Capítulo 1
Para encontrarnos a nosotros mismos, es necesario renunciar a quién creemos que somos, para empezar a ser quien somos en realidad, en lo más hondo de nuestro ser. Lo que no sabemos es que esa renuncia tiene un precio.
****************
Reino de Trondheim, ciudad de Gaoth.
Año 490 de las Eras de Trondheim.
Me despierto de golpe, asustada. No puedo respirar. Jadeo en busca de aire.
"¡No quiero morir!".
Aire... Necesito aire... Solo un poco...
El pecho se me contrae dolorosamente, mi Nana entra corriendo e Hilda, la doncella, hace sonar una pequeña campanita que siempre tiene en la mano.
—Niña... el médico real ya viene.
Ya sé que viene, pero eso no reduce en nada la sensación de tener las paredes de la habitación encogiéndose sobre mí y tampoco hace más soportable la dura roca que me golpea el pecho una y otra vez sin piedad.
Alguien descorre las cortinas y la luz tenue de un sol que apenas se eleva sobre el horizonte, inunda tímidamente la habitación. El médico real entra con la misma calma de siempre. Siempre es lo mismo:
—Respira —dice con suavidad.
Si fuera tan fácil no lo necesitaría, ¿verdad?
—Despacio niña, solo respira...
Si Nana, eso intento.
Sigue susurrando en mi oído, pero no escucho nada más que un estruendo demoliéndome por dentro.
Pese a la incredulidad en los métodos del médico, después de un rato la calma vuelve poco a poco, pero se debe a que las turbulentas imágenes se van esfumando y las olvido.
Es ahí cuando llega la calma y el aire entra libre de nuevo.
—Así princesa, respire lentamente... está a salvo... respire... Es solo miedo, milady, el miedo no puede lastimarla.
Todavía me pregunto, después de años de lo mismo: ¿qué diferencia hace la presencia del médico real? Cuando al fin viene, lo que hace es decirme que respire pausadamente y me repite una y otra vez que es solo miedo, que el miedo pasa, que el miedo está dentro de mí, que estoy a salvo, que todo estará bien. De todos modos: ¿qué es estar bien?
Ruido. Eso es todo lo que queda de la pesadilla que evoca un miedo tan brutal como irracional dentro de mí. Gritos, cascos de caballos, llantos y súplicas. Todo en un remolino de imágenes que despierta no puedo, y creo que tampoco quiero, recordar.
—Vuelve a dormir —susurra mi Nana cuando, al fin logro calmarme.
Luego de hacerme tomar un brebaje oscuro con sabor ácido y amargo al mismo tiempo. Al principio solía pedirle que se quedara conmigo, ahora ya no tengo edad para eso.
"Es solo miedo, el miedo pasa, el miedo está dentro de mí".
¿Miedo a qué? ¿Por qué?
Después de un rato de intentar en vano volver a dormir, me levanto y voy a la estrecha ventana. Me arropo en el grueso alféizar de piedra y husmeo hacia el día que apenas comienza. Es primavera, pero Gaoth está tan al norte que hace mucho frío todo el año; a pesar de que, llegando el verano, el sol sale un buen día y no se vuelve a ocultar en tres largos meses sin noche.
Las almenas y el jardín están desiertos. Bajo mi ventana se extiende el engramillado verde esmeralda, cruzado por un sendero de piedras grises que conduce al pequeño laberinto de setos coloreados de pequeñas flores blancas y bayas rojas, terminando al norte justo bajo la muralla interior y colindando al este con el patio de entrenamiento, del cual lo divide la pequeña arboleda que da sombra al grupo de mesas donde los cortesanos y cortesanas se reúnen a tomar la merienda cuando hace buen tiempo.
Todo está vacío ahora, aún hace mucho frío para un paseo, pero a lo lejos se distingue la muralla interior, que está llena de actividad a todas horas. Desde aquí no alcanzo a ver el patio de entrenamiento, pero me llega el sonido de las espadas al chocar y los gritos del capitán de la Guardia de Honor arengando a sus hombres.
Fuera de las murallas: el reino, las villas, el bosque, el río... La vida sigue un impetuoso camino del que me mantienen lo más apartada posible, ya que en cualquier momento podría atacarme el miedo y la gente perdería la fe en la Casa Real.
Al final me quedé dormida junto a la ventana abierta y Nana ha tenido que despertarme a media mañana, completamente helada. Mi alcoba se llena de sirvientes, doncellas y recaderos, yendo y viniendo como si a la antesala de la princesa hubiera llegado el día de mercados.
—¡Mira esos ojos! —me regaña Nana y me pone un ungüento que huele a flores alrededor de los ojos, con cuidado de no hacerme daño con sus dedos regordetes—. ¿Cuántas veces debo decirte que duermas más? Perdiendo el tiempo en ensoñaciones...
Dejo de poner atención a sus murmullos que siguen y siguen en su habitual letanía. Después de ocuparse de mis ojos, comienza a peinarme.
—Quiero dar un paseo —digo de pronto y detiene el proceso de elaborar un complicado peinado con el manojo de hebras doradas que manipula hábilmente.
Me mira con reproche a través del espejo, fijando en mí su pupila azul claro, como la mía y, escondiendo una sonrisa, deshace lo que iba en camino a ser una flor y comienza a tejer una trenza. Sabe que es más cómodo para ir a cabalgar. Alta, gruesa y de expresión contundente, mi Nana es lo más parecido a una madre que puedo tener, después que la reina murió en un hecho confuso al que todo mundo se refiere como: "El accidente".
Su nombre es Amalia, lady Amalia de Soria, es prima segunda de mi madre, pero para mí desde pequeña su nombre se reduce a Nana y creo que es todo lo que ella quiere ser para mí.
Nuestro lugar favorito para pasear es una colina que se cubre de finas flores amarillas, las favoritas de mi Nana para elaborar sus famosos brebajes, y hasta el otro lado de esa colina se yergue la segunda muralla que nos protege y después de cruzar el río los bosques interminables que llegan hasta el pie de las Montañas del Este. Esas montañas lejanas parecen promesas inalcanzables: altas, poderosas, inconmovibles. Dan un aire de eternidad a nuestra existencia.
Salimos cuando el sol brilla casi en su cenit. Cabalgamos solas porque estamos a la vista de la muralla interior, por el sendero que bordea una pequeña laguna, tan despacio, que tiene la oportunidad de ponerme al día con los rumores que corren por los pasillos de la corte.
—... Y después lady Gardner entró en toda clase de vergonzosos detalles al respecto, que francamente a mí no me parecen de una dama, pero ya sabes cómo es ella, el caso es que supe del pronto compromiso de sir Kyle Larverne y lady Lucrecia Solberg ¿Puedes creerlo? Es apenas una niña, yo recuerdo muy bien cuando nació, era una pequeñita tan dulce, recuerdo como si fuera ayer cuando corrían juntas detrás de tu madre mientras paseaban por el campo y ya mayor se ha comportado siempre a la altura de su apellido y venir a decirme lady Gardner esas cosas de esa pequeña, es imperdonable ¿Puedes creerlo?
Lo que no puedo creer es que haya dicho todo eso sin haberse detenido a respirar una sola vez, sus mejillas encendidas de emoción. Me siento mareada con las cascadas de información que salen de su boca y me quedo un poco en el aire.
—Lady Gardner es una víbora de dos cabezas.... ¿Puedes creerlo?
—No, eh... digo si... Hablas de lady Lucrecia, ¿verdad?
Mi desorientación la pone de mal humor.
—Si te aburre la cháchara de esta vieja puedes decirlo, Ariana.
Casi no puedo evitar reírme, pero eso la pondría aún más enojada conmigo.
—Perdón, Nanita. —Pongo la cara de arrepentimiento más convincente que puedo y logro arrancarle una esquiva sonrisa.
—Niña mañosa —pronuncia muy bajito, si alguien la escucha llamar así a la princesa tendría serios problemas. Pero no hay nadie cerca, solo yo la escucho y sé que me ha perdonado.
—Así que ¿Lady Lucrecia y sir Kyle? Todos lo esperaban de todas formas, ¿no? Sir Kyle la ha pretendido por años.
—Sí, mucho tiempo para que cualquier caballero se hubiera dado por vencido, es tan paciente como lord Hemdal, ¿no te parece?
¡Ajá! Ya había tardado en sacar a colación el tema. Lord Adrian Hemdal, el joven y guapo noble de Burgundia, quien según su propia opinión es demasiado joven para enterrarse bajo el título y el comercio de barcos mercantes de su padre, se ha dedicado a "conocer mundo" y "ganar experiencia en la vida" por los últimos años. Si mi Nana supiera la clase de experiencia que ha ganado, que nada tiene que ver con los barcos, no tendría tan buen concepto de él. Por supuesto, pocas personas (Y con personas me refiero a personas exclusivamente del género femenino) Conocen al verdadero Adrian, los demás piensan que es el heredero idóneo y un partido inmejorable, dada la posición de su padre, altamente privilegiada tanto en Trondheim como en el reino de Burgundia. Su riqueza podría fácilmente sostener los gastos de un castillo como el nuestro durante muchos años y su familia tiene ramas muy antiguas en Trondheim, Burgundia y Lyon.
—Lord Hemdal es un buen amigo, pero jamás ha dirigido a mi padre palabra alguna sobre matrimonio, aunque parece que todos en la corte lo dan por sentado.
Pues sí, lo dan por sentado porque esa es precisamente la intención de Adrian. Su padre no le ha buscado esposa porque tiene la esperanza de que mi padre lo tome en cuenta como futuro rey de Trondheim, aunque nuestro venerable rey no parece tener prisa en darme un esposo, a pesar de las habladurías en la corte con respecto a mi edad. Siempre parece haber algún impedimento para aceptar las propuestas de los otros reinos, que están más que ansiosos por enviar a sus hijos más prominentes a Trondheim para ser considerados mis pretendientes formales.
—Bueno, tal vez sea por la forma que bailan juntos en todas las fiestas, no se separa de ti cuando viene de visita, te mira como si fueras una joya preciosa y ese hermoso caballo que te regaló...
—¡Basta, Nana! —No puedo sufrir más esos comentarios. ¿Desde cuándo en Trondheim se considera una propuesta de matrimonio regalar un caballo? —No me interesan esos regalos y sabes mejor que nadie que no cambiaría a Estrella por nada del mundo.
Estrella es mi caballo preferido. Una hermosa yegua completamente blanca que recibí como regalo de cumpleaños el mismo día que murió mi madre. Por supuesto, he olvidado por completo ese momento. Hace tiempo renuncié a gastar mi energía tratando de recordar cada detalle de esa época, ha quedado en una especie de laguna en mi cabeza y prefiero no chapotear en ella, si puedo evitarlo.
Un buen día desperté y mi madre, junto con los recuerdos de casi un año atrás, ya no estaban conmigo.
Poco a poco nos hemos alejado de la muralla, rodeamos la laguna y la colina, pero todavía somos visibles desde la torreta de los soldados. Los veo caminar sobre la muralla y, de vez en cuando, se reúnen para observar nuestro recorrido. Vamos dejando atrás la laguna, cuando mi Nana dice que prefiere descansar a la sombra. Como Estrella parece un poco inquieta, la dejo vagar un poco y cuando pierdo de vista la muralla, al colocarnos detrás de la colina, alcanzo a ver la extensión del prado más allá de la puerta abierta de la muralla exterior, el pequeño puente sobre el río y, a lo lejos, un extenso bosque que parece llamar algo desde algún rincón de mi conciencia. Estrella bufa y parece señalar en dirección al camino.
—Quieres dar un paseo, ¿eh?
Trato de ir lo más despacio posible. Los soldados sobre la muralla hablan entre ellos, a Nana la perdí completamente de vista y Estrella no parece tener intenciones de detenerse.
Avanzamos serpenteando, pero acercándonos poco a poco a la puerta. Unos pasos más y... pico espuelas y mi yegua blanca sale disparada hacia el exterior.
Corre como si la estuvieran esperando en alguna parte. Pasamos como una exhalación sobre el puente de piedra, no miro atrás para ver si alguien se dio cuenta de mi escape y nos adentramos en el bosque. Sigo cabalgando mientras hileras de árboles se van quedando atrás, aunque dejo de reconocer todo lo que me rodea, no disminuyo la velocidad, dejando que mi querida Estrella vaya por donde le place, siguiendo sinuosos caminos. Una extraña emoción me embarga durante la carrera, un sentimiento conocido y lejano.
Poco a poco los caminos se estrechan, hasta que ya no puedo correr más, avanzando cada vez más despacio, disfruto del silencio del bosque. Pequeños animales ya salen de sus madrigueras y el blanco de la nieve va dejando paso al verdor, como si todo hubiera estado dormido por meses y apenas despertara de un largo sueño.
Desmonto y llevo a Estrella de las riendas hasta una cabaña abandonada, medio oculta entre los árboles, en un recodo del sendero que se pierde al cobijo de un peñasco. Tengo frío y la trenza que Nana tejió cuidadosamente por la mañana se ha convertido en una cascada desordenada a mi espalda, tengo barro en las zapatillas y el borde del exquisito vestido color esmeralda. Soy un desastre fenomenal y realmente no me importa.
—Estrella, ¿dónde me has traído? —La hago subir los escalones de madera, que crujen, pero resisten bien su peso y logramos abrir la puerta, a pesar de la invasión de la maleza.
Encontramos un cuarto reducido, aunque con suficiente espacio para que ella se acomode. La hago recostarse y parece encantada, poniéndose a comer de la hierba que asoma entre las tablas del piso de madera.
La cabaña tiene una chimenea con un caldero volcado, parece que alguien esparció los leños que alimentaron su último fuego, extinto hace quién sabe cuántos años. Hay un banco largo contra una pared, pero está roto; tiradas por el piso, viejas y raídas pieles, hechas un desastre y revueltas con unas gruesas cortinas que parecen haber sido arrancadas de las dos ventanas que ahora están bien cerradas. A pesar de la oscuridad, el polvo y el desastre, me da la sensación de haber sido un lugar acogedor.
Me siento al lado de Estrella, la única fuente de calor que tengo cerca y disfruto del silencio. Nunca hay silencio en el palacio, siempre hay gente yendo y viniendo, definitivamente es bueno estar a solas.
Pasa de mediodía, dentro de un par de horas volverá a oscurecer, los días todavía son muy cortos. Supongo que debería intentar volver, pero fue Estrella la que decidió el camino sobre la marcha, así que la solución sería que fuera ella quién me llevara de vuelta. Estoy considerando mis opciones cuando, de pronto, Estrella levanta la cabeza al tiempo que yergue las orejas, atenta.
Alguien se acerca.
Me acerco a la puerta y oteo hacia el bosque, veo un jinete que viene justo hacia la cabaña, a lomos de un caballo de un azabache perfecto, portando con gallardía el uniforme negro de los caballeros de Trondheim.
¡Un Guardia de Honor!
Esto es malo.
—No... —Mi gemido ahogado responde a las imágenes que irrumpen en mi mente. Imágenes que me atormentan cuando duermo y que rechazo con todas mis fuerzas.
¿Cómo puedo hacer que se vaya? Seguramente vino por mí, no se irá, para mi desgracia.
Retrocedo dejando la puerta entreabierta y caigo nuevamente al lado de Estrella. Mi corazón se acelera desbocado. Escucho sus pasos mientras se acerca a mí y el par de escalones de la cabaña protestan ante sus pasos. La puerta se abre despacio y levanto la vista, encontrando unos ojos intensos que me miran desde una altura que me parece infinita. Se arrodilla, quedando frente a mí. Conozco a los Guardias solo de vista, aunque evito interactuar con ellos. Este joven es el hijo de lord Oswald Borchgreving. Aunque los rumores dicen que no es su hijo legítimo y otros que ni siquiera lleva su sangre, pero no pasan de ser solo chismorreos de cortesanos.
Se nota que no es de Trondheim, su rostro no muestra la dureza de los guerreros del norte, que suelen ser grandes y robustos, cabellos rubios y ojos claros y gélidos, enormes rostros redondos y fieros; en contraste, él tiene el cabello oscuro al igual que sus ojos, unos ojos de un mirar tan profundo que me siento atravesada hasta el alma. Su rostro de líneas angulosas y definidas, con pómulos altos y elevados además de tener los rasgos un tanto suaves para tratarse de un soldado.
—Alteza —saluda con respeto—, he venido a escoltarla de vuelta al castillo.
—Milord —respondo en el mismo tono formal que él ha usado, pero apartando la vista—, lo agradezco, pero me apetece permanecer aquí un poco más.
Trato de sonar tranquila, aunque no estoy segura de haberlo logrado, debido al quiebre inesperado de mi voz.
—Con todo respeto, alteza, no creo que sea prudente. Se avecina una tormenta desde el norte.
Quisiera gritarle, pero poco a poco pierdo el control. Su uniforme me perturba de una manera que no puedo, ni quiero, entender. ¿Por qué no se va?
En mi cabeza estalla el ruido de los cascos de los caballos y trato de apagarlo tapándome los oídos con las manos. Me mira tranquilamente, sus cálidos ojos marrones clavados en mí. Siento la fría brisa del norte que anuncia la tormenta. Los sollozos comienzan a amenazar mi garganta. Los reprimo y comienzo a temblar.
—¿Me permite? —Se quita la capa y la coloca suavemente sobre mis hombros.
Trato de retroceder, pero estoy helada y cansada, me tenso ante el contacto cálido de la prenda y todo en mí parece gritar por una salida a una amenaza que no existe.
"Es solo miedo... el miedo pasa... el miedo está solo en mi cabeza...".
—Quiero estar sola —digo, perdiendo la batalla contra mis emociones.
Mantengo la mirada fuera de él. Si miro su uniforme sé que voy a perder el control y no puedo permitirme hacerlo ahora. Entonces pasa la cosa más extraña: Estrella comienza a resoplar y buscar con el hocico la mano del desconocido, aunque suele ser un animal muy arisco, se muestra muy amistosa con él.
"¿Fraternizando con el enemigo? ¡Eres una traidora!".
Él responde acariciándola y eso comienza a molestarme. ¿Quién se cree que es? Es mi caballo, mi favorito, no es un animal cualquiera para que la toque de esa manera.
—¿Pasea con frecuencia bajo la lluvia? Es una afición poco común —dice alzando una ceja y mostrando una media sonrisa con sus labios rellenos, como si supiera algo que yo no. ¡Esto es el colmo!
Me pongo de pie tan deprisa que asusto a la traidora de Estrella y se incorpora trabajosamente en el pequeño espacio. Aprovecho para salir de la cabaña a buscar el sendero que nos trajo aquí mientras el aire frío me ayuda a recuperarme y volver a respirar con calma.
—Mis aficiones no le incumben, milord.
—Salir más allá de la muralla sin escolta es una imprudencia, alteza, muchos peligros acechan el bosque.
Me detengo y lo miro con dureza. Sin embargo, él sigue sonriendo. ¿Espera que le dé la razón? Es tan arrogante e insolente, no lo soporto. Sigo buscando por los senderos, pero ni siquiera logro orientarme.
—¿Me permite preguntarle algo, alteza?
—Puede, eso no garantiza que responderé —respondo sin ocultar la irritación en mi voz. Escucho sus pasos detrás de mí mientras intento localizar el camino que me trajo aquí.
—¿Qué tan largo piensa hacer este paseo? Si anochece será un problema y, no sé usted, pero prefería regresar al castillo cuando eso pase.
—Intento volver al camino.
—Está en el lado opuesto.
¡Ah! ¿Qué tengo que hacer para deshacerme de él? Vuelvo sobre mis pasos hasta la cabaña, donde me espera mi querida y traidora yegua.
—¡Bueno! Volvamos y ya.
—Como ordene, alteza.
Montamos y dirige la marcha encontrando el camino en unos minutos. Las nubes se amontonan y en verdad parece que el cielo va a desplomarse en cualquier momento. Los truenos lejanos parecen acercarse. Supongo que debería admitir que no me gustaría estar sola en este bosque de noche y con una tormenta sobre mí, seguramente volvería a sufrir uno de mis episodios y... ¡Un momento! Estaba a punto de colapsar hace unos momentos. ¿Cómo es que todo pasó sin que me diera cuenta? Ni siquiera recuerdo en qué momento dejé de sentir miedo por el uniforme. Creo que estaba tan ocupada enfadándome con él que me distraje de todo lo demás.
—No me ha dicho su nombre, soldado.
—Por supuesto ya sé quién es, pero es lo único que se me ocurre para hacer conversación.
—No lo creí importante.
—Es una falta de cortesía, ¿no cree?
—Solo si fuera el primer encuentro.
Lo he visto, como a los otros, pero al único que me veo obligada a sufrir es a su capitán: sir Gowen, ya que muy a menudo estoy presente cuando entrega los informes a mi padre. El resto, para mí, son como fantasmas que me esfuerzo por evitar. Así que, al menos es cierto que debería conocer su nombre, pero debe ser la primera vez que me detengo a mirarlo de verdad.
—Debo suponer que la última vez que me dirigió la palabra no es un grato recuerdo para su alteza.
Repaso en mi mente las escasas ocasiones en que le dirigí la palabra a un Guardia de Honor, pero no consigo traer nada a mi memoria. En general, yo hago todo lo posible por evitar el contacto con todos ellos.
Hasta que me doy por vencida y decido preguntar:
—¿Cuándo fue esa vez?
—Hace cinco años, en la exhibición.
—¿Estás hablando del día...
—El día que perdimos a su majestad, la reina.
Un trueno resuena mientras las nubes se iluminan con amenazantes destellos. Es solo miedo... el miedo pasa... no puede lastimarme... ¿O sí?
Ariana Giselle de Brimill
.
Sir Jason Borchgreving
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