Capítulo 10: Alter ego
Eleanor miraba con atención los movimientos de su hijo, que desde hacía poco más de una semana no se estaba alimentando bien.
Elliot se veía ausente, triste y muy mortificado. Había intentado hablar con él al respecto en un par de ocasiones, pero su niño, que una vez fue tan parlanchín y abierto sobre sus sentimientos, de repente se había vuelto callado y serio, tan serio que había olvidado cómo se veía su dulce sonrisa.
—Hace mucho que no te escucho hablar de Zachary. ¿Pasa algo malo con él? —preguntó al fin, habiendo descartado casi cualquier otro problema posible, y al notar como todo su cuerpo se ponía en tensión mientras ocultaba la mirada, se dio cuenta de que, tal y como temía, ese taciturno muchacho era justo el problema. Eran amigos hacía más de un año y al mencionarlo Elliot casi siempre parecía feliz, pero ese día su reacción... —. ¿Quieres contarme lo que pasa? Tal vez te haga sentir mejor.
Los ojos de su hijo se llenaron de lágrimas mientras abría y cerraba la boca una y otra vez, y, guiada por su instinto materno, Eleanor se puso de pie y corrió a abrazarlo; Hannah, quien escuchaba atenta la conversación, hizo lo mismo.
Sollozando y temblando, Elliot se limpió los ojos con el antebrazo. Hannah arrugó la cara como si también quisiera ponerse a llorar. Él acarició la cabeza de su hermanita, conmovido, y le pidió que trajera un pañuelo de la cocina para distraerla un rato y poder hablar a solas con su mamá.
En sus casi trece años de vida, a Elliot jamás le había costado tanto hablar como en ese momento. Era como si una espesa mezcla de miedo y confusión se hubiera adherido a su garganta, haciéndole imposible relatar las cosas que lo atormentaban desde que su amigo había empezado a actuar extraño; aun así, tomó con fuerza las manos de su madre, cuando su hermana se hubo marchado corriendo por el pasillo, pero aunque abrió la boca un par de veces para soltar eso que lo estaba matando por dentro, no pudo decir nada. Las palabras se atoraron de tal manera en su garganta que terminó llorando de nuevo de pura frustración.
—Si es que pelearon por alguna razón... —intentó Eleanor tratando de arrancarle las palabras—. Estoy segura de que no tenías la intención de herirlo, pequeño. Seguro él lo sabe también y está ansioso porque se arreglen.
—No lo sé, mamá. Yo... él... últimamente...
Mientras más quería contarle lo que le atormentaba, más parecía que su hijo había olvidado como expresar sus sentimientos. Eleanor había notado aquel cambio en él desde hacía meses, pero cuando se lo comentó a su esposo en busca de una solución, él solo se limitó a asegurarle que había pasado por lo mismo cuando se hizo adolescente, y que solo era una etapa que con el tiempo a Elliot se le pasaría.
Una parte de ella no podía asimilarlo. Su niño no podía haber cambiado tanto de la noche a la mañana. Sabía que a Elliot pronto la voz se le tornaría más gruesa, sería más alto que ella e incluso su cuerpo cambiaría, pero se negaba a pensar que esos cambios se produjeran en su corazón, que él, que le había tenido tanta confianza que solía ponerla en graves aprietos con sus preguntas, de repente no quisiera confiarle ni siquiera el problema que tenía con su amigo. Su esposo decía entre risas que solo era complejo de mamá sobreprotectora, pero ella sentía en lo más profundo de su alma que era instinto maternal.
Eleanor vio como la pantalla de su teléfono, que en esos momentos descansaba junto al plato del que había estado tomando la cena, se encendía, y al darse cuenta de que era Evan llamándola, sintió reverberando en sus venas el enojo ante lo que posiblemente era una de las más comunes excusas de su esposo para llegar tarde.
Se alejó unos pasos de Elliot, pues, sentía que discutiría con Evan y no le gustaba que sus hijos escucharan sus discusiones; su esposo no llegaría a casa esa noche para cuidarlos mientras ella cumplía su turno en el hospital.
—No, Evan, no puedo ausentarme. Ya van dos veces seguidas. Sé que es un caso importante, pero... —suspiró resignada. Si había perdido el vuelo no había nada que hacer.
—De acuerdo. También te amo. Cuídate.
Eleanor colgó el teléfono y suspiró. Evan era un padre increíble, pero ahora que era fiscal, no descansaba hasta conseguir justicia para las personas que defendía, lo que a su vez lo obligaba a estar mucho tiempo lejos y la cargaba con más cosas de las que podía lidiar.
A veces pensaba que hubiera sido mejor que siguiera siendo un abogado público con un salario mediocre, y no un fiscal de fama creciente que ya no tenía tiempo para su familia. Su nivel de vida había mejorado, era verdad, pero su relación de pareja pendía de un frágil hilo ahora que ocupaban la cama por turnos, si es que acaso llegaba alguna vez de sus interminables viajes.
—¿Pasa algo malo, mamá? ¿Papá tampoco vendrá hoy?
Eleanor sufrió un intenso sobresalto cuando vio a Elliot junto a ella, con Hannah cargada en su costado con expresión somnolienta; no quiso cargar a sus hijos con todos los desacuerdos que había traído el ascenso de su esposo, así que esbozó una sonrisa, y negó con la cabeza.
Acarició la cara de su hijo y se preguntó que haría cuando tuviera que ponerse de puntillas para poder tocarlo de esa manera. Los ojos se le llenaron de lágrimas ante el pensamiento; Elliot fue quien se empinó para besar su frente, intuyendo que estaba así porque había discutido con su papá. Le daba miedo que se separaran porque no podían equilibrar sus trabajos o la distancia hiciera que dejaran de quererse. Era lo que más miedo le daba en el mundo. Tal vez... sus problemas podían esperar.
—Ve a trabajar, mamá. Yo y Hannah podemos quedarnos solos hasta que regreses. Solo serán unas horas.
—¿Quedarse solos? Eso jamás. Ni siquiera hemos descubierto cómo desapareció el reloj de Evan. ¿Y si alguien intenta robar de nuevo y les hace daño?
Elliot abrió la boca para decirle la verdad sobre la desaparición de aquel objeto, pero el teléfono de su madre volvió a repicar. Esta vez no era Evan sino su supervisor. Elliot le había escuchado decir que era un hombre malhumorado que no dudaría en gritarle por teléfono si le decía que otra vez no iba a ir. A su mamá, como a él, no le gustaba que le gritaran.
—Ve, mamá.
—Pero ni siquiera hemos terminado de hablar.
—Seguimos conversando cuando vuelvas —propuso Elliot—. De todas formas quiero hablar con papá también. Hay algo que quiero que sepa.
Al mencionar a su padre en la conversación, Eleanor se sintió mucho más tranquila. Tal vez su esposo tenía razón y lo que preocupaba a Elliot eran cosas relacionadas con los cambios de su cuerpo. Sí, tal vez solo su hijo se estaba convirtiendo en hombre.
—Bueno... pero si pasa algo malo o tienes miedo, llámame enseguida para que venga. Le daré una patada a mi supervisor y vendré en menos de lo que canta un gallo.
—De acuerdo, pero no golpees a nadie. La violencia es muy mala.
—De acuerdo.
Eleanor besó la frente de su hijo y luego la de su niña, que ya estaba profundamente dormida en brazos de su hermano. Era demasiado afortunada. Tal vez cuando Evan se acostumbrara a su nueva rutina de trabajo, todo volvería a la normalidad.
—Merci, mon prince. Tu es le meilleur fils du monde.
—Et tu es la plus belle maman du monde —contestó Elliot con ese perfecto francés que había aprendido de ella, y con el que solían comunicarse a veces, como si fuese algún tipo de código secreto.
Eleanor lo abrazó con fuerza, solo para después darle un sonoro beso en la mejilla, y volver a abrazarlo y besarlo de nuevo al menos un millar de veces mientras se iba.
Tal vez su esposo tenía razón y estaba tan neurótica porque no quería que su pequeño creciera. La sombra que había visto husmeando cerca de su casa también debía ser su imaginación.
Eleanor caminaba de un lado a otro mientras respiraba pesadamente. Tenía las manos juntas y frías. Las apretaba con todas sus fuerzas, a veces llevándolas hasta su rostro a manera de súplica.
No había encendido la luz del pórtico para no despertar a Hannah, aunque su respiración agitada y pasos en círculos hacían suficiente ruido para alertar a todos los vecinos.
Debió saber que eso pasaría en cuanto Halina le avisó que él vendría. Se ilusionó tanto con la idea de que todo volviera a la normalidad, que había pasado por alto que tal vez aquello no era lo mejor para su hijo.
—Ay, Elliot. Lo siento tanto —sollozó llena de dolor. Nunca podría dejar de culparse por ello. ¿Por qué no lo había escuchado cuando pudo? ¿Por qué no detuvo todo aquello antes de que ese monstruo dañara a su hijo?
—Tranquila... —Halina atravesó la puerta de la entrada y abrazó a la temblorosa señora. Evan les había recomendado esperar en casa mientras él viajaba al lugar en el que lo habían visto por última vez, pero aun así no había podido conciliar el sueño. ¿Debió detenerlo o seguirlo contra su voluntad? Quería creer que dejarle su espacio fue lo correcto—. Elliot a veces solo necesita disiparse y pensar. Regresará en la mañana.
—¿Cómo estás tan segura? Elliot... nunca lo has visto en medio de una crisis.
—Sí, lo he visto. Tuvo una crisis cuando lo visitó Hannah.
—Te equivocas. Eso no estuvo ni cerca de ser una crisis. El día en el que tengas que reanimarlo tras quitarle un cinturón del cuello o meterle los dedos en la garganta para que vomite todo un frasco de pastillas, te estarás enfrentando a una verdadera crisis.
El mundo de Halina se detuvo por un instante. Lo que acababa de decir Eleanor sugería que el estado de ánimo de Elliot se podía poner aún peor, y no parecía estar exagerando.
¿Cómo era el Elliot que no había recibido las terapias y compresión del esposo de Elena? ¿El que tenía tantas dificultades en la escuela que veía como algo lejano ir a la universidad? ¿El que no se había graduado de una profesión que amaba y le hacía tener un propósito? ¿El que no llevaba años teniendo un trabajo normal, lidiando con adultos y niños, recuperándose de las heridas de su pasado? Y si llevarlo allí descartaba cualquier atisbo de progreso en él, y si lo reseteaba al estado inicial en el que lo único que quería era poner fin a sus días.
—¿Mamá, Halina? ¿Qué hacen aquí afuera? —Ambas llevaron su mirada hacia la puerta al ver a Hannah asomarse a través de ella. Frotaba sus ojos como intentando despertarse del todo.
Eleanor caminó hacia ella y la llevó adentro, comentando algo sobre lo malo que sería que una novia estuviera el día de su boda con ojeras. Halina se quedó de pie en el mismo sitio, mirando en dirección a aquella casa que Elliot se había quedando viendo en el camino, y pensó con angustia en qué haría si un día se enfrentaba a un escenario como el que planteaba Eleanor.
Se detuvo frente a la cerca mientras el auto emprendía la marcha, empuñando con todas sus fuerzas el bate que aquella mujer le había prestado. A pesar de las buenas intenciones de aquella joven madre, dejar un bidón de combustible a solo unos centímetros de las maletas de alguien hambriento de venganza, no había sido muy inteligente. Elliot se alegraba de haber traído su encendedor consigo.
Con paso decidido, sin pararse a reflexionar en lo que ocurriría al día siguiente cuando descubrieran aquel desastre obra de su furor, traspasó la valla de seguridad por encima, lanzando todo, excepto sus maletas, antes que él.
Avanzó a través del pasto descuidado y marchito que, cual fortaleza, rodeaban la vivienda de dos plantas con las paredes resquebrajadas, que había sido su prisión hacía diez años. El color de la fachada era inapreciable. El verde había pasado a ser algún tipo de marrón grafiteado con mensajes obscenos e insultos al forzoso dueño de aquella propiedad.
Empujó la vieja puerta al tiempo que su piel se erizaba ante toda la memoria física que contenían esas paredes deterioradas, engullidas por la oscuridad. Un olor a humedad y orina le dio la bienvenida. No había nadie. O al menos, los vagabundos y drogadictos que debían habitarla, hasta que los policías los sacaban a la fuerza, no estaban allí en esos instantes.
Elliot empuñó el artefacto de metal y empezó las embestidas. Su primera víctima fue una columna de madera. Las astillas volaron al instante ante la fuerza de su golpe. No tuvo suficiente con ello, así que arremetió contra una ventana fragmentando el vidrio que explotó en miles de partículas, luego continuó con el escaso mobiliario que encontró, el piso lleno de basura, lo que quedaba de la escalera, todas y cada una de las paredes. Se hizo uno con la destrucción en medio de gritos enfurecidos, mientras los recuerdos lo ahogaban. Cada rincón, cada maldito rincón... su sangre, sudor y lágrimas debían estar plasmadas en cada rincón de aquella casa maloliente y diabólica.
Continuó avanzando sin necesidad de luz alguna, luchando con ese sentimiento que agarrotaba su estómago y le hacía sentir como el mismo niño asustado que rogaba por la piedad de su verdugo, solo para recibir un trato aún más brutal de su parte.
No tenían idea. Ninguno de sus conocidos tenían idea de todo lo que había sucedido, de las cosas terribles que había soportado. El poderoso reflejo de una arcada lo hizo vomitar en algún rincón del espacio, pero aun así no consintió en detenerse. Se la llevaría al infierno. Se llevaría cada astilla de esa casa al lugar al que estaba condenado, y luego, iría por Zachary a la cárcel y le sacaría las entrañas.
Ascendió las escaleras. Las piernas le temblaron un poco al hacerlo. A pesar de su determinación, sus pies se clavaban en el suelo. Era un reflejo inconsciente de su cuerpo. La necesidad de defenderse, de evitar que lo llevara a ese maldito sitio en el que le encerraba y obligaba a hacer cosas despreciables. Sintió tanta ira en esos instantes que golpeó el sexto escalón, haciendo que la estructura de madera se tambaleara. Tuvo que saltar al séptimo porque el anterior quedó destrozado. La forma en la que crujía la escalera era el aviso de que no aguantaría su peso, pero aun así continuó ascendiendo.
Necesitaba borrar esos recuerdos. Las terapias no habían servido, el amor, que creyó había sanados sus heridas, no había hecho más que ocultarlas. Solo tuvo que descender de ese avión y observar aquello que había abandonado, para darse cuenta de que solo la venganza llenaría el vacío en su interior.
Al llegar junto a la puerta, un rayo surcó el cielo iluminando aquella habitación. Era tal y como la recordaba. Las sabanas sucias, el olor a tabaco, alcohol, drogas y todos los vicios que alguien se podría imaginar. Los instrumentos favoritos de Zachary para su tortura, aquellos que mantenía a la vista a modo de intimidación, como una forma de recordarle que estaba dispuesto a hacerle tanto daño como fuera posible sin llegar a matarlo.
Allí también se dedicó a la tarea de destrucción absoluta. La policía se había llevado la mayoría de las cosas como pruebas en su caso, pero entre toda la basura acumulada en aquellos diez años, dio con el lugar bajo el suelo donde Zachary guardaba una caja con sus drogas, un cuchillo afilado y un par de billetes.
Tomó el cuchillo con el fin de despedazar la cama hasta dejarla echa jirones, quedándose helado al ver una polaroid conservada cuidadosamente debajo de todos aquellos objetos. Reconocer la imagen y entender el significado de esta le partió el corazón. Contra su voluntad, comenzó a llorar con rabia y confusión. Aun después de tantos años seguía confundido. ¿Por qué ver el rostro compungido de Zachary antes de que todo pasara, con él a su lado sonriendo de oreja a oreja, le provocaba tanto dolor?
Abandonó la habitación y descendió hasta la planta baja en busca del bidón. Empezó a derramar el contenido en cada rincón de la casa hasta trazar un camino húmedo hasta el pórtico. Afuera seguían los truenos, se avecinaba una tormenta. Debía completar su tarea antes de que lloviera, o sus esfuerzos serían inútiles.
Tomó el encendedor que había guardado en su bolsillo trasero y encendió la llama. Tuvo que usar su mano para cubrirla porque la ventisca que se había desatado amenazaba con extinguirla.
—¿Crees que todo se arreglara con solo quemar este sitio? Mira a tu alrededor, Elliot. ¿Olvidaste todos los recuerdos que hay en este lugar?
Elliot, como si un par de manos le obligaran a girar la cabeza, comenzó a examinar los alrededores del vecindario. Tenía razón, tendría que hacer arder al pueblo completo para acabar con los recuerdos de sus atropellos y persecuciones, y aun entonces seguiría recordándolo cada vez que viera las cicatrices que tenía en todo el cuerpo. Solo había una forma, solo una cosa eliminaría esos recuerdos para siempre.
Tomó el bidón que yacía en el suelo con las dos manos, y vertió el resto del contenido sobre él mismo. Su cabello, rostro y gran parte de sus brazos, torso y piernas terminó por empaparse con el líquido amarillo verdoso. Lanzó el bidón vacío a un costado y volvió a empuñar el encendedor. Solo una chispa, una pequeña flama y sus sufrimientos acabarían para siempre.
—¡Elliot! ¡No lo hagas!
Escuchó a sus espaldas y sintió un escalofrío que lo hizo girar la cabeza.
Halina.
El encendedor se resbaló de entre sus dedos en cuanto la vio y empezó a llorar profusamente. Ella consiguió abrirse paso con dificultad a través de la cerca, arañándose la pierna con el metal al intentar bajar, y se abrazó a él, examinando su rostro y sus manos en busca de alguna lesión importante, alguna herida grave que se hubiera hecho ante su imposibilidad de lidiar con la angustia. Rompió en llanto al comprobar que no era así, que había llegado a tiempo. Justo a tiempo. Ver a Elliot arder hasta la muerte sin poder hacer nada para salvarlo habría sido mortal para ella también.
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