Capítulo 13: Quemándose en los cielos

 Como si el famoso refrán que reza que después de la tormenta viene la calma, se hubiera hecho ley esa noche, la boda, a la que habían asistido conocidos de los Stewart de casi todo el continente, se realizó en medio de un ambiente tan armónico y alegre como la mismísima novia ataviada de blanco con mil sueños por cumplir.

    El hombre que esperaba ansioso en el altar, con flores rosas y blancas adornando cada espacio de la iglesia, también parecía haber transmutado su rostro durante aquella ocasión, o eso pensaba Halina, quien solo lo había visto una vez en las engorrosas circunstancias de la visita de ambos a Elliot hacía más de un año.

   Elliot, por su parte, —dado que a Hannah le había parecido una idea perfecta que él la entregara a su futuro esposo junto a su padre—, iba del brazo izquierdo de su hermana menor, a pesar de lo mucho que se había quejado de lo ridículo que sería ser escoltada por dos personas.

   Las manos de Hannah temblaban con violencia mientras seguían caminando, y Elliot las acariciaba con cariño intentando tranquilizarla. La quería tanto. Una parte de él se alegraba de que su salud mental fuera el precio que se tuvo que pagar para que ella tuviera una vida plena.

   Cuando al fin llegaron ante el novio y debían entregarla, fue evidente para todos los presentes que dejarla ir fue más difícil para él que para su sonriente y orgulloso padre.

   Ver a aquel par marchar de regreso a sus asientos tras haber completado la tarea, era como contemplar a dos versiones atemporales de la misma persona. Elliot llegó al asiento junto a Halina, y picándole el costado para que dejara de reírse, le pidió que le explicara qué le causaba tanta gracia, desistiendo de ello al notar que su madre también se reía por lo bajo a un lado de ella.

   Al verlas allí, tan juntas, Elliot comprendió que tenía algo de cierto eso de que uno buscaba de forma inconsciente una pareja similar a su padre o madre. Eleanor y ella eran amables, comprensivas y sufrían en silencio tras una tenue sonrisa, una sonrisa silenciosa que pretendía contener dentro de ellas la tormenta, para que todo a su alrededor gozaran de paz.

   La ceremonia religiosa transcurrió de manera apacible, y al trasladarse al salón donde celebrarían la fiesta, bailaron un par de vals e intercambiaron sonrisas y palabras de aliento para la novia y el novio, siendo Elliot quien terminaba acaparando la atención de los presentes que, por alguna u otra razón, parecían ansiosos por hablar con él y enterarse de cuál había sido el destino del hijo mayor de la familia tras el apresamiento de su verdugo.

   Harto de las mismas preguntas y vacías felicitaciones, Elliot se excusó con Halina de necesitar ir al servicio y se escabulló entre los presentes con indisimulada celeridad. Halina fue en su busca al ver que no regresaba, pero no fue capaz de encontrarlo en ningun lugar de aquel espacioso recinto.

    El parqueo del salón de ceremonias fue el último paraje en el que se le ocurrió buscar. Su corazón dio un vuelco al ver una estela de humo provenir de detrás de un frondoso y solitario árbol y reconocer los suspiros que venían de la persona que encendían su tercer o cuarto cigarrillo de la última hora, a juzgar por las colillas aplastadas en el suelo cerca de sus pies.

   Elliot palideció al verla, e intentó ocultar lo que había estado haciendo, pero el hedor a humo ya estaba impregnado en su ropa y en su conciencia.

   —Halina, yo...

   —Solo aguanta un poco más, regresaremos a casa pasado mañana. Estarás bien.

   El abrazo de Halina, quien temblaba tratando de controlar sus sollozos, no hizo más que herirlo de manera aún más profunda. Quería garantizarle que aquello se le iba a pasar, que volvería a ser la persona que conocía en cuanto pisara suelo canadiense; pero no era así cómo se sentía.

   Accedió a regresar a la celebración junto a ella, pero, como si jamás hubiera dejado el hábito, su cuerpo empezó a exigirle aquella sensación placentera que le producía la nicotina y que lo distraía de las sensaciones desagradables de su entorno al cabo de pocos minutos.

   Aprovechó que su padre sacó a bailar a su novia, quien no le había soltado la mano ni un instante, y dio un par de pasos dispuesto a volver al mismo lugar y fumar de nuevo. Se detuvo a medio camino y se sintió tan culpable que quiso morirse, pero en ver de ir al abrigo de su familia e intentar disipar sus pensamientos, fue a la mesa del banquete y cometió el peor error de aquella noche: volver a beber.

   Se prometió que solo sería un diminuto trago, que solo lo hacía para distraer su mente y no volver a fumar, pero durante los cuatro minutos que duró la música había tomado tanto que seguro se había terminado toda una botella. Eso también lo hizo sentir culpable y las ganas de terminar con su vida aumentaron. Esta vez sí lo dejaría. Halina no querría estar con un borracho y fumador que además...

   —¿Hermano?

   —¡Hannah! —Al girarse hacia ella y notar como toda la dicha que la embargaba ese día se convertía en preocupación extrema, se preguntó una vez más porque se aferraba a la vida.

   Solo era una fuente de amargura para Halina y para ella. Ambas estarían mejor si solo decidía desaparecer.

   —No te ves bien, Ely. Tal vez deberías volver a casa con Halina.

   —No te preocupes por eso, vinimos para estar en tu boda y vamos a estar hasta el final. Además, aún está lo de la pedida de matrimonio. Te he fallado muchas veces ya. ¿Qué clase de hermano sería si me marcho ahora?

   —Tú no me has fallado nunca, Ely. Tú... no has hecho más que cuidarme siempre. —La voz de Hannah se partió de tal manera que el velo mental que tenía, ese al que se había aferrado por casi una década, desapareció al instante.

   Lo sabía, su hermanita, su inocente y dulce hermanita... No... ella no...

   Se apartó de ella, incapaz de lidiar con todo lo que aquello implicaba, y salió nueva vez al parqueo. Los labios le cosquilleaban de necesidad debido a la abstinencia.

  Solo le había pedido una cosa a sus padres cuando todo salió a la luz, les había implorado que se inventaran cualquier mentira con tal de que ella jamás se enterara de la razón por la que había cambiado tanto. ¿Desde cuándo lo sabía? ¿Por qué demonios se lo habían contado?

   Intentó encender un nuevo cigarrillo y maldijo el que su mano temblara tanto que no pudiera conseguirlo. Sabía que no debía probarlo, que una sola recaída sería su fin, pero lo había hecho y ahí estaba de nuevo.

   ¿Por qué no le había contado a Halina que dio la primera calada luego de prometerle que irían a la boda? No estaba listo para enfrentar todo aquello. Jamás lo estaría.

   Sentía asco de sí mismo. Mientras luchaba con el encendedor y sostenía con los dientes el cigarrillo que esperaba le devolviera la paz, pensó en la expresión humillada de Halina tras lo que le hizo y terminó rompiendo en llanto una vez más.

   La conocía lo suficiente para saber que solo había fingido estar bien porque sabía que él no tenía fuerzas para sostenerlos a los dos. Era un hombre débil, siempre había sido tan débil. Tal vez ni siquiera era un hombre. Probablemente, Zachary tenía razón y solo negaba lo que en verdad era porque creía que nadie lo querría como le había pasado a él.

   —Doctor Stewart.

   Aquella nueva voz sobresaltó a Elliot, quien de inmediato dejó caer el cigarrillo y escondió el encendedor en su bolsillo. Allí estaba Finn, el novio... no, el ahora esposo de su hermana.

  A pesar de ser la persona con la que Hannah pasaría el resto de su vida, no le había hablado en toda la noche, no se había interesado en la clase de persona que era en verdad. Era tan egoísta y débil. Siempre había sido tan egoísta y débil. ¿Por qué era que seguía viviendo?

   —Elliot.

   Llevó la mirada hacia el reservado muchacho al escucharlo usar su nombre, y se dio cuenta de que no era un chico del todo. Debía tener veinticinco o veintiséis años, tal vez más. Su cabello era de un castaño muy claro y sus ojos tan dorados como los de Halina.

   Al instante se dio cuenta de que había visto esos ojos, de que esas facciones... en algún lugar...

   —Estudiamos juntos, por eso sientes que me conoces —reconoció Finn dándose cuenta de que su constante escrutinio era un intento inútil por activar sus difusos recuerdos—. Yo era de noveno año, así que no hablábamos a menudo, pero el día que te desmayaste en la preparatoria, pues...

   —¡Está ardiendo en fiebre! ¡Llamen a la ambulancia!

   Elliot recordó de repente esa voz, el tacto de su mano y esos rasgos, más jóvenes entonces, de rodillas a su lado, intentando llamar la atención de los demás estudiantes que se negaban a acercarse a él porque le tenían miedo. Finn fue el único que se quedó a su lado y procuró ayuda para él, y aun en el hospital, estaba seguro de que en el hospital...

   —Discúlpame. Tengo que ir al baño.

   —No, Elliot. —Sintió la mano de Finn tomar su brazo y llevó la mirada hacia él. Su rostro tenía la misma expresión compasiva que le enfermaba el estómago—. No necesitas recurrir a estas cosas. Sé que no tengo derecho a decirte eso porque apenas nos conocemos, pero entiendo lo que sientes más de lo que crees. Hay algo que quiero contarte... La verdad es que yo...

   —No. No voy a escucharte. No quiero... no quiero que me digas nada...

   —Pero es importante. Tienes... Debes...

   Finn lo tomó de los hombros intentando que dejara de sostener su rostro mientras miraba empecinadamente al suelo, pero eso solo consiguió alterarlo más. Elliot sintió una rabia voraz, recorriendo de pies a cabeza, deslizándose a través de cada una de sus venas al sentir como lo tocaba, y girándose de golpe en su dirección, le encestó un puñetazo en la cara y luego otro y otro.

   Cuando vino a ser consciente de lo que hacía, no podía detenerse. Finn intentaba bloquearlo con sus brazos, pero lo golpeaba tan fuerte que los nudillos se le llenaron de sangre, tanta como a ese pedófilo que le hizo daño a Maddison, tanta como hubiera querido sacarle a Zachary cada que se aprovechaba de él.

   —Hijo, ¡por Dios! ¿Qué haces?

   —¡Cierra la boca, Evan! ¡Yo no soy tu hijo!

   Su atronador rugido hizo que su padre, quien se había unido a su búsqueda, retrocediera. Su madre, que caminaba del brazo de Evan intentó avanzar en su lugar, ganándose que Elliot la fulminara con la mirada.

   —Elliot...

   —¡También quiero que te calles, Eleanor! —Elliot se puso de pie de sobre Finn, a quien había terminado derribando con sus golpes, y enfrentó la mirada de sus padres, haciendo que retrocedieran una vez más al percibir toda la ira que emanaba de cada uno de sus poros—. Ustedes dos... ¿Acaso no creyeron que estaba lo suficientemente roto entonces? ¿Por qué decidieron humillarme de esa manera?

    Elliot recordó como se sentía que todos lo miraran raro desde que se bajó del avión y en esa fiesta, como si todos pudieran ver el estigma invisible que había en él, y sintió aún más odio por ellos.

   ¡Claro que lo sabían! Todos en Pensilvania sabían lo que le había pasado. Sus padres se habían encargado de que lo supieran. Su nombre salió en todos los noticiarios, su caso fue seguido a nivel nacional porque querían hacer algún tipo de revolución con ello, demostrar que el abuso no era cosa solo de mujeres y obtener apoyo suficiente para conseguir la pena de muerte para Zachary. ¿Por qué a nadie se le ocurrió preguntarle si quería que todo el mundo supiera su secreto? ¿Por qué nadie nunca tomaba en cuenta sus sentimientos?

   —¡Elliot! ¡Finn! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué le pasó a Finn?

   Halina y Hannah llegaron al lado del par de hombres, y si bien Hannah ayudó a Finn a ponerse de pie, Halina intentó verificar los nudillos desgarrados de Elliot. La historia se contaba sola. Incluso un par de curiosos se habían acercado al lugar para mirar.

   —Pasó que estos dos... hicieron de mí un espectáculo —escupió Elliot con amargura—. Claro, si todo el mundo sabía lo que le había ocurrido a tu desdichado hijo y como habías movido cielo y tierra para defenderlo, ganarías más prominencia, Evan. Por supuesto, justo así te hiciste juez. ¿Y tú, mamá? —Eleanor ahogó un sollozo mientras sostenía con fuerza el brazo de su esposo—. ¿Crees que arreglabas algo llorando todo el tiempo? ¿Piensas que hiciste la gran hazaña cuando dejaste tu trabajo y nos fuimos a vivir a Frederinton? Te lo dije una y otra vez entonces: debiste dejarlo antes de que todo ocurriera, debiste darle más prioridad a tus hijos que a tus estúpidos turnos nocturnos. ¡Hubiera preferido que siguieras siendo enfermera y te la pasaras en el hospital como antes, en vez de ver tu cara de compasión frente a mí todos los malditos días de mi vida!

   —Elliot, tienes que calmarte. Tú no eres así —suplicó Halina tocando su rostro, pero él las apartó con brusquedad, llenando sus manos de sangre en el proceso. Ella también temblaba de puro terror.

   Lo sabía... Halina no podía quererlo si sabía quién era en verdad. Ella, al igual que todos los que conocían esa parte de su personalidad, terminaban abrumados del más puro terror al descubrir que él y ese bastardo eran dos caras de la misma moneda, Por supuesto, por eso no podía seguir viviendo.

    Elliot se dio la vuelta y por primera vez en su vida no tuvo miedo a la muerte. Todo estaba claro en su cabeza. Ese día se acabarían los problemas de todos.

   —¡Elliot!

   A pesar de escuchar las voces de su familia llamándole, no prestó ni la más mínima atención, y subiéndose al auto de su padre, quien había cometido el error de darle las llaves para que condujera hacia allí, emprendió la marcha hacia el lugar que debió ser su última morada, al lugar donde trece años antes también debió morir.

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