Capítulo 2

El silencio era absoluto en el estudio donde trabajaba William. Solo se escuchaba el sonido del lápiz sobre el papel. Los trazos eran rápidos y precisos. Miraba constantemente a la pareja que, inmóvil, posaba frente a él. Eran sus amigos, Grace y Sebastian, los duques de Oxford.

A diferencia de muchos artistas, William prefería dibujar un boceto sobre papel en vez de hacerlo sobre el lienzo. Aunque, a decir verdad, la palabra boceto se quedaba corta. Su técnica de dibujo en lápiz grafito era casi prodigiosa. La mejoró tanto en tiempo como en valor artístico, cuando hizo el ejercicio de reproducir daguerrotipos en un tamaño más grande. Muchos artistas conservadores, al enterarse de su procedimiento, decían que él hacía trampa, él lo llamaba referencia. No consideraba que fuera era pecado usar una imagen y reproducirla para lograr un resultado más fiel.

En el caso particular de los duques de Oxford, estaba haciendo el boceto sin un daguerrotipo. El duque deseaba posar sin tanta seriedad, con una leve sonrisa, y confiaba en la habilidad de William para llevar a cabo su objetivo sin que le tomara demasiado tiempo.

El luminoso estudio se encontraba en la parte trasera de su sofisticada y exclusiva tienda de antigüedades en Jeremyn Street en pleno Saint James. William pretendía, con el tiempo, expandir su negocio a una galería de arte.

Un plan ambicioso, sin duda, pero debía ir paso a paso. Quería que su nombre y ocupación fueran más conocidos que su origen y el escándalo que arrastraba desde antes de su nacimiento.

Hasta los tres años, él fue William Martin, el hijo bastardo de lady Olivia Martin y lord Felton. Lo concibieron cuando estaban comprometidos; sin embargo, su progenitor falleció antes del matrimonio.

En aquella época, el abuelo de su madre, el implacable y autoritario duque de Hastings, la repudió cuando ella confesó ese hecho. Antes de que todo el mundo se enterara, la envió a Cragside, un pueblito al norte de Inglaterra, y la mantuvo en una pequeña y precaria cabaña, prácticamente cautiva, con recursos económicos limitados. En esas condiciones vivió con ella hasta que William tenía poco más de dos años, cuando, por azares del destino, ella decidió salir de aquel lugar y encontró trabajo como institutriz para la prima del nuevo vizconde Rothbury, Andrew Witney, o más conocido como el adefesio de Rothbury, debido a su cojera y a una cicatriz que atravesaba el lado derecho de su cara.

Se enamoraron. No obstante, contra todo pronóstico, Andrew, en vez de proponerle una relación inapropiada de amantes, la desposó, convirtiendo a Olivia en la nueva vizcondesa.

Al volver a Londres causaron gran revuelo, pues con su retorno quedaron al descubierto los motivos de la desaparición de Olivia de los grandes salones. No había que hacer grandes matemáticas para deducir que el pequeño hijo de la vizcondesa era el producto de su relación con el difunto conde de Felton, asunto que provocó la debacle familiar para el duque de Hastings; su heredero, el padre de Olivia, cansado de ser un títere de las mentiras del duque, lo abandonó. A eso había que sumarle los continuos escándalos de los que era protagonista Michael, el hermano de Olivia, jugador y supuesto libertino.

El viejo no lo resistió, una apoplejía lo condenó a una cama y la muerte llegó, implacable.

Hasta ese punto, el escándalo fue público. Sin embargo, en privado...

Tampoco fue fácil para el condado de Felton, la aparición de Olivia gatilló una rencilla familiar en la que el nuevo conde de Felton casi fue asesinado por su hermano gemelo, Nicholas.

El error de Nicholas fue involucrar a Olivia en aquel entuerto, pues ella poseía una mina de oro que el difunto conde de Felton le legó.

Resumiendo, Andrew, por defender a Olivia y a Felton, asesinó a Nicholas e hizo desaparecer su cuerpo al amparo de la noche. Todos juraron guardar el secreto. El vizcondado de Rothbury y el condado de Felton mantuvieron una discreta distancia.

Nunca más se habló del asunto, la única prueba de aquel suceso fue una nueva cicatriz en el rostro de Rothbury que atravesaba la antigua y formó una equis deforme.

Cuando William cumplió tres años, cambiaron su apellido por Witney. Andrew siempre lo consideró su hijo, al igual que su pequeña prima, Marian. Nunca hizo diferencias entre ellos y los hijos que engendró con Olivia: Anthony, Florence, Elijah y Violet.

William se considerado un hombre más que afortunado en ese aspecto, adoraba a su familia. No se repitieron los errores de la generación anterior. En vez de opresión, hubo libertad. En vez de secretos, todo se podía conversar, sin temor a ser condenado.

No obstante, la sociedad parecía tener cierta selectividad cuando se trataba de errores, algunos los olvidaban y otros, los restregaba en la cara cada vez que podían. A sus espaldas, cuando hablaban de él, era señalado como el bastardo de Felton, como si aquel fuera su único logro.

«Idiotas», masculló William en su fuero interno y volvió al momento. No sabía por qué de pronto comenzó a rememorar el pasado...

―¿Pasa algo, Will? ―preguntó Grace intentando no perder su sonrisa.

William se aclaró la garganta, se rascó la barba con su índice, y compuso una expresión más relajada para responder:

―Nada importante... ―Comparó su boceto con la pareja que tenía al frente. Su mente se había perdido en los recuerdos, pero su mano había trabajado casi sola. Dio unos últimos retoques y añadió―: Hemos terminado.

Sebastian y Grace soltaron un suspiro de alivio, y procedieron a masajearse las mejillas.

―Dios, ahora sonrío más, pero no por tanto tiempo ―se quejó Sebastian con ligereza―. ¿Podemos ver, William?

―Por supuesto.

William puso el papel sobre el atril para exponer el boceto. Sebastian y Grace se acercaron. El asombro iluminó sus rostros.

―Por Dios, ―dijo Grace―. Tu trabajo es impresionante, Will. Sebastian se ve casi tan guapo como lo es en la vida real.

Por su parte, el duque de Oxford comentó:

―Extraordinario, sin duda. Es notable cómo logras diferenciar las tonalidades de los ojos de Grace. Aunque no haya color, sé cuál es el verde y cuál es el azul.

―Gracias...

En ese momento golpearon la puerta de una forma casi imperceptible.

―Entre ―autorizó William.

La puerta se abrió y Remington Churchill entró en el estudio. Él era el encargado de la tienda y otros asuntos de William, una suerte de secretario y también amigo.

―Will, tu madre ha venido a visitarte. Le dije que estabas ocupado con sus excelencias, pero ya sabes cómo es.

―Y siempre tiene suerte, ya he terminado. Hazla pasar. ―Remington se retiró, mientras tanto William miró a Sebastian y Grace y señaló―: Cuando tenga el lienzo listo tendremos otra sesión. Les avisaré.

―Gracias, Will ―dijo Grace admirando el boceto―. Sé que quedará precioso... Más que el que le hiciste a Lawrence.

William rio y replicó:

―Envidiosa. No todo es competencia.

―Todo es competencia, demonio, ya deberías saberlo.

William negó con la cabeza.

En ese momento entró Olivia. Alegre y efusiva, saludó a los duques, quienes ya se retiraban. Una vez a solas con su hijo, le dio un beso en la mejilla. Luego admiró el boceto. En su expresión había orgullo y satisfacción.

―El estudio se ve mucho mejor que la última vez que lo visité ―elogió mientras miraba a su alrededor. El lugar era sencillo: una mesa llena de sus artículos de trabajo, atriles, obras en diversas etapas de desarrollo, una chimenea y dos sofás frente a ella. Sus ojos se detuvieron en una sencilla cama―. Oh, eso es nuevo...

Olivia dejó en el aire su oración. No quiso entrometerse de más en la privacidad de su hijo. Ya tenía veintiocho años por todos los santos.

William siguió la mirada de su madre. Horrorizado por lo que ella estaba pensando en ese momento, se apresuró a explicar:

―A veces me da pereza ir a casa cuando ya está muy avanzada la noche. Es más práctico quedarme. ―«No es para traer amantes casuales», pensó. Había tenido demasiado de ello en Italia durante sus años de estudio.

Lo cierto era que aprendió lo suficiente para satisfacer a una mujer, pero no disfrutaba del vacío que sentía en su pecho después del placer. Era deprimente no poder establecer ningún vínculo más allá del físico. Con el tiempo se dio cuenta de que necesitaba estar enamorado para acostarse con alguien.

Su celibato llevaba tres años.

―Claro, hijo. Entiendo.

Olivia sonrió, le dio el beneficio de la duda. Solo esperaba que su hijo fuera responsable en ese aspecto. Su esposo, Andrew, fue abierto y sincero a la hora de educarlo en lo que refería al sexo.

Nunca se sabía cuándo las enseñanzas entraban por una oreja y salían por la otra.

William, ajeno a los pensamientos de su madre e impaciente por desviar el tema de la cama, preguntó:

―¿Y qué le debo el honor de tu visita?

Olivia parpadeó y respondió:

―Oh, pasaba por aquí. Vengo de una reunión de la fundación y aproveché el impulso. ―Hizo una pausa dramática y anunció―: Necesitamos tus servicios profesionales.

William asintió y la invitó a sentarse en uno de los sofás. Él hizo lo propio frente a ella y preguntó:

―¿Ya están avanzadas con los preparativos de la subasta?

―Así es. Hemos recibido muchas donaciones. No nos dimos cuenta de que una subasta también es una forma de exhibición de los que contribuyen a ella. El asunto es que necesitamos empezar a catalogar y tasar lo que ya tenemos lo antes posible. De hecho, Laura tuvo que contratar un almacén porque ya no estaba dando abasto Rock Hall.

William sintió incomodidad al escuchar el nombre de Laura. Llevaba tres semanas sin saber nada de ella, lo cual era extraño. Se rascó la barba y accedió:

―Bien, no hay problema. ¿Cuándo quieres que vaya?

―Ponte de acuerdo con Laura. Ella es la que ha organizado todo lo relacionado con la subasta. No sé cómo lo hace, la verdad... Entre la organización y la dirección de la academia no tiene nada de vida social. Estoy segura de que quiere evitar que tu tía Margaret no la lleve a rastras a un baile.

―Nunca la he visto del todo cómoda en los bailes familiares, debe ser peor en un evento social.

―Lo sé. Hasta me atrevería a decir que debió saltar de felicidad cuando cumplió los veintiuno y ya la empezaron a llamar solterona. ―Suspiró―. Cómo sea, Laura está casi todo el día en la academia. Solo ve y resuelvan ustedes ese asunto.

*****

Laura se encontraba en su despacho de la academia Hope revisando el inventario del almacén de la cocina para poder un pedido.

En ese momento golpearon la puerta y entró la señora Waters.

―Señora Martin ha venido el señor Witney, desea una audiencia con usted.

Laura pensó de inmediato en William; sin embargo, él no era el único señor Witney que conocía, por lo que replicó:

―¿Cuál de los tres señores Witney?

La señora Waters esbozó una sonrisa antes de responder:

―El mayor. Dijo que era importante. ―Laura lanzó un quejido lastimero. La señora Waters, contrariada, repuso―: ¿Desea que lo despache?

Su corazón gritó «¡Sí!». Su mente tartamudeó un «No». No podía huir de William, estaba obligada a tratar con él por el asunto de la subasta. Sabía que eso sucedería tarde o temprano.

Ella esperaba que fuera más bien tarde.

Se tapó la cara. Inspiró profundo. Retuvo el aire por largos segundos, y lo soltó. Descubrió su cara y se atusó el cabello mientras ordenaba:

―Dígale que pase, por favor.

La señora Waters nunca había visto tan inquieta a Laura, su instinto de protección le hizo indagar con cierta cautela:

―¿Todo bien, señora Martin? ¿Necesita que me quede cerca mientras él se entrevista con usted?

Laura se dio cuenta del mensaje implícito en aquellas preguntas, quizás la señora Waters pensaba que William le haría daño o que ya lo había hecho. Era irónico, por un lado, era cierto, pero por otro, era solo su culpa por enamorarse de él y no haberlo confesado antes. El silencio era tan contraproducente como las palabras. No había caminos que fueran menos dolorosos.

William aún era su imperio romano. Estaba intentando mantenerse más ocupada que nunca para no pensar en él. A veces pensaba que lo lograría, pero, en momentos como ese, lo veía imposible.

―Todo está bien, señora Waters. No se preocupe, William es un caballero, no ha hecho nada malo.

―¿Segura?

―Sí. ―Asintió firme con su cabeza―. Solo que estaba muy concentrada y su visita me distrae. Ya sabe lo que me cuesta volver a retomar una tarea no terminada.

―Tiene razón. ¿Desea que traiga té y galletas?

―Sí, por favor. ―Modales, ante todo, incluso con un corazón roto.

―Muy bien.

La señora Waters se retiró y cerró la puerta. Laura aprovechó esos segundos preciosos para componer un rostro serio e inexpresivo. Intentó controlar sus latidos desbocados inspirando y espirando, lento, hondo y pausado.

Distrajo su mente volviendo a repasar el inventario.

Así la vio William cuando entró. ¿Desde cuándo Laura usaba gafas? Ella tardó un segundo en levantar la mirada y esbozar una leve sonrisa.

―Hola, William. Toma asiento, por favor.

Era tan extraño escuchar su nombre completo en vez del diminutivo. Detestaba esos cambios que le recordaban que su relación ya no era lo mismo.

Serio, atravesó la estancia y se sentó frente a ella.

―¿Desde cuándo usas gafas?

Laura alzó sus cejas, sorprendida por aquella inesperada pregunta. Se propuso solo responder, mas sin justificar.

―Desde los diecisiete.

―¿Heredaste la miopía de tío Michael?

―Alguien tenía que heredarlo, ¿no?

―¿Pero por qué no las usas todo el tiempo?

Laura se encogió de hombros.

―Llámalo costumbre... Además, no está tan avanzada. Puedo distinguir las cosas grandes sin problema.

Una verdad a medias. Lo cierto era que Laura no usaba las gafas en público para no evidenciar su miopía. Para un hombre lo más grave que podía pasar era aparentar no tener carácter, pero por lo general se pensaba en ellos como intelectuales. Una mujer con gafas era un producto defectuoso, enfermizo, una mella que podía transmitir a su progenie. Ningún hombre buscaba mezclar su sangre con una mujer enferma.

Cuando Laura debutó en sociedad, prefirió ocultar su miopía, lo que le trajo problemas pues, para no equivocarse en reconocer a las personas o llamarlas por otro nombre, prefería mantenerse al margen y no sobresalir.

Quizás fue un error. Se había convertido en una solterona, una que en su inexperiencia había entregado su corazón en vano.

No se podía llorar sobre la leche derramada.

En ese momento entró la señora Waters con una bandeja.

Diligente y en silencio, dispuso sobre el escritorio todo lo necesario para tomar el té. Le dedicó a la pareja sendas miradas de soslayo para corroborar que todo estaba bien.

Y tal como llegó, se fue.

―¿Quieres té? ―preguntó Laura tomando la tetera y sirvió su taza―. Me tomé la libertad y pedí para ti, pero no pasa nada si no quieres.

―Sí, por favor. ―Una taza de té y galletas lo mantendrían entretenido y pasar esa situación con más naturalidad. Todavía sentía que estaba frente a una desconocida.

Laura sirvió ambas tazas de la misma manera, un té fuerte con un poco de leche y dos terrones de azúcar.

―¿Y a qué le debo el honor de tu ilustre visita? ―preguntó Laura mientras le acercaba la taza a William.

―Mi madre me habló del inesperado éxito con las donaciones para la subasta. ―Bebió un sorbo de té. Laura lo preparó tal como le gustaba. Comió una galleta. Una delicia.

―Oh ya veo. Pensé que te iba a ver en un par de semanas para catalogar y tasar. ―Probó su té... No se había dado cuenta de que tenía tanta hambre y bebió un poco más.

Sus gafas se empañaron. Laura masculló una maldición y aprovechó de limpiarlas con un pañito de franela que siempre guardaba en sus bolsillos. No solo el vapor era un incordio, sus dedos habían quedado marcados en los cristales cuando se tapó la cara.

―Es mejor empezar desde ahora ―apremió William. Apretó los labios para reprimir su risa. Laura se veía cómica lidiando con sus gafas. Se aclaró la garganta y repuso―: Estas semanas estaré ocupado con unos clientes y también, pintando el retrato de Oxford y Grace.

Aquellas palabras le arrancaron una genuina sonrisa a Laura. Había visto parejas enamoradas y felices, pero nunca había una que le produjera felicidad y envidia en partes iguales. Su historia de amor era digna de ser escrita.

―Sé que te quedará hermoso. ―Humedeció los cristales con su aliento y siguió limpiando sus gafas―. Yo creo que debemos fijar ahora mismo los días que nos reuniremos. ¿Qué te parece cada dos semanas?

―Me parece perfecto. Pero la primera cita deberá ser esta semana.

―Sí, claro... A ver... ―Se puso las gafas. Ahora veía mucho mejor. Del cajón derecho de su escritorio sacó una agenda y la hojeó hasta llegar al mes de junio―. Mañana no... Mmmm, el jueves. ¿Te parece bien el jueves? A las... ¿Tres de la tarde?

William hizo memoria. Él no era tan organizado como Laura. Tras unos segundos en los que repasó sus compromisos, asintió.

―Sí, me parece bien.

Laura entintó su pluma y anotó la cita mientras decía:

―Entonces nos reuniremos cada dos jueves. Te daré la dirección del almacén para que...

Se escucharon golpes en la puerta y entró la señora Waters. Laura levantó la mirada, atenta.

―Señora Martin, ha venido el señor Dutton. Dijo que usted le dejó un mensaje.

Laura sonrió con amplitud. Al fin pudo localizar al esquivo señor Dutton. No podía despacharlo ni hacerle esperar. Se quitó las gafas y dijo:

―Dígale que pase, por favor. Ah, y traiga otra taza para el té.

―Como ordene, señora.

―Maravilloso.

La señora Waters cerró la puerta y volvió a dejarlos a solas.

―Ay, qué bueno que volvió de la India ―dijo para sí misma, sin perder la sonrisa.

―¿Quieres que me vaya? ―preguntó de pronto William.

Laura parpadeó y ladeó su cabeza.

―¿Por qué?

―Supongo que querrás hablar en privado con Dutton.

Laura hizo un ademán para desestimar los dichos de William.

―De hecho, prefiero que no. El señor Dutton es un posible donante. Ya sabes que posee una invaluable colección de objetos indios y...

La puerta se abrió e interrumpió las palabras de Laura. Sus ojos se desviaron y sonrió. Era el señor Edward Dutton. Se levantó y fue al encuentro de su visita.

Por algún inexplicable motivo, a William no le simpatizó la situación.

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