Capítulo 20: Dejarlo Ir

  Halina seguía mirando la hoja de papel frente a ella, vacilando en sí tomar o no el bolígrafo que le extendía el hombre que la miraba con una audaz sonrisa.

   El doctor Trembley, el psiquiatra a cargo de su pabellón, estaba lejos de adaptarse a la típica imagen del hombre bajito, calvo y de grandes lentes que atendían a enajenados mentales en las películas. Él, por su parte, era alto, esbelto, joven, enérgico y... guapo. La gente solía pensar que era uno de los enfermeros que trabajan allí o el familiar de algún paciente, porque se negaba a usar la típica bata blanca de los profesionales de la salud y vestía en tonos neutros como... cierto psicólogo que conocía.

   Miró a su alrededor, a las ventanas de cristal a través de las que entraban cálidas ráfagas de luz y fijó su vista en la estantería de libros que ella y Alexander habían devorado una y otra vez durante su estancia allí. El doctor Trembley también era un hombre sencillo, así que en su consultorio solo había las cosas justas para que estuviera cómodo él y su paciente en turno.

   Al principio, Halina solo fue a ese lugar para intentar estabilizar su condición tras su última disociación, pero cuando recuperó el sentido y fue dada de alta, volvió a firmar una autorización para mantenerse recluida allí hasta que el doctor decidiera que estaba lo suficientemente sana para volver a la sociedad. Ahora que su psiquiatra le daba dicho permiso, no podía evitar preguntarse si no había cometido un error al evaluarla.

   Para muchos, estar en una clínica psiquiátrica por siete meses podría parecer una pesadilla, pero para ella no lo era. Le había alegrado estar en un sitio en el que las personas no esperaban nada de ella, salvo volver a la normalidad a su propio ritmo.

   Le había faltado mucho eso en su vida: Tener la libertad de quedarse en la cama, mirar al techo y solo... quejarse de la mala suerte que había tenido, sin que nadie le dijera que debía ver el lado bueno de las cosas. Una vez pasara de esa puerta no podría darse el lujo de sentirse débil, no tendría más remedio que enfrentarse al mundo real.

   —La mayoría de mis pacientes saltarían de alegría si colocara frente a ellos la constancia de que han sido reinsertados en la sociedad. Estoy empezando a creer que te hemos tratado tan bien aquí que no quieres marcharte.

  —Me han tratado muy bien. Todos aquí han sido muy amables conmigo —reconoció Halina, llevando sus manos a su pecho para intentar confirmar que todo lo que decía era verdad.

   No como cuando decía que estaba bien y no lo estaba. Había desarrollado un tipo de pseudología fantástica leve debido a su necesidad de contener el mundo de las personas a su alrededor.

   Era más fácil decirle a Olivia que se mudaba de su casa para no estorbar en su relación, en vez de confesarle que no quería estar en medio de un matrimonio a punto de romperse, porque le recordaba lo inestable que era el de sus padres.

  Era más fácil decir que tenía misopedia, a reconocer que no solo sentía aversión por los niños, sino por todo el mundo, que a veces solo deseaba estar aislada y no hablar con nadie, que en ocasiones solo quería que todo el mundo desapareciera y estar sola con su silencio; decir que podía entender los sentimientos de Elliot y sus cambios de humor, cuando ya estaba harta de que a veces fuera obvio que la amaba y otras pareciera que no quería saber nada de ella también hacía las cosas más sencillas.

   Era más práctico pretender que lo perdonaba por obligarla a saciar sus impulsos esa noche, en vez de decir que le había hecho revivir todas aquellas ocasiones en las que Miles la había chantajeado para acostarse con él, aun cuando no le apetecía hacerlo; y que, el que llorara y le pidiera perdón tras forzarla, le recordó las promesas vacías de su padre y lo fácil que era para las personas herirla y después solo disculparse cuando el daño ya estaba hecho.

   Y también, era menos problemático decir que entendía por qué su madre se había quitado la vida, cuando se sentía airada con ella por haberla dejado sola, por hacerle sentir que las personas que quería la abandonarían a la primera oportunidad. Que sin importar cuánto se esforzara, jamás sería merecedora de nada bueno en su vida.

   Sí, era una mentirosa. Había cimentado su vida los últimos meses en meras mentiras, pero también, había muchas verdades en todo aquello. Verdades que con la ayuda de aquel hombre, y de los demás enfermeros y pacientes allí, había conseguido asimilar y valorar.

   Por eso temía volver al mundo real. Enfrentarse al tenebroso lugar que la había llevado allí la primera vez. Aún no se sentía preparada. Quería estar recluida solo unos días más; quería acostarse en su pequeño cuarto, en su pequeña cama y solo...

   —El hospital no se moverá de aquí. Puedes venir cuando quieras. Es más... —El joven psiquiatra comenzó a escribir algo en un papel. Halina lo miró con curiosidad hasta que lo vio extendérselo—. Si tu novio no es muy celoso, puedes tener mi número por si necesitas una consulta rápida. Te contestaré en cuanto estos rufianes me dejen espacio. Ya sabes que si fuera por ellos ni siquiera me dejarían tener vida social.

   —No tengo novio, pero gracias —reconoció recibiendo el papel y mirando el número escrito allí.

   Lucian sonrió. Era la primera vez que lo reconocía en consulta y aunque era evidente todo el dolor que le producía, aceptar la realidad de las cosas era el primer paso para recuperarse del todo.

   Elliot, no había ido a visitarla ni una sola vez mientras se recuperaba, por lo que suponía que aún no había podido perdonarle por el asunto de sus padres; al menos sabía de boca de Noah que estaba bastante repuesto y eso la tranquilizaba.

   Dejar de fumar de nueva cuenta le estaba costando, había añadido Elena, pero haber retomado su trabajo en la primaria y saber que Olivia se daría cuenta si su ropa olía a cigarrillo, de alguna manera lo ayudaba a no ceder a la tentación.

   Olivia le había contado una vez que antes de las vacaciones de verano, una niña de la escuela lo había visto lanzar un cigarrillo al cesto de basura a unas cuadras de la escuela y le había preguntado por qué hacía aquello si sabía que le hacía daño.

   No había sentido olor a humo en su ropa desde ese día, lo cual corroboró Noah al escucharlo confesar que estaba ingiriendo muchos más carbohidratos y botanas de todo tipo a cada hora del día como una forma de dominar la ansiedad durante las vacaciones.

    Elliot se estaba esforzando mucho para volver a la normalidad, una normalidad sin ella, y Halina quería seguirse esforzando también en recuperar la vida que llevaba antes de conocerle. Debía hacerlo.

   —Muchas gracias por su amabilidad, doctor Trembley.

   —Llámame Lucian por favor, Halina. —El psiquiatra le extendió de nuevo el bolígrafo, que ella esta vez sí aceptó y usó para firmar el documento—. No olvides despedirte de los demás. Tal vez eso los motive a salir a la superficie también. Me tienen harto —susurró muy bajito, aunque se hallaban encerrados en el consultorio.

    Como si decir aquello hubiera sido en realidad una llamada, la puerta se abrió en un estruendo debido a una fuerte patada que le propinó Rose, quien si bien iba vestida ese día, parecía no llevar ropa interior para fastidio del psiquiatra.

   —Te oímos, Lucian. Y te informamos que nunca te libraras de nosotros. Buajajaja.

   Halina soltó una gran carcajada mientras Lucian entornaba los ojos. El chico con trastorno de identidad disociativo que acompañaba a Rose, Leandre, permanecía de pie en la puerta con una sonrisa que te hacía pensar que era uno de los gentiles celadores del lugar, cuando en realidad era aquel que mantenían en aislamiento la mayor parte de tiempo, pues cuando surgía su otra identidad, se convertía en alguien agresivo e impredecible a quien tenían que mantener a raya a base de medicamentos y electrochoques.

   Aun así, era obvio que Lucian amaba a cada uno de los pacientes que llevaban incluso años allí, incluyéndola a ella. Era un apasionado de su profesión... como él.

   Halina le dio un abrazo a la pareja, que no dudó en brindarle los mejores deseos. Así como a cada enfermero, paciente y psiquiatra del hospital. Por último, se despidió de su padre, quien incluso la acompañó hasta el patio lateral, siendo seguido de cerca por uno de los enfermeros que lo atendían.

   Harold también había mejorado mucho durante su estancia allí. Parecía que entre toda la nebulosa que envolvía su mente, su sentido paterno había vuelto a resurgir para brindarle apoyo y compañía mientras volvía a ser ella misma. Estaba muy mayor y andaba encorvado, pero el agarre de su mano era tan vigoroso como siempre. Casi sentía que podía alzarla en el aire para evitar que se empapara los pies en un charco, tal y como cuando tenía cinco años.

   —¿Segura de que estás lista para irte, pequeña?

   —Sí. Muy segura —repuso al tiempo que sonreía—. Viviré cerca de aquí, así que vendré de vez en cuando a pasar tiempo contigo. Si te esfuerzas porque te den el alta, tal vez podamos vivir juntos cuando encuentre un buen trabajo y...

   —No estás obligada a quererme, Halina. —Harold extendió su mano libre y acarició su cabeza. Era tan callosa y cálida como la recordaba—. Hay muchas cosas en la vida que tienes que ganarte, como el amor. De nada sirve tratar de obtenerlo a la fuerza. Lo entendí tarde, pero lo entendí. Tal vez no asesiné a Adelina... pero fue mi culpa que terminara así. Solo... sé feliz por los tres, ¿sí?

   Aunque parecía usar toda su fuerza de voluntad para conseguirlo, Harold no se permitió llorar. No se creía con ese derecho. Halina lo rodeó con sus brazos y lloró por los dos. Ese, el haber hecho sentir tan acorralada a su madre que tomó la decisión de quitarse la vida, y no haber hecho nada para aliviar su temor... ese era y siempre sería el estigma de ambos.

   —Adiós, papá. Lamento que las cosas no hayan sido diferentes.

   Harold solo asintió mientras la alejaba de él, y al mirarlo a los ojos, Halina recordó todos los momentos felices que había vivido al lado de sus padres, porque aunque los recuerdos dolorosos predominaran, no todo lo que vivió junto a ellos fueron tinieblas y oscuridad. Tal vez eso era lo que hacía la vida tan difícil.

   —¿Ya te vas?

   —Ah, sí. —Halina limpió sus lágrimas con rapidez con la yema de los dedos. Se había quedado sentada en una de las bancas del área verde del tercer piso, esperando a que vinieran por ella, pero había perdido la noción del tiempo.

   Llevó la mirada hacia el chico que se había colocado delante de ella con sus chanclas blancas, su ropa deportiva vintage y las manos tras la espalda. Su compañero de cuarto siempre vestía ese estilo de ropa algo antigua pero pulcra.

   Abrió los brazos a modo de invitación, cosa a la que él respondió gustosamente. Aunque le había costado bastante que Alexander le hablara o se sintiera a gusto con ella durante todo ese tiempo, se habían hecho buenos amigos.

   —Extrañaré las flores que colocabas bajo mi almohada. Era lo que más me gustaba de este lugar.

   Alexander se sintió tentado a aclarar su confusión al respecto, pero solo la dejó ser. Si esa persona hubiera querido que supiera de donde provenían, no le hubiera pedido que asumiera la responsabilidad por ellas en primer lugar.

   —Espero que sigamos en contacto cuando salgas de aquí. Vendré a visitarte hasta entonces.

   —De acuerdo. Mientras tanto ten esto, es un regalo.

   Halina recibió la pulsera multicolor con figuritas de frutas y las letras que conformaban su nombre. Recordaba haberlo visto haciéndola en una de las tardes de manualidades. Aunque la mayoría en el psiquiátrico lo trataran como un paciente muy peligroso después del incidente con el señor Pierre, el interior cálido y dulce de Alexander había conseguido encandilarla por completo. Se la colocó de inmediato, elevando su muñeca al cielo para contemplarla.

   —Gracias. Está muy bonita

   —Hay otra cosa —Alexander, esta vez le extendió una carpeta llena de papeles. Halina los reconoció de inmediato. Eran las cartas que siempre estaba escribiendo.

   —¿En serio me dejarás leerlas? Son cosas muy personales. —Alexander se encogió de hombros.

   —Quiero que entiendas por qué estoy aquí. Quiero compartirlo contigo.

   —Gracias. Te prometo que lo haré. Te quiero mucho, Alexander.

   Él se acercó de nuevo y la estrechó aún más fuerte. Escucharla decir eso agitaba sus emociones.

   Uno de los celadores vino hacia Halina anunciándole que ya habían ido a buscarla. Alexander dio un paso hacia atrás al verla incorporarse para tomar su maleta. Halina besó su mejilla y agitó la mano cuando estuvo a un par de metros de distancia. La pulsera de colores brillaba en su mano derecha.

   Halina ingresó al ascensor, respirando profundo una vez salió a través de la puerta del hospital. Olivia la recibió con un gran abrazo en cuanto se encontraron en la escalinata. Noah estaba a su lado y la ayudó a cargar la maleta, depositándola en el baúl de su camioneta antes de tomar el asiento de piloto.

   La idea de que estuviera recluida en el mismo lugar que su padre nunca les había parecido una buena idea, pero habían aceptado su deseo de permanecer allí comprendiendo que, en la etapa de la vida en que se encontraba, solo ella podía decidir lo que le convenía.

   Olivia se sentó al lado de Noah, y aunque no lo llamó cariño ni habían devuelto sus anillos de boda al lugar que le correspondía, aquella nube densa y asfixiante de tensión y tristeza que los rodeaba había desaparecido.

   A veces Noah miraba a Olivia inconscientemente y sonreía al verla ocultar la mirada. Otras ella rozaba de manera solapada la mano de él, para luego apartarla de inmediato porque le daba vergüenza actuar como quinceañera enamorada.

   Parecía que todo lo ocurrido aquellos meses les había permitido recordar por qué se habían casado en primera instancia. Y querría dejarles toda la libertad posible para que se acercaran aún más, por eso se había negado a vivir con ellos una vez más.

   Ya habían pasado dos años completos desde que llegó a la isla del príncipe Eduardo, y ahora que había tomado la decisión definitiva de no regresar, sentía una severa opresión en el pecho que no parecía ir a desaparecer en mucho, mucho tiempo.

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