07 | Enamorado de ti
Mi corazón experimentó un cambio enorme, aparentemente se trataba de un sentimiento hacia él mucho más vital que antes, tan fuerte y necesitado, más. Se reunía alrededor de mí, me sofocaba. Demasiado grande, incluso más que mi propia voluntad, atada a las mil posibilidades en puerta.
Miré fijamente aquella espalda de hombros anchos, tonificada. La flexión en su andar hipnotizaba los sentidos atolondrados que poseía, quise apartar la mirada y resultó imposible. Seguía estando sediento, ansioso, atado, descubrí que en su jaula había más espacio del que creía, y me encontré pensando en hacerle compañía.
Me veía a su lado, imaginaba todo lo que podría pasar, lo que él me haría vivir, lo que incluso llegué a soñar.
La semilla creció en mi corazón.
El imán que en su mirada se escondía atrajo cada parte de mi cuerpo, revelando mis verdaderas intenciones, los pensamientos que me obligué a ignorar. Lo que en mi desasosiego me atreví a negar.
Mis labios se descontrolaron, vibraron, salieron de sus coordinados movimientos, trémulos e inconscientes. Solté pequeños suspiros a través de ellos, tan dulces que se volvieron ciertamente empalagosos, escapaban lejos de mi control. Ya no sabía como respirar, imaginé que su esencia tan marcada se cernía sobre mí, y me hundía con ella.
El silencio reinó tomando asiento por delante del miedo, en mi centro su andar tenía toda la atención, ese simétrico deslizamiento se apreciaba suntuoso. Me fijé en esos detalles imperfectos que nadie podría notar, sólo yo. Me creí tan capaz, que sentía que le conocía, quería creerlo, me aferraba a la idea.
Simplemente no pude apartar la mirada, estaba fascinado, cautivado. Estaba tan atrapado, que no me molestaba en buscar una salida, quería unirme a él. Me encontré dispuesto incluso a sofocarme, si de esa manera permanecía a su lado.
Me concentré un instante después, obligando a mis pies a continuar con su camino, avanzando también. Dejé atrás mi obsesión por su paso lento.
Giré sobre los talones, y le dejé atrás.
Las calles parecieron más vivas, centradas en un objetivo calificado, los árboles se balancearon al ritmo de un compás natural, imperceptible para los mortales. No podía escuchar, pero sí sentir en el fondo de mi corazón. Las hojas sobrevolaban acogidas en los brazos del viento, que jugaba divertido con ellas, creando pequeños remolinos alrededor de las aceras.
¿Por qué estoy sonriendo como idiota?
Desde el alma, el clamor se extendía hacia el viento, escapando de mis pensamientos.
¿Por qué siento que debo fijarme en las pequeñas cosas?
Esos pensamientos envolventes que detenían los latidos de un corazón rebelde se volvieron constantes muestras de dolor y felicidad extrema. Una caja disponible para guardar emociones fuertes.
Le experimenté lentamente, filtrando su veneno a lo largo de mis venas. Alimentándose para seguir creciendo, llenando mi cuerpo con un bombeo lento. Le sentí extrañamente cercano, bajo mi piel, alejado de mis fantasías, desprendiendo sus marcas del inicio, igual que una estampa cayéndose sobre el suelo. Le sentí frenar el tiempo, desviar los segundos, convertir la vida en polvo, en viento.
Podría abrazarme al sentimiento, hacerlo mío, saberlo cierto.
Me rodeó carcomiendo mi pasado. Se sintió rustico, primerizo, tan primitivo que costaba reaccionar ante la sola mención del mismo.
Era el inicio de algo que no sería capaz de detener. Algo que persistía a su vez.
Enamoramiento, atracción, afecto, tenía tantos nombres y un solo significado. Se entendía como un todo, como un ente que poseía, que ataba dos almas, a veces una; a un acantilado, al borde de un abismo, al final de un sueño perdido.
Lo supe desde la primera vez que lo vi de pie en el parque.
La conciencia me atrapó cuando descubrí la manera apresurada, la velocidad por reconocer y la presión envolvente encerrada en mi alma. Cavé en su mirada y fue más difícil salir, la luz de sus ojos me cegó.
No encontré la salida.
Miedo. Tuve mucho miedo, era la ansiedad de un futuro cercano atándome de pies y manos al temor, llevándome a un final predecible, esa inmensa necesidad por abrazarme a mí mismo para dejar de creer, pensar en mi corazón y en el dolor que sentirle podía provocar.
Esperaría constantemente su atención, lo supe desde que me miró en la clase, cuando se disculpó, en el momento en que permití que su voz fluyera en lo más profundo de mi ser, rayando mi corteza con su nombre.
¿Se puede detener lo que le da razón a la vida?
Avancé por las desviaciones distraído, pensando en él. En sus ojos, en su cuerpo, en sus labios, y la manera en que me miraba.
Escuché el claxon de un automóvil que me hizo salir de mi aparente ensueño, de pie sobre la carretera caí en cuenta de mi error. Corrí lejos para dejar que el vehículo siguiera su camino y recibí gritos por parte del conductor.
Este sentimiento despiadado, que podía volverse enfermizo, ya se estaba apoderando de mí con la promesa de llevarme al paraíso.
No faltaba mucho para que me consumiera por completo.
Cerca del departamento noté lo pequeño que resultaba el mundo ahora que sabía lo que estaba sintiendo. Lo veía lejano. Ahora todo era pequeño, más pequeño que él.
Frente a mí, el edificio relucía bajo el atardecer, iluminado de café.
Recordé cuando compramos el piso, aún éramos demasiado jóvenes, pero con los ahorros y el constante movimiento monetario, reunimos con esfuerzo la cantidad acordada en menos tiempo del que esperábamos. La beca que había conseguido ayudaba mucho con los gastos. Fue después que con ayuda logramos salir adelante, primero había que acostumbrarse a vivir con alguien, requería un gran esfuerzo, uno lleno de sacrificios.
En ese momento, cuando más necesitábamos de la soledad, utilizábamos sus paredes frías para arropar nuestros sentimientos.
Jamás me enamoré porque decidí guardar mi corazón para alguien especial, salí con distintos chicos que se convirtieron en besos sesgados, ilusiones fugaces y citas arruinadas. Perdí mi tiempo cayendo bajo sus encantos, cuando descubrí mi fuerza aprendí a rechazar sus palabras bonitas, sus promesas vacías.
Ann se enamoró hace tiempo de un cobarde que supo burlarse de ella, callar su energía efervescente y bajar su autoestima, esos días negros convirtieron su optimismo en inseguridad. Se coló despiadado en cada aspecto de su vida, arrancando su corazón con garras previamente afiladas, débil se dejó engañar. Era joven e inexperta, una primeriza en el terreno dispuesta a dejar el alma.
No hubo escapatoria.
El amor tenía diferentes presentaciones y no todas eran mejores que las otras, el veneno estaba ahí, dispuesto a curar o destruir.
Ella sabía esconder su sufrimiento, ocultándolo en el fondo de su mirada, en una sonrisa rota, una sonrisa esperanzada.
Disfrazaba el dolor bajo una muralla de alegría espontánea, que emergía traslúcida cuando alguien necesitaba ayuda. Los consejos servían como ladrillos del muro que terminó expandiéndose en lo ancho. Regalaba una sonrisa y se adentraba más en su soledad, podía ser una de las mejores personas que pudiese conocer, protectora, dispuesta a todo, pero casi nadie se daba cuenta de la ayuda que necesitaba.
Pedía a gritos liberarse y pocas veces deslizaba su máscara.
Se sacrificaba, y yo, me sacrificaba para ella. Le entregaba mi alma, le daba un trozo de mi corazón, un pedazo que tal vez me haría falta, pero que al compartirlo se convertía en la mejor decisión.
No podía darle un amor de pareja, era imposible. Me limitaba a amarla como un hermano, llenarla de ese amor que todos necesitábamos, y pocos aceptamos.
Y aquí estaba yo, observando la altura del cristal de las puertas giratorias. Ansioso por contarle, con tanta felicidad en el pecho que desbordaba a raudales.
La recepción se apreciaba desde mi distancia.
Miré el edificio descubriendo lo atrapado que estuve, reducido a la ilusión por su mirada ámbar. La fiereza de sus rasgos contrastó con la timidez de su sonrisa.
Él era tan distinto —y cómo Ann—, me encontré pensando en dejar el corazón a cambio del suyo.
Acepté así lo único que podía darle a cambio, un alma rota, un alma hecha pedazos, pero dispuesta, atrevida, tan insolente como para amar, amar sin condición, amar por encima del dolor. Pagaría con mi alma lo que su amor costará.
Aquella frase que escribí en mi cuaderno hace tiempo voló frente a mí, encontrándose con mis recuerdos. Fundiéndose en el fuego de mis pensamientos, y grabando con tinta indeleble su nombre en los bordes de mi ser.
«El amor sólo se siente así de fuerte una vez, irremediablemente es inmortal, porque por siempre es poco comparado con el infinito de una eternidad que jamás bastará.»
Recité en mi cabeza con una sonrisa.
Asentí seguro de mí mismo y por primera vez, entrando por las puertas giratorias saludé al recepcionista, dejando atrás ese arcoíris que de gris había pintado el pasado.
— ¡Lo sabía! —exclamó mi mejor amiga ya en el departamento—. Me debes un dólar.
Solté una carcajada.
―Es verdad, no apostamos ―añadió, analizándome con curiosidad―. No importa, quiero que aguantes mi sermón porque es obvio que de nuevo tuve razón.
El entusiasmo de Ann contagió a las pocas inseguridades que cruzaban mi cuerpo. Cada palabra que escapaba de su boca se transformaba en una nueva forma de calmar la ansiedad.
Había sido imposible ocultar mi felicidad.
Al entrar en el departamento había levantado la cabeza, reconociendo la sonrisa en mi rostro, pareció dudar antes de acercarse para interrogarme, y bastó con otra sonrisa para que comenzara a saltar. Parecía una niña alocada, y es que obviamente, al ser mi mejor amiga conocía mis reacciones poco sutiles.
No hizo falta hablar de Jordán para saber que él era el centro de todo ahora.
— ¿Cómo lo descubriste? ―Avanzó hacia mí, sonriendo de oreja a oreja―. ¿Él lo sabe?
Recordé como miró mis labios antes de contestar, y saberle tan cerca me hizo sentir embriagado.
—Sólo lo sentí, aquí en mi pecho, presionando con fuerza, como si pudiese sofocarme y no me importó porque se sentía tan bien ―expliqué, apretando mi pecho―. Duele, ¿sabes? Pero me importa una mierda porque se siente tan malditamente correcto.
Negó con la cabeza mientras sonreía.
― ¡Demonios! ―exclamó, y me tomó de los hombros―. Es más grave de lo que pensé.
Resoplé viéndole exagerar.
―No seas tonta ―solté una risa nerviosa―. Es sólo que, ya sabes, él es el primero.
Le vi analizar sus pensamientos antes de hablar.
—Estás enamorado.
Le miré fijamente, y en su segura mirada, justo en el reflejo de sus ojos me vi a mí, sonriendo como nunca. Siendo tan feliz como siempre quise ser.
—Sí —solté sintiendo lo firme y apresurado que sonaba―. ¡Mierda, sí!
―Maldita sea, así se habla ―afirmó energética―. Se siente bien saberlo, ¿no?
Suspiré, sintiendo el peso de estos años disolverse.
―Demasiado bien.
Entendí que el amor de entre todos los sentimientos era el único que no podía medirse con tiempo, edad o número. Simplemente incalculable.
Me enamoré porque lo sentí y lo acepté, así funcionaba el sustituto de la magia.
Era una fortuna tenerla como amiga.
Me observó sonriente.
—Me alegro muchísimo, cariño. ―Acarició mi mejilla en señal de protección―. Ya era hora. Te lo mereces.
Asentí dirigiéndome a mi habitación, escuchaba la cálida risa de Ann como fondo. Por segunda vez dejé que la alegría embargara mi corazón.
Ya era hora, es verdad.
Entré soltando mi cansancio.
Quise llorar de alivio, intenté tranquilizarme. Necesitaba controlar mis emociones, porque se me estaban saliendo de las manos, escapaban sin consultarme.
Recorrí las cortinas del ventanal, ambicionando fascinado más de lo que podía esperar. Los bordes del cielo tan trasparentes y brillantes revivieron. Me sentí repentinamente perdido en un mar más grande de lo que alguna vez fue.
De pie en el balcón respiré el aroma que despedían los vehículos y los negocios de comida alrededor del edificio.
Todo dejó de importarme porque estaba que no podía con la alegría.
Atisbé el desorden de mi habitación y caí en la idea de que necesitaba una limpieza urgente, el desastre de un chico seguía marcado aquí; ropa interior, pedazos de comida y latas de refresco. Quizá no fuese el chico más limpio de todos, pero este parecía un desastre descomunal, comencé a creer en la posibilidad de tener a Jordán en mi habitación y la deseché en cuanto noté lo estúpido que era.
Terminando de limpiar coloqué mi cuerpo cansado en la cama.
Me relajé extendiendo los brazos y las piernas, imité la posición de las estrellas, por primera vez sentí que brillaría con luz propia. Estaba consciente del riesgo que suponía enamorarme de un desconocido y lo loco que sonaba el asunto en sí, pero ya no podía detenerlo. Tampoco deseaba hacerlo.
No creía que el amor a primera vista en verdad existiera hasta que su mirada se enlazó con la mía.
La puerta se abrió de momento porque olvidé cerrarla completamente.
Un cuerpo cubierto de pelo entró con la cabeza baja.
Blanca como la nieve, y sorprendentemente gorda para la rapidez de los pequeños pasos que avanzaba, la mascota más consentida, se dirigió hacia mí. Aún conservaba su belleza y cuando la tomé en mis manos sentí la esponjosa suavidad. Detestaba a los gatos en realidad, pero esta pequeña bola de pelo era especial.
Los ojos azules me observaron, felinos y tiernos, mezclando sus intenciones confundidas en una sola distracción. La gata en sí a veces solía ser impertinente.
— ¡Chiquita! —gritó Ann a lo lejos―. ¿Dónde estás?
Observé a la gata sobre mis manos y la misma comenzó a lamer la piel que encontraba descubierta, se removía, parecía aún más tierna de lo que parecía.
El mote originó de una película animada, un espectáculo y sobrenombre puesto por Ann, justo cuando una escena de La Era de Hielo se volvió divertida para ella. El alma de mi mejor amiga podría hacerse pasar por la de una niña.
Blanca, el nombre real de la felina se transformó en un cariñoso apodo.
Era obvio escuchar la preocupación en su voz al buscarla, puesto que había crecido a su lado y el cariño que se tenían era demasiado grande.
Entró desesperada a mi cuarto olvidando el acuerdo de privacidad que los dos habíamos marcado, buscando a la felina con la mirada, hiperventilando con los labios entreabiertos. El nerviosismo se expandía como perfume a su alrededor y cuando su enfoque recayó en mis manos, suspiró aliviada.
—Oh... querida. ¿Qué haces molestando al recién enamorado? —preguntó con sorna.
Rodeé los ojos.
Recogiendo a la gatita y abrazándola comenzó a acariciarle, acurrucando la pequeña bola blanca entre sus brazos.
Miré la escena sonriente.
Salió de mi habitación aparentemente agotada, echándome un último vistazo. Aliviada por encontrar una parte de sí misma y despidiéndose desde la puerta me dejó a solas. Recosté mi cuerpo dispuesto a soñar con él, con sus labios, con su mirada, porque quería revivir las emociones en su recuerdo.
Él, definitivamente, era la expectativa más alta de todos mis sueños.
Los casilleros de la escuela decoraban el ambiente, entre cuatro paredes que formaban un extenso camino hacia el frente. Adelante de estos, pequeñas insignias con el número que le fue asignado a cada uno, en orden distribuidas por cada pequeña puerta.
Me acerqué con la llave en mi mano, buscando con la mirada el diecisiete platinado, uno de los primeros casilleros, así que tendría que caminar el doble para llegar a tiempo a mi clase. Dos pasillos y un puente para ser exactos, dos pasillos que se sentían como tres.
Ya era difícil llegar al aula donde cursaba, puesto que debía trasladarme de un lugar a otro. Prácticamente de puente a puente, a veces, sólo a veces odiaba que la universidad tuviese tantas facultades unidas, porque entre buscar y caminar, el sudor se hacía presente, y cansado estaba de intentar disimularlo.
Recogí mis cosas después de abrir el compartimiento, saqué mis libros, y aproveché para analizarme un momento en el espejo que colgaba adentro de la puerta del casillero. Por alguna razón, parecer atractivo, comenzó a preocuparme. Evitaba pensar en Jordán, intentaba olvidar que lo que sentía en algún momento envolvería todo.
Quise dirigirme a mi clase, aunque todavía tenía tiempo.
El recuerdo de su invitación me persiguió desde que me desperté en la mañana.
La calidez del sentimiento caminaba a mi costado, compartiendo su virtud conmigo cuando empezaba a negarme a las ideas, atenazando mi alma en brazas ardientes. Me provocó un poco de vértigo, y mi estómago recibió el primer golpe de estremecimientos cuando sentí a alguien aproximarse por detrás.
No necesitaba voltear para sentir a mi corazón explotar.
—Hola —susurró lentamente, pensativo y, curioso.
Esta vez el saludo sonaba más cálido.
Fue insignificante, aunque capaz de provocar a mi cuerpo por el delirio. Mi corazón acelerado permitió que el banal y pequeño gesto se volviera necesario. Ahora que sabía del sentimiento que seguía creciendo en mi pecho, mis emociones se volvían más intensas.
—Hola —respondí volviéndome en su dirección—. Suerte en el partido.
Me miró con una leve sonrisa provocándome una parálisis temporal.
Este efecto en mí comenzaba a desesperarme, era abrumador y abrazador. Surtía tal poder que seguía asustado por la profundidad de su control sobre mí. Quizá debería ocultar más mis emociones o quizá debería empezar a aceptarlas.
―Te lo agradezco. ―Me miró tan absorto, que pareció confundido cuando de la nada, una frase escapó de su boca―. Me gusta el color de tus ojos.
Me quedé de inmediato sin aire.
Parpadeé seducido por su movimiento, sentí que debía hacer algo, acercarme tal vez, y al final me limité a sonreír.
―No son los ojos más hermosos, pero me conformo ―repliqué, encogiéndome de hombros.
Sus mejillas se tornaron de rosa.
―Lo son ―respondió en cambio, coqueteando.
―Yo podría decir mucho de los tuyos.
Sonrió, y mis piernas comenzaron a temblar.
―Ah, ¿sí? ―matizó, acercándose un poco―. ¿Cómo qué?
Sus labios se deslizaron cuando su sonrisa se expandió, estaban tan cerca, que podía imaginar lo suaves que estarían.
Estaba delirando, me sentí tan sofocado, tan asustado, que en lo único que pensé fue en escapar.
―No me gustan mucho los deportes ―murmuré cambiando de tema bruscamente, me golpeé internamente―. Pero seguro eres muy bueno.
Cerré los ojos frustrado.
Soy un idiota.
Retrocedió los pasos que había avanzado, y me miró con ternura, como quien se enternece ante un niño.
—Espero verte ahí —mencionó esperanzado—. Bueno, si es que tienes tiempo. No es obligatorio asistir.
Sonreí por su nerviosismo.
En este justo momento sentí que la eternidad era demasiado pequeña. No me cansaría de mirarle.
—Iré —aseguré observando mi reloj, asustado—. Me encantaría seguir contigo..., me refiero a seguir platicando contigo, pero tengo clase con el profesor Anderson y estoy llegando tarde. ¿Te parece si te veo allá? Tengo que irme ya.
—Tengo esa clase también ―aseguró, metiendo sus manos en el bolsillo del pantalón.
—Vaya ―musité―. Entonces debemos darnos prisa.
Apuntó hacia el pasillo y le seguí como un imbécil enamorado. No estaba nada equivocado en mi elección de palabras.
Seguí con la mirada la camiseta de su equipo.
A través de la multitud de cuerpos enormes podía apreciar los músculos del chico dueño de mis emociones, no era tan difícil sentir la esencia de su concentración. Vislumbré con cautela el estampado con el número seis y el nombre resplandeciendo con seguridad: Jordán S.
Los patines danzaban formando círculos y espirales perfectas en el hielo, dibujos parecidos a las grecas del salón donde tuvimos nuestro primer enfrentamiento, la manera en que sus pies mantenían su firmeza en el patinaje me cautivaba, sin detenerse. El sentimiento regresó con insistencia en cada flexión de su cuerpo y en cada preciso movimiento de sus brazos tonificados, debajo del uniforme del equipo estaba el más fuerte de mis deseos, y el único ser que podía hacerme caer del cielo.
Castores. Era el nombre del equipo, un nombre bastante extraño a mí parecer, pero que a la vista del ojo canadiense resultaba favorecedor.
La forma en que sus hombros cuadraban tensos reflejaba un comportamiento centrado, preocupado por la postura de su espalda, era fácil para mí identificar esos diminutos detalles.
Estaba volviéndome loco.
Después de dos periodos de veinte minutos en el juego, los nervios pasaron de la preocupación al miedo, y el equipo contrario permaneció seguro por su destacado empate. El marcador tenía una desventaja para el equipo anfitrión, donde Jordán debutaba.
Era suficiente para saber que podría perder y eso me afectaba.
Mi mano ejerció fuerza en la de Ann cuando el equipo contrario estuvo cerca de meter el disco. Un chillido de queja escapó de los labios fruncidos de la pelinegra.
Me miró molesta, y después me golpeó la cabeza con su mano extendida.
—Perdóname, estoy muy nervioso.
Negó con la cabeza.
―No me digas ―declaró sarcástica―. ¿En serio?
Ignoré su comentario.
― ¿Crees que gane? —inquirí mirándola como si el triunfo estuviese en su respuesta.
—Tranquilo, tu novio puede.
Rodeé los ojos.
— ¿Vas a empezar? ―respondí, irritado.
—Vamos, no seas aguafiestas. Además, es imposible olvidar lo que te dijo antes de salir a la cancha —rememoró bobalicona—. «Agradezco tu presencia. Me hará falta saber que estás aquí.»
Frunció sus labios lanzando besos al aire.
Ayer en la cena se ofreció a acompañarme porque quería ver la manera en que él reaccionaba frente a mí, verlo de cerca. No entendía mucho del partido y obviamente le daba igual si nuestra universidad ganaba, sólo estaba aquí para hacerme compañía, aligerar la sensación de ansiedad. Y también molestarme claro estaba.
Me volví ignorándola.
Fijé mi vista en el bastón sobre las manos de Jordán, descendí decidido a notar el porqué de su aparente preocupación.
El disco de caucho estaba en su poder. Le empujaba mientras sus pies trazaban óvalos sobre el hielo, el frío golpeó mi corazón con fuerza, sentía sus emociones acercándose a mí.
Me levanté y grité su nombre, animando su trayecto. Deseé con mis fuerzas enteras que ganara el partido, mis puños se cerraron aguantando la ansiedad por la corriente que recorría mi estómago. Nunca fui un amante de los deportes, pero aun así aquí estaba mirando uno por primera vez y por apoyar a un desconocido, sólo porque se robó mi corazón.
Estaba cambiando y me agradó la idea.
Miré mi reloj otra vez, faltaba un minuto.
Observé con terror a los cinco jugadores restantes acercándose peligrosamente a su ubicación, intentando arrebatarle su boleto a la victoria. Me volví a buscar emoción en el rostro de Ann y así fui capaz de ver algo que me dejó dislocado.
Al otro lado del campo, en lo alto de las gradas y con una falta corta, una chica castaña admiraba a Jordán. Mi pulso se detuvo, aquella mirada era parecida a la mía, y con un toque distinto, un sentimiento que había tardado en desarrollar: lujuria.
Se le veía interesada. Tanto que mirarle mientras se distraía con Jordán, de alguna manera me dejó atolondrado, tan enojado que las sienes me empezaron a pulsar.
Cuando la mirada de la chica se fijó en mí, sus orbes resplandecieron asombrados. Se supo descubierta, y no sabía su existencia en que lugar me dejaba frente al castaño.
Escapé de mi bloqueo para concentrarme en él, aunque en mi cabeza, esa mirada se marcara con fuerza.
Patinando se dirigió a la portería del rival con el disco aún impulsado por su bastón. Dos patinadores se acercaron a él emboscándole, uno de un lado y viceversa, estando tan cerca intentaron embestirlo. Estuve a punto de gritar en cuanto arremetieron contra él, se les veía dispuestos, tan competitivos, y cegados que temí por una posible lesión.
Jordán saltó con el bastón en la mano y giró en el aire, danzando sobre el hielo como un patinador artístico. Con cada giro mi cabeza se nublaba.
Desafió a la gravedad y al tiempo, cuando anotó el disco en la portería.
Los segundos restantes transcurrieron después de que marcara el punto a su favor. La sorpresa se volvió efusividad y los gritos empezaron a sonar.
Lo había logrado.
No pensaba en nada, estaba ansioso por sentirlo cerca, anhelando verle, sonreírle, demostrarle aunque fuese de manera sutil, una pequeña muestra de lo mucho que sentía en ese momento.
Bajé los escalones para llegar a él, dejando a una Ann divertida en las bancas.
Estaba completamente emocionado por su triunfo, dispuesto a felicitarle salté sobre los asientos, esquivé personas. Mis piernas temblorosas no daban tregua, cada paso caía más firme, mi corazón se encontraba golpeando mi pecho y nada me importó, mucho menos aquella chica. Le veía muy cerca.
Corrí hacia él con una sonrisa en el rostro.
― ¡Estuviste grandioso! ―grité a escasos metros de distancia, mientras él corría en mi dirección―. ¡Ganaste!
Entonces sus brazos se abrieron y acercándose a mí, me rodeó entre ellos, protegiéndome en su pecho. En un segundo me reconstruyó, curó cada herida.
Sentí que vivir tenía sentido.
El aire escapó de mis pulmones y la calidez de su cuerpo envolvió el mío, mis ideas perdieron territorio, atrapadas estaban en un manojo sensible de emociones disparadas. Mi cabeza se nubló completamente mientras las flamas de su fuego consumían mi alma.
Cerré los ojos permitiéndome abrazarle, deslicé mis manos lentamente, todavía asustado por la sorpresa, recorriendo la textura dura de sus músculos bajo mis caricias. Él respondió apretándome más. El miedo a sensaciones desconocidas ató nuestros secretos con un hilo resistente, así de frágil era cada roce en los omóplatos.
También me acarició de forma sutil y tuve que recordar donde estábamos para no caer de rodillas.
Entonces le apretujé contra mí, sintiendo su temblor, enamorado de su interior. Después de años de sufrimiento, en sus brazos conocí el valor de la protección. Me sentí fuerte a su lado. Lo necesitaba.
Ya no podía más, dejé de resistirme. El nombre del sentimiento explotó en mi cuerpo trayéndome al descenso de mi libertad.
No lo negaría, ya no más.
Estoy enamorado de ti, Jordán.
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¡Hola!
Lo prometí, actualicé pronto.
Espero puedan recomendarme con amigos y otros lectores, en verdad desearía recibir opiniones de mi novela y votos.
Les agradezco la espera y aguantar mi retraso constante.
Ella, es nuestra bella antagónica. La villana que no se detendrá hasta destruir el amor.
Queda de ustedes.
WingofColibri
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