06 | Capaz de todo
En la noche, mantuve mi mente concentrada en los colores difuminados del gris, pequeños fragmentos degradados que blanquecinos resaltaban en el techo de mi recámara. Las líneas disparejas distraían lo insolente de mis pensamientos, y algo requebrado dentro de mí se sintió vulnerable.
Respiraba acompañado por el silencio. Uno que se sentía lleno que, de alguna manera, sabía a recuerdos, a ilusiones.
Me volví observando el exterior, a través del ventanal.
Mundos diferentes, y a la vez tan unidos por distintos motivos. Los colores fusionaban sus cuerpos, alargados por tiras de tonos variados, combinando la gama entera.
Luces diferentes resplandecían borrosas en la lejanía, luchando una partida imaginaria por el color más vivo. Tan sólo diminutos puntos extendidos alrededor de los edificios, casas y faros de luz, donde sus brillos escapaban.
Mis pensamientos seguían el mismo patrón, viajaban de un lugar a otro, divagando, se esparcían confundiendo la claridad que me rodeaba. Había una sola cosa en la que sí estaba concentrado y era, inevitablemente, esa mirada dorada, pensar en él hacía que mi corazón latiera deprisa.
Apenas lo conoces, Byron.
Sin embargo, sentía que él, además de Ann, era lo único en mi vida que tenía sentido. Estaba frustrando los intentos de olvidar, atrasando el plazo límite de un aislamiento voluntario. Mis párpados pesaron cuando intenté permanecer despierto, las manos me temblaban cuando me imaginaba a su lado, formaba puños, reprimía mis emociones sin éxito. Mi corazón latía muy fuerte, a ritmo agónico sujeto a la soledad.
Sonreí después de pensarle, esta sensación en mi pecho ardía, quemaba tanto. Mis labios vibraron desorbitados, una calidez en el fondo de mi vientre provocaba aceleraciones. Los parpadeos eran insuficientes para olvidar, la imagen se aferraba con fuerza, respuestas que emergían adelante de mí. Se sostenía de mí, se apoyaba de mi soledad, florecía en mi soledad, emergía tan rápido que me tomé un tiempo para pensar si era buena idea detenerle.
Le sentía cerca de mí, como si la distancia de repente no existiera, y él fuera lo único real en medio de tanta oscuridad.
Tomando los extremos de la almohada escondí el rostro, la sonrisa apareció vigente debajo de mis intentos por ocultar. Gritos abrumadores hundieron a mis ideas revolucionarias. Deseaba sacar mi frustración, cada sentimiento y salir, hacer demasiado ruido.
Olvidé pensar, a tal grado que, no podía recordar cuanto tiempo estuve cubriendo mi rostro.
El sonido que provocó la puerta al ser empujada logró que las ideas se esfumaran, se invadía mi privacidad, como si intentaran robar lo que quería sentir completamente mío.
Reincorporándome deprisa dirigí mi visión hacia el origen de este. Me sentí expuesto, como cuando ocultas algo por mucho tiempo, y evitas decirlo, pero en algún momento te descubren. Me había pillado infraganti, aunque no tuviera algo que ocultar.
Explicar lo que no podía entender de repente se tornó complicado. ¿Cómo se le llamaba a algo que surgía de la nada?
—En verdad te gusta —murmuró Ann acercándose al borde de mi cama―. No te culpo.
Se sentó sobre el colchón, en su mirada, un fondo traslucía curioso, un destello.
― ¿Cuánto tiempo llevas ahí? ―pregunté en un trémulo movimiento.
Tomó una almohada para recargarse, cuando la pregunta en forma de idea se unió a mi voz, ella simplemente me miró con ternura.
―El suficiente para verte sonreír ―confesó, mostrándome un parpadeo curioso―. También patalear.
Reí, apenado, descubierto, casi ultrajado.
Soltó una carcajada.
―Supongo que no te irás hasta que te cuente ―reconocí, sentándome cerca del respaldo de la cama―. ¿Por qué el interés?
―Eres mi mejor amigo ―señaló, obvia.
Asentí, asimilando lo mucho que tenía que decir, y lo poco que sabía en realidad.
— ¿Me dirás que sucede? ―insistió―. Puedo preguntarle, de igual forma.
La sola mención de él, hizo que mi estómago vibrará, que mis ideas se incendiaran.
—No sé de qué estás hablando —musité mirándole fijamente―. ¿Qué te hace pensar que pienso en él?
—Jordán —susurró analizando mi reacción, bajé la cabeza, afectado—. Dilo, pensar en Jordán. Reconocer que te mueres por contarme no te hace débil.
―No quiero contar algo que aún no es real.
―Es real para mí ―contestó rápidamente.
―No sé si también para él.
Me mordí el labio, aceptando por primera vez que me afectaba la idea, que me aterraba ilusionarme sin recibir lo mismo a cambio.
―El primero... ―insinuó―. Te conozco, no podrías ocultar algo que resulta tan obvio a primera vista. No me mientas.
Mi mirada se detuvo en sus sandalias, distrayéndome de la pregunta implícita que había soltado, conté las grecas de diseños confusos entre las cintas decoradas. Perdí la cuenta a la mitad, pero seguí mirando obstinado el vacío, esperanzado por olvidar, por hacerla olvidarlo a ella también.
Porque de momento la idea, y mi ilusión, se hundían ante la insinuación de estarme equivocando, de estar confundiendo las señales.
—Hace tiempo en secundaria tuve la oportunidad de conocer a un chico —relató inmersa en el recuerdo—. Tenía una mirada triste, caminaba por ahí con la sombra de una felicidad apagada. Guapo, por cierto. Se le veía de alguna manera interesante, quizá más de lo que en ese entonces yo podía llegar a pensar. Enigmático.
― Ah, ¿sí? ―opiné, con una sonrisa melancólica.
―Sí. Discutimos en el primer trabajo juntos porque a mí parecer, lo estaba haciendo todo mal. Estaba furiosa porque nunca me habían llevado la contra en las ideas que aportaba, demonios, ese día quería incluso golpearlo. ―Reí al verla relatar con tanto énfasis―. Estaba acostumbrada a molestarme y que todos se callaran, pero él no lo hizo. De hecho, volvió su rostro hacia mí y me dijo que, de ser así, yo hiciera el trabajo completo.
―Que audaz ―repliqué, viéndole reír―. Hacía falta que alguien te bajara los humos.
―Quería darte una bofetada, a pesar de entender que en ti había rastros de valentía ―recalcó―. Eso era lo que veía en ti, una admirable valentía, un instinto de lucha. No lo había entendido, hasta que pude hablarte.
― ¿A qué quieres llegar? ―cuestioné, sintiendo como algunas lágrimas se agrupaban, invocadas ante el recuerdo―. ¿Me quieres ver llorar?
Suspiró, exasperada.
―Me contaste que eras bisexual ―soltó con una carcajada exagerada―. Incluso te di un apodo. En esa época no querías aceptar que te gustan y siempre te gustarán los chicos. Entendí que aún no confiabas demasiado en mí, que no aprendiste a reconocerte.
―Intentaba creer que podía, si quiera intentarlo ―confesé―. La gente es cruel, el mundo lo es.
―La vida te lastimó mucho, cariño ―afirmó, acariciando mi mejilla―. Pero aun así, sobreviviste, te impusiste ante la adversidad, te volviste más fuerte que cualquiera. Te convertiste en un ejemplo que admirar.
Asentí, tragándome el fuego, que enervaba con dolor.
―Así que deja de ser tan testarudo ―masculló, convirtiendo la atmosfera en una nube de confianza, de lealtad―. Háblale a tu mejor amiga de esta nueva fase. Confía en mí.
Levanté la mirada, orgulloso, confiado, aunque no todos lo dijeran, a veces se necesitaba escuchar de otros lo que se pensaba de sí mismo. Recordaba perfectamente ese día y estaba seguro de haber confiado en ella para contarle parte de mi secreto.
El sonrojo decoró mis mejillas. Me negaba a aceptar que había ganado en todo lo que decía, cada predicción y comentario acerca de Jordán.
—Viví una situación complicada, Ann. Cuando entendí lo fuerte que podía llegar a ser, dejé de callarme y resignarme a las órdenes de los demás. Tú no serías la excepción —comenté con una sonrisa.
—Lo sé.
—Intentaba creer que a una parte de mí en realidad le gustaban las chicas. Me equivoqué y lo reconozco. Perdón si pensaste que quería engañarte.
— ¿Y qué pasa con Jordán? —prosiguió buscando mi mano―. ¿Qué hizo ese chico para cautivarte de esta manera?
—Te lo contaré —suspiré cuando me sujeto con firmeza—. Él, es un idiota, no entiendo en realidad que lo hace tan especial, me es difícil descifrar las señales. Es un chico complicado, incluso pensar en eso hace que me estrese. Pero de alguna manera, contra todo pronóstico, acepto que quizá él me gusta, me atrapa más que cualquier otro que haya conocido.
Asintió sabiéndose victoriosa.
— ¿Cómo sucedió? ―interrogó abrazándose ahora a la almohada que había tomado previamente, preparándose para la historia, cual niña esperando un cuento para dormir.
Procesé mis palabras antes de hablar.
—Algo en él me está volviendo loco ―admití, recordando como sus labios quisieron besarme―. Desde ese día en el parque. ¡Dios, Ann! Me miraba como si fuera algo especial, como si yo fuese una joya con mucho valor. Viste esa sonrisa, tan preciosa y él... Es tan guapo, su físico me importa poco. Su mirada es como un ancla, borró mi pasado en segundos y hubiese sido capaz de desvanecer toda mi vida. No sé qué estoy sintiendo, está claro que me gusta. ¿A quién no?
Volteé a mirar de nuevo la calle que, tras la ventana, me inspiraba valor.
— ¿Le gustas a él?
Regresé a mirarla con la respuesta en el gesto, con la decepción pintada en el rostro. Su mirada se tornó opaca.
—No lo sé ―exclamé―. Siempre parece confundido. Sólo lo he visto en tres ocasiones, es ridículo. Además, hoy discutimos.
—Tal vez tiene miedo. ―Se encogió de hombros―. Tú lo tenías, es respetable.
—Acabamos de conocernos —susurré abatido―. No es como que esté aceptando una vida juntos.
Me miró un instante enarcando una ceja en lo alto de su frente, ladeando la cabeza, sonrió negando.
Suspiré avergonzado por las palabras dichas, aunque la razón estuviera de mi lado. ¿Cómo pudo pasarme algo así?
—Las mejores virtudes que esta vida puede ofrecer suelen pasar frente a nuestros ojos sin darnos tiempo de reaccionar —pensó en voz alta—. Te dejaré dormir. Mañana te espera un día más para conquistarle.
Agradecí su partida.
Evité contarle lo que él había dicho sobre la venda en mi muñeca. Ella se iría sobre su yugular.
Vislumbré a su silueta partiéndose en el umbral, dividida por la oscuridad agonizante.
Dejé caer los brazos a mis costados resoplando por mi suerte, las sombras a mi alrededor me alcanzaron provocando una precipitación a un mundo oscuro. Necesitaba olvidar y por suerte lo logré.
Esa noche soñaría con un niño de ojos tristes y alma partida, dispuesto a amar, buscando ser amado.
Mis brazos rodeaban mis piernas temblorosas, y mi cabello se escurría sobre mis mejillas todavía cubiertas de lágrimas. La improvisada cortina tapaba mi tristeza de manera segura. El aire que entraba era pesado, caliente, ardía en mi corazón manifestándose por furia contenida.
Me sentía débil y estúpidamente asustado, por descubrirme de tal forma. Era como si estuviese desnudo frente a un millón de personas. Expuesto ante la sociedad.
Irónico.
Aquella vibración descontrolada alteró mi piel, y el movimiento tenso en mis hombros destrozó mi fortaleza; construida sobre el dolor de una vida prohibida. Intenté vagamente distraerme mordiendo mis labios, juguetear con ellos en ocasiones resultaba entretenido. Fallé en detener los choques dentro de mi retumbante corazón. Entonces lágrimas perladas descendieron dolorosamente, otra vez, y en el recorrido, el sonido de mi voz entrecortada se acumuló en mi garganta.
Ascendí entre los límites del dolor y la felicidad, caminando entre los bordes, esperando caer en algún momento. Levanté mi cabeza encontrándome con una mirada destructiva, el fondo oscuro de las pupilas frente a mí, acariciaron mi miedo.
Me reincorporé con una batalla de ideas persuasivas en mi cabeza queriendo dominar mi boca.
—Mañana visitaremos a un psicólogo.
—No iré. ―A pesar de estar destrozado, un palpitar de valentía huyó de mi alma y salió por mis labios―. No puedes obligarme.
—Nada de réplicas. Soy tu madre, quiero ayudarte, déjame cambiar esa confusión en tu cabeza. Un profesional tendrá mayor conocimiento acerca de esa enfermedad —sentenció con lágrimas a lo largo de sus mejillas.
Mi corazón se endureció.
—No es una enfermedad —respondí molesto por su elección equivocada de palabras―. No estoy enfermo.
— ¡Sí, lo estás!
—No voy a ir con nadie y claramente no te comportas como una madre ―solté, destrozando toda estampa que tuviese de ella guardada en la memoria.
— ¡Cállate! —gritó elevando los vellos de mis brazos—. No lo entiendes. No puedo, ni quiero tener un hijo gay.
Mi hermana salió de su habitación con aquel flequillo cubriendo uno de sus ojos marrones, escondiendo un gesto pálido y desgarrador, tan triste como los matices rojizos en sus párpados. Estuvo llorando. También me moría de miedo, y el entendimiento llegaba demasiado lejos.
Me costaba comprender lo que pasaba, a lo lejos ella soltaba un sonoro sollozo.
Y me dolía no ser comprendido.
—Aida, regresa a tu habitación —recitó mi madre con un tono de voz cálido―. Vamos, tienes que dormir.
Hipócrita.
Recibí golpes fríos en el pecho, cada palabra funcionaba como el veneno llenando un jarrón hasta el tope. Acumulándose en un hueco vacío que implicaba a mi corazón.
Me levanté mirándola cansado.
—Me das pena, mamá.
—Eres menor de edad —puntualizó mirando a mi pequeña hermana—. Yo decido sobre ti.
Caminaba desde el pasillo hasta la puerta de la recámara a unos pasos de mí cuando su voz autoritaria detuvo toda posibilidad de compasión y amor. No podía más.
Mi cabeza formó cristales alrededor como una muralla.
Una sonrisa triste se abrió paso entre los oscuros rincones de la tristeza y una lágrima salada rozó suavemente mis labios.
Temerarios, dolorosos y lascivos recuerdos tragaban mi cordura a cada paso avanzado. Parpadeé borrando las imágenes de mi cabeza confundida, parecía ser que me había convertido en una sala de proyección. Sólo que mi vida era poco interesante.
Los casilleros en los pasillos concentraban el aire, esencialmente hoy me sentía asfixiado, en mi cabeza un ligero pulso rompió mis esquemas, todo tipo de tranquilidad desapareció al ritmo de mis latidos.
Acababa de llegar hace unas horas a la universidad con el castigo golpeando mi memoria, debía cumplirlo, un error siempre cuesta más caro de lo que en realidad vale, y me lo había ganado por caer en un juego infantil, provocado por ese idiota.
Mi mirada deteriorada por la injusticia ascendió.
El castaño se encontraba de pie observando su celular sin mucho interés. Recargado en uno de los casilleros reflejaba una posición despreocupada, viéndose perfecto sin proponérselo. Parecía incluso libre.
¿Lo eres, Jordán?
Apenas me acerqué su mirada conectó con la mía y ahí estaba de nuevo la misma magia. Mis recuerdos se esfumaron como polvo cerca de un ventilador, el suave viento de esa sonrisa tímida alejó los pensamientos negativos, cada parte de mi cuerpo despertó como si hubiese estado hibernando. Mi vida volvía a comenzar, y pude sentirlo en nuestros cuerpos, aquella descarga de sentimientos.
El dolor se había ido.
—Hola —murmuró despacio, parecía arrepentido de saludarme.
—Hola —respondí completamente hipnotizado por el bosquejo perfecto de su mirada—. Ayer no fue un buen día.
—Sobre eso... ―comenzó, mordiéndose el labio, completamente nervioso.
—No importa —interrumpí cauteloso.
Me miró con urgencia, con el sentimiento atascado en la garganta.
—Quiero decirlo.
Tiré la mochila al suelo cerca de la suya.
—No te preocupes por eso. ―Desvié la mirada un momento, porque tenerlo cerca, alteraba mi centro―. Sabía que no debía responder a tus juegos, y aun así lo hice.
Se me acercó en un momento, y mi cuerpo se paralizó, esta vez se encontraba cerca de mí. Sentí el peligro escapando de sus dedos, lo dejé, permití que mi corazón gobernara, mi alma estaba viva.
―Yo me refería a que, me comporté como un imbécil. Es obvio que estás pasando por un mal momento. ―Miró la venda en mi brazo, y tragó saliva, como si pudiese sentir mi dolor, como si me conociese como nadie―. No quería herirte, no quería burlarme.
Le miré fijamente, intentando ver una señal, queriendo abrir todos los candados de su jaula.
―No se puede componer algo ya hecho ―susurré, endureciendo el gesto―, pero ya está olvidado.
—No debí hablarte así. Acabamos de conocernos y... —empezó a explicar agachando la cabeza.
El arrepentimiento en su voz, y la manera en que sus labios cuadraban perfectos al hablar me distrajo. Era tan profundo lo que estaba sintiendo que olvidé razonar, era imposible ordenar mis pensamientos.
Mis labios rebeldes como siempre, se abrieron sin pensar.
—Entonces conóceme —comenté al verme envuelto en llamas, huyendo de lo mucho que me hacía delirar.
La mayoría de las tonalidades del rojo tiñeron mis mejillas encendiendo mi rostro como un cielo lleno de fuegos artificiales, mi pecho se infló y una sacudida me hizo arrepentirme inmediatamente.
Me mordí el labio con fuerza para castigarme.
Él parecía impresionado. Estático me observó con una mirada que podría ser de ternura, aunque estaría malinterpretando seguramente.
Sonrió.
—Me encantaría. ―Sentí que algo más escondía tras el destello que en su mirada me deslumbró.
Mi corazón retumbó violento en mi pecho, amenazaba con destrozarme, el vivo sentimiento me hacía temblar. Estaba analizando su respuesta y formulando las mías; correctas y alternativas.
Se veía tan lindo.
Quise tener una cámara en mis manos y tomarle una fotografía, capturar un momento como este para rememorar en las oscuras noches de soledad, en la afligida oscuridad.
Pero la voz del obeso director atravesó la conexión que él y yo habíamos formado.
— ¿Comenzamos? —preguntó sarcástico—. Entren.
Obedeciendo la orden caminamos casi juntos hacia la entrada de dos puertas. Jordán me miraba por el rabillo del ojo, y no pude más que sonreír, evitando demostrar que en mi interior una tormenta consumía terreno.
Entramos en la cafetería.
—Recomiendo que limpien debajo de las mesas —añadió a nuestras espaldas―. Algunas veces los restos de comida se quedan adheridos por mucho tiempo.
―Me suena a orden ―bufó Jordán.
― Que inteligente observación ―replicó, caminando hacia la puerta―. Más les vale terminar a tiempo.
Había tenido sólo una ocasión para observarla, en esencia era lo mismo de todas, quizá lo único destacable fuese su gran tamaño.
Escuchamos la puerta al ser cerrada y al volverme hacia el origen me descubrí asustado por estar a solas con Jordán. Creía que el director estaría supervisando el castigo.
Él y yo, estábamos ahora, completamente solos.
El encierro alteró mis latidos, cerré los párpados con fuerza asegurándome de guardar el grito atascado en mi garganta.
Respiré profundamente preparando a mi mente para resistir la tentación.
Giré sobre mi eje en dirección a mi acompañante, justo cuando Jordán se acercaba para hablarme. Su mano quedó paralizada por encima de mi hombro y la cercanía peligrosa de nuestros rostros detuvo ambas respiraciones. Miró fijamente mis labios, un extraño gesto que suavizó mis latidos, dentro de mí el temblor causaba estragos y la piel ansiosa deseaba fusionarse con la suya. Pude apreciar sus hermosas facciones.
Aquellos delicados labios rosados se ubicaban a escasos centímetros de los míos, y casi podía saborear el néctar a mandarina que estos desprendían.
Escuché los latidos de su insolente corazón. Ayer habíamos vivido esa misma sensación en el aire, controlando nuestros cuerpos y regulando la respiración de los dos en una sola. Respiré su aliento, el aroma a jabón y gel se mezclaron haciéndome perder los estribos.
Su mirada ámbar inhibía el tiempo. No sabía que me estaba consumiendo, que devoraba todo lo que estaba dispuesto a entregar a voluntad.
Bésame.
Rogué en silencio, supliqué ante lo sediento que me dejaba saberle cerca, y a la vez lejos.
Alejándose deprisa me dio la espalda, la postura de sus hombros logró tensionar mis músculos. Permanecí cabizbajo unos segundos. ¿Cómo pude ser tan estúpido?
Creer que él podría besarme debió ser una de mis más estúpidas fantasías.
No sentía lo mismo por mí. Fue mi error por pensar que a veces funciona para los dos. No podía explicar esto; ese algo que se siente y sabe que, en el fondo de un corazón hecho de cristal, duele. Aquella mirada bastaba para cambiar mi carácter, para dejar atrás a un pálido chico pisoteado por un pasado tan pesado, que cargaba, y se clavaba cada vez más.
Comencé a caminar aproximándome a la habitación donde guardaban los utensilios de limpieza. Sentía los pasos de Jordán dentro del cuarto, el deseo vibró, necesitaba besarlo, tenerlo entre mis brazos.
Me detuve a pensar las consecuencias, seguí avanzando. No se le puede obligar a un corazón a latir por otro.
El tiempo transcurrió en un abrir y cerrar de ojos.
Estuvimos moviéndonos de un lado a otro, limpiando y puliendo los pisos, además de la extensa cantidad de mesas. En todo ese tiempo Jordán habló lo necesario, prácticamente ignorándome el resto del día. Después de horas dentro, habíamos terminado de limpiar todo. Trabajar en equipo resultaba embriagador, pero también difícil. Aunque fue inevitable pensar en el castaño dentro de mi vida, estaba seguro de que él podría aliviar mi dolor y curar todas mis heridas.
Y me pregunté entonces que daría yo por él, que le daría a cambio de lo que ya había demostrado ser capaz de hacer.
Terminaba de guardar la escoba en el pequeño cuarto cuando su voz rompió el cristal que, el silencio construyó.
—Byron —dijo con un tono tembloroso, parecía indeciso—. ¿Qué es lo que más te gusta hacer con tu tiempo libre?
Detuve mi andar hacia la puerta de salida y le encaré, fascinado por la manera en que pronunciaba mi nombre, arrastrando cada letra. La pregunta era demasiado repetitiva como para tomarse en cuenta, pero su intención flotaba sobre nosotros.
Mi pulso acelerado creó una sonrisa sincera.
Sentí demasiada ternura por él.
—Pensé que me gustaría conocerte —añadió mirándome intensamente, reconociendo sus sentimientos ante mi silencio.
Creí caer de rodillas ante su firme e imponente presencia.
—A mí también ―solté, gobernado por mi corazón.
Todo lo que sentía se sumió, se hundió en mi corazón, y lo reforzó, lo convirtió en algo más fuerte, en algo que aún no quería reconocer.
—También —repitió lamiendo su labio inferior con lentitud.
Tragué saliva antes de empezar.
—Escribir —respondí sonriendo, queriendo contarle todo de mí, hacerle participe de lo que me hacía feliz―. ¿Y a ti?
―Hockey ―admitió, sentí que necesitaba contarme más, y yo lo quise todo.
La conversación avanzó impulsada por el motor que nos había conectado. Caminamos hacia la salida del recinto hablando y algunas veces sonriendo, era más inteligente de lo que suponía. Me platicó detalles importantes sobre música y películas, algunos otros personales, me enteré de un universo de datos que evité olvidar. Aspectos relevantes que mi memoria convencida decidió guardar con doble cerrojo.
Mi mirada le seguía mientras charlábamos.
―Entonces escribes sólo como un pasatiempo ―susurró―. ¿No te gustaría dedicarte a ello?
―Me gustaría en un futuro, publicar algo, ver de qué soy capaz ―expliqué, rogando por tener más de su tiempo―. Por ahora sólo me limito a escribir lo que siento.
Se detuvo un momento, y me miró, como nadie jamás lo había hecho. De nuevo me sentía único, por primera vez me sentía admirado, igual que un monumento. Y se sintió tan bien, que me sentí culpable, me sentí egoísta por quererlo para siempre.
― ¿Y qué sientes? ―preguntó, mirando en un movimiento rápido mis labios.
Cuando volvió a mirarme a los ojos, entendí lo que sentía, y comprendí que estaba completamente perdido.
― ¿Ahora? ―Asintió, esperando paciente―. Siento que soy capaz de todo.
Entre sus labios un suspiro me robó el corazón.
―También yo.
Sonreí, tan lleno, tan satisfecho. No había duda de que mis alas tenían ansias de volar.
Seguimos caminando, separados, aunque se sintiese un aire de complicidad.
Era gracioso ver aquel cuerpo sin desviarme a recorrerlo.
Comencé a darme cuenta de los músculos inflados que forraban su cuerpo, duros y marcados a simple vista, lo supe con exactitud cuándo mencionó que el gimnasio era una de sus actividades preferidas. Las venas se atisbaban a través de su blanca piel, su color lechoso permitía una transparencia fantástica. Tenía puesta una polera roja que le hacía ver incluso más musculoso, justamente su color favorito.
―Me he sentido un poco gordo, para ser sinceros ―soltó cuando le pregunté sobre sus rutinas de ejercicio―. Hoy tendré que ponerme al corriente.
La risa se escabulló de entre mis labios.
―Si se tiene la voluntad, es más sencillo ―apunté, mostrándole una sonrisa―. A mi parecer no te ves tan gordo.
Levantó una ceja.
― ¿Tan? ―repitió, fingiendo molestar―. A mi parecer no estás tan delgado.
Y reímos, sin motivo alguno, sin un chiste previo. Reímos por reír, por sentirnos plenos, por sentirnos así, cómplices.
Parecía una irrealidad hablar con él, sólo el fuerte retumbar de nuestros corazones provocaba sonidos en el extenso pasillo final. Su cuerpo era demasiado atlético como para pasar desapercibido y la polera le sentaba muy bien.
Mordí mi labio con fuerza resistiéndome a quitársela. A pesar de sentir algo más que un deseo fugaz, era inevitable no fijarme en lo mucho que ardía mi piel ante la idea de sentir la suya.
El día acababa y me entristecía, mi corazón lloraba internamente por la inminente separación. A veces solía pensar que era un romántico empedernido de lo peor.
Sobre la acera una vez que llegamos, me despedí de él con un movimiento de mano. Me alejé recibiendo el latigazo de la realidad, aunque de alguna manera avancé un escalón en la relación, quedaría en eso, una amistad y nada más.
Era lo único que él podía ofrecerme. Me pregunté entonces si yo estaba dispuesto a aceptar.
Atravesé la calle sin pensar en el sentimiento que acababa de asimilar.
— ¡Byron! —gritó a lo lejos y me volví a mirarle—. ¿Te gustaría ir a mi partido de hockey mañana?
Parecía ser que olvidarme de él sería demasiado difícil, quizá imposible.
Suspiré.
¿Por qué apareciste en mi vida?
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¡Hola!
En verdad lamento el retraso, pero a veces la inspiración no llega. Espero haber alcanzado las expectativas en este capítulo.
El acercamiento ocurrió.
Aunque no será todo. Es obvio que una historia romántica entre personas del mismo sexo no es de color rosa, y a veces el amor puede ser el principal enemigo.
Me despido no sin antes recordar que me encantaría recibir más votos y comentarios. No olviden compartir la historia si les está gustando.
WingofColibri
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