B & J

Afligidos y enternecidos árboles mecían sus hojas al compás del viento, siguiendo un ritmo predispuesto. El tiempo avanzó, deslizándose en líneas confusas sobre la pesarosa tierra, contribuyendo inevitablemente al desasosiego lateral de cada sentimiento.

     El techo natural lloró encima de las personas, vestía conflagrado y en tonos opacos, llevaba el luto colgado en sus bordes de vapor. Hace un año se volvió una nube de cenizas, el incendio reveló secretos que no todos estaban dispuestos a aceptar.

     Más allá de todas las miradas un alma esperaba pacientemente su turno de tocar el cielo.

     Bajo este mundo paralelo, una historia avanzaba brillando con fulgor, y buscaba su propio final feliz.

     Cabalgaba sobre el pequeño caballito, oscuro y tierno, claramente inanimado que ocupaba un lugar en tan ajetreado día. Un carrusel de criaturas diminutas.

     El parque de diversiones era concurrido, estático en el universo, tan inerte como esas miradas que compactaban una con la otra.

     Se entrelazaban felices, observando sobre sus hombros a un pequeño niño reír, los juegos eran su vida, y ellos satisfechos sonreían a la par.

     Jordán miró a Byron cuando el aludido se encontraba distraído, y se preguntó en qué momento sus latidos habían incrementado, siempre que lo veía era inevitable pensar en el futuro. El día que tuvieron su preciosa boda, el castaño quiso lanzarse a sus brazos y fugarse, lo deseó sólo para él.

     Lo que no sabía era que el pelinegro lo necesitó con cada sentido de su cuerpo.

     El ahora doctor le notó de reojo, fue irremediable para él, el color ascendió en su piel acendrada.

     ¿Cómo no sonreír cuando el amor de tu vida vivía para ti?

     Estaba inmerso en cada mar caoba que desembocó sobre arenas movedizas que, sin poder negarse, se dejó llevar por el torrente de valentía que cubría sus intentos, tan bajos, y sofocantes como aquellos amantes que deslizaban su pasión debajo de las sabanas.

     La iniciativa fue clara, tan precisa, espontanea, era sólo probable lo que pasaría a continuación.

     Byron sonreía mientras observaba a su hijo, distraído como siempre, buscando una satisfacción precisa. El ya ingeniero tomó a su esposo entre sus brazos, apresando sus latidos, y callando instantáneamente los suyos.

     Era en resumidas palabras su vida entera, y así seguiría siendo, dejando en segundo plano lo que obvio ya era, su pequeño hijo con cabello castaño y rizado con el que compartía la mitad de su corazón.

     Jordán sostuvo a su flamante pareja y le sujetó con fuerza, sin perder de vista aquellas miradas curiosas, cegadas por la envidia y lo estipulado por una sociedad.

     ¿Qué importaba ya?

     Tenían un hijo, una familia, que se fuera a la mierda el mundo también. Nadie podría detener su amor, no después de cada obstáculo cruzado.

     El destino no era nada después del espectáculo, los títeres también tenían control sobre sí mismos, y si así era, entonces en el momento en que caía el telón nada le pertenecía a lo predestinado.

     El azar sólo era una cuestión de verdades, tan complejas, tan distantes. ¿Quién podría cuestionar lo que verdadero ya era para aquellos dos enamorados?

     La luz del sol caía sobre ellos, bañándolos en un resplandor tan profundo, adverso a la realidad, casi fantástico que resultaba embriagador.

     El mayor sonrió contagiando al otro, comunicando esa especial conexión que nadie entendió jamás.

     Acercando sus rostros acariciaron sus labios lentamente, torturándose a sí mismos, por tan intenso sentimiento, nublados y completamente perdidos en sus recuerdos.

     Posó uno de sus brazos en la cintura del menor, el pelinegro apenas pudo sostenerse de su nuca, intentando vagamente llenarse de él, aquella necesidad hambrienta les dominaba y la desesperación por sentirse libres les hizo sentir tan profundamente envenenados por ese dulce sabor.

     Y así sin más comenzaron a reír, soltando carcajadas livianas y tenues, sonriéndose entre lágrimas.

     La felicidad desbordaba de sus ojos, mezclándose con la cálida sonrisa pintada en sus rostros.

     Ese amor tan puro debería durar hasta que ya no se recordasen, y justo aquello pasaba sobre ellos, olvidaban sí, pero sólo el oscuro pasado que les nubló el futuro.

     Byron sintió que la cicatriz de bala en su pecho ya no ardía conforme los años pasaban y Jordán agradecía haberlo salvado a tiempo.

     Un destello golpeó los ojos pardos del pequeño retoño, quien a su vez soltaba una sonrisa, desde el carrusel vislumbró a sus padres besarse. Si bien recibía críticas en la escuela, burlas constantes, él siempre se las ingenió para que los comentarios se le resbalasen, y en eso se parecía tanto a su padre Byron, por otro lado, tenía aquel carácter vivaz que tan sólo podría tener Jordán.

     El pequeño rio en sus adentros.

     Aún era un niño, pero quería alguna vez sentir un amor como el de sus padres.

     Lo deseaba.

     «El amor no es un juego de hockey, cariño. Tampoco un texto con palabras sofisticadas. El amor es más que un sonido elegante, pequeño. El amor está más allá de las miradas.»

     Le había dicho su padre hace días, y tenía razón. Ahora lo entendía.

     A pesar de ser todavía inmaduro reconoció ese brillo, en cada borde de sus cuerpos y en cómo sus miradas se entrelazaban como una sola.

     ¿Cómo no darse cuenta?

     ¡Era tan obvio!

     El niño bajó del caballo y corrió hacia sus padres, estos sorprendidos por el gesto lo acunaron entre sus brazos, sonriendo complacidos y satisfechos. Miraron a su pequeño hijo y se sintieron dichosos, ese gozo tan enorme no podría ser remplazado, y así entre tan bella imagen, el castaño tomó a su hijo de una mano, para que el pelinegro pudiese hacer lo mismo con la otra.

     Byron sintió por primera vez que lo fuerte que había sido años atrás había valido la pena.

     Tomó la mano que su hijo le ofreció y emprendieron juntos un camino, donde el amor existía, y la libertad tan sólo fluía como el cariño entre sus miradas.

     El sueño perfecto desvaneció entre los rincones ilusionados de su cabeza.

     La perfección no existía, ella lo sabía, pero se rehusaba a creer que ellos dos no habían sido felices. Simplemente se negaba a la idea, no concebía que después de todos los esfuerzos su amor no hubiese ganado, aunque lo hizo, en su mente esa pareja tan fuerte aún existía.

     ―Soy tía ―susurró a la nada, perdida en tan bellos sueños.

     Sonrió cálidamente mientras observaba las dos lapidas sobre el suelo.

     Le miraban inquisitivas, esperando una reacción de su parte.

     El tiempo había pasado ya, y las plantas cubrían sus nombres. Las flores azules que trajo la chica estaban ahí, inertes y solitarias.

     —Feliz cumpleaños, mejor amigo —soltó con la voz rota—. Te extraño. ¿Puedes escucharme?

     Ann no pudo soportarlo más, lágrimas de dolor brotaron de sus ojos callados y desgarrados, estaba cansada de fingir.

     Los echaba de menos.

     Suspiró y pensó claramente, desde donde Byron estuviera, sabía que no la querría ver llorando.

     Miró por última vez sus tumbas con una sonrisa. Tras los latidos lentos de un corazón roto, logró en un vago y triste esfuerzo comunicar, lo que tanto quería hacerles saber desde el momento en que, Jordán le contó sus planes.

     «―Serán los novios más valientes que hayan pisado un altar.»

     Había querido decir en ese entonces.

     Ahora era imposible.

     Sin más caminó sobre el sendero con la mirada al frente, pensando en lo injusto de la situación, y mientras miraba el cielo crispado, grisáceo, en tonalidades extrañamente filosas, preguntó sin preámbulos y con la sinceridad que apenas pudo reunir.

     ― ¿Por qué justo cuándo comenzaban a ser felices?

     Vislumbró una sonrisa en su imaginación y partió hacia su departamento con un sabor amargo en los labios.

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