⚔ Capítulo 17🛡

CAPÍTULO 17. LA COPA DE RAAB

Reino de Laurassia

Año 470 de las Eras de Trondheim

Las batallas habían durado todo el invierno y el camino había sido largo y penoso, sin embargo, cuando el joven príncipe de Laurassia entró a su palacio no sintió la sensación de paz que debería dar el hogar. Al atravesar la puerta de su habitación privada, encontró a su padre sentado ante la mesa de trabajo, con los pies apoyado en esta y agitando una copa de vino.

—Bienvenido, oh, gran héroe de Laurassia. Parece que los dioses han sido buenos contigo.

Breoghan se despojó de la pesada armadura y se acercó a su padre, era evidente que tenía una razón para esperarlo en ese lugar, pero no quería darle el gusto de preguntar.

—Los dioses son buenos con quien sabe pelear, no fueron buenos con tus enemigos, padre.

—Me alegra escuchar eso. Aunque, lamento que no lo sean contigo.

Todavía estaba hablando cuando dos guardias entraron y sujetaron al príncipe. Aunque intentó forcejear, el largo viaje y los días de lucha le habían pasado factura y lograron someterlo inmovilizándolo en el piso de mármol.

—¿Qué significa esto? ¡Suéltenme!

Hilsgard se levantó con toda calma, dejó la copa sobre la mesa y se agachó para tirar sin misericordia del cabello de su hijo para obligarlo a levantar la vista.

—¿Dónde está Arlette? —preguntó con odio contenido.

Meses atrás, la sacó del palacio en secreto y de vez en cuando Jeur le enviaba algún escueto mensaje, había seguido su ubicación por los últimos meses y estaba enterado de que se encontraba cerca de la frontera donde Laurassia colindaba con Lyon y Trondheim. Por supuesto, no se lo diría a su padre.

—No lo sé, desapareció hace meses. ¿Lo olvidaste?

Hilsgard se puso de pie y se echó a reír.

—¿Desapareció?

Con toda parsimonia ser sirvió otra copa de vino y la agitó suavemente mientras caminaba por la habitación, como si solo fuera una discusión cualquiera con su hijo.

—Levántenlo.

Los guardias levantaron al príncipe y lo ataron a una pesada silla de madera que era parte del mobiliario de la habitación real y desgarraron su ropa dejando descubierto el torso.

Otro guardia, uno de gran altura y con la cara cubierta, apareció llevando un hierro candente.

—¿Dónde está?

—¡No lo sé!

El hierro siseó al hacer contacto con su piel mientras el grito desgarrador traspasaba la noche. Al apartarlo, la marca humeó mientras la piel se desprendía y él jadeaba de dolor.

—Ah, ¿no? ¿Y también vas a negar que te casaste con ella en secreto?

La alarma de Breoghan fue patente. ¿Cómo sabía eso? No hubo testigos, el único en saberlo era Jeur y él se había ido con ella, Hilsgard estaba ausente en aquel momento y estaba seguro de que los guardias eran de su confianza. Y sin embargo lo sabía, ¡era el fin de todo!

—¿Cómo pudiste desposar a esa vil sabandija? Tu sagrado destino es unificar los reinos y devolverle la gloria que Northerm le robó a Laurassia.

—Mi rey, ¿traigo el Datura? —preguntó el verdugo relamiéndose los labios.

—Todavía no, quiero que esté lúcido.

A la señal del rey otro grito se hizo presente mientras el hierro volvía a la carga contra su piel.

—No... te diré... dónde está...

Hilsgard volvió a sentarse ante la mesa de su hijo, hizo a un lado todos los pergaminos y derribó las estatuillas de los dioses que la adornaban.

—Está bien, ¿sabes? Admiro tu lealtad, lástima que la has puesto en el lugar equivocado. Tenías razón hijo, los dioses favorecen solo a los fuertes y los que no lo son perecen por el pecado de la debilidad.

Hizo otra señal y el verdugo volvió a atormentar al joven quien sentía que estaba perdiendo el conocimiento, pero se esforzaba por estar despierto porque si usaban Datura mientras estaba inconsciente ,seguramente lograrían sacarle toda la información que necesitaban y no podía poner a Arlette en peligro.

—No te preocupes, recibí una misiva muy interesante de la frontera tríplice.

—¡No!

—¿Quién crees que se escondía en una burda choza en medio del bosque?

Se removió, a pesar del dolor de las quemaduras, forcejeando por alcanzarlo, pero era inútil.

—¡No te atrevas a tocarla! ¡Te mataré! ¡Te juro que te mataré!

—Recuerdo que hoy es un día especial, si mal no recuerdo es tu natalicio y te traje un regalo.

Sobre la mesa labrada puso una bolsa de tela y al revelar su contenido Breoghan sintió cómo cada músculo de su cuerpo hervía de odio contra ese monstruo. Contuvo las lágrimas que amenazaban con derramarse porque sabía que debía aplazar el dolor lo más que pudiera, desde que estaba en el campo de batalla había tomado la decisión, envió el mensaje y se preparó. Era cuestión de tiempo.

Los ojos que tanto amaba estaban aún abiertos, pero sin brillo. Su cabello cubierto de sangre y sus mejillas hundidas. Se notaba que había sufrido hambre y quién sabe cuántas penurias más y en sus últimos momentos una sonrisa había quedado grabada en sus labios. La cabeza de su esposa estaba sobre la mesa y el único consuelo que le quedaba era la próxima muerte del maldito engendro que la había matado.

—¿No agradeces tu regalo? ¿Sabes que su última palabra fue tu nombre? Pobre ilusa, pensó que ibas a llegar a salvarla, pero se fue sabiendo que estaba sola en el mundo.

Primero su madre y ahora Arlette, su padre le había quitado todo lo que amaba en el mundo, pero eso acabaría pronto.

Cuando aún estaba lejos peleando, había recibido la información de que su padre en persona requisaba su habitación. Él sabía que no había pruebas del paradero de Arlette en ese lugar, pero pensó que podía hacer que todo jugara en su favor, sin saber que su padre, de echo, ya la tenía en su poder.

Sonrió amargamente cuando Hilsgard comenzó a toser, había logrado su objetivo, pero demasiado tarde.

—Si Arlette dijo mi nombre antes de morir, ¿a quién vas a llamar tú, padre?

—¿Qué... has... hecho...?

Los guardias se movieron a prisa hacia el rey dejando al príncipe atado a la silla, pero sabiendo que era la última vez que se sentiría sometido o humillado por el usurpador del trono.

Siguiendo con cuidado meticuloso las actividades del rey, había logrado infiltrar un esclavo que había envenenado todas las botellas de la habitación de su padre, pero al saber que el rey sospechaba de él y requisaba su habitación, mandó a envenenar las botellas de su propia habitación también. Habían sido años de cuidadoso planeamiento, y al fina había llegado el día, tan tarde que había perdido lo que más amaba, otra vez.

—Déjenlo, ya no pueden hacer nada por él.

Hilsgard comenzó a retorcerse y sacudirse mientras espumarajos brotaban de su boca. Extendía la mano hacia su hijo que lo veía con satisfacción.

—Parece que no serás capaz de pronunciar ningún nombre, ¿verdad? ¡Cuánto lo siento padre!

Cuando los espumarajos comenzaron a aparecer mezclados con sangre, Breoghan supo que había llegado el fin.

Los guardias se quedaron perplejos.

—¡Libérenme! —bramó el nuevo rey.

Corrieron a liberarlo y se postraron de rodillas ante él.

—¡Mi dios y mi rey, aplaque su ira! —chillaban al saber lo que les esperaba. Breoghan tomó su espada y uno a uno los degolló, haciendo que sendos charcos de sangre inundaran su habitación. Luego volvió a poner la cabeza de su amada dentro de la bolsa, con toda la ternura de que era capaz en aquel aciago momento, y salió con ella abrazada hacia los pasillos del palacio, haciendo que un pregonero anunciara la muerte del rey.

Cuando llegó a la sala del trono, con el pecho descubierto mostrando las cruentas quemaduras frescas, cubierto de sangre y lágrimas en los ojos, una multitud ya lo seguía.

Subió la escalinata del gran salón, colocó la misteriosa bolsa de la cual nadie conocía su contenido, en el trono de la reina y se sentó en el trono que le correspondía.

La multitud hizo treinta reverencias, postrados y haciendo llegar su frente hasta el suelo, para saludar al nuevo rey.

—¡Larga vida al rey! ¡Larga vida al rey! ¡Larga vida al rey! —resonaba después de cada reverencia.

Un denso silencio siguió a la última reverencia mientras el rey miraba fijamente a la multitud, provocando un escalofrío general. 

—¡Guardias!

—¡Mande mi dios y mi rey!

—Quiero que traigan ante mí a todos los guardias de confianza de mi padre, sus concubinas, sus hijos, las esclavas que le servían y todos sus amigos con sus esposas e hijos.

La procesión duró todo el día, al final del cual más de doscientas personas habían sido traídas ante él, llenando el gran salón de gritos y lamentos. Había gente de todas las edades, niños de pecho, niñas a punto de llegar a la edad de ser dadas en matrimonio, ancianos y ancianas y muchos jóvenes.

—Todos ustedes son culpables de traición...

—Pero, majestad... —Una flecha se clavó en la garganta haciendo callar al hombre que protestaba.

Los gritos y lamentos se redoblaron.

—¡Silencio! —El grito estremeció a cada persona presente. Los que se congregaban en los atrios para ver y los que estaban a punto de recibir la sentencia. Todo quedó en silencio.

—¡He dicho que son unos traidores y van a morir! ¡Mátenlos! ¡Mátenlos a todos!

La escalinata principal se convirtió en una cascada escarlata, ríos de sangre se deslizaron hasta el estanque manchando aquellas tranquilas aguas del odio de una familia condenada a la maldición de su sangre.

Se contaba que el rey pasó dos días y dos noches sentado en el trono llorando la muerte de su padre. Nadie supo jamás el contenido de la bolsa de tela ensangrentada que el rey mantuvo a su lado esa noche y nunca más se volvió a ver.

Pensaron que el baño de sangre había terminado, pero no sabían que apenas estaba comenzando porque cualquiera que no le jurara lealtad era ejecutado junto a toda su familia, si se sabía que alguien tenía afinidad con Hilsgard era interrogado y torturado con Datura, haciéndole padecer terroríficas alucinaciones mientras se le privaba de luz, agua y comida, hasta que la misma víctima se quitaba la vida al cabo de días de horrores indecibles.

Y ese fue el inicio del reinado del gran rey Breoghan, representante del sol en la tierra y último del linaje Leingrayd. 

Presente

Mientras la princesa acariciaba la crin de su yegua, el rey la miraba tratando de descifrar el misterio de aquel azul profundo. Ella lo había sorprendido, esperaba que fuera una frágil flor que solo sabía de bordados y vestidos, pero había tocado las durezas de sus manos, eran las manos de una guerrera, había visto su mirada que, aunque ella pretendía fuera de sumisión, brillaba con fuerza. Era toda una diosa y comenzó a pensar que era la diosa destinada para él, que aunque sea una ínfima chispa de lo que había conocido con Arlette, podría despertar después de tantos años en los que no había conocido la paz. 

Sin embargo, era consciente de que cuando tomaba su mano, ella apenas contenía el rechazo, que cuando la miraba a los ojos, ella desviaba la mirada y aquel azul lo evadía... Tan solo hoy, al ver a su yegua, lo había mirado con agrado, un agrado que esperaba alimentar lo suficiente para que cuando al fin ella le diera un hijo, no tuviera que temer morir  a manos de él, como sabía que estaba destinado por lo que él mismo había hecho con su padre. 

Quería pensar que habría un Leingrayd noble en su linaje, uno que no fuera un completo demonio, un Leingrayd diferente. 

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