21 | Después de la tormenta

Amaneceres transcurrieron motivados, relajados. Los días seguían su curso, acostumbrados igual que siempre a terminar.

     Recordé la escena que viví a su lado, misma que concluyó en la habitación, entre sus brazos.

     El sol se escondía, parecía morir para luego resucitar, los sentimientos entre los dos surgían paralelos, separados sí, pero unidos de alguna manera. Promesas estaban por cumplirse, distantes como los sueños. El amor caminó sobre espinas, sangró sin motivo, sufrió en su camino para llegar a la luz, un suplicio largo y lastimero. Los segundos fluían, bajo las órdenes del tiempo, por encima de nosotros, sin pedir permiso.

     La lluvia cesó y el invierno comenzó a desaparecer, el destino parecía estar de nuestro lado por primera vez.

     Desperté en mi recámara justo cuando la luz atravesó la ventana, en tonos opacos y un tenue destello naranja. La penumbra rodeaba mis pensamientos, el cielo en mi cabeza aún seguía nublado. Siempre pensaba, analizaba y planeaba mis movimientos antes de precipitarme, eso cambió radicalmente con su llegada.

     Mis esquemas reafirmaron una nueva posición, un inicio sin final.

     Me removí en los brazos de mi debilidad. Él permanecía acostado ahí, a mi lado, aferrándose con una mano en mi mejilla y su mirada en la mía, temeroso y necesitado, tanto como yo.

     ¿Cuánto cambiamos?

     El amor nos hizo mejorar, liberar, trascender en un mundo donde la única esperanza era sobrevivir antes que vivir, y alargar una agonía que duraría hasta el momento en que un ataúd bajara en contra de nuestra voluntad.

     Enterré mis pensamientos en sus profundidades intentando comunicarme, encontrando ese algo desconocido y un valor lleno de coraje. El aire abandonaba mi cuerpo, mi voluntad se limitaba a esconderse, me había cansado de luchar contra mis sentimientos.

     Sonreí un instante perdido, igualmente nervioso, y feliz, con el miedo a mis pies. Tan fuerte como podía, tan valiente como lo era él. Su mirada se concentró en hacerme ver que lo sabía, que el miedo se fue, que aceptaba el riesgo que nuestro amor atraía, que el dolor era parte de nosotros también.

     — ¿Por qué te amo? —pregunté con un suspiro intermedio―. ¿Por qué te amo, así como lo hago?

     Era una pregunta simple, la respuesta ya la sabía, la sentía.

     —Porque soy irresistible —respondió acariciando mis labios―. Tú lo eres, siempre lo pensé.

     Solté una carcajada, enamorado estaba de todo lo que él representaba.

     ― ¿El qué? ―repliqué, dejándome hacer, respondiendo ferviente a lo que quisiese de mí.

     Sus labios dibujaron una sonrisa, tímida, discreta.

     ―Qué te convertirías en todo para mí.

     Ya no había miedo en su mirada, ya no había dolor en mi corazón.

     — ¿Me amas? —cuestioné seguro de lo que sentía, queriendo escuchar lo que significaba para él.

     Me miró como si estuviese diciendo una tontería.

     —Más allá de eso.

     —Yo también —aseguré sonriente.

     Su mano en mi mejilla se deslizó hasta mi barbilla. Me miraba con tanto amor que, para poder describirlo, el alfabeto tendría que inventarse letras, y adjetivos a su vez.

     —Te prometo que voy a cuidarte, siempre. —Sus brazos envolvieron mi cintura, atándome―. Te cuidaré hasta que mis brazos se cansen de sostenerte.

     Coloqué mi mano sobre la suya, y lo miré, encarando su romanticismo, enamorándome más de él.

     ― ¿Estás seguro de que todo eso que me dices lo improvisas? ―Su risa me detuvo por un momento―. Porque suena como si lo ensayaras.

     Negó con la cabeza, y me besó la frente.

     ―Me encantas, en verdad.

     Respiré profundamente antes de empezar.

     —Hace tiempo pensaba que tus promesas eran sólo un montón de mentiras, uno más dentro de otros, porque el amor no podía soportarlo todo, a pesar de que siempre he dicho que yo lucharía contra todo, y contra todos —comencé mirándolo fijamente—. Sin embargo, me he dado cuenta de que los dos vivimos enamorados de lo que era verdad en toda esa mentira de la relación feliz, y clandestina. Nos amamos sin importar las condiciones en las que tú vivías. Tú me amaste, yo te amé. Ocurrió tal y como tenía que pasar.

     Su gesto no lo pudo ocultar, sabía que me refería a su padre, a la vida que llevaba con él.

     —Amarte me hizo cambiar —contestó simplemente.

     La sinceridad tomó forma entre mis labios.

     —En algún momento de todo esto yo... ­―Entre sus párpados, el amor salía a relucir, se colaba―, pensé en rendirme.

     — ¿Por qué no lo hiciste?

     —Sentí que era mi deber protegerte, después de todo lo que habías hecho por mí —comenté encogiendo los hombros, en su mirada lágrimas estaban dispuestas a partir—. Mi pasado fue muy difícil, lo sabes. Tú de alguna extraña manera llegaste a curarme, como si vendaras mis heridas. A pesar de que me estabas destruyendo, permanecí ahí para salvarte cuando me necesitaras. Porque entendía lo que estabas viviendo, yo también había pasado por eso.

     Su suspiró le dolió, pude verlo en cómo sus manos temblaban, y a mí a la par.

     —Si fue capaz de eliminar el dolor, entonces hará algo maravilloso.

     Apreté su mano.

     —Tengo miedo, Jordán. No quiero perderte.

     Entonces abrazó mi tristeza, armando los pedazos rotos, construyendo una nueva barrera, pero detrás de aquella pared ya no estaba solo, por fin alguien había llegado a ocupar un lugar a mi lado.

     Besó mis labios con ternura.

     —Tú y yo por el resto de la eternidad —susurró en mis labios—. Nuestra promesa está muy lejos de ser vacía.

     Nos miramos una vez más.

     Alrededor todo explotaba, transformando la sombra de mi pasado en nada y el obstáculo de nuestro presente en polvo. Mi luz se intensificaba.

     El amor era relativo.

     Recordé las palabras de Jordán en un segundo, conectando el sentido, y comprendí así el valor de aquella mirada sincera. El amor era incompleto, un sentimiento con fuerza vital que necesitaba de más para complementarse. No podía resolverlo todo porque existían más emociones. Creí que mi debilidad se encontraba en lo emotivo, pero en realidad me volví más fuerte, más libre.

     Todo en conjunto me hacía ser tal cual era.

     —Es hora de levantarnos —murmuró mi chico con voz ronca.

     Me zafé de sus brazos.

     Sentí su cuerpo desnudo rozando con el mío, deslizándose caliente sobre mi piel. Las sábanas fueron apartadas, desechas como siempre, y nuestras almas resplandecían satisfechas después de hacer el amor.

     Dejé un dulce beso en su pectoral derecho cuando me levanté.

     Avancé hacia el espejo con la mirada de Jordán siguiéndome, devorándome.

     Miré mi reflejo sorprendido por las emociones que aún cruzaban alteradas, y vi de nuevo a ese chico con cicatrices, sonriendo después de una guerra devastadora. Un guerrero. Mi mirada relucía con luz propia, dispuesta y valiente, tan fuerte.

     Tenía en fondo un destello de miedo a lo que podría suceder. Decidí que era mejor ignorarlo.

     Jordán apartó las sábanas de su cuerpo dejándome verlo, expuesto ante mí y sin pudor alguno, cómodo al igual que yo. Su cadera me llamaba, el deseo se concentraba en cada espacio.

     Cuando caminó hacia el espejo me abrazó por la espalda y acomodó su mentón en mi hombro descubierto. Estábamos juntos, éramos uno solo. Hechos para luchar contra los obstáculos en el camino.

     Incluso ganaría, aunque tuviésemos una derrota, si él estaba a mi lado ya nada importaba.

     En el reflejo dos chicos desnudos se miraron enamorados, conquistados y fuertes. En sus rostros la vida tenía ya una marca. El amor era un mantra. ¿Alguien algún día entendería que el amor tan inocente no se fijaba en la envoltura?

     Me enamoré de un hombre, siendo uno, y no podía importarme menos lo que la sociedad opinara al respecto, porque el amor era insolente, no sabía de diferencias.

     Porque aquel chico de mirada transparente después de tanto sufrir ahora sonreía.

     Esperé esto desde que lo conocí, y después de un sendero lleno de grietas, enfrentaríamos el miedo con la frente en alto. Juntos.

     Las puertas del elevador se deslizaron cuando salimos del departamento, permitiendo que la luz del día atravesara nuestras miradas cómplices, y en el fondo atemorizadas.

     Observamos el exterior perdidos en la valentía que aún rodeaba nuestras almas. El espíritu estaba listo para vencer.

     En la recepción, las personas avanzaban aglomeradas y abrumadas, el ajetreo sobre ellos tenía forma de nube; siguiéndolos al caminar, espesa y grumosa, dispuesta a lanzar sobre sus hombros el peso de una vida llena de reglas correctas, de verdades a medias.

     Un sonido del ascensor rompió el ensueño cuando advirtió la llegada de una persona intentando subir al siguiente piso. El miedo asfixiante se evaporó, abarcando todos los rincones.

     A medida que pensaba en lo que sucedería mis nervios aumentaron. Comencé a temblar internamente, y mi corazón me obligaba a pensar valiente.

     Estaba listo.

     Me volví a mirar su rostro, sonreí para tranquilizarlo, en mi intención estaba el provocar el mismo efecto para mí.

     Observé el exterior conteniendo la respiración y bajé la mirada en dirección a una mano extendida. Aquel espacio que siempre esperé ocupar. Jordán ofrecía su valentía, me ofrecía seguridad. La timidez rodeó nuestros bordes, calmando suspiros e incrementando tempestades.

     Lentamente acerqué mi palma a la suya, sintiendo el cosquilleo en mis dedos y tras la nuca.

     Tomé su mano, él entrelazó nuestra unión. En un instante todo cambió, mi debilidad y pasado, y ese futuro lejano, porque ya no me faltaba nada. Él estaba aquí enfrentando sus miedos por nosotros, formando una nube de seguridad que destellaba con más fuerza que el montón de grises que se dedicaban a juzgar.

Eres fuerte, mi amor.

     Respiré profundamente y le di un último apretón, dándole mi señal.

     Entonces salimos del elevador y como lo esperaba, las miradas de asombro se fijaron en nuestra pequeña muestra de valor, nos siguieron, concentradas en captar hasta el mínimo detalle. Las personas retrasaban su andar sólo para mirar nuestras manos unidas.

     Mis piernas ya no sentían el suelo, parpadeé repetidas veces para no bajar la cabeza. Él apretó mi mano con fuerza, estaba temblando. Jordán me dejaba ver cómo resistía la urgencia de retroceder, y me daba la oportunidad de vencer.

     Quise rendirme, claudicar antes de verlo perder, y recordé quien era, en quien se había convertido él.

     No volvería a permitir que alguien caminara por encima de mí.

     Jordán estaba aquí para mí, y yo para él.

     Levanté la mirada, sintiendo el latido calmado de mi corazón.

     Volteé hacia él con una sonrisa orgullosa.

     Una sensación de alivio acudió a mi rostro en forma de respiración. No era cuestión de cambiar la forma de pensar del resto, se trataba de enfrentar el miedo y ser más fuerte que el propio prejuicio, aprender a salir del escondite, se trataba de dar la cara, y entender la fuerza que había en el sacrificio.

     No podíamos cambiar el mundo para todos, pero sí para uno mismo.

     Caminábamos por las calles transitadas de Vancouver como una pareja, enfrentando la intolerancia en los gestos de algunos, y los complejos que aquejaban a un par de chicos tomados de la mano en un mundo injusto.

     Un recuerdo invadió mi mente, de esos que se presentaban en el momento indicado. En la ciudad cercana a la cabaña habíamos dado el primer paso, un beso en la acera. Sin embargo, nadie nos conocía y el miedo se reducía a nada.

     Mientras la brisa del viento protegía nuestro amor me sentí fuerte, mucho más de lo que alguna vez hubiese experimentado.

     Él era mi futuro más allá del prejuicio.

     La mano de Jordán seguía aferrándose a la mía, aún nerviosa, cálida y segura, cada uno de sus sentimientos se transmitían a través de la piel. Mi cuerpo vibraba, ya no me sentía inseguro.

     Comprendí algo después de esa escena.

     El miedo también era relativo, dejaba de tener importancia justo cuando aprendías a levantar la cabeza y reír de su abuso.

     Era un fantasma, una sombra sin poder, sin un cuerpo vivo.

     Vencerlo era más fácil que aceptar su ascenso.

     La universidad emergió imponente cuando llegamos.

     Su estructura fría pareció de momento paralizarnos, y en ese estado permanecimos hasta que regresamos a lo nuestro. Un último suspiro escapó de mis labios al comprender que el valor, de entre todas las cualidades, era el más difícil de experimentarse, pero tenía la seguridad y sabía que no importaba nada más que amarlo con libertad, demostrarles a todos que para el miedo ya no había lugar.

     Seguimos avanzando.

     En cuanto entramos a los pasillos, las miradas estupefactas se enfocaron en nuestros dedos entrelazados.

     Gestos.

     Algunos impresionados y otros más repulsivos, concentrados en mí y en él.

     Apreté la mano de Jordán y él me devolvió una sonrisa tierna, tan pura que mis pedazos rotos se sintieron de repente armados. Respirando a su lado todo se sentía correcto, la valentía corría por mis venas, mi pasado moría sin remedio.

     Por primera vez en mucho tiempo pensé que encajaba con alguien.

     Mientras nos mirábamos el golpe de un casillero llamó nuestra atención.

     Rayzel a unos metros observaba sorprendida la escena. En su rostro la incógnita se formaba, revelaba a su vez, lo mucho que esto que había entre Jordán y yo, de alguna manera le afectaba.

     Exhalé el aire que contenía, ella no era más un obstáculo, se convertía en la piedra pequeña que uno apartaba al caminar.

     Avanzó unos pasos lentamente, parpadeando y negando con la cabeza, como si se tratara de una broma que jugábamos en su contra. La mirada enfurecida de la castaña recorrió mi persona, era evidente el rechazo.

     — ¿Jordán? —preguntó contrariada—. ¿Por qué tomas su mano?

     Me sujeté con fuerza de él. Nos protegeríamos de ser necesario.

     — ¿No es obvio? —repliqué levantando una ceja.

     Podía jugar su juego, y ganarlo.

     —No estoy hablando contigo —contestó mirándome.

     — ¿Eso es todo lo que tienes que decir?

     —Veo que lograste tu cometido, maricón de mierda —murmuró entre dientes―. Contagiaste a Jordán con tu asquerosa enfermedad.

     Sonreí.

     —No es una enfermedad como para poder contagiarlo, pero si así fuese, tú no serías suficiente mujer para curarlo.

     Los pasos que le faltaban para llegar a mí fueron abarcados, chispas de orgullo herido destellaban en sus orbes furiosos, su mirada expresaba un terrible desconcierto, y confusión, lucía molesta. Su odio agonizaba, la tristeza emergía.

     Veía su dolor, el sufrimiento que no conseguir un capricho causaba en las personas como ella. Lástima.

     No siempre se podía ganar.

     Levantó la palma de su mano en mi dirección, firme y audaz, demasiado pesada como para prevenirla. Me planteé de frente, sin una pizca de miedo.

     El tiempo se detuvo cuando los silbidos de sorpresa acapararon el lugar, intensamente marcados, haciéndose notar por encima de los fuertes latidos que en mis oídos se concentraron.

     La mano de Jordán abandonó la mía y detuvo la de Rayzel, enfurecido, y lo suficientemente molesto.

     —Ni lo pienses —escupió soltando su mano.

     — ¿Eres imbécil o qué? —comentó la chica sonriendo nerviosa—. Él está enfermo, amar a un hombre no es normal cuando eres uno. Jordán debes entenderlo, tú no eres de esta manera.

     El castaño ni se inmutó.

     —No es ningún enfermo. Estás resentida y lo entiendo, no debí caer en tu juego. Me arrepiento de jugar las mismas cartas que tú. Casi lo pierdo ―respondió, sonriendo para sí mismo―. Byron es el amor de mi vida, entiéndelo.

     El aire escapó de mis pulmones.

     Mi corazón palpitó fuertemente en el pecho, golpeándose a sí mismo por el agresivo estupor, enardecido ante lo intenso que era nuestro amor.

     —Estás equivocado, cariño. ¿Cómo pagarás la universidad? ¿En dónde vivirás? ―comenzó, mirándolo, casi rogando―. Enfrentar a tu padre será tu caída. ¿No te has dado cuenta de tus errores?

     Expulsé un suspiro entrecortado, mi cabeza trabajó con rapidez.

     No había pensado en ello, me comporté como un egoísta caprichoso, tal como lo había hecho ella.

     Cuando abandoné mi hogar tuve miedo, no sabía en donde viviría, pensaba qué haría con mi vida. Unos meses antes había solicitado una beca, el promedio que mantenía ayudó demasiado y los ahorros guardados fueron a reunirse con los de Ann. Compramos el departamento en el que ahora vivíamos, era mi esfuerzo y el de ella.

     El pago de la beca rendía para pagar las mensualidades de la carrera y algunos gastos personales, pero Jordán no contaba con nada de ello.

     Estaba atado a su padre.

     —Eso no te importa —respondió, seguro―. No es asunto tuyo.

     Bajé la cabeza, de repente ensimismado, tan abrumado que respirar me costaba.

     Jordán aprovechó mi descuido y se acercó a Rayzel, ella le miraba sorprendida. Tomándole de la muñeca le hizo avanzar algunos pasos atrás, jalándola mientras caminaba lejos de mí, aplicando fuerza, parecía incluso lastimarla.

     Miré la escena, incrédulo.

     De pie permanecí paralizado, viendo los ademanes y gestos de la castaña, la desesperación con la que intentaba explicar. Quería convencerlo.

     Me miraba de vez en cuando, señalándome incluso, mostrándose tal cual era ella. Su rostro furioso me hizo recordar la paliza que los tipos que ella contrató me dieron. Sus gestos de angustia, el odio entre cada parpadeo. Tiraba su máscara.

     Parecía una discusión fría y agresiva de quien se siente furioso, impotente.

     Me distraje mirando a los demás que también tenían su atención en ellos dos.

     Jordán comenzó a gritarle.

     ― ¡Déjanos en paz!

     Alcancé a escuchar su voz, y los vellos de mi brazo se levantaron, un temblor me recorrió entero.

     Ella se rindió.

     La versión triste de Rayzel abandonó el pasillo con lágrimas caprichosas surcando de sus orbes vacíos. La mirada que me dirigió era capaz de provocar un incendio. Se notaba tras la fachada de falsa seguridad, un inmenso sufrimiento.

     No podía entenderla, no podía mostrarle clemencia. Se equivocó, era su turno de pagar las consecuencias.

     Jordán me miró fijamente, un destello en sus hermosos ojos ámbar detuvo las palpitaciones de mi corazón. Sonrió orgulloso, y negó con la cabeza, riéndose de la adversidad.

     Nos observamos sin mover los labios, una hermosa y exuberante sonrisa afloró en su rostro, sus ojos se mantenían concentrados. Sentí a mi alma escapando de mi pecho, y a los pedazos de mi corazón uniéndose.

     Todos alrededor se transformaron en sombras; disparejas y borrosas.

     Él brillaba con color. El gris era opacado por Jordán.

     Caminó hacia mí deteniendo el tiempo, formando con su mirada constelaciones profusas y confusas dentro de una eternidad que nunca fue suficiente para nosotros.

     En cuanto se acercó mis labios se secaron.

     —Sin importar lo que todo el mundo diga, quiero que sepas que siempre voy a amarte —dijo cuando llegó a mí―. Porque no hay nada en esta vida que me haga más feliz que tú.

     Algo brilló en sus orbes salvajes, era una tenue luz valiente.

     En sus labios residía el inicio de mi condena.

     ―Te amo.

     En mi voz, el amor terminaba de crecer, y el valor, fortalecía mi decisión.

     —A la mierda todos, ¿no? —preguntó sonriente.

     Sus manos se posaron en mi cintura y las mías en sus hombros.

     Me acercó a su pecho, era una posición tierna, comprometedora. Sentía los latidos acelerados de su tartamudo corazón. En mi interior algo que desconocía danzó, sin melodía o paisaje. Ladeó la cabeza enfocando su encantadora mirada en mis labios, y mis alas, rotas y cansadas, se abrieron asustadas por el intenso sentimiento.

     Coloqué mi frente sobre la suya, sonriendo como un bobo enamorado.

     La sensación que revoloteaba en el aire era contagiosa, y me permití disfrutarla, olvidando los problemas, sin darle importancia a las miradas de todos. Estábamos aquí, en medio del miedo y el rechazo, demostrando que sus comentarios hirientes sobre nuestro amor fueron un fracaso.

     Miré sus labios, miró los míos, y sonreí por las lágrimas acumuladas en su mirada agradecida.

     Sentía lo mismo que él.

     Me acerqué a su rostro, él también lo hizo y unimos nuestros labios.

     Viví esa cálida esencia que me enloquecía. Escuché a su corazón latiendo desbocado, igual que el mío, mi alma se unía a él. Me apretó, nuestros pechos se acoplaron y mezclaron, mis piernas oscilaron como resortes comprimidos intentando liberarse. Sonreí dentro del beso, satisfecho, enamorado.

     Acarició su nariz con la mía, bajé el rostro y lo escondí en su pecho, sus brazos me estrecharon protectores.

     Todos susurraban cosas alrededor mientras se retiraban, ya nada importaba, sólo nosotros dos.

     Esa dulce confesión salió de su boca, aquella que estaba acostumbrándome a escuchar, susurré lo mismo en respuesta y lo entendió, escondió su nariz en mi cabello y apretó más mi cuerpo, buscando fundirse conmigo. Me aferré a su dulce veneno, esa ilusión que acabó por destruirme para construirme de nuevo.

     Estábamos juntos, lo deseaba mañana. El destino colocó a los peones equivocados en un tablero incierto y cruel, ya no podía rendirme, huir dejó de ser una opción.

     Porque en el amor, la libertad era una elección.

El atardecer agonizó hace algunas horas.

     Jordán me invitó a salir después de tantas ocasiones fallidas. Me había platicado que se enfrentaría a su padre mañana, y estaba de acuerdo con él, por fin las cosas cambiaban.

     Su iniciativa tomaba el rumbo previsto.

     Avanzamos tomados de las manos, riéndonos por las ocurrencias que el castaño soltaba para divertirme. Éramos una pareja intentando luchar por su final feliz. Mi corazón anhelaba esa idea con fuerza.

     Rememoré el día que lo conocí, la manera tan sorpresiva y lo que ocurría antes de su llegada. En esta una nueva etapa de mi vida me sentía por primera vez pleno y satisfecho. Mis alas ya estaban listas para volar, engrandecerse en los cielos, acariciar las nubes.

     Pero el destino era un jugador tramposo.

     Caminábamos por las calles vacías de la ciudad en dirección a mi departamento, los susurros de los automóviles se escuchaban demasiado lejos y la oscuridad seguía alcanzando los bordes de cada edificio.

     El color negrizco me hacía sentir asustado.

     Sombras se apreciaban en los costados de los edificios, en las banquetas, algunos faros iluminaban las calles, eran escasos.

     Me rodeé con los brazos cuando sentí al viento golpear con fuerza mi cuerpo. Se sentía el frío de la noche creciendo. Me volví a mirar a Jordán que con un puchero tierno intentaba tomar mi mano.

     Era tan hermoso.

     Me miraba fijamente, encendiendo mi contorno e interior. Le di la mano y la estrechó con fuerza, sujetándome como jamás lo habían hecho.

     Tendría que haber confiado en el mal presentimiento.

     De momento me soltó, tan deprisa que fue inevitable retenerlo. El miedo apartó al frío, y me heló por completo.

     Cuando su cuerpo cayó al suelo mi interior se removió alterado.

     Me paralicé sin entender nada.

     Miré por encima de mi hombro y vi a un hombre con el rostro cubierto, sobre su mano una pistola reposaba tímida. Relucía, se miraba peligrosa, un revolver cargado.

     Apuntaba mi cuerpo, la amenaza palpitaba entre los dos, el sujeto acarició el gatillo.

     Mi mundo se detuvo. Las piezas terminaron de encajar.

     El mango golpeó a Jordán, abrió su cabeza. El amor de mi vida reposaba sobre el asfalto con una hemorragia filtrándose por encima de su nuca, el miedo colapsó, el infierno extendía sus llamas hacia mí. Escuché un zumbido posterior a la camioneta que estaba estacionada frente a mí.

     Las puertas se abrieron con rapidez.

     Mi corazón se detuvo un momento para después latir apresurado, mi respiración era pesada, parpadear se tornó difícil. Era incapaz de reaccionar. Impotencia o cobardía, nada importó después, porque el destino tiró la última carta, a su favor.

     Un pañuelo cubrió mi boca dejando que el somnífero capturara mi esencia. Comencé a ver borroso. Me dolía la quijada, forcejear era un intento vano, una mala decisión.

     Intenté zafarme de su agarre y terminé fallando.

     El hombre con el rostro cubierto tomó mi cabello y me empujó dentro de la camioneta. Mi cabeza golpeó con crueldad sobre el metal del maletero.

     La vida jugó en nuestra contra.

     —Hola, cariño —comentó el desconocido quitándose el pasamontañas—. ¿Me extrañaste?

     Frente a mí un sonriente Evan me miraba inexpresivo.

     —Te dije que serías mío. Esperaba que fuera por las buenas, ya que te has negado, esto me ayudará. —Levantó una jeringa a la altura de mi rostro—. Es ketamina por si te lo preguntaste. No te preocupes, no seré tan brusco.

     Entonces el somnífero hizo efecto.

     Mis ojos se cerraron por completo, cansados de mirar una realidad que me negaba a aceptar.

     No lo sabía, ignoraba la verdad, en mis manos no estaba detener lo que podría suceder, porque después de la tormenta el sol no llegaba, la seguridad de su amor me cegaba, fui incapaz de vislumbrar lo cerca que estaba la tempestad.

     Había llegado y no estaba preparado.

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¡Hola mis colibríes!

Espero sea de su agrado el capítulo. Jordán prometió enfrentarse a todos por Byron y lo hizo. Pero todo se ha complicado.

¿Logrará el amor vencer todos los obstáculos?

Evan como se los advertí es el villano más ruin de todos. Tengo más sorpresas preparadas para ustedes. Estamos cerca de pisar el borde de nuestro esperado final.

Queda de ustedes.

WingofColibri


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