Capítulo 19: Una voz silenciosa

  Halina emitía pequeños chirridos cadenciosos al deslizar sus pies con pantuflas por el suelo inmaculado y grisáceo. Se sentía como si se hallara en medio de la playa, agitada por la marea. Una marea con aroma a tristeza desbordada y adormecimiento forzoso.

  Con todo y eso, estar en un hospital psiquiátrico no era tan malo como parecía.

   Rodeada de paredes níveas, con enfermeras y celadores, vigilándola todo el tiempo, por primera vez en meses, Halina descansaba de verdad, comía cosas que no tenía que preparar y se sentía tan entumecida que no sabía si avanzaba o flotaba. Era como estar en una fortaleza de la soledad, de espejos que no estaban hechos de cristal y la hacían ver borrosa y difusa, y chicas que habían dejado de lado las banalidades del maquillaje, la depilación y la ropa colorida por un lugar en aquel espacio diseñado para librarlas de cualquier peligro, incluyéndose ellas mismas.

  La vida de todos los internos allí era tan ordenada y monótona como la suya.

  De 7:45 a 8:45 am, desayunaban; de 08:45 a 09:15, leían y hablaban con el psiquiatra de sus metas del día; de 09:40 a 10:15, asistían a una charla sobre salud mental; de 10:15 a 11:00 hacían ejercicio; de 11:00 a 11:45 tenían terapia grupal con los miembros de su pabellón; de 11:45 a 12:30 pm almorzaban, y si le apetecía, veían televisión; de 12:30 a 01:30 tenían regulación; de 01:30 a 01:35 escribían lo que sentían hasta ese momento, de 01:35 a 02:15 iban al gimnasio del hospital; de 02:15 a 3:00 visitaba de nuevo a su psiquiatra y en el caso de los menores, se les daban algunas clases para que no perdieran del todo sus estudios; de 03:00 a 03:30 merendaban y podían hacer llamadas; de 03:30 a 4:30, tenían media hora libre y de 04:00 a 04:30, leían y algunos de los internos jugaban en el patio. Luego solo quedaba cenar y dormir.

  Halina no tenía ningún recuerdo de su primer mes allí. Al segundo, ya era más consciente de lo que ocurría a su alrededor, pero aún tenía la mente dispersa. Al tercero la sacaron de aislamiento y le asignaron una compañera de habitación, más bien, un compañero. Alexander.

   Las demás chicas del pabellón solían preguntarle como podía dormir en la misma habitación que un asesino violento, pero no había nada que explicar. Solo dormía. La presencia de Alexander era tan silenciosa y apacible que apenas notaba que estaba acompañada en las paredes rosa pálido de aquella habitación con una única ventana de barrotes.

   Cuando le redujeron la medicación y las ganas de llorar se multiplicaron, su psiquiatra intentó hacerle entender que eso significaba que se estaba recuperando. Ella se esforzaba por no permitírselo, por no ceder al abismo de emociones y pensamientos que le anegaba la garganta, condenándola a un vértice infinito de remembranzas e inútiles “¿y sí...?”.

   Halina sentía frío, pero no solo en el cuerpo, sino en el alma, por eso, después de varias semanas compartiendo el mismo espacio en silencio, intentó entablar conversación con su compañero de cuarto. Podía estar enferma ahora, pero Halina siempre sería Halina: una persona con la necesidad incoherente de conectar con su entorno y escapar de sus problemas sumergiéndose en los ajenos.

   —Noto que siempre estás escribiendo. ¿Son cartas para tu familia? —Le preguntó en una ocasión. Alexander solo levantó la cabeza y la miró con indiferencia. Negó con la cabeza después de sostenerle la mirada un par de segundos y siguió escribiendo con las piernas entrelazadas sobre las sabanas inmaculadas.

  —¿Para tus amigos? —Intentó de nuevo. El chico procuró ignorarla, pero al darse cuenta de que no se apartaría del costado de la cama hasta no obtener respuesta, suspiró con cierto fastidio y asintió sin llevar la mirada en su dirección.

  —Debes quererlos mucho. Tal vez yo debería escribir algunas también.

   Halina sonrió al verlo asentir una vez más a la vez que observaba la manera desordenada en la que los rulos del pelo castaño de Alexander le cubrían los ojos marrones. Su piel era realmente blanca, como si llevara mucho, realmente mucho tiempo sin recibir el beso abrasador del sol.

   Tenía la sensación de que él había crecido muchísimo desde que ella llegó allí. Debía estar en ese periodo de la vida en la que los chicos crecen de un día para otro. Eso confirmaba sus sospechas de que ni siquiera era mayor de edad, aunque debía estar muy cerca de serlo.

   Mientras Halina contemplaba el objeto delgado y blanco, lleno de estilizada caligrafía, Alexander desvió la mirada y tomó de sobre su cama uno de los marcadores que solía usar al escribir. Le extendió una hoja de papel junto con él. Halina se sorprendió un poco, pero los tomó mientras le daba las gracias.

   Vio a Alexander escribir algo en una hoja extra y luego la tomó con ambas manos para que ella leyera lo que estaba escrito.

   «Hay una sombra pegada a ti».

   —¿Una sombra? —Halina llevó la mirada a cada uno de sus costados, pero no vio nada allí. Apretó los labios al entender lo que ocurría.

   —Yo… conozco a alguien que también las ve, aunque él cree que no me doy cuenta —reconoció con una sonrisa de ojos cerrados llena de pesar—. También sé que escucha voces. A veces lo veo discutiendo con ellas, entre susurros, cuando va al baño durante la madrugada. Le pasa con más frecuencia cuando está muy triste. ¿Tú también estás triste, Alexander?

   El chico no respondió. Solo bajó la cabeza y siguió escribiendo. Halina decidió que no iba a molestarlo más. Ahora sabía perfectamente a quién le escribiría la primera carta.

   Los días en el psiquiátrico pasaban con la velocidad de un gotero de miel. En imitación a Alexander, Halina adoptó la costumbre de escribir cartas.

   A veces le escribía a Lexie, otras a Olivia, algunas a Elena y en algún punto del camino llegó a escribirle dos o tres cartas a Noah. También pensó en escribirle a su padre, pero a él lo veía a diario en el comedor. En ocasiones almorzaban juntos y se veían en el área verde.

   En esos instantes tenía bajo su cama unas ochenta cartas almacenadas, una por cada día transcurrido. Eran para Elliot; aunque nunca llegaron a su destinatario. Solo le servían para decir todo aquello que le hubiera gustado expresar y tal vez jamás tendría la oportunidad de pronunciar con sus labios. Escribir y llorar la hacía sentir más ligera. Mucho menos sola.

   —No... no... no...

   Aquel balbuceo ansioso llamó la atención de Halina, que en esos momentos se había colocado junto a la ventana, para aprovechar la luz de luna que se colaba a través de ella, y escribir un poco ahora que no podía dormir. Debían ser las tres de la mañana.

    Se acercó a Alexander muy despacio, para comprobar si él era el origen de aquella angustiada voz.

  El muchacho sudaba y sufriría espasmos involuntarios. Empezó a gritar y llorar muy fuerte. Gritaba y lloraba con todas sus fuerzas, se retorcía como si alguien le sujetara las extremidades e intentara liberarse. Halina recordó la decena de veces que a Elliot le había pasado lo mismo, que, asediado por los dientes del monstruo que había dejado en el pasado, cedía a la desesperación en un mundo imaginario en el que no podía escapar ni obtener salvación.

Halina se acercó y tomó el torso del chico entre sus brazos. Le tocó el rostro helado y le limpió las gotas de sudor. Alexander empezó a gritar más sin dejar de retorcerse.

   —Tranquilo, estoy aquí. Nadie puede hacerte daño. Nadie va a dañarte nunca más —susurró temblando tanto como él. El chico se calmó poco a poco. Las caricias que ella dispensaba en sus cabellos, consiguieron despertarlo de su pesadilla. Cuando abrió los ojos, y se dio cuenta de que se encontraba en aquel cuarto, Alexander no dejaba de llorar.

   Abrazándolo así, Halina confirmó lo que había sospechado al escuchar el tono de su, hasta ese momento, desconocida voz, y se le hizo un nudo en la garganta. Lo aferró más fuerte mientras se preguntaba que tantas cosas había sufrido un cuerpo tan frágil y delgado para estar en un lugar como ese a sus dieciséis.

Abrázame fuerte, abrázame rápido

El hechizo mágico que emites

Esta es la vida en rosa

Cuando me besas el cielo suspira

Y aunque cierro los ojos

Veo la vida en rosa.

Cuando me acercas a tu corazón

Estoy en un mundo aparte

Un mundo donde las rosas florecen

Y cuando hablas los ángeles cantan desde arriba

Las palabras de todos los días parecen convertirse en canciones de amor.

Dame tu corazón y tu alma

Y la vida siempre será la vida en rosa.

   —Nunca había escuchado esa versión en inglés de la Vie en Rose.

   Halina dio un respingo al escuchar aquella voz a sus espaldas. Se había quedado tan aturdida que no pudo decir nada al ver a Alexander salir del cuarto de baño sin puerta. Se estaba secando el cabello con una toalla, mientras cubría su cuerpo con un albornoz gris sin cinturón tras darse una ducha rápida.

   Un viento cargado de lluvia soplaba a través de la ventana entreabierta, erizando las secciones de su cuerpo desnudo que estaban a la vista. A Halina le provocó menos sorpresa de la que debería. Haberlo abrazado la noche anterior, la había preparado para comprobar lo evidente.

   Aún así, apartó la mirada para dejar que se colocara una pijama limpia. Después de su pesadilla de la madrugada, las enfermeras habían venido a verlo y lo habían sedado. Había dormido hasta bien entrada la tarde del día siguiente. Halina había vigilado su sueño desde entonces. Había cantado la misma canción varias veces, como una especie de nana. Era lo único que podía hacer. Esperaba que su voz fuera su contacto con la realidad, algo que, mientras estaba sumido en ese mundo oscuro, le pareciera discordante, ajeno. Quedarse de brazos cruzados nunca se le había dado bien.

   —Yo… solía cantársela a mi novio. Es su idioma natal. Decía que mi voz lo tranquilizaba —contestó. Halina pensó en corregir sus palabras, aclarar que Elliot era, más bien, su expareja, pero el nudo en su garganta no se lo permitió.

  —Concuerdo con él. Tienes una voz muy bonita —dijo Alexander con la voz descompuesta por la falta de uso, al tiempo que caminaba hacia la puerta, donde ya los esperaba un celador para asegurarse que nadie se quedara rezagada. Esa vez no tuvo que insistirle en seguir su camino, Alexander debía estar hambriento después de tantas horas sin comer.

   Halina avanzó a su lado. Era la primera vez que caminaban fuera de la habitación al mismo tiempo.

  —Alexander.

  —¿Sí?

  —Gracias por dejarme escuchar tu hermosa voz —murmuró con una enorme sonrisa, casi entre lágrimas. Él solo se encogió de hombros un poco avergonzado.

   Era la primera vez que le daban las gracias por algo como eso.

   De todas las casas en la que había vivido a lo largo de su vida, aquella era una de las que más le gustaba a Halina, por lo amplia y acogedora que era su habitación. Nunca había entendido del todo por qué se mudaban tan a menudo, pero tenía la ligera sospecha de que, la amistad que había entablado su madre con el vecino de su anterior casa, tenía mucho que ver con la decisión de su padre.

   Halina se acomodó en el regazo de su madre buscando entrar en calor. La noche era oscura y ventosa. Se había cortado la electricidad, así que la lámpara sobre la mesita de noche, a punto de apagarse, era lo único que las alumbraba en aquella habitación.

   La brisa repiqueteaba en la ventana junto a las gotas de lluvia helada, mientras la voz de Adelina daba forma a la historia que, como ya era costumbre, le leía antes de dormir.

   —¿Lo leerías otra vez, mamá? —preguntó Halina al ver a su madre cerrar el libro de Ana de las tejas verdes.

   —¿Otra vez?

   —Sí. Es que esa historia me gusta mucho. No me canso de escucharla.

   Adelina sonrió y la miró con curiosidad. Aunque Halina era una niña muy tranquila, disfrutaba como cualquier madre de sus infantiles ocurrencias.

   — A ver… ¿Por qué te gusta tanto, señorita?

   —No lo sé. Supongo que solo me gusta. ¿Nunca te ha gustado mucho algo, aunque no tengas razones para eso, mamá?

   —Supongo que sí. A veces ocurre eso.

   La apacible sonrisa de Adelina se desdibujó. Pareció buscar con la mirada algo a su alrededor que no encontró, y luego, volvió a mirar a su hija con una mueca triste, mientras masajeaba su pierna de forma inconsciente. Tenía un enorme moretón que ya se había tornado verduzco.

    Halina había perdido la cuenta de las veces que vio en su madre cardenales y heridas similares a lo largo de los años, pero esa tarde, antes de que tomara aquella desesperada decisión, la había visto llorar en silencio mientras guardaba las piezas de ropa que habían estado en la maleta que llevaron a casa de Olivia.

   Al verla, una parte de ella quiso acercarse y preguntarle qué le ocurría. Abrazarla con fuerza, acariciar su pelo y dejar que se recostaba en su regazo como ella hacía cuando las circunstancias eran inversas, pero jamás se le había dado bien expresar afecto a las personas. Siempre temía... que no fueran bien recibidas o solo empeoraran la situación.

   Ahora se preguntaba si el dejar sus temores a un lado hubiera hecho la diferencia, si escuchar que era una buena madre y que la quería, era todo lo que necesitaba para soportar un poco más.

   Halina aguantó la respiración al sentir que la abrazaban de repente por la espalda. Pudo sentir la calidez de aquel cuerpo, un poco más corpulento que hacía un par de meses, rodeando con sus níveos brazos la parte superior a sus pechos. A ese ritmo, Alexander sería más alto que ella muy pronto.

   —Buenas noches, Alex.

   Él carraspeó escondiendo la cabeza en su cuello. Ella sonrió y reformuló su saludo.

  —Good night, Alex.

—Good night. Why are you not sleeping?

  —I had a dream today.

  —A nightmare?

   Halina negó con la cabeza.

   Hacia un par de meses, Alex le había contado que el inglés también era su idioma natal. Había nacido en Alaska. Desde entonces solo se comunicaban entre ellos en ese idioma. Era una especie de código secreto.

    Las enfermeras se enojaban mucho por ello, pues, parecían creer que estaban planeando algo malo. A Alexander eso le divertía mucho y Halina amaba verlo feliz. Sentía la necesidad de hacer feliz a todo el mundo, luego de no haber podido conseguirlo con la única persona que en verdad le importaba.

   —Soñé con mamá. Hacía años que no me pasaba. Supongo que la borré de mi memoria, por lo mucho que me dolía recordar como era —continuó explicando en el mismo idioma. Alexander se quedó en silencio unos segundos. Sabía que Halina estaba llorando en silencio.

  —¿Entonces tu mamá era buena?

  —Sí. Muy buena. Eso lo hace más difícil.

  —Si era tan buena como tú, entonces entiendo por qué te duele tanto. ¿Por qué no le escribes una carta? Aunque no puedas dársela... pienso que te ayudaría.

  —Esa es una buena idea. Gracias, Alexander.

  Halina intentó sonreír, pero era obvio que en el fondo estaba destrozada. Su fortaleza, esa que empleaba para sostener la felicidad de todo el mundo, era a la vez su perdición. Por mucho tiempo fue capaz de mantener la felicidad de sus seres queridos sobre sus hombros, de ser fuerte por el bien de los demás, pero al no tener en cuenta sus propios límites, había terminado atrapada y vacía… cómo su mamá.

  —Algunas noches, durante la madrugada, Halina empieza a llorar de repente. En esos momentos no es capaz de explicar por qué ha roto en llanto. Creo que en el fondo ni ella misma lo sabe. Es como si todo lo que soporta durante el día se le acumulara, y en la noche, cuando está en reposo, su cuerpo expulsara toda la pena y el estrés de esa manera. Si eso ocurre… no la presiones para que hable. Solo abrázala y besa un par de veces su espalda. Por alguna razón eso le gusta. Siempre suelta una risita y se acurruca. Luego se queda dormida.

    La voz de la persona que le había dicho eso a Alexander se partió. Luego esbozó una sonrisa, pero era evidente que la idea de no estar para ella cuando le ocurriera eso le dolía mucho. La flor que había bajo la almohada de Halina y que dejaba allí todos los días era la prueba de ello.

—¿Harías eso por mí, Alexander? —solicitó por fin, sus ojos grises eran dos lagunas apacibles engullidas por la bruma de la culpa

   Alexander se había sorprendido asintiendo al recibir por primera vez, y a escondidas, esas flores. Ese tipo de objetos estaban prohibidos en el hospital, pero de alguna manera ese hombre se las arreglaba para traerlas. Todos los días. Sin importar si cayera nieve o lloviera. Esas flores nunca faltaban en la cabecera de la cama de Halina.

   A pesar de la dificultad que representaba para Alexander demostrar su afecto, hizo justo lo que esa persona había dicho y escuchó a Halina reír. Ella se giró hacia él y le preguntó si podía dormir junto a ella esa noche. Las mejillas de Alexander se tiñeron de rosa, pero aun así asintió.

   Esa fue la primera de muchas noches en las que durmió junto a ella. En la que, abrigándola en su pecho, sintió que era el único en el mundo que tenía el poder de protegerla de sus sentimientos negativos.

   El efecto que tuvo en él ese pensamiento fue más eficaz que cientos de pastillas. Le dio un propósito. Una razón para seguir existiendo. Había encontrado una nueva Mimi.

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