03 | Alas rotas
Miré la taza en mis manos, desprendía un olor dulzón y entre mis dedos, el pequeño utensilio caliente tembló. Una pequeña nube de humo blanco emergió entreteniendo mis ideas. La ventana frente a mí desvelaba una parte de la ciudad, algunos edificios podían observarse, además de una red extensa de calles con automóviles circulando.
Todo parecía tan tranquilo, aunque en mi alma hubiese un caos.
Dentro de mi pecho, mi corazón comenzó a estrujarse lentamente. Una presión en mi cuerpo alertando vacío, empecé a respirar demasiado rápido, experimenté un pesar extremo en mis párpados. Los recuerdos revivieron años oscuros y justo cuando el dolor me invadió, una lágrima descendió.
El dolor llegó para instalarse cuando el pasado terminó consumiendo mi memoria.
Los pasillos del colegio se sentían cada vez más cerrados, ahorcando toda posibilidad de huir. Las paredes se burlaban de mí, acercaban sus estructuras de concreto, asfixiando mi débil alma. El suelo frío sufría una mejora más gris, y sus pisos pulcros vivieron uno por uno los abusos. Eran sólo objetos inertes, pero en algún momento se convirtieron en cómplices.
Mi mochila se sintió demasiado pesada, y las correas además de atarme a esta vida mantenían mis pies en la tierra. Era difícil aún aceptar la realidad. El moretón en mi ojo derecho todavía se sentía palpable, dolorosamente inquieto, el miedo carcomía mi paciencia, mis manos comenzaban a sudar en el interior de los bolsillos. No quería repetir su juego. No de nuevo. Aunque una parte muy insistente susurraba en mis oídos lo cobarde que era, quería limitarme a huir, a esconderme de los que quisieran hacerme daño.
El cabello cubría mi rostro como ya era costumbre, seguí avanzando porque el calor en mi estómago detestaba el miedo. Mis piernas vibraron mientras los pasos golpeaban el suelo. Un presentimiento se hundía en lo más profundo de mi carne.
Levanté la cabeza observando el panorama.
Así pude ver, en el fondo del pasillo cerca de los casilleros, a su pequeño grupo. Sonrisas malvadas se presentaron maliciosas tras las sombras.
El nudo en mi garganta se intensificó. Los observé atemorizado, dispuesto a arrastrarme hacia donde ellos ordenaran y es que, estaba harto pero también era débil. Siempre lo fui. Mis sentimientos se convertían en capas duras de dolor, y toda la seguridad evaporada voló lejos de mí, igual que cualquier amigo dispuesto a charlar conmigo. Se iban, alejaban sus risas y conversaciones de mí. Nadie quería tratar con un homosexual deprimido al que su familia rechazaba.
Simplemente patético.
Avancé cabizbajo —otra vez— pensando en la posibilidad de que se olvidaran de mí. Intenté pasar desapercibido como la mayoría del tiempo, y cuando creí que este día no sería lo mismo, descubrí que podemos escapar de todo, pero cuando sé es débil, el dolor toma el papel antagónico.
Mi cuerpo chocó con el líder, y los segundos se transformaron en tiempo perdido.
Por un momento pensé en enterrarme en lo más profundo de la tierra. Cerré los párpados con fuerza, la intensidad del miedo me obligó a imaginar alternativas estúpidas y humillantes. Quise rogar, cuando el recuerdo de sus puñetazos llegó. Pude hacerlo, y entonces la parte que aún conservaba dignidad se negó rotundamente.
Temblé de pie. Ahí plantado a su lado, esperando mi condena.
La presión en mis brazos no se hizo esperar. Mi cuerpo desprendió su vuelo, y sus manos sujetaron con fuerza lo que pudiesen agarrar. El peso disminuyó mientras me cargaban, mi mandíbula se cerró y ejercí fuerza en mis dientes, el rechinido tembloroso me distrajo. Mis manos giraron frenéticas, buscando un escape. Pataleé como loco, huyendo de sus brazos, necesitaba ayuda y mientras mis compañeros reían, supe que nadie está dispuesto a buscarse problemas por alguien más. Nadie es capaz de sacrificarse para salvar.
—Por favor, no —susurré y sus voces cubrieron mis suplicas―. Déjenme, no les he hecho nada. Prometo no acercarme a ustedes. ¡Ya, suéltenme, por favor!
Gemidos de dolor escaparon de mi garganta cuando uno de ellos me apretó con fuerza. El agarre de sus manos inmovilizó mi cuerpo y cargándome como un costal, avanzaron.
Mis compañeros de clase y otros más, fueron testigos, pero decidieron bajar la cabeza. Calculé que mis abusadores incrementaron sus amistades a dos más, y así, el grupo de seis avanzó conmigo a mi esperada tortura.
Conocía el lugar como la palma de mi mano. Sucio. Despreciable.
Esperaba el momento en que la gravedad hiciera efecto y mi cuerpo cayera sobre la losa, así fue. Hice un recuento de sus gestos burlones. Me miraban como quien mira excremento. Me sentí así, pensé entonces que debía aguantar porque la ayuda jamás llegaría.
Cuando la vida y la gente te tratan de una manera aprendes a resignarte, te acostumbras tanto, que te conviertes en eso, en lo que aborrecen, en lo que ellos ven de ti.
Bajo sus burlas, yo era eso, un cúmulo de excremento.
Un golpe impactó en mi mejilla y en el resto de mi ser en el momento en que me tiraron, la piedra fría cortó atravesando mi piel, llegando a ese profundo refugio, empeñada en esconderse mi alma sufrió el seco final. Me encogí en mi sitio intentando por última vez formar un ovillo. El suelo parecía ser mi único amigo.
Siempre era la misma secuencia.
Las patadas llegaron sobre mis piernas, brazos y cabeza, incrustándose en lugares blandos. Mi estómago se hundió más, mi pecho tembló mientras los gritos invadían mi garganta. El aire escapó de mis pulmones cuando un zapato enterró su dureza en mi espalda. Lágrimas corrían por mis mejillas y se fundían en el suelo, cansado de soportar. No necesitaba más de esto y seguía volviendo. Se reían como si lastimarme fuese gracioso, como si hacerme pedazos por dentro fuese un juego.
Permanecieron así un rato más, disfrutando de su crueldad, jugaban como niños, o al menos eso era lo que los adultos decían cuando decidías hablar.
— ¿Te gusta, maricón? —preguntó el cabecilla del grupo, sonriendo socarrón—. ¿O prefieres que te meta mi polla? ¿Se lo imaginan, chicos? Gemiría como una zorra.
—Púdrete —respondí en un destello de valentía.
Su rostro marcado en rojo se acercó al mío expuesto, indefenso.
Mi cuero cabelludo ardió cuando sus manos tomaron mis hebras, levantándome a su altura. La sensibilidad me dejó mareado. El dolor en mi cuerpo me hizo sentir débil y estúpidamente ridículo. Me dejé manipular por su furia. Escuché risas en general, pero por el dolor desconocía al dueño de cada voz.
Me abracé a mí mismo como si así pudiese protegerme
Era débil.
El mayor de ellos me miró desde su ángulo. Sostenía mi cabello con fuerza, casi sádico.
―Repítelo ―soltó tan fuerte como pudo―. ¡Repítelo!
Me dio un puñetazo en el estómago.
― ¿No dirás nada? ―preguntó, y sus amigos se rieron a la par.
Movió mi cabeza en señal de negación, como si de repente yo fuera un juguete, y no una persona.
—Esto, y más te mereces por rarito. Estúpido de mierda —sonrió con sorna—. ¿En serio creíste que aceptar tu anormalidad te hacía más valiente?
Comenzaron a reír orgullosos de su aparente chiste.
—Sí ―escupí cerca de su rostro―. Así es.
— ¿Qué dijiste? —replicó molesto.
—No tengo pensado rogarte. ―Mi voz era baja, pero mi firmeza se sentía fuerte.
Avanzó conmigo, arrastrándome por el suelo hasta un círculo denso y lleno de restos de drenaje. Una alcantarilla. Uno de sus amigos quitó la tapa, y el agujero quedó a la vista, igual que el olor.
Acaricié mi mejilla limpiando el rastro de lágrimas que hace minutos había comenzado a secarse.
—Lo harás porque así lo quiero. ―Tomó mi cabeza, y la acercó a la alcantarilla―. Creo que no has entendido lo que dije. Aquí mando yo y las decisiones que tomes las pienso antes de que actúes. No sé si comprendes, por si acaso lo repetiré una sola vez.
Una bofetada volvió mi rostro hacia la derecha. Mis manos se mancharon un poco cuando me apoyé de la alcantarilla para no caer sobre el suelo.
Se acercó lentamente y descendió hasta mi oreja.
—Sí yo digo que lames mis zapatos, lo haces. ¿Entendiste?
Bajé la cabeza, humillado.
—Por favor, ya déjame. ―Y lo hice, rogué.
Repitió la palabra con una mueca en el rostro.
Comenzó a reír y sus amigos secundaron su estupidez, aquellas imitaciones les parecían tan graciosas. Me estremecí en mi lugar. Sus miradas oscuras, contaminadas por la ignorancia estaban formando un odio rotundo en mi corazón. No sabía quién merecía pagar las consecuencias. Ellos o yo.
Las risas se volvieron ruidosas y él ladeó la cabeza.
Entonces un destello de esperanza escapó de los labios de uno de sus amigos. Ese mismo chico había sido un amigo mío antes de convertirse en una mezcla de rencor, hacia sí mismo, y así era, porque él también gustaba de los chicos. Jamás se lo dijo a nadie, y cuando quise ayudarlo decidió volverse en mi contra.
—Alguien viene —dijo alertando a todos—. ¡Vámonos!
Me miró una última vez y gesticulo un: lo siento.
Sí, yo también.
Escuché la puerta cuando ellos salieron.
Cerré mis ojos y respiré acelerando mis latidos. Me había salvado de alguna manera. El seguir siendo débil acabaría conmigo de eso estaba seguro, hoy había sobrevivido pero su odio algún día terminaría con mi libertad o con mi vida. Lágrimas de alivio bajaron por mis mejillas sonrojadas por la molestia e impotencia.
Me tomé un segundo para levantar mi camisa, un fondo oscuro y verdoso ocupaba mi pálido color en forma ovalada. Estaba destrozado.
Me reincorporé cuidadosamente, siendo cuidadoso para evitar lastimarme más. Mis piernas sentían su vulnerabilidad, mi cuerpo ardía. El dolor enterraba voces negativas en mi cabeza.
Caminé hacia el espejo, apoyando mis manos sobre el pequeño lavabo.
Levanté mi rostro viendo mi reflejo e intenté sonreír.
El rastro de mis lágrimas secas se notaba como varios motes patéticos. Mi alma lloró. Analicé mi aspecto, y también lo hice, dije mi verdad frente al espejo.
— ¡Basura! ¿Por qué no puedes ser normal? Mírate. Eres tan ridículo. Sigue llorando, niño débil —ordené al chico en el espejo y caí de rodillas con el corazón roto—. Eres débil. Pedazo de mierda —Las palabras de mis agresores emergieron de mi boca.
Fui de nuevo ese títere. El bufón que se había convertido en víctima.
«Tienen razón», susurré débilmente.
Busqué en el suelo mi mochila, aún adolorido, resignado. Até la correa en mi hombro saliendo del baño de los hombres. Pisé los restos de mi dignidad y la humillación en un fino borde cerca del abismo.
¿Cómo armarme si ya estaba roto?
Las miradas de mis compañeros se hicieron presentes, en el fondo conocía la razón, ellos lo sabían todo, eran espectadores del dolor humano, cómplices de una tristeza retorcida; pequeños títeres siguiendo órdenes establecidas con anterioridad. El favorecido y agradecido público.
Lástima que el protagonista no era yo.
Ser diferente es un problema. La autenticidad te convertía en el enemigo directo de la envidia.
Caminé hacia las escaleras que se veían casi inalcanzables e interminables. No había otra salida. Tan injusta era mi condena, el dolor que debía recibir por ser libre. Subí cada escalón vacilando.
La puerta se abrió de par en par cuando llegué a la azotea. El aire golpeaba mi rostro limpiando mis recuerdos, purificando los fantasmas que deambulaban a mi lado. Así quería terminar, como un rastro de algo, de alguien buscando ser feliz. Las voces asesinas se arremolinaron en mi cabeza, cobijando mis ideas positivas, coloreando el arcoíris de gris.
Cubrí mis oídos, pero las voces estaban dentro de mi cabeza, era imposible deshacerme de ellas. No podía escapar.
¡Fuera! ¡Váyanse!
No se iban. La secuencia de dagas cayó directa en mi corazón. Las heridas del alma jamás se curan.
Mis cicatrices revivieron cuando recordé su despectivo apodo.
«Maricón»
¿En qué momento permití esto? ¿Me volví libre para sufrir?
El borde del tejado parecía tan delgado. Me planté en la orilla y observé hacia abajo. Le tenía miedo a las alturas. Mi destino tal vez pertenecía al suelo, debajo de un mundo que construyó su sociedad sobre la injusticia, sobre el dolor.
«Hazlo», susurró mi subconsciente.
«No lo hagas», mi libertad se interpuso.
Voces asesinas gritaron. Respiré profundamente por última vez. Era el momento de dejar todo atrás. No quería seguir sufriendo. Mis alas se abrieron al viento y sus heridas relucieron bajo el sol.
Extendí los brazos cortando el aire, ahora era sólo un alma vacía.
Deseé caer.
La taza resbaló de mis manos y descendió sobre la alfombra. Los pedazos en los que se convirtió quebraron mi ensueño, al mirarlos me identifiqué con ellos. El pasado que había enterrado regresó cuando las palabras de Jordán hicieron eco en mis pensamientos.
Hace mucho que no sentía dolor. Después del arrepentimiento que sentí al intentar lanzarme por el tejado, decidí volverme más fuerte y así lo hice. No permití que nadie viera mi interior débil. Luché por mi libertad demostrándome que el valor que poseía callaba a la ignorancia de los que estuviesen a mi alrededor, pero ahora esa debilidad regresó. Mi fuerza se partió en dos, pisé nuevamente ese borde peligroso.
Estaba evaporándome.
Sin darme cuenta lágrimas comenzaron a escapar de mis ojos.
Ann llegó deprisa. Mirándome alarmada, rotando su mirada de la taza a mi rostro y la tristeza sustituyó su expresión. Ella conocía mi pasado. Se lanzó sobre mí y me abrazó, escondiéndome entre sus manos que acariciaron mi cabello. Me abracé a ella intentando protegerme de mis demonios. El miedo extendió sus brazos. Y dejé que volviera a encadenar mis alas.
Mi rostro se deformó mientras lloraba con fuerza.
La tristeza vino con el dolor.
Evitando su contacto y cegado por los recuerdos, empujé a mi mejor amiga. Me levanté hipnotizado por la debilidad. Y escapé.
En zancadas llegué al cubículo que era nuestro baño. En el sanitario la puerta se cerró con cerrojo.
Escuché los gritos de Ann y me aproximé a la pequeña repisa; una cómoda con cajones aleatorios. Busqué el cúter. El filo de la cuchilla brilló como la libertad desprendiendo sus orígenes de la miseria. Un diamante gris, un dolor cautivado por un arma curativa. Quise detenerme, pero el valor que había reunido se esfumó.
La tuve entre mis manos, por un momento me sentí fuerte otra vez.
Ajusté el tamaño y coloqué el filo en mi muñeca. Era momento de hacerlo. Como otras veces repetí la secuencia.
Cerré los ojos embargado por el sentimiento alucinante. Sentí un pequeño ardor, esto era así, pronto sanaría. El ardor tajante liberó mis impulsos, distrayéndome del objetivo comencé a sentirme bien.
¿Cómo podía sentirme «bien» si estaba lastimándome?
Cuando intenté arrepentirme era demasiado tarde.
Observé la sangre en tono carmesí recorriendo mi piel y manchando el suelo. Pensé que mi dolor se aliviaría. Descubrí que tan equivocado estaba. Cerré mis ojos amortiguado el dolor. No sabía que estaba haciendo. Caí de nuevo.
— ¡No lo hagas! —gritó Ann, su voz atravesó la pared―. Byron, por favor. Ya habías superado esto. Abre la puerta. ¡Byron!
Lo siento. En verdad, lo siento.
Mi pulso se aceleró. Mis alas rotas cayeron a los costados. Un destello dorado apareció entre la oscuridad de mi pasado, brillando con fuerza y haciéndome sentir de repente arrepentido.
El rostro de Jordán surgió en mi cabeza. Me miraba decepcionado. Aquella mirada me analizó triste y mi alma se rompió en pedazos.
Nada importaba, tan sólo diluirme.
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¡Hola!
Me encantaría que me ayudaran con opiniones acerca de mi novela, es un nuevo proyecto y estoy feliz de hacerlo.
Esta historia es una inspiración en aspectos personales y verdaderos, es una novela con un toque especial.
Estoy seguro de mi habilidad y la explotaré al máximo, para que disfruten de esta lectura.
Queda de ustedes.
WingofColibri
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