Capítulo 18
—Esto es una treta que puede darte alguna ventaja si eres más rápida que tu oponente. Tomarás la posición para atacar abajo, así, y cuando tu oponente baje su espada: cambia la dirección de tu estocada así. ¿Entendido? —Jason cambia la posición de mi espada, una baratija oxidada que consiguió a cambio de una presa, a medida que me explica cómo atacar a mi objetivo: un saco de paja atado a un poste.
Cada día se va aún de noche, al bosque, y cuando vuelve empleamos la mañana en prácticas con espadas. Como soy un poco mejor con el arco, me deja practicar sola por las tardes; mientras tanto, él va a casa de su madre o a la herrería para vigilar a Dragah, como le prometió a sus hermanos.
—¿Así? —pregunto, tratando de repetir el movimiento.
—Más rápido, recuerda: debes moverte antes que tu contrincante se de cuenta de tu verdadero objetivo.
Por mi parte, me levanto cada mañana preguntándome qué hago aquí. ¿Cuándo podré volver a casa? ¿Por qué tengo que estar en "Villa Miseria" en una vida que no apunta hacia ningún lado? Ya ni el consuelo de su compañía me motiva, cada día los pasa allá en el bosque, con ella. Con cada día, mi esperanza de volver a casa se va esfumando y los miedos crecen: ¿Voy a tener que vivir así el resto de mi vida? ¿Qué pasará conmigo si un día Jason decide formar un hogar y tener una familia? Estaría en todo su derecho. ¿Con qué argumento podría impedírselo? Y al final de todo, después de noches enteras pensando en ello, llego a la conclusión de que si yo no estuviera en medio, quizá él ya estuviera haciendo su propia vida al lado de su familia.
Después de varios intentos fallidos, comienzo a entender el truco del movimiento de la espada y voy mejorando poco a poco. Casi siempre es defensa, defensa y más defensa, en muy raras ocasiones practicamos ataques. Por alguna razón no le gusta verme atacando.
Mis manos tienen llagas, escuecen y a veces sangran, pero no podemos dejar que Roxanne las cure porque tendríamos que explicarle por qué las tengo así, por lo cual me conformo con dejarlas en agua tibia y plantas que Jason ha visto usar a su madre en distintos tipos de heridas y luego cubrirlas con paños limpios. Sigo resistiendo porque si aprendo a defenderme por mí misma no estaría atada a este lugar, podría ser libre de hacer lo que yo quiera.
Han pasado tres semanas desde el baile, él no ha dicho nada sobre las salidas al bosque, ni yo lo he preguntado. Pero veo claramente los mensajes que Margueritte me envía: plantas curativas traídas de "su" bosque, las presas que a veces comemos y otras intercambiamos por artículos sospechosamente oportunos, una vez incluso fueron flores para llenar de color "nuestro" nuevo hogar... Las tiré con el pretexto de que me hacían estornudar. Mis pesadillas no han disminuido, pero he aprendido a controlarme un poco al despertar, ahora que sé dónde estoy, además de ser consciente que no vendrá ninguna doncella con agua, ni habrá brazos para calmarme... Tal vez, sólo tal vez, podría aprender a vivir sola, sin depender de nadie y tomar mis propias decisiones.
Una mañana, mientras bajo del altillo, escucho el ruido del hacha en el patio de entrenamiento.
—¿No habrá caza hoy? —pregunto mientras me dirijo al arroyo con una vasija por algo de agua fresca.
—Ah, buenos días —se limpia el sudor de la frente y posa el hacha junto al tronco—. No, hoy iré con Josse a hacer reparaciones al establo.
Pasa a mi lado y entra en la casa, me dan ganas de preguntarle si Margueritte sabe que no habrá caza hoy, pero decidí no sacar el asunto, así que me muerdo la lengua y sigo mi camino hacia el arroyo para ocuparme de mis cosas.
Es un día muy largo así que practico un poco con la espada por mi cuenta. Es un lugar muy silencioso, ya que está apartado del pueblo, separado del camino principal por una pequeña arboleda desde donde, cada mañana, se escucha el bullicio de las aves. Me entretengo haciendo movimientos perezosos y luego comienzo a lanzar estocadas al indefenso saco de paja. Sería mucho más fácil con una hermosa peluca rizada.
—¿Qué crees que estás haciendo?
Vaya, miren nada más: "Su majestad: La Reina del Bosque" en persona.
—Te lo explicaría si creyera que es asunto tuyo.
Sigo lanzando golpes y me las arreglo para hacer un movimiento medianamente complicado. Margueritte sigue parada ahí y tiene cara de indecisión. Esta chica me desespera, a veces la odio, pero por otro lado: ¿Qué razones tengo en realidad para hacerlo? Es sólo una aldeana buscando su camino en la vida, en el fondo, quizá no somos tan distintas. Cuando no dice nada, le digo, sin poder controlar la hostilidad en mi voz:
—No está aquí, fue a casa de Roxanne. ¿Ya puedes dejarme practicar en paz?
Hago dos giros continuos y me dejo ir con el impulso, el pobre saco no resiste más y se parte en dos.
—Ese movimiento estuvo demás, yo te habría matado después del primer giro.
—¿Quieres ir a casa de los Askell o no?
—¿Por qué me envías para allá?
—Para saber que todavía, alguien, quién sea, puede ser feliz.
—¿Estás enferma? ¿De qué estás hablando?
Bajo la espada y la miro directamente a los ojos.
—Mira, necesito saber que alguien puede llegar a ser feliz, porque el mundo es más grande que esta aldea, ¿Sabes? Cuando yo no esté aquí, alguien debe cuidar esta casa. Pero, por el momento, no puedo irme, porque no sé cuidarme sola; así que solo cállate, déjame en paz y ten algo de paciencia.
No sé por qué dije todo eso, lo había pensado por días, pero no es como si realmente tuviera un plan concreto para irme de aquí.
Margueritte desenvaina su propia espada y me apunta con ella. ¿Cree que me va a intimidar? ¡Yo también estoy armada y sé cómo usarla, pequeña insolente!
—¿Irte? ¿Qué clase de burla es esa? —casi grita, contrayendo el rostro en una mueca que quiere esconder y no puede.
—¿Por qué otra razón me quedaría impasible con tus excursiones diarias al bosque? —respondo, avanzando a ella como si no me importara que me apunte con su arma. Margueritte baja la espada y se ríe, pero es una risa amarga, más bien triste.
—Si, eso no es... ¿Sabes?, me quedo despierta noches enteras tratando de adivinar qué tipo de relación retorcida tienen ustedes. No hace más que pensar en ti, supongo que debe ser algo especial; pero no puede ser tan especial si con más de un mes de casada, tú sigues siendo doncella.
¿Doncella? ¿Se refiere a... "Eso"? No sé qué decir, es lo más vergonzoso e indiscreto que alguien me ha dicho a la cara y con una indiferencia de miedo, como si no fuera nada.
—Aun así: "Diana está enferma, ¿conoces alguna planta medicinal?" O, la más frecuente: "Diana no sabe cocinar, ¿qué podrían dar a cambio de esta presa?" Pero el infierno son las flores: flores de colores, flores de aroma dulce —Comienza a dar vueltas mientras mueve su mano libre como si espantara una idea absurda, pero sigue implacable en su discurso—. Tu nombre sale de su boca cada diez segundos, se desvive por ti y tú piensas dejarlo, es para morirse de risa. ¿Tienes sangre en las venas?
Parece que fuera a romper en llanto de un momento a otro, pero no lo hace a pesar de la convulsión de su pecho. En realidad soy yo la que no puede detener las lágrimas.
—Sólo vine a decirte que me doy por vencida, estoy harta de este juego perverso, ningún mortal puede vivir así.
—¿Esas flores no las enviaste tú? —Después de semanas de armarme una truculenta historia, ahora resulta que todo este tiempo estuve completamente equivocada. ¿Y qué si hubiera sido así? ¿Yo con qué derecho puedo reprocharle algo? ¡Soy una tonta, tonta, tonta!
Margueritte vuelve a reír y esta vez de verdad parece divertida.
—¿Yo? En serio. ¿Qué clase de persona eres?
Creo que de la más estúpida que hay. Pensando en huir por mi cuenta y dejarlo atrás para que fuera feliz con Margueritte y él sólo ha pensado en mí todo el tiempo.
—Lord Borchgreving debe ser Guardia de Honor. —dice de pronto ejecutando a la perfección el movimiento que yo estaba practicando. Creo que sólo quiere cambiar de tema para recomponerse, pero a mí el comentario me asusta.
—¿Por qué lo dices?
—Este ataque. Mi padre me lo enseñó. Él lo aprendió cuando era joven y estuvo unos años en Gaoth, allí se escabullía para ver los entrenamientos de los Guardias de Honor y aprendió esto. Supongo que fue su amo quien se lo enseñó a Jason, ¿verdad?
—Si, solían entrenar juntos.
—Por lo visto le tenía mucho cariño, debió ser difícil dejarlo.
No lo ha dicho con sarcasmo ni como reproche. Es sólo una observación, aun así me hace sentir culpable. Él ha dejado más de lo que te imaginas por mí, incluso antes de pensar en tener las cosas que cualquier hombre debería buscar en la vida. Todos los Guardias de Honor se deben al reino, pero aun así ellos son capaces de buscar la felicidad tomando esposa, formando una familia, teniendo una vida completa. ¿Qué hizo mi padre para que renunciara a todo eso para consagrarse a mi protección?
—¿Entrenamos? —pregunta Margueritte tomando posición de ataque antes de que yo responda.
¿Por qué no?
Margueritte es una chica muy fuerte y leal a sí misma. Ella es todo lo que yo siempre quise ser. Pasamos un tiempo practicando, yo con la vieja espada oxidada y ella con una mucho más reluciente, pero menos impresionante que la espada sagrada que cada caballero debe forjar en interminables días de ayuno y meditación, bajo la supervisión y guía de los sacerdotes en los templos de Gaoth.
El entrenamiento termina cuando Margueritte anuncia que debe regresar a su casa. Promete venir de vez en cuando para ver cómo avanzo con mi técnica y no puedo decirle que no.
Entro a la casa y veo la pequeña estancia. Un hogar muy sencillo: una chimenea, adustos muebles, herramientas de caza y labranza, una ventana donde la luz del sol entra a raudales, iluminando ese pequeño rincón secreto.
¿Qué hago aquí?
¿Cuándo podré volver a casa?
¿Por qué tengo que estar en este pueblucho en una vida que no apunta hacia ningún lado?
Pienso en Roxanne, con una casa llena de niños, con sus hijos reunidos alrededor de ella, sus rostros iluminados por sonrisas y ojos brillantes de gozo. Me estremece esa calidez, porque yo nunca la sentí.
Sin darme cuenta se hizo de noche, es tarde cuando la puerta se abre. Yo estoy sentada en la segunda gradita de la estrecha escalera que lleva a la pequeña alcoba.
—Hola, ¿Qué haces aquí? —pregunta mirando a su alrededor como si esperara encontrar algo extraño—. Deberías estar descansando.
¿Qué hago? Pensar, ensoñar, extrañar, lamentar...
Llega hasta mí, pero cuando está por tomar mis manos, duda. No me extraña, por la forma fría y distante en que lo he tratado en las últimas tres semanas, es lógico. Extiendo mis manos y dejo que me ayude a ponerme de pie. Miro por la ventana la noche iluminada por la luna llena.
—¿Me llevas a dar un paseo?
—¿Un paseo? ¿Ahora?
—Alguna vez debes aprender a no responder mis preguntas con otra pregunta.
Nos reímos y me ofrece su brazo. Es una noche cálida. ¡Noche cálida! Ni siquiera era capaz de imaginar que esas dos palabras pudieran usarse juntas. Rodeamos la casa y atravesamos el patio para bajar al arroyo.
—No nos podemos alejar de la casa y mucho menos acercarnos al bosque, es peligroso.
—Está bien, sólo quiero respirar.
El sendero está rodeado de hierba, diminutas flores y sonidos nocturnos: grillos, ranas, el rumor del arroyo. Una melodía tan armoniosa y suave que parece mecerse dentro de mi pecho. Sobre nosotros el cielo despejado es tan límpido y transparente que me quita el aliento y al otro lado del arroyo, en medio de la oscuridad del bosque, hermosas luces que danzan al compás de la música de la naturaleza. La brisa no es cortante, sino tibia y agradable... Quiero grabarme este escenario donde represento un papel... Un papel de esposa.
—¿Te preocupa algo?
Niego con la cabeza y llevo mi mano libre al pecho para calmar mis emociones contradictorias. Quiero volver a casa, pero al mismo tiempo, quiero estar con él; quiero la paz en mi reino, pero también quiero ser feliz.
Sobre todo, quiero entender qué quería mi padre de mí. ¿Podría ser que era esto lo que él quería? ¿Hacerme desaparecer para poder resolver los problemas del reino de alguna manera? ¿Quiere mi padre que yo encuentre la felicidad aquí? ¿Eligió a alguien para protegerme en base a sus sentimientos por mí? ¿Lo eligió porque sabía que me amaba?
En un arrebato lo abrazo y él se tensa por mi acción tan repentina, aun así también me rodea con sus brazos protectoramente y yo escondo mi cara en su pecho.
—Estás comenzando a preocuparme.
—No te preocupes, sólo no me dejes.
—Jamás lo haría.
Levanto mi cara, pero no aflojo los brazos.
—"Jamás" es una palabra muy definitiva, ¿Cómo sabes que no te cansarás de mí algún día? Vendrán todo tipo de dificultades, no sabemos ni por cuánto tiempo permaneceremos aquí, o si aparecerá alguien que intente mat...
Su beso me silencia de repente. Su mano sujeta mi cabeza y con el otro brazo me sostiene por la cintura firmemente. Al principio es delicado, pero a medida que el beso se prolonga, siento cómo, poco a poco, me aprieta más y no me desagrada en absoluto. Mi corazón se acelera como loco y el aire escasea en mis pulmones, en mi cabeza todo se silencia menos nuestra respiración agitada y cuando sus labios abandonan los míos para marcar un camino de fuego en mi cuello, siento claramente cómo mis rodillas se doblan, pero él me sostiene con más fuerza para que no me caiga.
—¡Jamás es jamás! ¿Entiendes? —me dice con vehemencia.
—Pero...
—Sí, vendrán días difíciles y días tranquilos, tal vez debamos quedarnos mucho tiempo o quizá nos manden volver mañana mismo, sin importar dónde, cuándo o cómo, jamás te dejaré. ¿Te queda claro?
—Si —suspiro.
Se aparta un poco, completamente dueño de sí mismo, y el único contacto que mantiene es su mano estrechando la mía. Yo, en cambio, tengo problemas para recuperar el aliento.
—Hora de volver —anuncia. Coloca mi necio mechón de cabello detrás de la oreja, desliza el dorso de la mano por mi mejilla con suavidad y me sonríe. No con arrogancia, no con esa reverente actitud de las personas hacia una princesa, no con burla. Me sonríe con... ternura. Siempre que me mira de ese modo, tengo la sensación de que algo se remueve en lo más profundo de mi consciencia, pero al mismo tiempo, la vieja sensación de temor se cierne sobre mí como una sombra que espera el momento de atacar.
Volvemos andando muy despacio y luego nos ocupamos en simples cosas cotidianas: hervir la leche que su madre me envía cada día, partir en partes el pan que compartimos por la noche y charlar frente a la chimenea. Es como si las lentas horas que se deslizaban perezosas, ahora volaran y se escaparan entre las risas.
—Duerme bien —dice, cuando nos damos cuenta de que es de madrugada, depositando un rápido beso en mi frente. Me siento un poco culpable, ha conseguido hacer un rincón más o menos cómodo abajo, cerca de la chimenea. Es mejor que en los bosques mientras viajábamos, cuando apenas dormía por estar haciendo guardias, día y noche. Pero no me siento en absoluto cómoda con eso.
—Gracias —respondo, incapaz de decirle cuánto deseo que vaya arriba, conmigo.
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