05 | Enfrentando el sentimiento

Escuché el sonido de la puerta cuando Jordán salió, empujada con fiereza y crujiendo; consecuencia del impacto en la pared.

     Todavía podía palparse el enojo del castaño. El retumbar alteró mis sentidos, el fuerte golpe provocó una vibración sonora. La rapidez con la que fue azotada me hizo estremecer por un segundo.

     Pensé en lo que dije.

     Era absurdo creer que la verdad estaba escondida en mis palabras, necesitaba de un escarmiento por su imprudencia y a pesar de sentir una enorme satisfacción las dudas aún invadían mi cabeza. Él se mostró herido por mis palabras, llegué a cuestionarme si el sentimiento de confusión era recíproco. Pasaba por una fase extraña de humor, necesitaba sentir esos mismos brazos con los que había fantaseado, aferrándose a mí, envolviéndome con firmeza y sus labios, invadiendo otros igual de receptivos.

     Mi contradicción me dejaba en una posición incómoda. Nunca había deseado tanto a alguien.

¿Qué quiero de ti, Jordán?

     Me levanté extrañado, apartándome del pequeño cubículo donde el olor fétido alentaba a escapar. La claridad llegaba demasiado tarde. Los sentimientos impuestos en mi pecho revoloteaban haciéndome mal, necesitaba aclarar ese asunto.

     Recargué mis manos en el lavabo color marfil encarando al chico en el espejo. A través de mi reflejo atisbé a un niño demacrado y destruido por una vida difícil, un cruel pasado anclado desde siempre. El sentido de mi existencia se reducía a respirar, vivir una vida que parecía más desconocida de lo que era. Un vacío enorme con ganas de llenarse.

     Abrí el grifo y lancé agua en mi cara, buscando limpiar los restos de mi tristeza.

     Quería limpiar la máscara que formé en mi desesperación.

     Mis labios rojos como la más fina capa de joya rubí resplandecían trémulos; vibrantes como cuando era pequeño y me asustaba con facilidad por cuentos baratos, obvia consecuencia de un llanto lastimero. Aquellos aros parecidos a una media luna rodeaban mis párpados inferiores en tonos débiles, tenues, pasando por una delgada línea en medio del blanco y el negro. Justo de ese tono eran las bolsas bajo mis ojos, hecho factible de una noche de insomnio.

     Debajo de las perladas gotas en mis pestañas, se encontraban dos pares de orbes color marrón. Un tono más claro, un engaño a simple vista, dejando atrás mi verídico color; caoba destellando bajo la luz del sol. Mi mirada conservaba ese color interior que parecía dispuesto a apagarse.

     Las gotas de agua seguían escurriendo por mi rostro. Aún podía apreciar mis párpados hinchados y el tono rojizo debajo de mis ojos.

     Me limité a mirarme en el espejo, intentando algunas veces sonreír con la intensión de olvidar, fue así como me descubrí pensando en él. Pensando en la única persona que había podido liberarme, pero que también tenía el poder de lastimarme.

     La puerta volvió a abrirse y mi pulso se aceleró, el nerviosismo se apoderó de mi cuerpo, alimentando mi sed de vivir. Desperté de mi ensueño completamente abatido, desolado en límites guturales. Decidí que le ignoraría, pero dejaría que volviera a pedir perdón. Quizá esta vez sería capaz de ceder.

     Me volví a mirar la causa del sonido y no reconocí al chico que entraba mirando sus manos, parecía distraído. Ignoraba mi presencia.

     Su cabello marrón se levantaba sobre la frente, desordenado, como si hubiese intentado mantenerlo ahí, fracasando por supuesto. Bajo pestañas largas, y cejas perfectamente alineadas me lanzó una mirada cargada de sorpresa, de curiosidad amortiguando mi inseguridad.

     Me sentí extraño, así con el rostro mojado y obvios indicios de lágrimas frente a un espejo, en definitiva, un lunático.

     Levanté mi jersey apresurado por limpiar el rastro de agua, sentí frío en el abdomen cuando por un descuido aparté más tela de la que debía. Pude notar una mirada hambrienta recorriendo mi piel desnuda.

     Deprisa terminé de limpiarme.

     Reconocí esa sonrisa. Era el chico que daba instrucciones el día que también conocí a Jordán.

     — ¿Te encuentras bien? —preguntó levemente preocupado—. Es obvio que no, se nota —agregó irónico.

     Y volvió a sonreír.

     Algo sucedía con él, su optimismo estaba provocándome asco. Después de terminar de decir algo, sonreía y todo su rostro se iluminaba, debía admitir que era malditamente atractivo. Esa sonrisa lo hacía ver mayor e incluso más maduro. Si tan sólo fuera así de fácil para mí.

     —Estoy bien —mascullé cortante y el frío de mis palabras se extendió en su dirección.

     —Está claro que no es así ―replicó, acercándose más.

     — ¿No te parece imprudente esa aclaración?

     —Digamos que la prudencia es un factor muy utilizado, a veces debemos decir cuanto podamos en el tiempo indicado. ¿De qué sirve ser prudente si lo que piensas vale la pena? —replicó con una mueca en el rostro—. Todos somos libres de decir cuánto queramos.

     Recogí los pedazos de mi dignidad.

     Avancé hacia la puerta.—Esa libertad aplica también en decidir si contestar o ignorar.

     —No eres bastante sociable —murmuró para sí mismo cuando mi mano tomó la manija de la puerta―. ¿Me dirás por qué?

     Logré escuchar el pequeño ruido de su gruesa voz por encima del bullicio que se escuchaba afuera. Algo en su tono me hizo sentir repentinamente contrariado. Su astuta manera de resultar llamativo carcomía mi reducida paciencia, pero incluí el mejor repertorio de palabras suaves para calmar mi ansiedad.

     —Lo soy, hoy fue un mal día. Es todo.

     Me miró fijamente.

     ― ¿Por qué llorabas? ―soltó, y se detuvo al ver mi reacción―. Es decir, ¿quieres hablar de ello?

     ―Prefiero que no.

     Caminó hacia mí.

     —Podemos ser amigos si lo deseas, así podrías contarme porque estabas llorando —inquirió nervioso y tímido.

     Era muy insistente, me recordó por un momento a Ann.

     Toda la fachada de seguridad burbujeante desvaneció como tintineo de campana, demasiado contraste al chico que hace un momento gobernaba la conversación.

     Evité pensar en sus últimas palabras.

     Pensé en mi grupo de amigos. Ann siempre había sido mi acompañante, vivíamos juntos hace ya algún tiempo, mi amistad con ella era una de las más fuertes. Scarlett, una amiga de la secundaria, aunque se mudó a Richmond intentaba visitarnos al menos una vez al mes. Tenía muchos más, pero tomaba importancia en pocos, y sólo ellas dos de entre todos habían estado innumerables veces apoyándome en difíciles situaciones.

     Ese era el valor de la amistad, una lucha compartida de batallas repetidas.

     Me fue difícil encajar en ese peldaño de mi educación, en realidad habría sido fácil si ese problema no hubiese sido tan obvio. Intentar quitarse la vida era algo que el mundo siempre interpretaba a su conveniencia, la decisión le pertenecía a la persona en sí. El cuerpo no era propiedad de nadie más.

     Aun así, mis amistades se contaban con los dedos de mis manos.

     —Podría funcionar —admití después de meditarlo―. Está bien, supongo que después no harás preguntas tan incómodas.

     Sonrió.

     —Eres extraño —aseguró desconcertado—. Aunque algo en ti llama mi atención. No pienso detenerme hasta saber qué es.

     — ¿Y yo soy extraño? ―solté acompañado con una carcajada―. Me estás asustando, amigo. Ni si quiera sé tu nombre.

     —Bueno, siempre he sido directo con mis emociones, así que sí, me gusta hablar sin parar ―explicó―. Te vi el primer día y bueno, decidí que algo me agradaba de ti.

     Se encogió de hombros.

     —Eso suena bastante raro a mi parecer —repliqué con una sonrisa socarrona.

     —Soy Marcel. —Extendió su mano presentándose.

     Él sonrió de nuevo, contagiando mis intentos de muecas extrañas. Tenía un problema terrible con las sonrisas.

     —Byron —apunté con la calidez emanando de mi boca―. Mucho gusto.

     Las puertas que se abrieron ante su mirada dejaban ver un: lo sabía, entrecortado y escondido bajo la insinuante amabilidad de su sonrisa. Quizá el poder de su alma atraía a la mía, magnetismo o atracción, en realidad no tenía problema con conocerlo.

     No era tonto, sabía lo que podría pasar, decidí seguir. Jamás fui un santo, había salido con chicos antes, nunca nada serio.

     Jalé la manija de la puerta y salí con Marcel pisando mis talones.

     Comenzamos una plática trivial.

     Hablaba sin parar, y sus labios danzaban alrededor de una boca que desde lejos se veía experta. Los sonidos que provocó buscaban el interior de mis oídos, se hundían, fundiendo sus palabras en mi cabeza, colisionando juntas en explosiones que provocaban cosquillas.

     Recordé el nombre de Jordán y las ideas transcurrieron solas. Quizá había actuado demasiado susceptible, la manera en que traté su disculpa tal vez fue injusta puesto que se le veía arrepentido. Tenía sentimientos encontrados, muchos como para contarlos, estaba encerrado entre mi deseo por conocerlo o ignorarlo por siempre.

Es un idiota y lo sabes, Byron.

     —Amigo. Al parecer tenemos la misma clase —parloteó emocionado el chico que se situaba a mi costado.

     Noté su altura. Más que la mía, deseé haberme arrepentido y después sonreí por lo extraño de la situación. Estaba seguro de haber perdido la clase mientras permanecí en el cubículo. Los maestros suelen ser exigentes. Exageradamente exigentes.

     — ¿Cómo es que...? —La pregunta se quedó corta cuando miré sobre sus manos un documento.

     Mi horario de clases me rogaba liberación de sus intrusas intenciones.

     —También eres ladrón —mencioné soltando una carcajada―. De lo que uno se viene enterando a minutos de conocerte.

     ―Tengo más talentos ―admitió, sonriendo de oreja a oreja.

     Le sonreí.

     Detuve mi enfoque en un letrero pulido, que tenía marcado el nombre del profesor de la siguiente clase, formado con un material casi metálico. Las letras relucían como el cristal de una copa contra la luz, en apariencia imponente y seguro, poderoso de sus cimientos creados en hierro.

     Por un minuto pensé en tocar las letras para satisfacer mi ocio.

     El aula mantenía columnas de piedra y material cubierto por pequeñas grietas, deslizándose alrededor del sostén del techo. Daban una apariencia fría al lugar, digna de una clase de circulación y manipulación. El diseño de entrelace parecía idea de un desordenado aficionado por el arte, colocando asientos de manera ascendente en el suelo en forma circular, concentrándose alrededor del proyector. En el fondo un área de estudio con un estante escaso en libros y una pizarra.

     Al final un rincón de escritorios imponentes, el piso se sentía distinto bajo mis pies o tal vez era lo intimidado que me sentía. El aura que emergía asustaba ideas alocadas, el lugar resultaba la perfecta combinación del frío y el calor, una rara mezcla.

     Me volteé con la intención de hacer una broma con Marcel, divertido con las comparaciones preparadas.

     Entonces mis manos chocaron con un pecho duro.

     Mi cabeza impactó en la frente de un chico y sus brazos arroparon mis hombros, hasta que levanté la mirada pude ver sus ojos.

     En las sombras traslúcidas de su mirada, reflejado y vagando dentro de un mar dorado el tono oscuro y misterioso como un alma vagó cansado. Un destello escondido en el fondo de sus orbes intensos. Algo dentro de él parecía esclarecer, llamando y llenándome de su esencia, un cierto punto en el que mis emociones se alteraron sin dar vuelta atrás. En mi cuerpo una reacción masiva se volvió electricidad, lo sentí temblar.

     Era el inicio de un palpitar eterno que me hacía pensar en desviar la mirada o terminar rogándole por atención.

     Ese era el poder de Jordán.

     Su mano se cerró bruscamente alrededor de mi muñeca y los orbes confundidos lucharon contra propios pensamientos, podía ver más allá a un chico asustado intentando escapar y por fuera a un león conteniendo su furia. Recordé una vez que fui al zoológico y pensé en acurrucarme cerca de un león, mi inocencia no me permitía ver que era peligroso.

     Y ahora que el peligro estaba presentándose de nuevo frente a mí, me encontré fascinado con la idea de intentarlo, aunque fuese una vez.

     —Primero me dices que me aleje de ti —susurró en voz baja―, y ahora me abrazas.

     Sólo yo podía escucharlo.

     —No estoy abrazándote —escupí con ganas de lastimar―. Suéltame.

     Una emoción desconocida enervó en el fondo de mi compasión, él había sido imprudente y grosero. Yo podía ser mucho peor.

     —Como quieras ―soltó empujándome, y poco a poco levantó la voz―. Fíjate por donde caminas, maricón —siseó molesto y el deje burlón en su mote logró que los gorilas a su lado rieran divertidos.

     En una semana había conseguido un grupo de imbéciles igual de vacíos.

     —Ese apodo del que te burlas bien podría ser tuyo, sólo me pregunto si te agrada más recibir o dar ―repliqué, con todo el veneno que pude reunir entre mis labios―. Te podría hacer el favor.

     —No estorbes en mi camino. ―Volvió a empujarme, y la furia brotó.

     —No, tú vuelve a llamarme así imbécil y juro que te hago pedazos —aseguré molesto tragándome el enojo que recorría mi cuerpo en llamas.

     Le empujé de vuelta, y el corazón se aceleró sin más. Giré sobre mi eje dirigiéndome a ningún lugar en especial.

     En un instante su brazo se apretó en torno a mi cuello, apretujando mi clavícula. La fuerza que ejercía eliminaba el poco oxígeno que había podido capturar. El ardor se concentraba en mis pulmones heridos, desgastados por el esfuerzo desmedido del aire recopilado.

     Hablaba cerca de mi oído esperando que sólo yo pudiese escucharlo.

     —Tú serías el que recibiría ―ronroneó―. ¿Recuerdas cómo reaccionaste cuando me froté en ti?

     Entonces lo hizo, frotó su miembro en mi trasero cubierto por el pantalón, la ropa era una barrera, pero mi cuerpo reaccionó y el aire se me escapó de los labios.

     ― ¿Lo ves? ―susurró con la voz ronca, empujándose lentamente―. Te fascina.

     La vergüenza embargó mis sentidos.

     Aplicando toda la fuerza que previamente había reunido, golpeé con mi codo el costado de su cuerpo, localizando un punto suave y doloroso.

     Entre el farfullo pude escuchar la voz de Marcel.

     Mi vista decayó sobre su abdomen.

     Mis puños golpeaban sin parar todo rastro de piel blanda, intentando derribar lo que sus piernas sostenían. Los golpes llegaban en seco, y él parecía resentirlos, también preparando sus movimientos.

     Entonces fue que en medio de la pelea observé a su puño dirigiéndose a mi rostro. Llegó con fuerza tumbándome contra el suelo, mi espalda retumbó sobre el estoico piso. Su cuerpo cayó sobre mí con la intención de seguirme golpeando, el escaso aire que mis pulmones habían reunido escapó con fuerza.

     Mientras intentaba esquivar sus puños, él ascendió sobre mi cuerpo, juntando su cadera con la mía en un ritmo frenético.

     Intenté removerme, pero terminé frotando mi pelvis con la suya.

     El aliento salió de su boca, me miró sorprendido.

     Mis labios se secaron.

     Él sentía la misma electricidad pude verlo. Permanecimos estáticos, mirándonos como el primer día en el parque donde habría reconocido mis emociones.

     Jordán estaba mirando mis labios, me acerqué unos centímetros. Casi imperceptibles que los demás dejaron pasar desapercibidos, ahora su mirada reflejaba miedo y confusión, una mezcla poderosa de sentimientos destructivos.

     Se acercó también con la intención de besarme.

     Una voz estridente rompió el momento cuando atravesó los gritos alentadores de mis compañeros, alrededor el bullicio cesó.

     ― ¡Levántense, ahora! —gritó apartando la masa de cuerpos fundidos en forma de círculo—. Los dos acompáñenme a la dirección, en este momento.

     La firmeza de su voz logró que Jordán reaccionara y se retirara de encima. Parecía extrañado. Estaba en las mismas condiciones, ese acercamiento alimentó a mi corazón con un nuevo ritmo.

     Me levanté con energía.

     Empujé el cuerpo del castaño y avanzamos siguiendo al profesor. Escuché los pasos de algunos curiosos intentando enterarse, me aseguré de mirar a Jordán una última vez.

     Él seguía mirándome.

     En la oficina del director, un hombre menudo y regordete pronunció palabras en un idioma frío, alcanzando nuestras mentes aún paralizadas. Mantuvo su firmeza al lanzar dos palabras:

     «Limpieza comunitaria.»

     Salí de la oficina enojado con mis emociones y los sentimientos. Mis piernas seguían temblando frente a su presencia. Me di cuenta de que este gusto fugaz convertido en fuego se grababa alrededor de mi alma, aferrado con firmeza.

     Jordán caminaba detrás de mí, me pareció ver que bajaba la cabeza. Pensé en su sonrisa, en la mirada entrelazada con la mía y en el parque, la primera vez que observé ese gesto inseguro. Cuando lo escuché hablar mi corazón se paralizó.

     Deseaba el mañana. A pesar de detestar mis emociones traidoras, necesité de su presencia. Me encontré buscándolo con la mirada.

¿Qué estás logrando en mí, Jordán?   

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¡Hola!

Queridos lectores, aquí un nuevo capítulo, espero en verdad lo hayan disfrutado como yo lo hice al escribirlo.

Las cosas comienzan a ponerse en su lugar.

Pueden suceder muchas cosas en detención con esos dos.

Actualizaré más seguido.

Queda de ustedes.

WingofColibri


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