica, lo más probable es que desapareciera un par de días. Se volvió a reprochar por su arranque y trató de pensar con claridad en la forma de no ir a Londres. Comenzaba a quedarse dormida cuando unos toques suaves llamaron su atención.

—Adelante —dijo, sentándose en la cama.

Su corazón se aceleró cuando vio a su guardaespaldas entrar a la habitación. Por reflejo, jaló el cobertor y se lo subió al pecho. Le gustaba, ¡cuánto le gustaba! Se habían conocido desde la adolescencia, cuando su familia estuvo con ellos una temporada en Manchester, luego volvieron a su hogar en una ciudad de nombre impronunciable en Noruega. Ella no podía negarse a sí misma que desde aquel entonces, la había cautivado con esos preciosos ojos cafés, su bella sonrisa y ese aire de formalidad que hacía que los adultos depositaran en él toda su confianza. Pero cuando Oswald murió y se convirtió en su guardaespaldas, muchos años habían pasado, las cosas eran distintas y también le había robado el amor de su padre.

—¿Ya estás mejor? —preguntó mostrando preocupación.

—Son solo unos rasguños —respondió, desviando la mirada. Se había quitado el saco negro y la corbata y llevaba la camisa arremangada hasta los codos.

—Me refería a lo otro —dijo, metiendo sus manos en los bolsillos y parándose al lado de la cama. Ella lo miró alarmada. ¿Cuánto sabía él?

—N... No... No sé de qué hablas... —Dejó escapar una risa nerviosa y antes que pudiera acomodar su pelo detrás de la oreja, él alargó su mano y los hizo primero. Lo miró sorprendida, era una manía suya hacer eso cuando estaba nerviosa, pero solo Adrian lo había notado.

—Él te ama, pero tiene miedo de perderte.

No fue capaz de responder a eso. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no las dejó salir, las retuvo con toda su fuerza de voluntad.

—Tu habitación está limpia si quieres volver —diciendo eso, dio media vuelta y se dispuso a salir. Ella consiguió agarrar su camisa y cuando él se detuvo, musitó un débil: "Gracias". Le sonrió y volvió a caminar hacia la puerta, antes de cerrarla escuchó su voz, también suavemente: "Que descanses, princesa".

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