Capítulo 6: Instinto Caníbal

    El instituto de salud mental de Montreal, el lugar al que acompañaba a Halina dos veces al mes, era un edificio de cinco niveles con una infraestructura moderna, adaptada a las necesidades de sus usuarios y profesionales. Sus varios edificios estaban conectados por pasarelas, salas de espera amplias y luminosas, habitaciones individuales o dobles con baño privado, áreas verdes y espacios recreativos. También tenía una cafetería, una capilla, un salón para las familias y un estacionamiento.

    En esos momentos, Elliot se hallaba sentado en uno de los sillones de la sala de espera del cuarto piso del pabellón Cloutier, el edificio destinado a la atención de los pacientes con trastornos psicóticos, de ansiedad y del estado de ánimo. Un piso más abajo estaba la unidad de psiquiatría forense, el lugar donde el padre de Halina había estado recluido antes de que su nuevo doctor solicitara su traslado al nivel superior hacía unos pocos meses.

   La mejora en Harold había sido significativa durante ese transcurso. Gracias al nuevo tratamiento que el doctor Trembley, quien había tratado a Halina durante su disociación, le había indicado, tenía conversaciones con Halina cada vez más congruentes y apegadas a la realidad. Ese día, incluso lo había reconocido como su pareja y le había preguntado acerca del bienestar de sus pacientes.

    —¿Me dejaría a solas con mi hija un momento? Prometo no tardar demasiado —había solicitado finalmente. Elliot había asentido y salido de la habitación.

   Verlo tan recompuesto le había provocado una extraña sensación. Era difícil pensar que aquel era, o había sido, el rostro de un asesino.

   Lo peor de todo era que hasta se había sentido aliviado de salir. Halina y él llevaban días sin hablar normalmente.

   Ambos sabían cuál era la razón de su distanciamiento. Habían hecho un pacto silencioso de fingir que no ocurría nada, tal vez porque nada ocurría. Aquel solo era el curso natural de la vida, el resultado inevitable de haberse hecho sueños más grandes de los que se podían realizar... o tal vez, lo que le había dicho Nathaniel le había calado tan hondo que cualquier evento contradictorio lo llevaba al límite.

    Elliot apretó los labios y ahogó un sollozo, con la vista enfocada en el cuadro de la pared de color marfil. Se sentía tan inútil y débil que ocultó su rostro entre sus manos y se dobló sobre sí mismo... ¿quién querría formar una familia con alguien que ni siquiera podía controlar su tristeza?

    —Había escuchado lo de ser de lágrima fácil, pero esto...

    Elliot llevó la mirada hacia su izquierda. Había alguien sentado a su lado ahora, el aroma maderado de su perfume le hizo cosquillas en la nariz.

   Con los brazos extendidos sobre el respaldo del sofá y el cuerpo doblado en una actitud de por más desenfada un hombre más bien delgado, con el pelo lacio y castaño peinado hacia el lado derecho lo miraba fijamente. Usaba un cuello de tortuga gris bajo una gabardina marrón. Los vestigios de barba se asomaban en su rostro pálido de rasgos jóvenes. No debía tener más que uno o dos años más que él.

    Al entender al fin lo que había murmurado, Elliot frunció el ceño.

   —No me hagas caso, solo divago. Algunos aquí dicen que soy insensible, pero oye, trabajo en un psiquiátrico, ¿qué esperaban? ¿Qué mienta todo el tiempo?—. El recién llegado esbozó una sonrisa de lado e incorporándose en su asiento, le extendió la mano. Elliot le sostuvo la mirada sin relajar su expresión mientras él se presentaba—. Soy Lucian Trembley, el psiquiatra de la familia. De hecho, como soy "el nuevo" atiendo a más de la mitad de los ingresados aquí. La desventaja de ser fuerte y listo en un lugar lleno de ancianos desfasados.

     Elliot vaciló un poco mientras miraba su atuendo una vez más. Su forma de vestir y hablar era demasiado informal para ser un doctor, y más aún, para ser el doctor Trembley. Hasta llegó a pensar que se trataba de un paciente que intentaba hacerse pasar por él para escabullirse del centro. Lo examinó en silencio unos segundos más, saltando en su asiento para corresponder a su saludo al ver su placa de identificación con el nombre "Lucian Trembley" en letra dorada y brillante.

    —Elliot Stewart, psicólogo infantil.

    —Así que eres psicólogo de verdad. Harrol me lo dijo, pero ya sabes, con ellos nunca se sabe que es o no real.

     Elliot asintió. Aún seguía aturdido por la repentina revelación. Había algo en ese sujeto que no era congruente con aquel centro de salud mental. Mucho menos con la profesión de psiquiatra. Para ser sincero... incluso esperaba que quien atendiera al padre de Halina fuera alguien más... experimentado.

    Observó como el supuesto doctor sacaba de uno de sus bolsillos una cajetilla de cigarrillos, llevando uno a su boca para encenderlo, convenciéndolo así de que solo era un impostor que se había robado aquella placa.

   Hasta él, que era visitante, sabía que no se podía fumar en ninguna de las secciones del edificio, pero aquel impostor encendió el cigarrillo, subió las piernas sobre la mesa de centro donde descansaban algunas revistas y guiñó el ojo a la chica que contestaba las preguntas de los visitantes, provocando que esta entornara los ojos y se adentrara de nuevo en su revista.

    Notar como Elliot lo miraba fijamente con cara de desaprobación hizo que el impostor le extendiera la cajetilla. Elliot se sorprendió a sí mismo extendiendo la mano para tomarla. Agarró su muñeca con la otra mano y la volvió a su lugar, como si se tratara de un miembro ajeno a su cuerpo que debía ser controlado.

    —No, gracias. Ya lo dejé —contestó en voz baja. Sentir aquel cosquilleo en el paladar le hizo sentir aún más odio contra sí mismo. ¿Iba a comenzar a fumar solo porque Halina le dijo que prefería morir antes que tener un hijo con él?

    Sabía que no era lo que ella había dicho en realidad, pero se había sentido así en su pecho. El que dijera que no quería correr riesgos con tanta convicción, le hacía preguntarse si salía con él porque le quería, o solo porque creía que si ella le dejaba se quitaría la vida.

    —Ah, lo lamento. No lo sabía—. Elliot observó como Lucian usaba la suela de su zapato para apagar el cigarrillo que descansaba entre sus dedos y volvía a aguardar la cajetilla.

    —No tenía que hacer eso. No me molesta que otros fumen.

    —El que se considera muy fuerte es el primero en caer, Doctor Stewart. Deje que los demás lo ayuden a su manera.

    Lucian le dio un par de palmadas en el hombro adjunto a sus palabras, pero en vez de apartar su mano de inmediato, la dejó descansando justo ahí mientras lo miraba fijamente. Elliot no supo si aquello le incomodó o solo le pareció extraño. Hacía mucho tiempo que no dejaba que ningún hombre, exceptuando a Noah y al señor Leonard, lo tocara.

    —¡Doctor Trembley!

    —Y se acabó el descanso. —Elliot vio a Lucian apartar su mano y ponerse de pie para recibir a la enfermera que había ido corriendo hacia él con el rostro desencajado. Lucian colocó sus manos en su cadera y esperó a que ella dejara de balbucear. Era una chica diminuta de poco más de veinte años—. Bien, Mona. Ahora que ya te calmaste, explícame todo desde el principio.

    —La... digo, el paciente 345, desapareció del comedor.

   —Fuiste muy lista al venir a buscarme. ¿Qué será lo que planea ahora? Doctor Stewart —El inusual psiquiatra llevó la mirada en su dirección. La amplitud de su sonrisa era desconcertante—. Venga usted también con nosotros. Me vendrá bien un poco de ayuda.

   Elliot, aunque confundido, se puso de pie y decidió seguirlo. Había una fuerza más poderosa que él que lo impulsaba a obedecer.

    Sostuvo con fuerza la cuchara que había entre sus dedos. El estado de adormecimiento en el que lo sumían los medicamentos de la mañana hacía que se le resbalara constantemente. Siempre estaba drogado en ese sitio. Las enfermeras y médicos procuraban mantener adormecidas sus emociones y capacidad de pensar para que no se hiciera daño a sí mismo ni a los demás.

    Había hallado la manera de contrarrestar todo eso con la escritura. Había hallado, en grabar en papel las palabras que no podía expresar a través de sus labios, la manera de mantener sus sentidos alerta, de no dejar que estar encerrado en el tercer nivel del pabellón Cloutier, lo hiciera perder lo poco que le quedaba de sí mismo.

    A pesar de que la mezcla de olores de la cafetería le revolvía el estómago, intentó llevar una cucharada de puré de papas con trozos de carne a su boca, rematándolo con un vaso de café de la máquina expendedora. Esperaba que aquello lo ayudara a no dormirse, y, de paso, a quitarse de encima al celador que mantenía sus ojos bien puestos en él, debido a sus conocidos hábitos de ayuno extremo.

    Ubicado en el tercer piso, el comedor del instituto de salud mental de Montreal, era un espacio diseñado para proporcionar un entorno seguro, acogedor y funcional para los pacientes y visitantes del psiquiátrico.

    La amplia sala, de techo alto e iluminación cálida y suave, creaba una atmósfera tranquila y relajante. Las paredes estaban pintadas con un suave gris claro, para transmitir una sensación de calma y equilibrio. Grandes ventanas permitían la entrada de luz natural, brindando una conexión con el exterior y una vista agradable hacia los alrededores.

    En el centro del comedor, un conjunto de mesas y sillas de un plástico resistente y fácil de limpiar, sin bordes afilados para evitar cualquier riesgo de lesiones, estaban dispuestas de manera ordenada. Recibían a los comensales en tres horarios diferentes, brindándoles el suficiente espacio para garantizar la privacidad y comodidad de residentes y, si se le concedía el permiso de hacerlo, visitantes que acompañaban a sus familiares convalecientes.

    Las múltiples estaciones de servicio estaban en el fondo de la sala. Disponían de alimentos y bebidas variadas de alto valor nutricional. La estación de ensaladas y frutas frescas eran las menos visitadas, contrario a la selección de bebidas calientes y frías que casi siempre tenía a una docena de pacientes en fila. Los celadores vigilaban en puntos estratégicos para evitar incidentes y peleas, sometiendo, a la fuerza de ser necesario, a cualquier paciente que osara saltarse las reglas.

    La vista de Alexander se concentró en una de las pinturas de colores suaves que decoraban las paredes. Había algo insulso en ellas, carentes de cualquier expresión. Una sola de sus pinturas tenía más vida que todas ellas juntas, pero claro, nadie aceptaría que un paciente "peligroso" como él colgara una de sus obras macabras en las paredes, arruinando el ambiente visualmente agradable que se pretendía lograr con la decoración.

    Frotó sus ojos y se tomó el resto del contenido del vaso de papel de un solo trago, chamuscándose la lengua en el proceso. Necesitaba estar despierto. Muy despierto. La justicia no se llevaba a cabo sola. Menos mal que había escondido la mitad de su medicación debajo de la lengua, y luego la había escupido en el retrete en cuanto la enfermera abandonó su cuarto. Necesitaba sus cinco sentidos alerta. No permitiría que esos malvados doctores apagaran del todo su capacidad de pensar.

   Se puso de pie a medio terminar, mirando el reloj junto a la ventana, salpicada de copos de nieve. Eran las 3:00 pm, el momento perfecto para escabullirse hasta el ascensor, y bajar al segundo nivel.

    El centro de expresión y creatividad, o salón de artes, estaba abierto de 9:00 AM A 4:00 PM, de lunes a viernes, y si bien era custodiado por las enfermeras y celadores que trabajaban allí, todos los días, a las 3:08 PM, se les permitía almorzar a los últimos de la tanda, dejando en servicio a un par de celadores, que, debido a la poca concurrencia a esas horas, aprovechaban para cabecear un poco mientras volvían sus compañeros. Para cuando alguno de los dos despertara e intentará detenerlo, ya Alexander habría llevado a cabo lo que llevaba planeando cuidadosamente desde hacía semanas.

    El chillido de una silla a unos centímetros de él, mientras intentaba alejarse del grupo de comensales vestidos con pijamas mangas largas y ropa de invierno, le hizo deslizar la mirada hacia la muchacha que se interpuso en su camino.

   Frunció el ceño al reconocerla. Era su compañera de cuarto cuando no estaba en aislamiento, Rose la desnudista, porque eso era lo que hacía, desnudarse, frente a todos y en cualquier momento. Si tenía consulta médica o si estaba en medio de la charla grupal, se desnudaba donde sea que hubiera gente. Por alguna razón deseaba que la vieran. Esbelta y de cabello lacio y largo, tal vez solo sabía que era atractiva.

    A él no le causaba gracia encontrarla durmiendo, leyendo e incluso comiendo las botanas que le enviaba su familia cada semana, desnuda en su cuarto. Le ha dicho cientos de veces que no le gustaba, bueno, se lo había escrito más bien. Sus palabras se volvieron pétalos carmesíes y se atoraron en su garganta. Ahora no encuentran un camino de salida salvo en contadas ocasiones. Tiene reservadas las pocas palabras que no se convirtieron en flores para las personas a las que ama con locura y aquellas a quienes odia intensamente.

   —¿De verdad quieres tocar el piano hoy? Ya sabes quién, te está esperando.

    Alex se encogió de hombros como única respuesta. Nunca había querido ir a ese salón de artes tanto como ese día. Le alborozaba saber que no sonaría Mozart ni mucho menos su amado Chopin entre sus dedos. Tenía planes más grandes esa tarde, una melodía mucho más justa. Ese día tocaría su propia composición, una sinfonía de gritos, súplicas y finalmente un suspiro final. El suspiro de la vida de alguien que jamás debió tenerla.

    Parecía que Rose había comprendido sus intenciones, pues, no solo lo dejó pasar sin hacerle más preguntas, sino que, de la forma más teatral y estruendosa posible, se entregó al alboroto mientras lanzaba sus prendas de vestir por doquier, correteando y lanzando gritos de júbilo por todo el comedor.

   La distracción fue suficiente para que todos los empleados presentes ignoraran al jovencito de dieciséis años de cabello rizado y ojos castaños que salía a través de la puerta sin ninguna supervisión.

   Un escalofrío lo recorrió entero al adentrarse en el ascensor. Las manos le cosquilleaban. Temblaba ante la sensación de poder.

   ¿Era semejante a dios en esos momentos? ¿Acaso tomar el destino de alguien, y decidir cuál sería el próximo paso en su camino, confería a los seres humanos un nivel superior? Si así era, él estaba en la cima, justo en la cúspide de la cadena alimenticia. Sí, justo eso era. Se había convertido en un depredador, y el aspecto rancio y deshecho de los huesos que devoraría, no haría menos satisfactoria su caza de ese día.

   —Señor Pierre... —murmuró una vez se halló en el salón de arte. Contándolo a él, apenas había cuatro personas en ese lugar lleno de pinturas, instrumentos musicales, cuentas y otros utensilios manuales que usaban los pacientes para despejarse.

   El chico observó con satisfacción como el anciano, sentado en el banquillo del piano, se incorporaba ante su llamado. A juzgar por la expresión de su rostro, escuchar aquel susurro a su espalda le había tomado por sorpresa. No reconocía aquella voz. Había guardado en su banco de memoria todas las voces de los chicos menores de dieciocho años internados allí; pero su voz, aquella ronca, baja y peculiar voz...

   —Oh, Alexander. Pensé que no vendrías. ¿Con qué melodía me deleitarás hoy?

   Su huesuda mano llena de callos se posó en su hombro como en ocasiones anteriores. En cada una de ellas, Alexander le había dedicado una fría mirada mientras se sacudía para quitársela. El anciano solo sonreía y se sentaba a unos metros de él, a observarlo. Lo hacía cada día. En el comedor, en el jardín, en el salón de manualidades... Aquella asquerosa mirada, aquella sensación tan familiar y espeluznante.

    —Sabe señor, Pierre... —Comenzó a decir de nuevo. El anciano colocó su mano a modo de visera, detrás de su oído, acercándose a su cara para poder escucharlo mejor.

     Alex hablaba muy bajo, casi entre susurros. Pierre sonrió ante su cercanía. El olor a colonia delicada, el roce de su mano delgada sobre su hombro ahora débil y huesudo y, finalmente, su voz suave y amenazante, tan tétrica y llena de odio que le trajo viejos recuerdos. Recuerdos de su juventud, de cuando, lejos del geriátrico del pabellón Bourget, se deleitaba en el miedo y terror de chicos como él, hallando un placer delirante en cambiar esos ojos llenos de odio a unos de cordero, suplicantes de compasión.

    Ese día, tal sensación le sería arrebatada. Había encontrado a alguien que podía ver, tras su apariencia debilitada, el monstruo que realmente era.

   —Debo confesar ante usted, que he tenido serios pensamientos de comerlo —murmuró Alexander con su recién redescubierta voz.

    En estos momentos, al tomar su cabeza olivácea con sus delgadas manos y hacerla impactar contra el filo de madera del piano. No una, no dos, no tres veces —ni siquiera ver su frente y nariz sangrar lo disuadió de continuar—, la violencia que borboteaba en su cuerpo se tornó en una sonrisa, una sonrisa llena de poderío.

    ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!

   Había tomado el lugar de dios. Las alimañas como él debían morir cuanto antes. Sus manos los liberarían.

    —¡Alexander!

    Sentir unos brazos fuertes, atornillándose a su alrededor, le hizo clavar las uñas recién cortadas en el rostro del anciano, tratando de evitar que lo despegaran de él. Un rugido salió de su garganta mientras pataleaba y se retorcía para que la persona que lo tenía sostenido lo soltara.

    El doctor Trembley era más alto y corpulento que él, pero estaba teniendo problemas para contenerlo. Alex le mordió el brazo con todas sus fuerzas, pero aun así no lo soltó. Necesitaba sangre, sangre. La sangre de los culpables debía ser derramada. Solo entonces la redención sería posible.

    Un pinchazo en el brazo le arrebató las fuerzas. Era muy resistente a los medicamentos, pero había una solución en particular que lo dejaba noqueado. El maldito del doctor Trembley era quien la había desarrollado en su contra.

    Cuando este al fin lo soltó, se desplomó en el suelo sin más fuerzas que para lanzarle una enardecida mirada que él ni siquiera le respondió. Su vista estaba enfocada en el anciano semiconsciente que apenas era capaz de levantar su cabeza ensangrentada a pesar de la ayuda de aquel hombre de mirada selenita que corrió en su auxilio tan pronto atravesó la puerta.

    A juzgar por su atuendo, parecía ser un visitante. Un pobre iluso que no tenía ni idea de a la clase de monstruo a la que estaba mostrando compasión.

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