Capítulo 8: Miserables y Reyes
—Vamos, mamá. No es necesario que te abrigues tanto para salir a la calle. Con esa ropa pareces un pingüino enorme.
Eleanor se encogió de hombros mientras sonreía ante el reproche de Elliot, a la vez que su ya no tan pequeño hijo tiraba de su mano para invitarla a caminar hasta el viejo Ford Mustang blanco que sus suegros habían comprado cuando Evan aún era un bebé.
Aquella era la primera nevada del año y hacía mucho frío, por lo que ella, demasiado friolenta para ser canadiense, había sentido la necesidad de cubrirse con incontables piezas de telas, que si bien la mantenían caliente, le impedían la movilidad.
Eleanor miró a su alrededor y soltó un suspiro. Hacía más de doce años que se había mudado a aquel vecindario con su esposo, pero aún seguía sorprendiéndose de lo mucho que le recordaba a su patria aquel paisaje vestido de escarcha, de una belleza perlada mezcla de muerte y vida temporal.
Desde niña, amaba la forma en la que la nieve caía sobre los tejados llenando de estelas albinas las ramas de los árboles, pero su salud era tan mala entonces que sus padres se habían visto en la obligación de mudarse al país vecino en busca de su bienestar.
Después de años de tratamientos y cuidados especiales ya estaba mucho mejor de su debilidad pulmonar, pero la costumbre de abrigarse en exceso para evitar una de sus constantes neumonías seguía siendo una costumbre tan habitual en ella como respirar.
Por fortuna ninguno de sus hijos había heredado sus enfermedades ni reservas, y, por el contrario, les encantaba corretear por ahí fuera invierno o verano.
—Quisiera ser como ustedes a los que no les importa el frío, Elliot —reconoció en un suspiro—. Hasta Hannah juega en la nieve como si se tratara de arena.
—No debes preocuparte por eso, mamá —replicó su hombrecito en medio de una risita, mientras bajaba los escalones del porche con suma precaución.
Hannah se hallaba tumbada en el patio delantero de la casa, abanicando los brazos para hacer un ángel de nieve. A Eleanor le brillaban los ojos encantada por la algarabía de su niña, aunque jamás se atrevería a exponerse de tal manera al frío.
—Ven, mami. Voy a calentarte. Verás que nos divertiremos mucho en la montaña, aunque tú solo nos veas esquiar—. Elliot abrió los brazos para recibir a su madre, sonriendo con condescendencia, sintiendo como esta, conmovida por su gesto, lo apretaba tan fuerte como se lo permitía su atuendo esquimal.
Eleanor sintió en ese abrazo el mismo confort y alivio que le transmitía su amoroso esposo, y por primera vez en la vida agradeció haber sido tan débil en su niñez.
Conocer a Evan en el hospital en el que trabajaba tras este haberse lesionado la pierna que frustró su carrera como futbolista americano, también había sido una inusitada bendición, que se hizo más desbordante al tener a Elliot solo unos años después, y posteriormente convertirse en madre por segunda vez.
—¡Yo también quiero abrazo! —exclamó Hannah, su hijita menor, mientras se ponía de pie y emprendía la carrera hacia ellos, haciendo que ambos perdieran el equilibrio y cayeran en la nieve.
Elliot refunfuñó por la imprudencia de la enérgica pequeña, mientras su madre y su hermanita se reían de su ceño fruncido y reproches llenos de indignación fingida. Se había hecho un poco malhumorado luego de cumplir doce años, pero aunque ahora se regodeara de ser un niño grande que se comportaba con sobriedad, hacía solo un par de meses hubiera hecho lo mismo que ella.
Comenzaban a ponerse de pie, sacudiéndose los restos helados, cuando sintieron como eran rodeados por unos fornidos brazos y elevados del suelo casi a la vez.
—¡Papi!
Al ver la radiante sonrisa de su progenitor corresponder a la exclamación de Hannah, quien no dudó en aferrarse de su cuello y frotar su mejilla contra sus vestigios de barba, Elliot sintió un cosquilleo en el pecho.
A pesar de llevar una vida mucho más sedentaria desde que ejercía el derecho, el cuerpo de su padre conservaba todas las características de sus años de entrenamiento como atleta. Sus compañeros de clase solían comentar que el único papá al que los suyos jamás querrían enfrentarse era al de él.
En esas ocasiones él hinchaba el pecho y sonreía orgulloso, aunque sabía que su padre no era violento en absoluto, y, si acaso se enojaba en ocasiones, olvidaba las afrentas en un santiamén. Eso, y su agudo sentido de la justicia, hacían de Evan un hombre por el que todos sus conocidos sentían un gran respeto y admiración, tal y como al ver a un poderoso héroe en plena hazaña.
Su madre también era una heroína en cierta manera. Ella salvaba vidas todos los días. No eran pocas las personas que solían enviarle sentidas cartas de agradecimiento, pues, con solo verla en el quirófano al lado del doctor, les transmitía tanta paz y confianza que sentían que era un ángel que habían enviado a cuidar de ellos; o eso decía una niña a la que habían operado un tumor cerebral hacía un par de semanas.
Por esto y por muchas razones más, estar con ellos lo hacía sentir invencible. Nada malo podía pasarle a su cuidado, y si llegaba a lastimarse, sus padres siempre se asegurarían de cuidarlo y hacerlo sentir mejor.
Una vez llegaron al auto y su padre los colocó en el suelo para que pudieran ocupar cada cual su lugar, Elliot se deslizó hacia el asiento trasero del auto, justo detrás del conductor. Miró por la ventana hacia las casas de sus sonrientes vecinos, a quienes solía saludar con el mismo cariño cada que los veía pasar.
Había vivido en aquel vecindario casi toda su vida, y aunque su casa era antigua y a veces tenía goteras, o la madera del suelo crujía con los saltos de Hannah, se sentía tan contento con la vida que tenía que no deseaba estar en ningún otro lugar.
Fuera cual fuera la época del año se sentía muy feliz. Su deseo de los nueve seguía cumpliéndose a los doce, así que, cuando tuviera veinte, estuviera en la universidad, fuera tan alto y fuerte como su padre y tuviera novia, seguro sería igual de feliz; o eso hubieran deseado cada uno de los ocupantes de aquel vehículo que saltaba ante cada mínimo bache en el camino.
Varias cuadras más adelante, en una casa semiabandonada, vio como un anciano empujaba con furia fuera de la casa a un chico que tropezó con la escalinata y cayó de rodillas en el suelo helado. Elliot no supo con seguridad cuántos años tendría, pues, si bien era muy delgado y pálido, tenía casi el doble de su estatura.
Se fijó en su rostro golpeado y su absoluto silencio mientras el señor parecía gritarle con todas sus fuerzas. No oía lo que decían porque la música de la radio estaba encendida, pero parecía muy disgustado con él, tanto como para cerrarle la puerta en la cara a pesar de que el chico no se hallaba bien abrigado para la temperatura invernal.
Los ojos negros de aquel muchacho se posaron en el auto mientras se ponía de pie con dificultad, y Elliot lo vio encender un cigarrillo sin importarle que, descalzo como estaba, no tardaría en tener los pies enrojecidos y con quemaduras debido al frío. Elliot se quedó mirándolo con fijeza, como si se tratara de una criatura de un universo distinto, incomprensible, preguntándose para sus adentros si con el rostro tan lastimado no le dolía quedarse allí.
—¿Estás bien, Ely? Te has puesto muy pálido de repente.
Elliot llevó la mirada hacia Halina dándose cuenta de que le sostenía la mano con demasiada fuerza. El taxi que los llevaba del aeropuerto hasta la casa de sus padres, se había detenido un momento para dejar que unos niños cruzaran la calle. Divisar aquella casa rodeada ahora de altas cercas de metal, para evitar el acceso de intrusos, había sido suficiente para detonar sus recuerdos, los amargos recuerdos de todo lo que vivió encerrado allí.
Acarició la mejilla de Halina y besó sus labios tratando de transmitirle la tranquilidad que él no era capaz de experimentar, y después de decir que solo estaba nervioso con la idea de ver de nuevo a sus padres, se recostó en su hombro dejando que su aroma y cariñoso tacto se llevara sus penas solo momentáneamente.
Todo parecía adormecido por el calor en aquella tarde de verano. Ese año, en especial, una potente ola cálida azotaba al estado y tenía a todos sudando sin parar. Caminar a través del patio delantero que lo vio crecer, tras bajarse del taxi unos metros después, hizo que aquella sensación de pánico y desesperación volviera, pero no se permitió mostrarlo frente a Halina que lo miraba cada cinco segundos con cara de preocupación extrema.
—Elliot —Halina sostenía con fuerza su mano desde el primer escalón del porche. Los dedos de él estaban tan fríos que no pudo seguir simulando que no se daba cuenta de lo mal que se sentía—, sé que es un poco tarde para decirlo, pero si no estás cómodo con la idea de estar aquí...
—Tranquila, es algo que debo hacer tarde o temprano. He pasado mucho tiempo huyendo de mi pasado... Es tiempo de tomar las riendas de la situación y superarlo.
Halina le regaló una pequeña sonrisa intentando alentarlo, y al mismo paso, casi como si fuesen una sola persona, terminaron de ascender los escalones restantes, se colocaron frente a la puerta y tocaron el timbre de la casa.
La puerta se abrió casi al instante y una chica, cuyos ojos añiles brillaron de emoción tan pronto los reconoció, se lanzó al cuello de Elliot, haciendo que él retrocediera un par de pasos mientras una tierna sonrisa se dibujaba en sus labios.
El amor que sentía por Hannah resplandecía con tanta intensidad en sus ojos que casi se convirtieron en lágrimas, pero a diferencia de Summerside, dónde sentía tener permiso de desahogarse y llorar, la parte de su cuerpo que recordaba todos los sucesos vividos como si hubieran ocurrido hacía unas cuantas horas no le permitía mostrar debilidad allí. No de nuevo.
—Te he dicho que no te me lances así, Hannah. Me vas a romper la cadera un día de estos.
—¿Qué dices? Si soy ligera como una pluma.
—Si las plumas pesan varias toneladas.
—¡Oye!
La risa de Halina, que ocultaba sus labios con sus dedos, llamó la atención del par de hermanos que de inmediato se separaron, solo para que ella fuera víctima de la euforia de Hannah que no dudó en darle un fuerte abrazo que la dejó sin aire unos momentos.
El que la llamara cuñada la hizo sonrojarse, pero de felicidad. Se sentía agradable saber que ya la aceptaba como parte de la familia.
—Así que tú eres Halina. Hemos querido conocerte desde el día en que Hannah nos habló de ti. Eres tan hermosa como dijo.
Aquella nueva voz consiguió que Hannah dejara de exprimirle el aire, y al ver esos ojos azules llenos de tanto cariño y comprensión como los del hombre a su lado, no necesitó presentaciones para saber que se trataba de la madre de Elliot, pero quien no requería siquiera una mirada atenta era su padre, porque al fin y al cabo Elliot y él eran...
—...Dos gotas de agua —soltó Halina sin pensar, haciendo que todos, incluso Elliot soltara una sonora carcajada.
Era como escuchar un coro de voces de la misma sintonía, como si ellos cuatro conformaran una alegre orquesta.
Halina retrocedió un paso abrumada, y Elliot rodeó su cintura con su brazo leyendo sus pensamientos.
Era muy sincera, demasiado. Tanto como para que las palabras salieran de su boca sin pensar.
—No te sientas avergonzada, hija. Todo el mundo dice eso —explicó Evan con cariño al notar como ella se había sonrojado ante la situación.
De brazos largos y fornidos, amplia espalda y piernas torneadas, el padre de Elliot seguía siendo corpulento a pesar de casi estar en los sesenta. Su voz era dócil y amable, hasta el punto de casi resultar discordante con su imponente presencia. El que la llamara hija la hizo sentir tan contenta que el bochorno se disipó al instante.
Halina llevó los ojos hacia Elliot, esperando escuchar de su boca algún comentario audaz que hiciera que se sintiera tentada a pegarle un codazo, pero él se hallaba en absoluto silencio.
Parecía que la risa que había escuchado a sus espaldas hacía unos instantes, ni siquiera provenía de él.
—Si nos disculpan vamos a instalarnos. Gracias por recibirnos, Evan y Eleanor.
Halina sintió que un escalofrío la recorría entera al escuchar a Elliot romper el ambiente afable y alegre de aquella casa con sus palabras, y tomando su mano para guiarla a través del pasillo, la condujo por indicaciones de Hannah hacia lo que era su antiguo cuarto y que ya estaba adecuado para que se quedaran ambos allí.
Al verlo colocar las maletas en el suelo e invitarla a hacer lo mismo mientras su rostro volvía a relajarse, Halina entendió dos cosas de Elliot: primero, no era que hubiera cambiado y ya no fuera el arisco psicólogo que había conocido, sino que ella se había hecho parte del círculo al que le mostraba la mejor versión de su personalidad, y segundo... Elliot aún no estaba tan preparado para ver a su familia.
—Halina... —Sentir las manos de Elliot en su rostro la trajo de vuelta a la realidad. Él sonreía débilmente, casi con arrepentimiento—. Se me hace difícil llamarles papá y mamá, es todo. No te preocupes por esas cosas. Recuerda que vinimos a acompañar a Hannah en su boda.
—Es verdad. Perdóname.
—Nada de perdóname. Me alegra ver qué les caíste tan bien, aunque no me sorprende. Eres encantadora. —Frotó su nariz contra la de ella y consiguió sacarle una sonrisa. La abrazó tan fuerte que comprobó que Hannah y él llevaban la misma sangre en sus venas—. Tengo una idea. ¿Por qué no te muestro todos mis lugares favoritos mientras está la cena? Estoy seguro de que te encantarán también.
Antes de que Halina asintiera a su propuesta, Elliot ya la estaba guiando hasta afuera de la casa, dispuesto a mostrarle todo el vecindario. En realidad, lo que más quería Halina en esos momentos era descansar un par de horas después de un viaje tan largo, pero era obvio que Elliot quería evitar estar en esa casa el mayor tiempo posible, así que no se lo hizo saber.
Ya tendría tiempo de descansar en el transcurso de la noche, por ahora solo quería enfocarse en que él estuviera feliz.
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