19 | Quien siempre fui

En el cielo nubes grises se notaban mal dibujadas, parecían a punto de explotar, un cielo nublado, justo igual al que dentro de mí se formó y no me permitía escapar. Centellas florecían en el paisaje borroso, la ventisca fría soplaba en mi rostro.

     El invierno aún no terminaba y en mi corazón el hielo formó una barrera de escarcha.

     Me abracé a mí mismo, rodeando con mis brazos los pedazos rotos de un espíritu herido. Había estado caminando por horas sin detenerme, mis pies me dolían, de alguna manera me distraían del agujero que en mi corazón tomaba más profundidad. No podía pensar claramente, ese desgarre se volvía más fuerte mientras avanzaba.

     No podía sentirme más decepcionado, más humillado.

     Todo se concentraba encima, continuaba buscando la respuesta, ya no podía llorar porque no tenía cómo. Estaba seco. Cansado de mi lamento, mis párpados pesaban, se hundían, se hinchaban.

     El aire frío cruzó por mi cuerpo, posándose en mi piel como un beso gélido.

     Pensé en la navaja dentro del departamento, escondida en el último cajón de una cómoda, reluciente y tan perdida como su dueño. La intención era esa, llegar, cortar, olvidar. Aliviar con el dolor, lo que en ese momento me tenía a punto de claudicar.

     Pero debía quererme sobre todas las cosas.

     No estaba dispuesto a cometer un error más por mi debilidad emocional, por la falta de respeto que le tenía a mi persona. En su momento cortarme resultó favorecedor como una distracción, pero no aliviaba el sufrimiento, no podía curar lo que en el interior estaba roto. Era una excusa, un pretexto para olvidarse de todo, para centrarse en la nada. Un método que en realidad no ayudaba.

     Éramos nosotros mismos, en esencia, lo único que podía acabar con el miedo.

     Me levantaría como antes no lo hice, y forjaría una armadura de hierro, un corazón de metal. Demostraría que el dolor podía ser mi mejor aliado, y la tristeza un disfraz que, tras una larga velada, me podría quitar. Esa era la única manera de acabar con el odio, levantarse y demostrar que el amor propio revivía de la ceniza, preparado para liberar.

     Que amar resultó ser la única manera de sanar.

     Avancé por las calles agrietadas, el susurro del viento golpeaba mi cabello rizado, moviéndolo hacia atrás y hacia adelante, mofándose como en un juego de niños. Todo era una mierda porque lo pensaba de esa manera, todo iría mejor si me volvía positivo, si hacía del sufrimiento una experiencia más. No necesitaba de nadie si me tenía.

     Orgulloso estaría de ser quien era.

     Mis alas eran libres, creería entonces en mi fuerza.

     Detuve mi andar cuando vi mi reflejo en las puertas metálicas de un edificio.

     Un chico destrozado me devolvió una sonrisa, y no pude reconocerlo, lo veía y me negaba a creerlo.

¿En qué momento caí tan bajo?

     Tenía los ojos irritados y los labios resecos, rojizos por las constantes mordidas provocadas por el nerviosismo. Sus rizos desordenados se caían sobre la frente sin remedio. En su mirada la tristeza advertía, que al pasar más allá de lo que se veía por encima, un alma se encontraba perdida.

     Observé mi cabello apenas rozando la frente, mi rostro demacrado y la vestimenta insignificante, todo se volvía relevante. La tristeza y la inseguridad morirían junto a mi antiguo yo. Sentía mi normalidad, me sentía parte de una sociedad injusta, ese fue mi error. Me equivoqué al pensar que era como todos. Nunca lo fui. Mi interior moría por decir lo que guardaba, gritarlo y demostrarlo, cambiar el miedo que muchos le tienen a ser libres.

     ¿Quién podía ayudarte a ser auténtico si tú mismo no lo creías?

     Pude gritar lo que quería decir y callé para protegerlo de mis palabras. A pesar del daño que me había hecho aún resguardaba como un anhelo lo que había prometido. Seguía amándolo, eso no cambiaba. Su miedo lo convirtió en el antagonista, y yo debía alejarme.

     Me ahogué en un mar oscuro de sentimientos perdidos e ilusiones fracturadas, ya estaba roto, pero en medio del desastre y en el centro de mi dolor, volví a levantarme.

     Erguí el cuerpo, levanté la cabeza, y dibujé una leve sonrisa. No para fingir, mucho menos para aparentar, se trataba de demostrarme a mí que era capaz, que el dolor no me hacía más débil, que el amor que me tenía era más fuerte que el que le tenía a él.

     Dejé mis lamentos atrás. Prometí encargarme de ellos después.

     No sería fácil, definitivamente complicado, pero regresaría sin importarme nada, no como una demostración para ellos, esto se trataba de mí. Sólo de mí. Como debió de ser desde un comienzo.

     Llegaría con la cabeza en alto, probándome que jamás me importó su opinión y, sobre todo, vería a Jordán sin máscaras, sin esa brecha que marcó entre los dos y yo acepté como el ingenuo en el que me había convertido.

     Esta vez sería quien siempre fui.

     Seguí mi camino con dirección a mi duelo, ese que yo mismo debía cruzar para sentirme completamente libre. La promesa de algo mejor golpeaba en mi cabeza en forma de tintineo. No dejaría que nadie pasara por encima de mí, era el esfuerzo de Jordán el único que me haría cambiar de opinión respecto a nuestro futuro juntos.

     Era su intención, no la mía.

     Di la vuelta, y caminé hacia la universidad con una sola idea en la cabeza.

     Todos me miraron cautelosos en el momento que atravesé el pasillo.

     Comenzaron a susurrar entre ellos, hablando tras suspiros lo que no se atrevían a decir. Sus voces se ahogaban en su propia hipocresía, eran engullidas, atravesadas, se afilaban para cortar. También existían interiores cobardes, escondidos en risas falsas y sonrisas hipócritas, en miradas pérdidas, en ilusiones rotas.

     Esa era su manera de mitigar lo que les aquejaba, a través de la queja, metiéndose en la vida de los demás. Así podían olvidarse de su vida hundida. Su reflejo se veía vulnerable, no soportaban la idea de verse expuestos, de mostrarse ante la realidad.

     Pero yo sí.

     Resoplé fastidiado.

     Mis pasos resonaron sobre la losa, firmes, seguros de sí. Mis alas ya estaban abiertas, y mi corazón era libre. Sus ojos me siguieron, sus párpados se deslizaron hacia arriba y hacia abajo, entre cada parpadeo había sorpresa, indignación, desagrado. Nada me importaba, continué caminando, protegido por mi libertad, liberado por mi voluntad.

     Mi andar hacía los casilleros se vio interrumpido cuando un cuerpo se atravesó en mi camino.

     —Miren, regresó la mariquita —siseó Aiden, un chico castaño y alto; uno de los amigos de Jordán y también miembro del equipo de hockey—. No pensé que vendrías después de todo.

     Parpadeé con lentitud, restándole importancia a la actitud negativa que se postraba frente a mí.

     — ¿Qué te hizo pensar eso? —respondí con una sonrisa irónica―. ¿Yo te dije que ya no vendría? ¿Te avisé?

     Apretó la mandíbula, y en su mirada, el tono se oscureció. Tal vez era la luz o la manera en que sus ojos se entrecerraban.

     —Quizá fue el rechazo de Jordán hacia ti cuando le confesaste tus sentimientos, ¿lo recuerdan chicos? —espetó con una voz aguda―. Apenas si te hizo caso. Eres un marica, entiéndelo. Tú, no él.

     Lanzaba besos al aire e imitaba un comportamiento femenino, aliviado por descargar su frustración familiar con alguien débil.

     Conmigo se había equivocado de persona.

     ―Siendo sinceros me vale una mierda lo que pienses de mí —acoté embargado por mi valentía.

     Sus ojos azules se fundieron, debajo de las apenas visibles cejas, su mirada parecía prenderme en fuego.

     —Oh...―bufó―. La mariposa sacó el coraje.

     Los chicos a su lado comenzaron a reírse. A algunos los había visto conmigo en distintas clases, aunque en ese tiempo me importaron muy poco. Sus gestos de burla poco firmes, caían después de segundos, se desvanecían y eran remplazados por sonrisas falsas. Era obvio el apoyo que le querían mostrar a su líder, aunque lo que saliera de su boca fuera lo contrario a lo que se demostraba.

     Pude analizarlos detenidamente, y mientras lo pensaba, una pregunta me envolvió.

     ¿Cuántos eran iguales a mí y seguirían escondiéndose por miedo?

     Entonces comprendí.

     Ese sentimiento de lucha y libertad era lo que me hacía diferente.

     No me escondí detrás de una chaqueta del equipo o de un fingido gusto musical, jamás hablé mal de los que eran como yo sólo para encajar en un grupo social que finalmente acabaría conmigo.

     Nunca me negué a mí mismo.

     Los miré a todos, habían formado un círculo entre Aiden con su equipo y yo, buscando una pelea que grabar con los celulares, desprendiéndose de sus vidas poco ocupadas para dedicarle tiempo a otras más.

     Volteé hacia él y respiré profundamente.

     — ¿Eso no te hace más marica a ti? —pregunté levantando una ceja—. Eres tan cobarde que necesitas de tus amigos para acercarte. ¿A qué le tienes miedo?

     Soltó una carcajada, fingida.

     —No le tengo miedo a nadie, mucho menos a ti. —Siguió hablando con asco mientras se acercaba―. ¿Qué podría hacerme un maricón como tú?

     Tomé el reto, y lo hice parte de su juego.

     —¿Quieres un beso, Aiden? —repliqué con voz cantarina, frunciendo los labios―. Es eso, ¿no? No tienes otra manera de acercarte a mí. Si esa era tu intención porque no lo dijiste antes. Nos habrías evitado, a todos, esta escenita.

     Su rostro se tornó rojo.

     Furia injustificada. También existían interiores reprimidos, que buscaban herir para saciar su propio dolor, un tipo de cobardía más despreciable y ruin que el tener miedo.

     Me acerqué descargando mi furia con él.

     ―Quiero que te quede algo bien claro, idiota. ―Coloqué mi dedo índice en su pecho―. No pienso gastar mi tiempo en tus niñerías, si vas a comportarte como un hombre, empieza por recordar que lo que estás haciendo ahora te deja como el inmaduro que no tiene absolutamente nada de bolas.

     Escuché a sus dientes rechinar.

     ― ¡Hijo de...! ―Levantó su puño y me miró molesto.

     Ladeé el rostro, y con la palma de la mano golpeé lento sobre mi mejilla.

     ―Anda, hazlo ―dije levantando poco a poco la voz―. Golpéame.

     Bajó el puño incapaz de sostenerse a sí mismo.

     ―Eso creí —solté, pasando por su lado, en el momento que su oído quedó a mi altura, terminé de hablar―. No me conoces como un posible obstáculo, y créeme, puedo llegar a ser muy insistente. Una más y te demostraré de lo que es capaz el maricón.

     No me siguió, tampoco dijo nada.

     Él era uno más de los que se dedicaban a hablar, y jamás actuar. Vaya ironía.

     Sonreí cuando todos se apartaron de mi camino, no había más debilidad, después de tantos años por fin sabía que era fuerte. El miedo a lo desconocido en ocasiones convertía la opinión en una muestra de furia, en la molestia por lo que estaba fuera de nuestra comprensión.

     El miedo que se le tiene a la búsqueda de una respuesta que nunca existió, sólo terminaba en represión, en una evidencia de poco valor.

     Los segundos se detuvieron cuando enfoqué mi atención más allá del grupo de personas.

     Jordán estaba enfrente, a unos cuantos metros de distancia, lo suficiente como para escucharme. Las heridas abiertas dolían, pero mi fuerza recién adquirida levantó los restos. No necesitaba de nadie para curarme, sólo amarme por quien era y aceptar que era mejor que el miedo.

     Aquella mirada ámbar me analizó con intensidad, en sus manos observé los dos collares. Sus dedos se enroscaban, noté la fuerza con la que eran apretados.

     Lo miré directamente a los ojos y sentí a mi fuerza marcharse.

     Necesitaba aferrarme a este sentimiento.

     —Mi error consistió en creerte perfecto, y pensar que era menos contigo, que de alguna manera yo también era cobarde por no querer luchar por ti. Soy un tonto, ¿no? —murmuré pasando a un costado―. Pero tú eres el cobarde aquí, porque aún después de todo lo que vivimos, continuas con este estúpido juego al que le llamas vida.

     La voz salió de sus labios, y se ahogó, se entrecortó.

     Su tristeza se derramaba frente a mí.

     —Te amo —susurró en voz baja cuando caminé cerca de él.

     Negué con la cabeza.

     —Si fuera verdad, eso habría sonado más fuerte —solté sin esperar respuesta.

     Continué caminando a pesar de que mi cuerpo se negaba a abandonarlo. Ese no era el Jordán del que me había enamorado, ese era sólo un títere, una creación de su padre.

     A unos metros, mi mejor amiga me llamó, aliviada. Ann corrió hacia mí en cuanto me vio. Se notaba la angustia en su mirada, en la manera en que sus labios temblaban.

     Me rodeó entre sus brazos intentando consolarme, ella no sabía que ya era libre.

     Estaba recuperando una nueva versión de mí que nadie conocía, incluyéndome.

     Le devolví el abrazo con fuerza aferrándome a la única persona incapaz de abandonarme. A la única persona capaz de amarme sin condición alguna, sin límites, sin reglas.

     — ¿Dónde estabas? Me encontré con Jordán, estaba llorando, supuse que sería por algo grave. Me preocupé —empezó separándose lentamente, analizando mis gestos y mis muñecas―. ¿Qué pasó? ¿Estás bien?

     Su preocupación era palpable.

     —Digamos que entendí quién soy, y quien puedo llegar a ser.

     Suspiró.

     Cuando mi sonrisa la tranquilizó me devolvió el gesto.

     Estaba seguro de que por su cabeza pasó la idea de que me cortaría las venas. No estaba del todo equivocada. También pensé que sería capaz de hacerlo.

     Pero hacerme daño ya no cuadraba con mis planes.

     Las miradas de todos me siguieron cuando me dirigí a mi siguiente clase. En especial la mirada triste de Jordán, mismo que había intentado convencerme de una idea estúpida.

     No más debilidad.

Miré mi aspecto por tercera vez en el espejo.

     Ann se encontraba detrás de mí sonriendo como una boba, estaba conforme con mi idea, una que ahora comenzaba a volverse errónea.

     ¿En qué momento acepté su propuesta para ir a una fiesta?

     Me quité la camisa y la lancé en el cesto de ropa sucia.

     Mi ropa era una porquería, justo lo entendía a través de mi propia opinión, cuando hace días hubiese dejado atrás el pensamiento. Siempre utilicé la vestimenta que se supone debería, complejos que mi madre había creado con ayuda de miradas de advertencia, y que de alguna manera hice parte de mí.

     Era hora de cambiarlo, ponerme algo más sugerente, algo que me hiciera sentir yo.

     Algunos meses atrás habría reaccionado diferente, quizá helado y el típico cliché serían mis ideales en este momento, pero la oración de Ann apareció en mi cabeza, se filtró y revoloteó.

«Busca aliviar el dolor sin importar cómo.»

     Obviamente desistí de seguir su consejo, aunque sí saldría del eterno encierro.

     Me pondría aquella camisa blanca dentro del armario y el pantalón más ajustado que tenía; ocultos de las apariencias, tras el saco que en el armario colgaba. Como un secreto, se notaba así, como algo escondido detrás de la realidad.

     Le haría caso a mi corazón. Definitivamente esta sería una noche memorable.

     Salimos de la recepción en dirección al estacionamiento. El automóvil de Ann nos esperaba.

     La fiesta a escasos kilómetros en el antro de moda presumía ser espectacular, el aire que entraba por la ventilación relajaba mis nervios y las ideas, que como ya era costumbre se manifestaban, no dejaban de correr, se entrometían. La última vez que asistimos a una fiesta mi mejor amiga terminó irreconocible y tuve que arrastrarla para irnos.

     Mi corazón palpitó fuerte en mi pecho por el conocimiento de la lista de invitados, la universidad completa asistiría porque la dirección general logró un acuerdo con el lugar, una celebración navideña.

     Eso significaba que él estaría ahí.

     Las luces se notaron cerca en el momento en que llegamos, alejándose de aquellas sombras profusas en una noche seductora. Las nubes y estrellas habían abandonado el cielo, el color sólido profundizaba en un enigma superior. Mis emociones estallaron cuando escuché música, en ese instante sólo palpitaba, y reventaba.

     Entramos después de mostrar la identificación a un hombre musculado que mantenía un porte oscuro.

     Mientras caminábamos a la barra recordé el guiño del semental y algo en mi interior, tan pequeño y ardiente, se estremeció. Era un sentimiento nuevo, uno poderoso, seductor. Comenzaba el arrepentimiento, suponía que la idea se volvía desganada e insoportable, aun así, disfrutaría de mi estadía.

     Después de una hora, entre el sonido alto y los shots que por fortuna para Ann fueron pocos, mi ritmo cardíaco se elevó y mis piernas motivadas por el cuerpo se movieron sin autorización. Movía los brazos rodeado por la música, atrapado en lo libre que me sentía cuando nadie me veía.

     Mi alma dejaba su acostumbrado color gris y explotaba como un mar de colores en el firmamento.

     Era libre.

     Regresé a buscar a mi amiga, y la descubrí, también cautivada. Ann bailaba acompañada de un chico que jamás había visto.

     Él sostenía la cadera de mi mejor amiga, le alejaba de mí, pasos y vueltas, distintas piruetas que el ritmo ordenaba. Ese chico de ojos marrones sonrió en mi dirección y le susurró algo en el oído a la pelinegra.

     La aludida volteó su rostro y me guiñó un ojo.

     Me acerqué a ella para saber la respuesta de una cuestión implícita, que se pintaba en mi rostro. Mi cuerpo sentía una vibración desde los pies y hasta la cabeza, la música se unía a mí, traspasando los sentidos que me hacían flotar.

     Era vapor filtrando emociones.

     El ritmo susurró incordios en mis oídos.

     —Dante me ha dicho que tiene un amigo para ti —gritó por encima del sonido.

     Mis manos se movieron energéticas, negar de inmediato era la única opción.

     — ¿Qué? —solté sorprendido—. No, no, no. Estás loca, Ann. No vine a ligar con nadie, sabes que estoy cruzando mi duelo y se te ocurre algo así. Además, si ese amigo está aquí, quiere decir que asiste a la misma universidad.

     La sonrisa de oreja a oreja que pintó en sus labios le hizo lucir emocionada.

     —Así es. No sólo eso, pertenece a mi facultad ―respondió, abrazándose al chico―. Lo he visto varias veces, créeme que soy sincera cuando digo que Jordán está muy por debajo de sus encantos.

     No daba crédito a lo que decía.

     ―Será mejor que me vaya ahora ―repliqué acercándome para darle un beso en la mejilla.

     Intentó alcanzarme y me aparté con una sonrisa.

     ―No seas aguafiestas. ―Me alejé de Ann que se reía divertida, caminando hacia atrás, mis pasos irrumpían encima de los demás―. Byron. ¡Regresa!

     Era hora de partir.

     Ya me había divertido lo suficiente.

     Las luces junto al mareo navegaron sobre mí, dispuestos a retrasar el efecto. Me sentí de momento expuesto. El desvelo ya causaba estragos en mi cabeza, y en el cuerpo.

     Empujé a algunas personas en mi recorrido. Moviéndome entre el mar de gente que formaban un muro entre la salida y yo.

     Me sentí sofocado.

     Cuando el mareo detuvo mi andar supe que algo sucedería. La cabeza me daba vueltas, y las luces no hacían más que seguir confundiéndome.

     En un momento de distracción estuve cerca de caer, mis piernas se sintieron de momento débiles, adoloridas. No había de quien sostenerme. Alguien del bullicio de personas me había empujado inconscientemente.

     Entonces fui ligero de nuevo.

     Cerré los ojos y extendí las manos para caer sobre ellas.

     Un par de brazos me sostuvieron a tiempo.

     —Ten más cuidado —apuntó el desconocido, utilizando un tono de voz grave―. ¿Te sientes bien?

     Levanté la mirada avergonzado.

     El cabello rubio se deslizaba sobre su frente cubriendo sus ojos, aquel par de cuarzos hundidos en humo resplandecían encantadores, y el platino de sus orbes se intensificó. Las puntas de sus hebras acariciaron puntos clave en la mirada oscura y palpitante. Exuberantes como joyas ardieron en mi interior.

     Entre cada parpadeo se mostró un poco de su humor, del gesto que le resultaba bien a un seductor.

     Sonrió después de observar que me quedé mirándolo hipnotizado, esa sonrisa torcida y astuta levantó tempestades en mi alma. La dentadura perfecta que tenía alejó los fantasmas de mi inocencia, y mi tranquilidad se transformó en un recuerdo.

     Sus labios casi rojos y gruesos llamaron mi atención.

     —Creo que alguien me empujó —expliqué avergonzado, separándome de él—. De cualquier forma, te lo agradezco.

     Metió las manos en sus bolsillos.

     —No te preocupes. Tienes suerte de que yo sí tenía mi atención al frente —aseguró mirándome intensamente.

     Sentí que quería decirme algo más.

     — ¡Aquí están! —gritó alguien sobre la música—. Mira Ann. Se conocieron sin mi ayuda.

     Dante se acercó sosteniendo la cintura de la pelinegra.

     ―Es el destino ―intervino ella, mofándose de la situación―. ¿No lo crees, Byron?

     Me miró reconociendo el sonrojo en mis mejillas, y sonrió ladeando la cabeza mientras levantaba una ceja. En su gesto se notaba que necesitaba decir más.

     Me volví a mirar al rubio sonriendo apenado.

     El chico miró a su amigo y después se volvió hacia mí estirando la mano.

     —No formalmente. ―Sonrió mostrando parte de sus dientes delanteros―. Soy Evan.

     La sensualidad de sus movimientos parecía planeada. Su manera de seducir era sutil, y firme, se abría paso desde mis ojos. Sabía lo que hacía sentir, lo que podía provocar.

     Controlaba su cuerpo, tanto como sus palabras.

     Encantador.

     —Mucho gusto. —Sentí su piel y un escalofrío me recorrió de la cabeza hasta los pies—. Byron.

     —El gusto es mío —susurró en voz cómplice remarcando la palabra exacta para hacerme sonrojar.

     Cuando Dante se entrometió, escapé del hechizo en el que parecía estar.

     —Vámonos, Ann —comentó el pelinegro―. Es mejor dejarlos a solas

     ―Diviértanse.

     Mi mejor amiga me guiñó un ojo, para posteriormente seguirlo.

     — ¿Quieres bailar? —preguntó el rubio mirándome de nuevo.

     Recorría mi cuerpo con su lasciva mirada.

     Me mordí el labio inferior cuando tomó mi mano.

     Caminamos a la pista de baile junto al bullicio.

     Inundando mares de tranquilidad en fondos oscuros, el aire escapó, relajando mis intentos. Mi respiración aumentó cuando colores neón llenaron el lugar en sombras reflejadas. El ambiente sofocante disminuyó mi pulso en segundos aleatorios, convergentes a la dirección equivocada, sujetos a una razón de locura. Mis emociones salían disparadas junto al cuerpo, toda esa situación rebasaba mis límites.

     Me enloquecía a niveles irreales.

     Evan tomó mi cintura con ambas manos, ásperas y grandes.

     Me sostenía firmemente, guiándome con un ritmo distinto, acercaba su cuerpo y restregaba el mío con el suyo. Rocé con él y la confianza que desarrollaba me volvió atrevido.

     Acaricié sus fuertes brazos repletos de músculos.

     Me aferré a él y mis dedos danzaron. Entré en un estado de deseo donde mis pensamientos eran incoherentes.

     Deseé besarlo sin importarme que apenas lo conocía.

     La adrenalina subió por mis venas cuando volteé a la izquierda.

     Jordán estaba al otro lado de las luces, mirándome enojado, su ceño se fruncía y las cejas se pronunciaban más de lo debido. El color de sus ojos resplandeció tan oscuro como la maldad de mis peores pesadillas, podía ver que quería poseerme y golpear a Evan, arrancarle la cabeza de ser posible.

     No lo culpaba, Evan podía ser el motivo de celos para cualquiera con sentido común.

     Los brazos bronceados y ridículamente excitantes de mi acompañante me sostuvieron de un modo posesivo cuando encontró al castaño mirándonos. Lo miraba como si lo conociese, como si hubiese algo ahí.

     Como si su objetivo fuese hacerlo rabiar.

     Su aroma varonil envolvió mis sentidos, y aquella traviesa mano entró en contacto con mi miembro por encima del pantalón ajustado. Masajeó la zona desesperado, pedía a gritos lo que estaba dispuesto a darle.

     Aquel deseo ardiente cegaba mis acciones.

     Me volví a ver a Jordán.

     Rayzel se dirigía hacia él, sonriente y victoriosa, tan satisfecha de haberme ganado. Me miraba también, burlándose. Lo abrazó por la espalda para provocarme. Se deslizaba junto a la música, restregándose, entregándole todo lo que estaba en sus manos.

     Él sólo me miraba, decepcionado.

     Por eso cuando, entre el calor del momento y la confusión Evan me besó, lo permití dejándome hacer.

     —Vamos a otro lugar —propuso, excitado.

     Volteé hacia el castaño que la abrazaba demasiado cerca, un tipo de contacto íntimo, algo que sólo lo había visto hacer conmigo. Ella quería besarlo, Jordán no se apartaba.

     Ya no éramos uno.

     No estábamos unidos por una mirada como antes.

     —Cuando quieras.

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¡Hola lectores!

¿Cómo han estado? ¿Me extrañaron?

Bueno, aquí un nuevo capítulo, lamento en verdad haberme retrasado, pero como ya deberían saber, soy todo un desastre con el drama... Bueno, bueno, ahora sí hablando en serio. No tuve tiempo de actualizar y al final me retrasé, pero ya estoy de nuevo escribiendo y sólo quiero informar que estamos rayando el borde del desenlace.

¿Emocionados? Yo sí.

Byron es más fuerte ahora, pero así como Jordán están actuando con inmadurez.

Ha llegado nuestro villano... *retumbar de tambores* Evan, junto a Rayzel serán el peor caos.

Por cierto... ¡Feliz Navidad y prospero año nuevo a todos ustedes mis queridos lectores!

Espero la pasen de maravilla. Esta época en especial es la más hermosa de todas y no debemos desperdiciarla. 

Un consejo: den los abrazos, y los besos a quien más quieran tanto como puedan, porque a veces es demasiado tarde. El amor siempre está vivo y palpitando en cada corazón que lo acepta, así que... ¿Quienes somos nosotros para negarlo?

Me despido.

Queda de ustedes

WingofColibri


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