⚔ Prólogo 🛡
Reino de Laurassia
Año 458 de las Eras de Trondheim
(32 años antes del final de Más Allá del Honor)
Isadora suspendió la labor y miró de nuevo hacia el camino. Estaba sentada junto a la ventana, hacía un poco de frío, pero desde ahí podría ver de lejos cuando el carruaje se acercara.
Se miró en un pequeño espejo frente a ella para asegurarse que lucía perfecta. Se había preparado desde el amanecer, no era joven y tampoco hermosa, pero era la reina y aunque fuera con su sencilla túnica y la solitaria joya en la frente, en lugar de la tiara real, quería asegurarse de verse por lo menos digna.
Sabía que sus ojos demasiado grandes le daban una cierta expresión de perplejidad, como los de un niño asustado, pero trataba de disimularlo con los sombreados que hacían sus doncellas alrededor, además de acentuar sus labios demasiado delgados.
Repitió la misma acción una y otra vez sin acabar su bordado, hasta que al fin, su corazón se aceleró cuando una pequeña mancha negra a lo lejos se fue acercando por el caminito. Tardaría aún en atravesar el llano por el maltrecho camino, luego la arboleda donde lo perdería de vista y resurgiría nuevamente casi dentro de los terrenos de su palacete.
—¡Ábira! —llamó a su doncella, con su voz que, aunque cansada, se llenaba en esa ocasión de alegría.
Una mujer alta vestida con la túnica de los sirvientes se hizo presente. Mostraba en su rostro una expresión indiferente.
—A sus órdenes, majestad.
—Prepara mi capa y la canasta con dulces, ¡rápido!, el carruaje está en camino.
—Como ordene —respondió la doncella en tono formal y le dedicó una sutil reverencia.
Ábira apenas llevaba un par de semanas a su lado e Isadora era consciente de que sólo la acompañaría un par más, ya que, su esposo: el rey Hilsgard, hacía cambiar a sus doncellas cada mes para que no tuvieran tiempo de encariñarse con ella, acentuando más su soledad y recordándole quién tenía el control sobre su vida.
Cuando el carruaje llegó, por fin, Isadora ya lo estaba esperando frente a las puertas, retorciendo los listones de su canasta con ansiedad. El viaje que realizaba una vez al año duraba tres largas horas, por un camino insufrible, pero ella no podía ser más feliz, porque era el único día que podía ver a su pequeño hijo.
Frente a las puertas del castillo magno, espera el portentoso rey Hilsgard Leingrayd con gesto impaciente. Maldecía haber aceptado que la madre de su hijo lo visitara una vez al año. ¿Para qué? El afecto y los mimos no harían más que debilitar el carácter del joven, el cual era necesario endurecer como el acero.
No había sido fácil, pero lo separó de ella justo a tiempo, quizá un año más detrás de las faldas de su madre lo habrían hecho débil y cobarde. Lo demostró cuando, a los ocho años, lloró porque lo obligó a azotar a una esclava desobediente. Habían pasado dos años desde entonces y su hijo ya tenía el temple de un hombre.
Miró con fastidio a Isadora descender del carruaje y avanzar hacia él con respeto.
—Saludos, Majestad. Agradezco profundamente el magno favor que me brinda —dijo inclinándose ante el rey.
—Si, ¡deberías! —respondió, osco—. ¿Qué es eso?
Isadora levantó la vista y mostrando la canasta con orgullo, respondió:
—Son unos dulces que yo misma preparé para...
De un manotazo, Hilsgard hizo rodar la canasta haciendo que el contenido fuera a parar a los charcos que se habían formado por la lluvia nocturna.
—¡Insensata! —gritó colérico—. ¿Quieres hacer de él una niña?
Isadora se dejó caer de rodillas ante él envuelta en un amargo llanto.
—¡Perdón! —gimió golpeándose el pecho con profundo pesar y sus doncellas la imitaron—. ¡Por favor, calme su ira, majestad!
—¡Calme su ira majestad! —corearon las doncellas gimiendo y sollozando.
—¡Debería suspender esta visita!
—No... —La madre se arrastró para abrazarse a los pies del rey ensuciando el exquisito bordado de su vestido real—. ¡Se lo suplico, su majestad! ¡Perdóneme...! —Su voz ahogándose en intensos sollozos incontrolables.
Hilsgard bufó llegando al límite de su hastío, liberó bruscamente sus pies del agarre de la madre de su hijo, haciendo que ella rodara por el suelo, le dio la espalda sin decir nada e indicó a los guardias que la levanten.
"Gracias, gracias, gracias...".
Los guardias ignoraron los susurros de la reina mientras la escoltaban a los aposentos del príncipe.
Isadora luchaba por seguirles el paso al subir por una interminable escalera de caracol. No es que fuera una mujer mayor, pero los años de reclusión y abandono y la tristeza perenne mermaban su salud día con día y ella podía sentirlo.
Después de un largo y agotador ascenso, llegaron a los aposentos del príncipe. Un apuesto niño se sentaba delante de un gran escritorio de madera pulida colocado al fondo de la habitación. Las paredes estaban ricamente tapizadas y decoradas con escenas de batallas, donde se mostraba toda la gloria del reino de Laurassia. El niño era como una hermosa estatuilla, el complemento perfecto para aquel elegante y majestuoso recinto.
El chico se puso de pie y saludó de forma educada y formal.
—Saludos, Majestad. Agradezco esta amable visita.
Isadora lo contempló con arrobo: aquellos grandes y hermosos ojos cafés, los perfectos rasgos de su rostro afilado mostrando los primeros signos de que pronto sería un hombre hecho y derecho. Su corazón se henchía de orgullo ante la maravillosa vista de su amado hijo. ¡Su bebé! ¡Oh, cuánto deseaba acunarlo en sus brazos como cuando era un recién nacido!
—¿No abrazas a tu madre?
—Padre me ha dicho que las muestras de afecto de una mujer ablandan el corazón de los hombres.
Isadora tragó fuerte ante el tono contundente con que pronunció esas palabras.
—Entiendo —respondió tratando de imitar el tono formal del muchacho.
Se acercó a él. Notó cómo contenía el desagrado ante su sucio vestido. Se sentaron en las butacas frente al escritorio. No se privó de contemplarlo, había cambiado tanto ese año, era tan apuesto: con esos mechones tan negros cayéndole en la frente, sus ojos cafés infinitamente profundos y el rostro perfecto con sus rasgos simétricos y armoniosos. Pero, el brillo de su mirada se había extinguido por completo.
—¿En qué trabajas? —Se interesó, al verlo revisar muy serio algunos pliegos de pergaminos.
—Padre me ha encargado idear una estrategia para sitiar dos ciudades a la vez y que nuestras fuerzas apostadas en las dos ciudades puedan compartir y proteger las vías de traslado de recursos.
Isadora abrió mucho los ojos ante las palabras del niño.
—¿Por qué tú? —preguntó alarmada ante semejante encargo a un muchacho de apenas diez años—. Todavía eres un niño
—Soy el futuro rey, es mi deber prepararme para ser digno de asumir esa responsabilidad.
—Pero...
—Majestad —dijo poniéndose de pie—, me temo que esta visita me evita concentrarme en mi trabajo, puedo verla durante la cena, si le parece bien.
La mirada fría que recibió la indicaron a la madre que ese ya no era su bebé.
—Hijo...
—Por favor, no me llame así. Yo a usted apenas la conozco.
—Hijo, por favor, no digas eso...
El joven se dirigió a la puerta y la abrió impasible.
—¡Guardia!
—Diga, alteza.
—Escolta a la reina a sus aposentos.
—Como ordene, alteza.
—Pero vine para estar contigo —Se obligó a no derramar las lágrimas que ya asomban a sus ojos mientras le mostraba a su pequeño una sonrisa forzada y temblorosa—, solo puedo verte un día al año.
—Quizá esa visita sea innecesaria.
Esas palabras fueron como dos pedernales golpeando su pecho. Algo duro y caliente que la desgarró desde el interior. Ya no fue capaz de llorar delante de la fría mirada de aquel que era el ser más amado para ella, el que acababa de romper el último lazo que los unía.
—¡Hijo! —clamó con la mano extendida hacia él mientras era sacada de la habitación —¿Qué te hicieron, mi pequeño Breoghan?
Mientras la puerta se cerraba, pudo contemplar la figura del futuro rey de Laurassia sentarse y ocuparse de sus asuntos con toda tranquilidad.
Comenzó a llorar por el niño que murió cuando su padre forjó dentro de él un implacable rey.
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