Capítulo 1

Londres, 18 de mayo de 1844.

Dos veces a la semana Laura pensaba en William, al igual que en el imperio romano. Era una estupidez, pero todo a su alrededor le hacía evocar esa antigua civilización. Desde los caminos, hasta las estatuas...

Para Laura era un logro no destinarle más de dos pensamientos. Antes de confesarle su sentir, pensaba todos los días en él ―en William, no el imperio romano―.

Qué cosa tan curiosa era el amor. Toda la vida fueron cercanos, pero cuando él volvió del extranjero hacía tres años... Era otro, ya no era su primo con el cual pasó toda su niñez, ni el muchachito que veía cada verano cuando volvía de Eton. Tampoco era el joven que se despedía de todos para emprender sus estudios en Italia.

Se había transformado en un hombre... Uno que no correspondía su amor.

Laura comprendía que para el amor se necesitaban dos. Estaba segura de que la distancia contribuiría a olvidar a William. Tarde o temprano eso debía suceder.

Desde hacía tres meses recibió con los brazos abiertos a la resignación, la cual pendía de un hilo dos veces a la semana, pues su rebelde corazón le recordaba que aún quedaban cenizas de ese amor unilateral.

William era su imperio romano... En su fase final, en la caída.

―Laura... ―La voz de Margaret, su madre, la escuchó a lo lejos―. ¡Laura!

Parpadeó rápido. Su mente volvió a la sala de estar de Peony House, residencia de su tía Olivia, la vizcondesa Rothbury y madre de William. Contrariada, se centró en Margaret y se apresuró a responder:

―Perdón... Me distraje, ¿decías, mamá?

Margaret la reprendió con la mirada y añadió:

―Te decía que si has pensado en alguna propuesta para el baile de este año.

Los ojos de las grandes damas estaban sobre ella. La duquesa de Ravensworth, la vizcondesa Rothbury, la condesa de Corby, la vizcondesa Grimstone, las dos señoras Montgomery ―nuera y suegra― y su madre, la duquesa de Hastings. Todas ellas tenían un lazo con Laura, ya fuera de sangre o de amistad.

El baile al que hacían referencia era uno que organizaban las grandes damas para recaudar fondos, que ayudaban a mantener una fundación social ―disfrazada de caridad― que poseía dos instituciones educativas.

Una de ellas era la Academia Hope, de la cual Laura era la directora desde hacía un año. En aquel lugar les daban una segunda oportunidad a mujeres caídas en desgracia, brindándoles educación, techo y comida. El objetivo de ello era reinsertarlas en la sociedad ofreciéndoles trabajos en las casas más prestigiosas de Londres.

La otra institución era el Colegio New Hope, el cual era un internado que acogía y educaba a los niños que dependían de las mujeres que estudiaban en la academia, para aligerar sus preocupaciones familiares.

La mente de Laura todavía estaba perdida en los pensamientos remanentes que alternaban entre William y el imperio romano. «Olvida a Will, Italia, Roma, ruinas, arquitectura, nunca te va a amar, armas, coliseo, gladiadores, esculturas...»

―Arte ―balbuceó.

«¡Estúpida!», se reprendió Laura al ver la expresión desconcertada de su madre al repetir:

―¿Arte?

Marian Montgomery ―directora del Colegio New Hope y hermana de William― notó de inmediato que su prima estaba en las nubes, por lo que intentó ayudarla diciendo:

―¿En qué sentido podemos aplicar el arte en el baile?

La mente de Laura comenzó a trabajar a toda velocidad y, en medio segundo, soltó lo que primero se le ocurrió:

―Una subasta de arte... ¡Eso! ¡Una subasta!

Las grandes damas se miraron unas a otras y sus sonrisas se ensancharon.

Olivia aplaudió y dijo:

―Oh, es una verdadera genialidad. Podemos obtener dinero tanto por los donativos, como por lo que se pueda recaudar en la subasta. ―Su dedo índice le dio toquecitos a su mentón, mientras pensaba en voz alta―: Yo podría donar para la causa uno de los retratos de Gioacchino Assereto. Es un artista italiano del siglo XVII. Will lo trajo de su uno de sus viajes a Italia. Estoy segura de que no se opondrá si es para una buena causa.

Emma, la duquesa de Ravensworth miró el cielo raso, pensativa...

―Mmmm... No sabría decir si tenemos algo que sea realmente valioso en casa. Ya saben, lo típico, jarrones chinos, retratos de nuestros antepasados, una que otra escultura... ―Miró a Olivia y dijo―: ¿Cuándo vuelve William de Italia?

―De un momento a otro. En su última carta nos dijo que llegaría este mes. ¿Por qué lo preguntas?

―Pues él es perfecto para la subasta. En mi caso, puede ir a Westwood Hall y evaluar qué objetos son buenos para ser subastados y fijar un precio inicial.

Todas las damas hablaron al mismo tiempo, aprobando la idea.

Laura maldijo para sus adentros una vez más. ¿Cómo se le ocurrió decir la palabra «arte»? Era obvio que sería relacionado de inmediato con William. ¡Qué suplicio!

William Witney estudió pintura en la Academia de Bellas Artes de Florencia. No solo se dedicó a perfeccionar el talento que ya poseía, sino que también profundizó sus conocimientos artísticos en general. Al llegar de vuelta a Londres, inició su negocio como anticuario y asesor. Básicamente, les decía a sus clientes aristócratas qué objeto valía la pena comprar para ostentar su fortuna.

Lady Corby sacó a Laura de sus pensamientos cuando señaló:

―Qué buena idea has tenido, querida. ―Dirigió su atención a las demás y añadió―: Podríamos ir con Althea para que ella pueda ayudarnos a conseguir más donaciones para la subasta.

Minerva Montgomery, tía de Laura, intervino con creciente entusiasmo:

―También podríamos recurrir al señor Dutton, estoy segura de que estará encantado de colaborar. ¿Alguna sabe si está en Londres?

Se hizo un silencio. No se sabía nada de él desde enero, cuando se incendió su mercancía en una de las bodegas que alquilaba en Liverpool.

Laura tensó una sonrisa y añadió:

―Bueno, cuando sea el momento, alguna de nosotras podrá enviar un mensaje a su casa para preguntar si está de viaje o no.

La estancia se llenó de un súbito coro femenino. Todas las damas aprobaron aquella propuesta. No obstante, el silencio retornó y lady Grimstone, la más veterana de las damas, añadió:

―A todo esto, Olivia, querida, ¿cómo le ha ido a William en su negocio?

Olivia sonrió con orgullo y respondió:

―Según lo que me cuenta, va todo de maravilla. Me comentó en su última carta que traerá un barco cargado con objetos de Italia y Grecia para vender. También me dijo que apenas ponga un pie en Inglaterra se pondrá a trabajar en el retrato nupcial de Oxford y Grace. ―Miró a Emma―. Estoy segura de que Will podrá capturar el amor que tu hija le profesa a su esposo... y viceversa. Quedará divino, igual que el retrato de Lawrence y Sarah.

Todas asintieron, la obra que hacía mención Olivia correspondía a los marqueses de Bolton, quienes se habían casado el año anterior. William tenía un especial don para reflejar los sentimientos de las personas en sus pinturas. Algunos decían que se podía ver lo bueno y lo malo en el corazón de quienes retrataba. Quizás ese rumor se debía a su apodo, Raziel, el arcángel guardián de los secretos de Dios.

Muchos, por temor a exponer lo más oscuro de su alma, preferían no contratar sus servicios. Sobre todo, tiempo después de haber pintado el retrato familiar de los condes de Elsworth. Todos señalaban que el hijo menor manifestaba un aura maligna, la cual se confirmó hacía dos meses cuando asesinó a la madre del duque de Oxford, y luego intentó hacerle lo mismo al propio duque.

No salió vivo. La duquesa de Oxford, en defensa de su esposo, lo apuñaló. Nadie tenía claro el motivo de la locura del hijo menor de los condes de Elsworth, pero todos coincidieron en que ese retrato fue casi premonitorio.

La reputación de William ganó una notoriedad ambivalente, apreciaban sus consejos, pero rehuían a que él capturara el lado oculto de su alma.

De pronto la puerta se abrió. La damas miraron en esa dirección. Todas sonrieron... menos Laura.

Sono tornato, mie care signore.

Hablando del diablo...

―¡¡Will!! ―exclamaron las damas a coro y procedieron a darle una calurosa bienvenida.

Laura se mantuvo al margen. Sin embargo, mientras él saludaba a Olivia con un gran abrazo, alzándola en vilo, sus miradas se cruzaron, pero ella la desvió en el acto.

Necesitaba huir. En ese momento se dio cuenta de que no se sentía preparada para hablarle sin sentir que el corazón se le caía a pedazos.

Se levantó aprovechando el revuelo causado por William y se acercó a su madre para susurrarle al oído:

―Creo que es mejor que nos marchemos. Tía Olivia querrá estar a solas con Will.

―Sí, me parece que tienes razón. Ah, pero sus anécdotas son tan interesantes.

―Lo sé, pero él debe estar cansado, ya sabes cómo es viajar en barco.

Margaret arrugó su nariz, la última vez que viajó a Francia estuvo la mitad de la travesía vomitando por la borda.

―Oh, cierto. A veces el entusiasmo me gana.

Margaret se acercó a Olivia y a William y les anunció que se marchaban. El resto de las damas coincidió con ella, y dieron por terminada la reunión. Sin embargo...

―Oh, por favor, no se marchen ―rechazó él―. Sigan con su reunión. Sé que el tiempo es valioso y cada minuto cuenta para organizar el baile anual.

Las damas se miraron unas a otras, sopesando las palabras de William, mas no les costó decidir. Olivia sonrió y dijo:

―Si insistes, entonces continuamos. Sé que ha sido un viaje largo, pero ¿te quedarías con nosotras? Hay un asunto que queremos discutir contigo. Pareciera que te hubiéramos llamado con el pensamiento.

―¿Hay galletas? ―preguntó como si aquello fuera un requisito indispensable para quedarse.

Olivia asintió y respondió:

―Por supuesto. Hoy Laura nos trajo galletas de limón. Cada vez le quedan mejores.

―¿Es eso posible? ¿Mejor que las de canela? ―Su mirada se desvió brevemente hacia su prima. Laura se miraba las uñas, como si no se hubiera dado cuenta de que hablaban de ella―. Bueno, tendré que confirmarlo. ―Tomó asiento y el resto de las damas también hicieron lo mismo―. Cuéntenme, ¿qué necesitan de mí?

Y Olivia procedió a comentarle lo que pretendían realizar y el rol que cumpliría William para la subasta. Entre galletas y sorbos de té, él observaba a su madre con atención, asentía o hacía preguntas, las que eran contestadas con celeridad por su madre o las otras damas. También propuso ideas que fueron aprobadas con entusiasmo.

William, a diferencia de sus familiares y amigos cercanos ―los varones para ser más precisos―, no huía de las grandes damas para evitar la presión de sus insinuaciones casamenteras. Él actuaba encantador, compartía con ellas y, a cambio, ellas eran más condescendientes y bajaban la intensidad de sus intentos.

Esa era una de las cosas que a Laura le encantaba de él. Cuando eran pequeños, Will era el que menos huía de las niñas en juegos y competencias, incluso se atrevía a hacer equipo con ellas. No hacía odiosas diferencias.

―Es una gran iniciativa ―sentenció William cuando ya estuvo todo dicho―. Será un placer aportar este año para la causa. ―Volvió a mirar de reojo a Laura, ella solo tenía la vista centrada en su taza de té. Pese a haber sido la que dio la idea, no dijo ni una sola palabra.

William se sintió contrariado. Por una parte, le alegraba ver a Laura, pero percibía que había cambiado. Era absurdo, ella no le había dirigido ni un gesto, ni una mirada, salvo la evasión, pero la percibía más segura y determinada.

La relación entre ambos siempre fue afectuosa y franca. Ella siempre se mostraba interesada en su trabajo y le escribía largas cartas cuando él viajaba a Italia. No obstante, ahora todo se sentía extraño y vacío, como si hubiera perdido una parte importante de su vida.

La confesión de Laura lo cambió todo, y él no podía hacer nada al respecto. Tal parecía que jamás recuperaría a su prima, a su amiga... Se preguntaba si, en su inexperiencia, Laura había confundido el cómodo y cercano afecto fraternal con amor, y ahora estaba sufriendo en vano.

Todavía podía recordar cuánto le dolió ver en los ojos de ella la congoja al constatar que él no la correspondía. Qué no hubiera dado por sentir lo mismo que ella. Pero ni siquiera experimentaba una pizca de atracción.

Decidió en ese momento distanciarse de Laura todo lo posible. Era lo más sensato y lo mínimo que podía hacer para, en cierto modo, ayudarla a olvidar. Esperaba de corazón que llegara el hombre correcto que le devolviera esa luz que ella irradiaba y, quizás, todo volvería a ser como antes.

Olivia lo sacó de sus cavilaciones cuando dijo:

―Bien, creo que la reunión ha sido más productiva de lo que anticipamos. ―Su expresión risueña y satisfecha hablaba por sí sola―. Este año tendremos que ser más activas en los eventos sociales durante la temporada. En especial nuestras hijas mayores que están muy cómodas con sus actividades en la Academia Hope.

Laura de inmediato se sintió aludida y replicó:

―Tía Olivia, el trabajo en la academia demanda todo nuestro tiempo y energía. A título personal, no veo qué aporte adicional podría dar yo. En mis temporadas pasadas, los demás nunca me consideraron una persona destacada y ahora que soy una solterona, menos. ―Las grandes damas jadearon ante esa palabra que tenían vetada de su vocabulario. Laura no se amilanó y añadió―: Por favor, asuman lo que está sucediendo. A todas las que sobrepasamos los veintitrés solo nos queda la suerte, y no esperaremos sentadas una propuesta de matrimonio salida de la nada. Estamos trabajando y aprendiendo a ganarnos la vida para no ser la carga de nadie. Eso se lo debemos a ustedes, no saben cuánto les agradezco que nos hayan educado como lo hicieron.

»Marian y Grace fueron la excepción al contraer matrimonio siendo ya mayores, pero eso no garantiza que vaya a sucedernos a las demás. Sé cuál es su intención con insinuar que debemos ser más activas, pero discrepo, ustedes son las que debe establecer las redes sociales junto con las más jóvenes en los eventos de la temporada. Por mi lado, puedo hacerme cargo de la parte tediosa con los proveedores o lo que estimen conveniente. ―Todas las damas la miraron con una mezcla de horror e incredulidad. Laura resopló, lo cierto era que no podían contrariarla―. De cualquier modo, pueden preguntarle a las demás si desean participar durante la temporada.

Un silencio incómodo se desparramó en la estancia.

El reloj de pie dio tres campanadas y todas dieron un respingo a excepción de Laura y William.

Laura se levantó, parsimoniosa.

―Debo retirarme, tengo una reunión académica en media hora. No puedo faltar. Como siempre, fue un placer pasar la tarde con ustedes. ―Miró a Margaret y dijo―. Mamá, me iré en el carruaje y te lo enviaré de vuelta. No te molesta, ¿cierto?

Margaret, apenas saliendo de su estupor, dijo:

―P... Por supuesto. Ve, hija.

Laura sonrió, con un gesto se despidió de todos y se retiró de la estancia.

Tras largo segundos, William parpadeó, se puso en pie con controlada serenidad y anunció:

―Acompañaré a Laura.

No tardó demasiado, y cuando la alcanzó en el vestíbulo, lugar donde ella se estaba poniendo el bonete, se interpuso entre ella y la puerta. El corazón de Laura latía a un pulso frenético. Rogó al cielo que él no lo notara. Lo ignoró.

A William ya estaba empezando a molestarle esa fría actitud y dijo:

―Iré contigo.

Mientras ella ataba las cintas de su sombrero con sus dedos temblorosos, replicó un categórico:

―No es necesario, William. Gracias, eres muy amable.

William sintió un escalofrío recorriendo su espalda ante la firmeza en la voz de Laura. Durante un momento, estuvo a punto de retroceder, pero se obligó a mantenerse firme.

―Por supuesto que sí es necesario. Una dama soltera no debe ir sola en un carruaje.

Laura lanzó un resoplido. Se sentía agotada, drenada. Pero no debía ceder, estar a solas con William era un peligro para su corazón. No iba a ser capaz de reprimirse, de seguro cometería una insensatez.

―¿Acaso no escuchaste nada de lo que dije ahí adentro? ―Se puso los guantes de encaje.

―Sí, pero...

―Pero nada. Cumpliré veinticinco, soy una solterona, no necesito una chaperona, ni nadie que me proteja, y menos tú. Soy capaz de subirme al carruaje del ducado y llegar a la academia. Gracias.

William no sabía qué hacer con la negativa. Enderezó su postura, se cruzó de brazos y recriminó:

―Antes no te negabas a que te acompañara.

Laura apretó los labios, conteniendo la respuesta afilada que estaba a punto de salir. Sabía que William solo quería ayudar, pero en ese momento, su presencia le resultaba insoportable. Con todo el temple que pudo reunir, replicó:

―Y ahora me niego. ―Se atrevió a mirarlo a los ojos. Por largos segundos no se dijeron nada. Era como esa tonta competencia infantil de quién parpadea primero. Como él no agregó nada más, ella le brindó una cortés y vacua sonrisa y dijo―: Adiós, William... ¿Me permites?

Él se hizo a un lado y Laura abrió la puerta. No quiso esperar al mayordomo para que le anunciara que el carruaje esperaba. Necesitaba respirar.

Sintió algo parecido al alivio cuando vio al cochero aguardando por ella junto al carruaje en la entrada de Peony House.

―Buenas tardes, Paul. Lléveme a la academia, por favor. Después vuelva aquí por la duquesa.

―Como ordene, milady ―respondió abriendo la puerta.

Sin ceder a la tentación de mirar atrás, Laura subió al carruaje. Sabía que William la estaba observando con su ceño fruncido.

Suspiró. Se preguntó si de ahí en adelante todas sus conversaciones serían así de agotadoras. Necesitaba sacudirse la turbación y concentrarse en la reunión en la academia. No había sido una excusa para huir. Cerró los ojos. Quería vaciar su mente, aunque fuera por unos minutos.

Por otro lado, William se quedó de pie en la entrada del vestíbulo, observando cómo el carruaje se alejaba por la calle. Cerró la puerta y el eco se sintió abrumador. William, aturdido y frustrado, se rascó el cuello y soltó un bufido.

Sus pasos vacilaron por un momento. No tenía ganas de volver a la sala de estar y enfrentar la mirada de las grandes damas.

De pronto, el cansancio lo invadió.

Mejor se iba a su habitación, ya había tenido suficiente por un día.

Subió la escalera con pesadez. Del mismo modo abrió la puerta de su habitación. Estaba tal cual la había dejado, ni siquiera había una mota de polvo en los muebles. Esbozó una sonrisa, su madre siempre procuraba mantener todo en orden cuando él estaba de viaje.

Sin embargo, esa sonrisa se esfumó al recordar el ramo de novia que le regaló Laura. Su mirada se desvió hacia su escritorio. Ahí estaba, seco.

Se preguntó por qué no lo habían arrojado a la basura.

Se acercó lento, cauteloso, como si aquel manojo de rosas y muérdagos lo fuera a morder.

«Desde hace tres años que te amo... con toda mi alma», recordó la confesión de Laura una vez más.

¿Cómo iba a poder distanciarse si sus familias eran tan unidas? ¿Cómo era posible desarraigar costumbres y afectos? Ahora se daba cuenta de que era bastante absurda su resolución de minutos atrás. Fue fácil pensar poco y nada en los sentimientos de Laura y los propios mientras estuvo en Italia. El trabajo, visitar amigos y maestros, deambular por las calles de Florencia, lo mantuvieron con la mente ocupada.

Llegar a Londres y darse de lleno con los ojos marrones de su prima fue como un balde de agua fría. Tal parecía que nunca iba a estar preparado para soportar la indiferencia y que lo tratara como un real desconocido.

¿Qué diablos iba a hacer?


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