Capítulo XV
El aire caliente proveniente de la gran máquina de aire acondicionado me golpea justo en la espalda a un ritmo regular mientras limpio con el trapo la encimera del bar. Hay poca gente, pero aun así los carteles de neón siguen encendidos. Ronan y Connor son de esas personas extravagantes a quienes, además de gustarles los excesos, les gusta parecer cool todo el tiempo. La belleza no es su fuerte, pero sorprende la cantidad de chicas a las que invitan para hacer un poco de alarde, de ese que les gusta a ellos. Ambos viven en el piso de encima del bar, una especie de monoambiente bastante desordenado. Connor siempre soñó con tener y dirigir su propio restaurante y con su habilidad administradora se ocupa de mantenerlo a flote. En cambio, Ronan sale con su moto a comprar cosas a último momento en sus supermercados amigos y disfruta más de los beneficios.
Pueden parecer iguales a la vista: cabello naranja, cara simpática... pero en realidad son muy distintos y les cuesta ponerse de acuerdo. Por ejemplo, ahora.
—¡Te he dicho que esta semana vendrían a inspeccionar! ¡Y te lo he dicho más de diez veces! —le dice Connor en un volumen de voz bastante elevado al otro lado de la encimera que me encuentro limpiando.
—¡Pues te lo habrás imaginado, hermano! No me has dicho una sola palabra —le contesta Ronan, abriéndose el cierre de su chaqueta de cuero. Connor, en cambio, viste una camisa a cuadros cerrada y un cinturón oscuro, algo muy típico en él.
—Joder, Ronan, te lo he dicho y no me has hecho ni caso.
—He venido a que me des un consejo y me ayudes, no a que me eches en cara cosas que encima no son verdad.
Paso el trapo por uno de los grandes vasos de cerveza, procurando simular estar en mi propio mundo.
—Pregúntale a James. Seguro que él se acuerda de que te lo dije —dice señalándome, pero aun así sin observarme—. Además, pueden esperar afuera un par de minutos. Ni que hiciera tanto frío... —agrega, enfadado pero bastante preocupado.
Ronan lo observa con poca paciencia.
—¡No metas a James en esto, Connor! ¿Qué cojones tiene que ver él con nuestro puto embrollo?
—¡Solo digo que él me escucha, cosa que tú no haces! Sí, te conté lo de la inspección, y es tu culpa no haber ido a firmar los papeles cuando te lo dije. No puedo estar en todo, Ronan, tengo solo dos manos y un cerebro.
—Por Dios, a veces te pones muy insoportable... ¡Son dos y están esperándonos! Si vuelven a cerrarnos el bar, te juro que abro un negocio para pasear perros.
La vibración repentina de mi móvil en el bolsillo trasero interrumpe mi concentración en la conversación de los hermanos.
—Ya, calla. Improvisaremos —dice Connor, buscando algo entre los cajones de al lado de la caja registradora.
Veo que en la pantalla pone: "Florence Goodman". ¿Florence a las doce y media de la noche de un miércoles? Mierda.
Lo desbloqueo y me lo acerco a la oreja.
—¿Florence? —pregunto por el auricular del teléfono mientras me doy la vuelta para alejarme de la discusión de Connor y Ronan.
—Hola, James, ¿sigues en el bar? —me pregunta con un tono de voz un tanto alterado.
—¿Qué ha pasado?
—Estamos en urgencias...
—¿Qué? ¿Qué le ha pasado? —la interrumpo, preocupado.
—Es la fiebre. Hace unas horas ha empezado y no ha parado de subir desde entonces. Está con vómitos, también, y con mucho dolor —dice.
Se oye mucho alboroto de fondo, entre esas voces distingo la de George.
—Ahora voy —le respondo, decidido y con poca paciencia.
—Gracias, James. Pregúntale a la chica de recepción por Goodman. Estamos aquí desde hace apenas una hora, así que ella te indicará.
¿Una hora? ¿Y ahora me entero? Una serie de nudos empiezan a formarse dentro de mi estómago, los nervios crecen dentro de mí.
—Estaré ahí en un rato —le digo antes de cortar la llamada.
Me doy la vuelta y trato de poner la mente en claro. Estoy trabajando y antes debo pedir permiso para irme. Es la primera vez que ocurre una urgencia de este tipo mientras trabajo en el bar.
—Chicos, ¿os molesta si me voy ahora? —digo, acelerado.
—¿Ha sucedido algo? ¿Ella está bien? —me pregunta Ronan, que se acerca más a mí desde el otro lado de la mesa para escucharme mejor. Connor lo imita.
—Está en urgencias —contesto mientras me froto las sienes.
—Por supuesto, James. Ve —me dice Connor, calmando su tono de voz al hablar conmigo.
—No te preocupes, amigo, ve tranquilo. Nosotros nos ocupamos —agrega Ronan, y me entrega el sobre con mi sueldo del día y las propinas.
Connor le lanza una mirada fulminante a su hermano, reprochándole eso de "nosotros nos ocupamos". Es increíble lo mucho que se puede llegar a conocer a una persona en relativamente poco tiempo.
—Gracias, chicos. De verdad.
Me abrigo sin quitarme el uniforme, solo el moño y el chaleco. Al salir del bar, el frío empieza a colarse entre mis ropas, parece romperme en mil pedazos... como si no estuviera ya suficientemente roto. Corro contra el viento para llegar al coche aparcado en la calle de al lado. Una avalancha de pensamientos abaten mi mente por completo. Odio enterarme por teléfono de las cosas que le pasan a Alexandra, me gusta estar presente y ayudar en todo lo que se pueda... no tres horas más tarde. Además, sé que ella también quiere que esté allí. Mierda, ¿estará bien?
Trato de controlar la inseguridad y la falta de control que invaden mis pensamientos. Pronto llego al hospital y corro agitado hacia la recepción para pedir indicaciones. Vuelvo a correr después de obtenerlas. "Primer edificio, piso ocho; primer edificio, piso ocho; primer edificio, piso ocho", repito varias veces hasta localizar el lugar al que debo dirigirme y mantenrme al margen de mis pensamientos cargados de pavor. Encuentro la puerta y la abro sin cuidado.
George, Florence, Debbie y otro hombre con bata blanca al que no identifico rodean una camilla. Cuando entro, todos me observan.
—Gracias a Dios —dice Florence y me saluda con un cálido abrazo materno.
Mientras me abraza, puedo ver a Alexandra. Yace pálida y con muchos artefactos conectados a ella. Está con los ojos cerrados, y sus labios carecen de color.
¡¿Solo fiebre?! ¿Realmente a esto le llaman "fiebre"?
—Está bien, James —dice George después de notar mi falta de comprensión, que es bastante evidente—. En este momento está solo a treinta y nueve de fiebre. Ha llegado a estar a cuarenta y uno.
Me acerco a ella mientras la gente se mueve para darme un poco de espacio. Cojo una silla y me siento al lado derecho de la camilla.
Las gotas de transpiración le cubren la cara, está dormida, sumida en lo que parece ser un leve sueño a juzgar por sus movimientos faciales. ¿Estará bajo los efectos de alguna droga o calmante? Seguro que sí.
Sin preguntar, le cojo la mano lentamente y la acaricio. La noto demasiado caliente, y eso es algo muy poco común en ella. Su piel está siempre fría, y la fiebre la ha llevado a una temperatura casi hirviente.
—Ha delirado un poco, ¿sabes? —me dice Florence desde el otro lado de la camilla, interrumpiendo mi abstracción momentánea—. Te ha nombrado innumerables veces. No te habríamos molestado si ella no lo hubiera pedido antes de que se le proporcionara la dosis.
—Me hubiese molestado que no me hubieseis molestado, Florence...
—Ya, lo hemos tenido en cuenta. —Florence asiente, cansada.
—¿Cómo ha pasado?
—No nos ha dicho nada hasta que hemos ido a su habitación para recordarle que tomara las pastillas de siempre, y ahí fue cuando nos la hemos encontrado toda destemplada, demasiado abrigada y transpirada sobre su cama. Se retorcía del dolor y nos hemos preocupado, ya sabes... La hemos llevado a urgencias, y una vez aquí ha empezado con los vómitos. El doctor Chris Fox es quien está para este tipo de urgencias, y ya nos ha atendido en dos ocasiones... creo que no lo conoces.
—No —empiezo a hablar sin despegar mi mirada de su semblante dormido—. He escuchado sobre él, pero no lo conozco personalmente.
Sus expresiones son efímeras y su respiración está levemente agitada. Mi Alexandra... ¿Cuánto le debe de haber dolido como para que le proporcionen droga para calmarla?
Sigo acariciando su mano, ya no me afecta la diferencia de temperatura entre nuestras pieles. Apoyo mi cabeza sobre uno de los barrotes y me quedo allí quieto, observándola, sin dejar de acariciarla.
Pasa el tiempo y yo me quedo en la misma posición, luchando contra el cansancio para permanecer despierto. El doctor Fox me saluda y nos presentamos como si no supiéramos quién es el otro. Se me presenta bastante callado, por suerte; no tengo ganas de hablar. Solo quiero observarla. Después de un rato, la habitación queda tranquila. Solo Florence está aquí, duerme otra vez en una de las sillas. Noto que el cuerpo de Alexandra empieza a moverse de manera más notoria. Aún no abre los ojos, pero se despereza moviendo su cabeza y sus extremidades debajo de las sábanas. Gira su cuerpo hasta quedar delante de mí, solo unos centímetros separan nuestras cabezas. Trata de ubicarse en el tiempo y espacio, me mira y una sonrisa tranquila se dibuja en su rostro. ¿Cómo lo hace para sonreír en un momento como este?
Las gotas de transpiración, antes esparcidas sobre su frente y encima de su boca, ahora tienen un brillo muy marcado.
—Hola —me dice sin borrar la sonrisa de su rostro.
—Hola —le respondo sin cambiar mi posición, aún apoyado sobre los barrotes, muy cerca de ella.
—Has venido.
—¿Pensabas que no lo haría?
—Le dije a mamá que no hacía falta, que estabas ocupado trabajando, pero parece que otra vez no tengo control alguno sobre las cosas —me dice, aprisionada de manera tierna dentro de las sábanas.
Le beso la mano que tengo entre las mías hace ya casi una hora y le acomodo un mechón de pelo.
—¿Te encuentras bien? —le pregunto, manteniendo el tono cálido con el que hemos empezado esta conversación que tanto me gusta.
—Es difícil decirlo con tanto aparato y medicina encima.. .¿Hace cuánto tiempo que estoy así?
—Un rato —miento mientras acerca un poco más su cabeza a la mía.
—No te has asustado, ¿verdad? Solo es fiebre —habla muy tranquila.
Alexandra trata de incorporarse para sentarse en su sitio pero al realizar este movimiento lanza un gemido de dolor y se toca la zona debajo del pecho.
Debbie aparece pronto por el otro lado y le toca la cabeza, George se asoma al final de la cama con el móvil en la mano y el doctor se pone al lado de Debbie. ¿De dónde han salido?
Alexandra sigue gimiendo y se aprieta las costillas tratando de contener el dolor.
—Atrás, atrás... tranquila —le dice el doctor, que vuelve a acomodarla en su posición inicial y la obliga a permanecer acostada.
—¿Qué le pasa? —pregunto intranquilo a quienquiera que pueda proporcionarme alguna respuesta.
El doctor Fox intercambia una serie de preguntas y respuestas acerca de remedios y dosis, y no puedo distinguir ni siquiera una palabra. Joder, ¿nadie puede responder a mi simple pregunta? Vuelvo a hacerla en un tono de voz más alto mientras Alexandra se queja, tirando su cabeza hacia atrás y retorciéndose en la camilla.
—Estoy viendo exactamente lo mismo que tú, chico —dice Fox, haciendo que empiece a perder la paciencia—. Os voy a pedir que se os retiréis unos minutos.
No me iré de aquí.
—Por favor —dice más decidido y en un volumen de voz bastante alto—. Os voy a pedir que os retiréis de la habitación, ahora.
George me coge de los hombros con fuerza y me obliga a ponerme de pie, no paro de observar la manera en que Alexandra se retuerce.
Pronto me encuentro fuera y ya no puedo ver nada. Mierda. ¿Qué está pasando allí adentro? Tomo asiento en la sala de espera, nervioso, mientras Florence y George se sitúan a ambos lados.
—Estará bien, James. Son pinchazos en el pecho, le ha pasado mucho a lo largo del día —dice George, tratando de calmarme.
"¿Le ha pasado mucho a lo largo del día?" ¿Por qué todos esperan a que las cosas se repitan para contármelas? No tenía ni idea, y no me gusta en lo más mínimo ser el último en enterarme.
La noche transcurre poco usual en el hospital. George y Florence se turnan. Mientras uno está dentro de la habitación, el otro se prepara un café o va al baño o simplemente sale a tomar aire. Yo permanezco toda la noche en la silla al lado de la camilla donde Alexandra duerme, se despierta a causa del dolor o se incorpora para vomitar.
Pasan unas siete horas en las que la observo, dormito y vuelvo a observarla. Un círculo que se repite incontables veces. Cada tanto le suelto la mano para cambiarla por la otra cuando ya está demasiado transpirada o la noto dormida.
Al día siguiente, el tan amigable y divertido doctor Murray nos visita en la habitación. Alexandra ya está un poco mejor, pero tiene unos treinta y ocho grados de fiebre. Por lo menos ahora está despierta y ya no vomita, solo tiene náuseas.
La llevaron a hacerse una serie de estudios dentro del hospital para encontrar la causa de la fiebre. Ahora, ya por la mañana, pasamos a buscar los resultados de las placas y vamos directos al consultorio de Murray.
Una vez allí, nos dice que Alexandra tiene los glóbulos blancos muy bajos. Cuando le pregunto qué significa eso, me responde con una palabra un tanto desconocida: neumonía. Conozco la existencia de la neumonía, pero nunca he sabido bien qué es. Y ahora parece que Alexandra la ha pillado. Deberá permanecer internada en el hospital hasta que esté mejor, lo que significa como mínimo dos semanas más. Perfecto. Solo faltan cuatro días para su cumpleaños y lo pasará aquí, internada en este desagradable hospital.
Recuerdo aquella vez en el bosque, cuando por primera vez hablamos sobre los inicios de esta enfermedad, las jaquecas y los vómitos, y aun así no sabíamos de su permanencia en el organismo de Alexandra.
El bosque, el parque y ella. Todo era demasiado perfecto. Claro que después de tanta perfección algo tenía que salir mal. Al universo no le gusta la felicidad extrema. Siempre tiene que ocurrir algo para recordarnos que no tenemos el control de nada y que, después de todo, somos simples autómatas incapaces de rebelarse porque al fin y al cabo estamos en el mundo. ¿Adónde más podríamos ir? Si apenas podemos ponernos de acuerdo entre dos, ¿cómo se supone que lo vamos a hacer entre casi ocho mil millones de habitantes? Aquí estamos, cumpliendo el círculo de la vida y haciendo cosas que poco significan, en una sociedad donde nunca llegaremos a mucho más que sobrevivir.
Y no quiero ser un superviviente más. Quiero vivir sin límites estúpidos y sin tener que cumplir normas con las que no estoy de acuerdo... pero volvemos a lo mismo, ¿cómo se supone que puedo decidir sobre algo que se encuentra más allá de mis posibilidades?
Al fin y al cabo, y por mucho que me cueste entenderlo, soy parte de este mundo y hay cosas que tengo que aceptar porque no hay otra opción.
Alexandra es mi opción ahora, y eso sí puedo controlarlo. Aunque sea por ahora.
Mientras exista.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top