Capítulo XXI
Han pasado ya diez días desde que tomé la decisión de ingresarme con ella. No de manera literal. La idea de estar en una camilla a su lado fue refutada, casi se ahoga al escuchar mi propuesta. A lo que me refiero es que descanso mi cuerpo en un sillón individual y lo muevo hasta quedar al lado de su camilla a la hora de dormir. Reposo mi cabeza en su colchón y nos abandonamos al sueño juntos, ya no vuelvo a casa.
Debo admitir que me he malacostumbrado a esto. Ayer no pude dormir porque me quedé atascado con un trabajo de física. Si bien lo hice en la habitación de la UCI, me quedé muy concentrado en eso y no me di la oportunidad de pegar ojo en toda la noche. Me tentaba mucho la idea de dejar esos estúpidos cálculos y correr a su lado, pero me tranquilizaba tan solo con verla dormir a cada hora. Ya no tengo la posibilidad de retrasar este trabajo porque lo llevo posponiendo dos semanas. Está bien que en el instituto me tengan mucha paciencia con las entregas, exámenes y demás deberes, pero no puedo abusar tanto de la excepción que me han concedido.
En realidad, no se les permite dormir en estas habitaciones a los familiares de los pacientes, pero hasta he amenazado a Husset con contarles a los directivos del hospital lo de él y Debbie si no me dejaba dormir aquí. Por supuesto que jamás lo haría, ya que es él quien debería hacerlo. Pero fue solo una amenaza y lo único que se me ocurrió para intimidarlo después de haberse negado a concederme lo que le pedí.
Recuerdo que se lo solicité por segunda vez cuando él salió de su revisión nocturna en la habitación de Alex. No planeaba ir a su consultorio y no tenía ganas de hacerlo. Si tenía que hablar con él, y más para hacer "negocios", lo iba a hacer en un lugar transitado. Quién sabe lo que podría pasar en un lugar tan aislado como su consultorio... No me haría responsable de mis actos, hasta podría llegar a ponerse peligroso.
Salía, y cerró la puerta. No pareció notar mi presencia en el pasillo, ya que al verme se sobresaltó.
—Joder, James. Me has pillado desprevenido —dijo entre risas y dándome una palmada en el hombro animadamente.
"Otra vez", pensaba para mis adentros. "Te he pillado desprevenido otra vez, Husset".
La rabia iba aumentando en mí y hasta estuve a punto de abortar el plan de hacer ese trato con él. El día anterior me había dicho que nadie podía dormir en la misma habitación que Alexandra, más que nada por un tema de seguridad. Me la jugué de callado, pero las cosas no iban a quedar así. Si ya no confío en él, ¿cómo se suponía que va a poder garantizarme la seguridad de Alex?
—Vengo a ofrecerte un trato —le dije sin mirarlo a los ojos. De otra manera, juro que alguna bofetada se me hubiera escapado... y eso sería apenas lo primero que brotaría de mí.
—¿De qué hablas? —me preguntó mientras la sonrisa que antes ocupaba media parte de su cara se iba desvaneciendo poco a poco hasta que sus cejas se tensionaron dudosas.
—¿Cuánto tiempo más planeas engañarla, Theodore? —Nunca antes lo había llamado así, pero de alguna manera me hizo sentir más seguro pronunciar su nombre de pila—. ¿Crees que no lo sé aún?
Le di un tiempo para ver si reaccionaba y me lo admitía, pero seguía jugando el papel de hombre confundido a quien acusan de cosas incorrectas.
—James, ¿de qué hablas, amigo?
—No me llames "amigo". No soy amigo de infieles. —Casi lo fulmino con la mirada, y noté cómo su cara cambiaba de repente. Se puso nervioso y se acomodó las gafas—. Así es, Theodore, he tenido la desgracia de verlo. ¿Te parece algo digno? ¿Serle infiel a tu mujer de esta manera?
Hablé en un tono de voz muy bajo, pero aun así le demostré mi enfado todo lo que podía. Por su parte, él me observaba muy nervioso, hasta que notó que no podía fingir más porque yo ya lo sabía todo.
—¿Qué quieres? —me preguntó en voz baja.
"Así es, Husset, esta misma vergüenza debería darte", recuerdo que pensé. De alguna manera disfrutaba de verlo humillado, porque eso era lo que a él le preocupaba, ser descubierto. Debió de ser una sorpresa bastante ingrata.
—Solo quiero que me des permiso para pasar las noches en la habitación de Alexandra. Y si tú no eres quien se encarga de eso, consíguelo de alguna forma.
Husset se tocó el pelo rubio, impaciente. Hasta creo que se rascó la espalda mientras observaba el suelo con la mirada perdida.
—Está bien. Yo me encargo, pero tú... —me dijo con los ojos bien abiertos.
—Tranquilo. Si tú me das lo que quiero, nadie se enterará.
Husset asintió de manera nerviosa y se cruzó de brazos. Creí haber terminado la conversación, así que tomé una bocanada de aire para decirle lo último que le planeaba decir. Dentro de unos meses no tendría que verle la cara nunca más, y todo habría acabado.
—Pero ¿sabes qué, Husset? Lo mínimo que deberías hacer es decirle que se merece algo mucho mejor que tú. Dale el divorcio, déjala en paz, que conozca a otra persona que al menos la respete. Dale la oportunidad de que encuentre a alguien verdadero, porque eres un cobarde, infiel y mentiroso. Y nadie en el mundo se merece eso.
Dicho esto, me retiré de allí y entré en la habitación con un aire nuevo y renovado. Ella ya tiene suficiente con lo que le pasa. En caso de sucederle algo a Alex, quiero estar presente. No me puedo dar el lujo de perderla de mi vista y menos cuando está tan inestable. Podría irse de un segundo a otro, y todavía no he asimilado completamente esta idea. Tampoco espero hacerlo. Después de todo, si lo asimilara hoy, me haría esperar menos de ella mientras aún vive. Y no es lo que quiero.
Paso la noche como lo planeé, en contacto con su cuerpo y su respiración, que avivan mis oídos. Como música, una canción de cuna que me adormece por minutos, segundos...
Al despertar, un rayo del sol matutino me calienta suavemente la cabeza. Qué sensación tan agradable. Entreabro un poco los ojos para corroborar la presencia de Alexandra.
—Buenos días, Jamie —me saluda con voz cansada y casi rota.
Está sentada con las piernas estiradas sobre la camilla. La manta de siempre cubre su cuerpo y lleva otro pañuelo en la cabeza. El de hoy es celeste con flores o algo que se les asemeja. Manchas violetas y rojas. Muy primaveral.
—Apuesto a que tienes hambre —dice George mientras me froto los ojos y sonrío ante la idea de que los Goodman estén aquí también.
—Tienes tanta razón... ¿Qué hacéis aquí tan temprano? —les pregunto.
Florence está sentada en la punta de la camilla con una revista en mano. El sol los baña de luz a los tres. Me alegra haber amanecido con ellos.
—Me parece que no tienes ni idea de la hora que es, James—comenta Florence con una sonrisa, tras tomar un sorbo de café—. Son las dos de la tarde.
—¿Qué? ¿En qué momento he dormido tanto?
—¿Quieres tomar tu té de jengibre? Te hemos traído el desayuno a ti también.
—Ahora te lo paso —Alexandra trata de estirar su brazo a la mesita de noche.
Su voz se transforma en un grito ahogado y cierra los ojos tirando su cabeza para atrás con un gesto de dolor.
Florence y George reaccionan de inmediato.
—¿Qué pasa, hija?
—Alex, ¿estás bien? —le pregunto, preocupado.
—Estoy bien... —murmura con los ojos cerrados—. Es solo la espalda.
—Es el punto de apoyo. Acuéstate de nuevo, hija —le dice George mientras la ayuda a tumbarse—. Aquí tienes —agrega, extendiéndome el vaso por encima de la camilla.
—Alexandra, ¿necesitas algo? ¿Te duele algo? —pregunta Florence. Alex la mira con las cejas fruncidas—. Está bien... no volveré a preguntártelo.
Le acaricio la mejilla, ella cierra los ojos y coge mi mano apaciblemente.
—Mejor así —me sonríe y observa el techo.
Tomo un sorbo de té, está más rico que nunca.
Así que en realidad no es un sol matutino. Ya me parecía raro que fuera tan luminoso, tenía que ser de tarde.
—Tengo que hablar con vosotros tres, si es que la voz me lo permite —nos dice Alexandra, luchando por pronunciar cada palabra.
Tose unos segundos y dejo que me apriete la mano con las pocas fuerzas que tiene. George se sienta en una de las sillas al lado de la cama.
—¿Estás segura de que podrás? No hace falta que digas nada...
—Sí —dice Alexandra antes de inhalar una gran bocanada de aire—. "No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy". —Observa algún punto fijo y alza las cejas—. Cuando muera, quiero que donéis los órganos de mi cuerpo que estén sanos. Quiero que mis huesos se donen a escuelas médicas y que los alumnos los utilicen para estudiar. También quiero ser cremada. Lo antes posible —dice lenta y pausadamente, pero más rápido de lo que estaba hablando.
—¡Alexandra! —exclama Florence, asustada.
—Mamá, es mi cuerpo.
—¡Jamás permitiría que te hicieras ese daño a ti misma! ¡Por favor! ¡George, escucha lo que dice!
—Amor, deja que termine de hablar —sugiere George, tratando de ocultar el horror.
—Estaré muerta, mamá, no sentiré nada. Mi alma es lo único que vivirá, y ya no estará en este cuerpo.
Florence parece a punto de llorar, está muy exaltada.
—¡Dios mío! ¡Si supieras lo que estás diciendo! Estás viva. No pienses en esas cosas horribles.
—Ahora estoy viva, mamá. Debes entender que no duraré mucho más —dice Alex. Todo parece calmarse de nuevo y ella empieza a hablar a un ritmo más normal—. Yo, más que nadie, te lo puedo asegurar. Cada día me cuesta más hablar, respirar y entender, y no puedo cambiarlo. Me olvido de cosas, paso mucho tiempo intentando recordar... Estoy cansada y duermo la mayor parte del día. Sueño dormida, más que nunca.
—Pero ¡eso es normal, Alexandra! —advierte Florence casi a gritos.
—Echo de menos soñar despierta, antes lo hacía mucho. Pero ya no aguanto. Ni siquiera aguanto estar despierta de noche, el mejor momento del día... Los ojos se me cierran sin que yo se lo ordene, ya no me siento dueña de este cuerpo. Y sé que es difícil para vosotros, pero lo que os he dicho hace un rato es algo que quiero que pase y no estaré aquí para recordároslo, así que prefiero... dejároslo dicho antes.
—Estás aquí ahora, y eso es lo importante. No dejaré que hagas eso con tu cuerpo. Dividirlo en partes y distribuirlas por doquier... ¿De dónde sacas esas ideas? —le recrimina Florence, llorando.
Alexandra trata de luchar contra el llanto que también quiere brotar de sus ojos. Mi mano sigue en la suya. No sé qué pensar, así que me limito a escuchar todo detenidamente.
—Intenta ver más allá, mamá. Por Dios, ¡el cuerpo no vale nada si ya estoy muerta! ¿Por qué te cuesta tanto ver las cosas como las veo yo? —le pregunta Alexandra, frustrada. Su voz tiembla más que antes.
—Quizá deberías preguntarte por qué te cuesta tanto a ti ver las cosas como las vemos todos los demás.
Florence se pone de pie y se seca las lágrimas con las mangas de su camisa. George acaricia la cabeza de su hija y se va con su mujer fuera de la habitación.
Nos quedamos solos. Su respiración es agitada y mantiene la vista en algún punto perdido. El sonido de los aparatos de siempre vuelve a oírse y me acerco a ella. Escucho a Florence y a George, que discuten detrás de la puerta, y trato de pensar en las palabras indicadas.
—Sé que no querías que esto pasara, pero es completamente normal y esperable. Hablaré con ella para que intente entenderlo... —empiezo a decirle.
—La vida se me escapa, James —me interrumpe sin mirarme—. Ya no sé si podré manejarlo.
Alexandra empieza a llorar, y yo le beso la frente.
—Tranquila... Todo irá bien.
—¿James? —me pregunta aún ahogada por las lágrimas. —Prométeme algo.
—Lo que sea.
—Cuando me cremen, deja ir mis cenizas en Cave Run Lake. Es el último paisaje que visité antes de ser contaminada con este asqueroso ambiente de hospital.
Recuerdo esos pocos pero largos días. Risas y buenos momentos. Estrellas y música. ¿Cuándo empezó a perderse la música?
—Prométemelo, James. Prométeme que lo harás.
—Te lo prometo —digo, sé que no hay nada que pueda negarle.
—Mi alma estará en WonderNeverland, y allí permaneceré. Llena y completa. No te olvides nunca de todo lo que hemos hablado, James. No te olvides de las cosas que hemos soñado.
—Alexandra, ¡no hables como si no nos quedara tiempo!
—Tiempo es justamente lo que tenemos —dice, convencida, aunque distingo algunos temblores en su voz—. Otra cosa... Necesito que me prometas otra cosa. El día que me cremen... trata de convencer a mis padres de que sea apenas haya muerto. Quiero que el proceso sea algo rápido, hay otras cosas que no pueden esperar.
—¿A qué te refieres? No creo que pueda llevar a tu madre a punta de pistola al crematorio justo después de que... —Se me rompe la voz.
—James. Por favor. De verdad que quiero que sea así. No te pediría algo si no lo quisiera. Sé que puedes convencerlos. Puedes convencer a todo el mundo de lo que te dé la gana. Tienes un don para eso.
—Sabes que estás exagerando otra vez más, ¿no?
—Ah, y el día que me cremen... —empieza a hablar, pasando por alto mi comentario.
—Por favor, ¿puedes dejar de decir esa palabra? Sé poética, di: "Cuando vuelva a ser cenizas"... Eso me calmará un poco. Me distrae de lo que realmente pasará.
—¿Lo estás diciendo en serio? —me pregunta, alzando una ceja.
Asiento y la miro fugazmente.
—Lo acepto porque sé que es lo que quieres, pero... un poco de miedo me da, ¿sabes?
—Supongo que está bien que lo tengas —admite sin creerlo demasiado—. Volviendo al tema anterior, "el día que vuelva a ser cenizas"... —Me mira como esperando mi aprobación. Yo asiento, y ella prosigue—. Me gustaría llevar puesto un vestido que está guardado en una caja en la parte de arriba de mi armario. Es la última compra que hice, y la primera en que he usado la tarjeta de crédito... tenía ganas de estrenarla al menos una vez, pero juro que me dio vergüenza sacarla de mi cartera.
Me acerco y la beso.
—Te amo hasta WonderNeverland .—Le cojo las manos mientras la miro muy de cerca. Más de lo que se me ha permitido hacerlo estos últimos días.
—Ida y vuelta —me responde, y mi alma se ensancha al escuchar esas palabras que ya no nos repetimos tanto.
Hace bien que nos lo repitamos y hace bien recordarlo justo ahora. Porque sé que las cosas no irán bien y, como ambos lo sabemos, eso hace que estemos muy conectados.
Sonreímos, pero también lloramos. No siempre se puede uno permitir el lujo de tener certezas. Y a pesar de eso, lo entendemos y nos queremos así, ajustados e inundados por grises que no quieren ser definidos. Como yo y como ella.
Pasa una semana en un abrir y cerrar de ojos. Sus latidos ya son más lentos, su respiración es más pesada y cada acto le cuesta el triple. Es impresionante lo mucho que puede llegar a tardar en decir una frase tan corta como "tengo frío". A cada letra se le suman pausas, y sus párpados caen pesados sobre su mirada. Nuestras conversaciones son cortas, no necesitamos decirnos más de lo que hacemos.
Le leo libros, más de lo habitual, y Thompson viene con suerte una vez por semana. La última vez recitaron fragmentos de sus libros preferidos; Julio Verne es últimamente el autor principal y protagónico. Ya casi me sé de memoria los diálogos de Otto en Viaje al centro de la Tierra. Me ha pedido que se lo lea tres veces seguidas durante esta semana.
A veces, cuando salgo a hablar con Murray o los Goodman, Alex me pide que le encienda el iPod con la música que le regalé por su cumpleaños. Le pongo los auriculares y, después de besarla, abandono la habitación sin dejar de mirar detrás del cristal.
Hemos tenido dos convulsiones y han sido de un minuto y dos y medio, respectivamente. Por suerte estuve presente y ayudé en lo necesario.
Mi relación con Husset ahora es casi nula. Hasta puedo notar que me tiene algún tipo de respeto o miedo, no sé bien la diferencia entre ambos.
—¿Quieres más azúcar? —me pregunta George al endulzar su café.
Estamos en una de las salas de espera mientras Alexandra está haciéndose una de las pruebas en radiología. Llevamos menos de una hora aquí, y el empapelado pastel de la sala ya me está empezando a marear.
—Estoy bien. Gracias —le respondo mientras nos sentamos.
La música ambiente se filtra por mis oídos y los tragos que doy al café, al pasar el líquido por mi garganta, resuenan demasiado fuerte en mi interior. Debe de ser el sueño.
—¿Te falta hacer algún examen?
—La semana que viene hago el último.
—Pero ¿no son en mayo las graduaciones?
—Sí, pero las notas se cierran en unas semanas. Los demás alumnos hacen los exámenes más tarde, pero yo he preferido hacerlos antes. En caso de que... ya sabes.
George asiente, apenado. Todos sabemos a qué nos acercamos, y no hace falta nombrarlo para entenderlo.
—¿Ya sabes qué estudiarás cuando te gradúes, James?
—Quizá música... también podría ser letras, derecho o sociología, pero no lo sé muy bien.
No puedo pensar en eso.
—Está bien, no tienes que estar seguro, uno nunca está preparado y todo futuro es siempre incierto. Por lo menos, hay un lado al que te inclinas más... y veo que vas camino a algo artístico-humanitario... nada que ver con la ingeniería o medicina.
—Oh, no. No creo poder ver a un médico nunca más después de esto.
Sonreímos.
—¿Sabes qué? —dice después de unos segundos—. Un artista dijo una vez: "El artista empieza a sentir la insuficiencia de su inconformidad y su rebeldía individual, y es ahí cuando debe sacrificar su propio bienestar por el bien mundial que empieza desde lo más profundo de uno mismo".
—Guau.
—Sí. Guau.
—Creo que en realidad eso suena medio confuso y hasta contradictorio, ¿no? Como algo muy real pero carente de sentido.
—¿Acaso hay algo real en este mundo que tenga sentido, James?
Trato de plasmar esas palabras en algún rincón de mi mente.
—Bien, ¿y quién es el artista que dijo eso?
—No lo sé. En el fondo, todos somos artistas.
Sonrío y asiento. Qué gran verdad. Ojalá pudiera acordarme de apenas una parte de esta frase... y lo que ha causado el remate de esa respuesta en mí.
Pocos minutos después vamos a buscar a Alex, que nos espera en la camilla, con los ojos bien abiertos. Las enfermeras la han trasladado hasta su habitación en cuidados intensivos, y es allí donde pasamos lo que queda de este día. Y del siguiente. Y del otro.
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