⚔ Capítulo 34🛡

CAPÍTULO 34. LOS HIJOS DE LA TIERRA

La caminata dura horas, ascendemos más y más por caminos que nosotros no alcanzamos a distinguir. Si hubiéramos intentado subir por nuestra cuenta, con toda seguridad, habríamos muerto de hambre y de frío.

El sol ha salido, se eleva apenas sobre el horizonte y me sorprende que la temperatura está subiendo en vez de bajar. Estoy dudando si algo anda mal en mí, pero noto que nuestros captores se desprenden de los pesados abrigos de pieles y los llevan sobre el hombro.

—¿Por qué diablos está haciendo tanto calor? —protesta Dimitri deshaciéndose a su vez del abrigo apestoso que se vio obligado a usar y tirándolo por ahí con desagrado. 

—Por las fuentes, sus aguas son calientes y rodean toda la aldea.

—¿Cuál aldea? No hemos visto a nadie.

—Tú no, pero ellos a ti sí.

La mujer se detiene y señala hacia el cielo. Pero no es el cielo exactamente, señala a lo alto de los árboles. Allá, en las alturas, las cabezas asoman desde construcciones de madera con techos de palmas y algunas incluso nos saludan con la mano. Toda la aldea está en las alturas, casas más o menos del mismo tamaño, unidas por puentes colgantes que solo son visibles haciendo un gran esfuerzo y poniendo mucha atención.

—¡Por todos los dioses! —exclama Angèle haciendo eco de lo que todos estamos pensando mientras paseamos incrédulos nuestra mirada por aquella peculiar aldea.

Seguimos caminando un poco más, casi tropezando porque somos incapaces de quitar nuestros ojos de las personas que se mueven de un lado para otro a través de los puentes.

—¿Cómo te llamas? —pregunto a la mujer que lidera el grupo que nos guía. Me mira por encima del hombro y responde apenas una palabra.

—Leanna.

No sé que significa, pero siento que le queda bien.

Leanna sube por una escalera de cuerdas y sus amigos nos invitan a seguirla señalando con las armas, pero ellos se quedan en tierra firme. Recorremos los puentes y volvemos a subir una y otra vez hasta que no podemos ver el suelo, estamos rodeados del denso follaje de los árboles.

De pronto, nos encontramos con un conjunto de casitas un poco alejadas de las demás y agrupadas en un solo árbol, el más grande que yo hubiera visto en toda mi vida. Me quedo boquiabierta al contemplar la magnificencia de este, sus ramas son tan gruesas que bien podría cabalgar por ellas y las casitas que lo ocupan carecen de paredes, solo una baranda baja de madera y telas blancas que se mecen al viento. La luz del sol brilla por entre las hojas con destellos que me deslumbran y una nube de aves se desprende escandalosamente de una de las ramas.

Seguimos caminando sin superar del todo el estupor, el cual sube en la escala de intensidad al entrar a una de aquellas idílicas estancias y encontrar colocada en el suelo una manta rebosante de frutas y vegetales en un arreglo que no luce exactamente hermoso, pero que hace resucitar nuestros estómagos.

—Pueden tomar los alimentos que gusten y luego descansen. Hay agua para asearse por allá y ropa, por favor ya tiren esos apestosos harapos. Hablaremos cuando ya no luzcan como pordioseros famélicos.

Cuando está a punto de retirarse, Dimitri se coloca frente a ella.

—¿Somos prisioneros?

—¿Prisioneros? —responde Leanna en medio de una carcajada burlona—. Puedes irte cuando gustes, si sabes por dónde, claro está.

—¿Por qué nos han traído aquí?

—Para salvarte la vida imbécil, nosotros no tomamos prisioneros y si quisiera matarte hace rato me habría comido tu corazón. Pregúntale a él.

Todos miramos a Jason, pero nadie pregunta nada.

—Miren, pueden irse si es lo que quieren, nadie los detendrá, pero les aconsejo que dejen de lado la desconfianza y solo recuperen las fuerzas, porque les garantizo que aún si los dejábamos pasar, habrían muerto congelados. Hagan lo que les venga en gana.

Leanna se va con calma y nos deja solos en una casita de madera arriba de un árbol que por sí solo parece una pequeña ciudad.

—¡Me importa un maldito comino lo que ustedes piensen! Voy a comer y dormir y quitarme estos trapos y si me matan mañana, ¡que así sea!

Diciendo estas palabras, Angèle corre a la manta y se sienta en el suelo a comer lo que encuentra en ella sin preguntarse qué tipo de comida es.

Pelkha y Madelein la siguen.

—Supongo que no vamos a hablar del asunto.

—Ella no miente —dice, al fin, Jason—. Ellos no toman prisioneros, si nos quisiera muertos, no habríamos podido hacer nada para defendernos, estamos cansados y no hemos tenido una comida decente en semanas.

—¡Y se estarían comiendo nuestros corazones!

—No hay corazones humanos en esta comida, no te preocupes —señala Pelkha sin terminar de tragar del todo el bocado que tiene en la boca.

—¡Gracias! Es reconfortante saberlo.

—Pues yo no pienso perder más tiempo, si vamos a pelear o huir, al menos tendré una última cena —dice Hildegard bastante decidida encaminándose hacia donde los demás dan buena cuenta de las viandas.

—Técnicamente es el desayuno —completa con voz cansada Margueritte y se une a ella.

Todos cedemos porque, al fin y al cabo, en este punto ya tenemos poco que perder.

No dejamos ni una migaja y luego nos separamos por las distintas cabañitas de madera a explorar, hacer uso del agua para asearnos y cambiarnos de ropa. Todos caen rendidos en las hamacas colgadas en medio de las estancias, al parecer a nadie la preocupa que nos maten mientras dormimos.

Despierto cuando el sol comienza a esconderse y subo algunas ramas más hasta encontrar una casita con una magnífica vista del horizonte. Majestuosas cumbres se alzan a lo lejos, intuyo que detrás de ellas está mi hogar. Extraño tanto las paredes del castillo, cabalgar por los prados en verano, escuchar desde mi habitación el ruido de los soldados en el patio de entrenamiento, las interminables charlas de mi querida Nana, las pueriles intrigas de Emily, los bailes y hasta el frío de los largos inviernos.

Quiero ir a casa.

—Sigues sin poder dormir.

También extraño lo que su voz me hacía sentir. Me embarga un hondo dolor porque no quiero tener miedo cuando estoy a su lado, anhelo la paz que me transmitía cuando miraba la profundidad de sus ojos y la seguridad de sus brazos... Pero nada de eso está ahí, ahora mismo tiemblo con angustia y me odio por eso.

Me trago con dificultad el nudo que me aprieta la garganta para poder hablar.

—Es mejor, me da tiempo para pensar.

Llega a mi lado y sigue la dirección de mi mirada hacia los últimos rayos del sol que se van escondiendo en la lejanía. Se mantiene a una prudente distancia.

—¿Qué piensas hacer? —pregunta sin mirarme.

—Hasta no hablar con Leanna no podemos decidir nada. ¿Qué piensas de ella?

—No te sabría decir.

—Ella habla como si fueran viejos amigos.

Se ríe con amargura y vuelvo a ver ese nublo de tristeza.

—Me perdonó la vida en el campo de batalla. Me hace sentir que le debo algo, pero a la vez, en esa batalla murieron todos mis compañeros... Trato de no pensar en ellos, pero siempre están ahí. Los vi morir uno a uno y no dejo de pensar que no es justo que yo no haya muerto a su lado.

Es la primera vez que me habla de esa batalla. El dolor en sus palabras es tan evidente que me destroza no ser capaz de acercarme y abrazarlo.

—Dijiste que una de ellos murió protegiéndote, pensar eso es casi deshonrar su sacrificio.

—Es verdad... Pero no deja de ser injusto...

—¿Les guardas rencor?

Me mira sin comprender mi pregunta.

—A ellos —Señalo a la aldea con la cabeza—, después de todo, fueron ellos los que mataron a tus amigos.

—No les guardo rencor. Es más, he llegado a creer que su lucha es más justa que la mía. Yo también maté a sus hermanos, a sus amigos. Uno de ellos me llamó "invasor" y quizá tenga razón, después de todo, ellos estaban aquí antes y nosotros les quitamos su tierra y los exiliamos a estas montañas.

—Entonces, ¿Por qué sigues peleando? —Mi voz se quiebra al final.

—Porque aún tengo la esperanza de que haya paz al final del camino. De que, algún día, ya no importará quién tenía razón, solo importará unirnos para no derramar más sangre.

Yo quisiera tener esa esperanza, sin embargo, mientras más avanzo en el camino, más me doy cuenta de que los reyes no quieren paz y mientras ellos no lo quieran, nadie la tendrá. Y entonces recuerdo algo: nos vamos a casar y cuando eso pase, Jason se convertirá en rey. Un rey que anhela la paz, que es capaz de ponerse en el lugar de sus enemigos y que intenta comprender sus razones, que no guarda rencor y sigue peleando por lo que es correcto, aunque esté del lado equivocado de la línea. Mi reino al fina tendrá al rey que merece y la esperanza vuelve a mí, disipando cualquier fragmento de duda que pudiera haber quedado.

—¿Por qué lloras?

Me limpio las lágrimas, no me di cuenta de que las estaba derramando.

—No importa... no me hagas caso... —A pesar de mis palabras, no puedo parar. Levanta la mano con intención de secar mis lágrimas, pero a medio camino se detiene.

Un deseo, poderoso e irrefrenable, me inunda al ser plenamente consciente de cuánto necesito ese contacto y, de alguna forma que no entiendo, esa necesidad le gana al miedo que me consume. Una vez juré que nunca más sería esclava del miedo y ahora es el momento de demostrarlo.

Me arrojo a sus brazos, decidida a recuperar ese amor que hemos estado abandonando trozo a trozo por el camino. Me estrecha y la sensación es la misma de cuando nos abrazamos por primera vez en las caballerizas, con una tímida confesión y aquella luz que emanaba de dos corazones que siguen buscándose en medio de la guerra y el temor. Esta vez no dejaremos que nada ni nadie los separe.

—Promete que estaremos juntos siempre —susurro con el rostro escondido en su pecho.

—Ya lo prometimos antes.

Me separo un poco para verlo a los ojos.

—Promételo de nuevo, y mañana hazlo otra vez y pasado mañana. Promételo cada día de nuestras vidas.

Me sonríe y besa mi frente con ternura.

—Lo prometo —dice mientras me coloca un mechón de cabello detrás de la oreja.

Qué maravilloso se siente volver a ser feliz, aún en medio de todas las tormentas. Quisiera dejarme embargar de esta felicidad, sentir su cercanía y calor  por siempre e ignorar la realidad que una y otra vez nos golpea sin piedad. 

—Lamento interrumpir. —La voz de Leanna no denota ni una pizca de arrepentimiento, más bien parece que se divierte—. Es necesario aclarar las cosas.

Me separo a regañadientes y la miro a la espera de las preguntas que tiene para nosotros.

—¿Por qué si quieren cruzar la frontera se dirigían a lo alto de las montañas? No hay paso por estas regiones. El cruce más seguro es por el camino real.

Temo que una historia rebuscada pueda ocasionarnos más problemas. Respiro hondo y doy un paso adelante con toda la decisión que soy capaz de juntar en este momento.

—No podemos usar el camino real porque estamos huyendo del rey Breoghan.

—¿Quién eres? —pregunta cambiando su mirada inquisitiva por una amenazante.

—Soy Ariana Giselle de Brimill.

—¿La reina de Laurassia? Todos dicen que los rebeldes te secuestraron, los soldados han arrasado aldeas enteras y desde un extremo al otro del reino hay pánico por tu desaparición, y tú aquí, tan tranquila y planeando una nueva boda.

—En primera, nunca llegué a casarme con Breoghan. En segundo lugar, nadie me secuestró, huimos del castillo porque el muy maldito estaba planeando apoderarse de mi reino pasando por encima del tratado.

Se cruza de brazos y nos mira alternativamente, supongo que esperando que Jason confirme lo que digo.

—¿Para esto peleas? ¿Para que los poderosos se repartan las tierras como si tuvieran derecho sobre ellas? ¿Para que los juegos de los reyes se lleven por delante nuestras vidas sin que podamos hacer nada para defendernos? No te dejamos vivir para fueras el peón de una niña caprichosa.

—Nunca les pedí nada, estaba dispuesto a morir como lo hicieron mis compañeros: peleando hasta el último aliento. No te debo nada, yo peleo mis propias batallas y la razón no te incumbe.

No creo haberle oído jamás un tono tan contundente y se miran como si fueran a matarse aquí mismo.

—Si es cierto que no somos prisioneros, agradecemos la hospitalidad, pero nos vamos hoy mismo —digo rápidamente antes de que nos metamos en algo de lo que no podamos escapar.

—No tan pronto.

—Pero dijiste...

—Eso fue antes de saber quién eres. Ahora tengo una oferta para ti.

—¿Qué oferta?

—Acompáñame.

Doy un paso, pero Jason toma mi mano para detenerme.

—No deberías ir sola.

—Si quiere matarme no creo que haya forma de evitarlo. Yo los traje hasta aquí, ahora debo asumir las consecuencias. Reúne a los demás y esperen aquí.

Camino detrás de Leanna y antes de bajar por las cuerdas que me llevarán al nivel inferior, me volteo hacia él.

—Volveré. —Asiente en respuesta, no muy convencido, y me voy.

Bajamos hasta tierra firme, el alivio es grande al poner mis pies en el suelo. Caminamos por distintas veredas, internándonos en el bosque. Al poner mucha atención y a la luz del día soy capaz de distinguir los sutiles caminos marcados por ellos de forma casi imperceptible y cuidadosa. A veces, nos topamos con pequeñas lagunas de aguas que humean y, al fin, llegamos a una cueva a la cual penetramos después de que enciende una antorcha.

Me impresiona la majestuosidad del lugar. Hay una fogata al fondo y al frente de esta, talladas en la pared, las figuras de dos mujeres con frentes y manos unidas.

—Hela y Freija.

—Así es: la vida y la muerte, juntas son el renacer.

—¿Por qué estamos aquí?

Coloca la antorcha en el candelabro y luego hace una reverencia ante las imágenes de las deidades. Al ocupar la mayor parte del territorio, Trondheim fue absorbiendo algunas de las costumbres y creencias de los antiguos pobladores, sus dioses y diosas y algunas de sus fiestas. Para nosotros, Hela representa la muerte, pero también la victoria en la guerra, pero, para ellos las hermanas son inseparables. Hela es la muerte y Freija es la vida, juntas son el ciclo del mundo: el renacer.

—Mi gente tiene una creencia. El sobreviviente a una batalla sangrienta ha sido tocado por Hela y representa un camino de libertad para nosotros.

—¿Y yo qué tengo que ver con eso?

—Tu prometido sobrevivió a la batalla de Ceól y no solo eso, ahora se ha cruzado de nuevo en nuestro camino, es el designio de Hela —termina enfatizando las últimas palabras como si fuera lo más lógico del mundo.

No creo que me guste la dirección que está tomando esta conversación.

—¿Qué es lo que quieres?

—Queremos que se quede con nosotros...

—¿Qué?

—Tú puedes convencerlo de que lo haga.

—¿Porqué haría una cosa así?

—Porque si lo logras, yo misma te guiaré por el páramo congelado de vuelta a tu hogar.

Sonríe satisfecha, como si ya tuviera todas las cartas ganadas. Me cuesta trabajo controlar la ira que hace temblar mi cuerpo. Quiero gritarle que se guarde su maravillosa oferta donde le quepa, pero me obligo a tranquilizarme.

—Eso no será posible, lo siento mucho, tengo que rechazar tu oferta.

—Deberías pensarlo.

Me acerco a ella ignorando el hecho de que es al menos una cabeza más alta que yo.

—Dije que no —digo fría y cortante.

—Tu podrías... ya sabes, usar argumentos irrebatibles, dar una orden, por ejemplo.

—¡El que pueda no significa que esté bien!

Doy media vuelta dispuesta salir de ahí o perderme en el intento porque no llevo la antorcha.

—¿Vas a rechazar la única oportunidad de cruzar a salvo la frontera? Tu reino te necesita. Podrías llegar a tiempo para dar la alarma y ganar la guerra.

Me detengo, ya no quiero seguir explicándole mis razones, pero parece muy aferrada a la idea de quedarse con su "Elegido". 

Cuando yo decidí  venir a Laurassia, Jason podría haber lo impedido de muchas formas, sin embargo, dijo que hacerlo era  no respetar mi decisión, mi libertad y mi identidad. ¿Cómo voy a dar una orden sin tomar en cuenta su libertad? Estoy completamente segura de que si le pido quedarse lo haría a ojos cerrados y precisamente por eso no está bien hacerlo. 

—Si nos vas a matar, adelante. Si no, esta es la despedida —sentencio sin darle lugar a más réplicas. 

Logro salir de la cueva porque no había bifurcaciones, pero me quedo en la entrada esperando por ella porque no creo ser capaz de volver a la aldea sola. Todavía no me recupero de su absurda proposición.

Me pongo en alerta al escuchar voces. No me di cuenta de que había más personas dentro. Sin previo aviso, una fila de ancianas provenientes del interior de la cueva salen caminando tranquilamente y se paran frente a mí con una sonrisa. Detrás de ellas aparece Leanna.

—Felicidades, las madres te aprueban.

—Lo que significa...

—Que te ayudaremos en lo que podamos para que vuelvas a tu hogar, tú y todos tus amigos, por supuesto.

Las ancianas me ofrecen una respetuosa inclinación y se van charlando muy animadas.

—¿Puedo saber qué hice bien para ellas?

—Por muchos siglos, los hijos de la tierra, hemos visto cómo los gobernantes utilizan a las personas, sus sentimientos y principios como simples fichas sobre un tablero donde deciden el destino del mundo. Hubo un tiempo donde nuestros emisarios intentaron negociar para recuperar el derecho de nuestras tierras, pero los reyes los envolvían  en sus juegos políticos, enredándolos en sus intrigas, hasta que se cansaron. Era evidente que solo eran parte de sus juegos. Pero tu negativa, a pesar de perder una oportunidad de lograr tu principal objetivo, les ha mostrado que eres diferente a tus antepasados.

No me sienta digna de su confianza, pero acepto su ayuda porque no es momento para sacar a relucir el orgullo. Nos encaminamos de nuevo a la aldea con la noticia.

—¿Los hijos de la tierra?

—Era una forma cómo los antiguos se referían a toda la humanidad, cuando parecía que todos amaban la tierra como la proveedora de todo don de vida. Ahora, que hemos visto como los hombres derraman la sangre de sus hermanos y usan las armas para destruir y dominar, nuestros padres se comenzaron a identificar como los hijos que respetan la tierra y viven en armonía con ella.

Me deja al pie del árbol que han designado como nuestras "habitaciones".

—¿Podrás llegar?

—Podré. —Sí, me siento tan positiva como para recorrer cincuenta ramas que van hacia todas partes.

—Esta noche hay una fiesta, están invitados.

—¿Arriba?

Se ríe de mí y niega con la cabeza mientras se retira. Supongo que eso es un no.

Consigo llegar con los demás, después de todo, y reciben muy bien la noticia. Volvemos a casa, logramos escapar de las garras de Breoghan.

Es hora de celebrar.

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