Capítulo XIV
Es una especie de iglesia, pero vacía. Más bien una catedral, a juzgar por su gran tamaño. La cúpula se eleva alta e imponente, tanto que no consigo ver dónde termina aunque levante la cabeza.
Estaba solo hace unos segundos, pero de pronto me encuentro de pie frente a una escasa multitud de personas sentadas en los bancos. Todos están muy bien vestidos, y la mayoría de las caras son conocidas. Muy en el fondo diviso gente del instituto, y más adelante puedo ver a Bobby acompañado por su padre y su hermano. En el lado derecho está la profesora Thompson, situada al lado de mi padre. Más adelante, en el lado izquierdo, están Florence y George con los semblantes serios.
Todos están serios, muy bien vestidos, cosa que creo haber notado antes, y ninguno de ellos pestañea ni una sola vez. Y no me miran a mí, sino a algún punto perdido en la pared del fondo. Trato de llamarles la atención, no sé bien con qué fin, pero grito y nadie musita. Nadie se mueve.
Los gritos resuenan con eco al proyectarse mi voz por el espacio. Quizá sean estatuas, réplicas de quienes conozco. Me acerco a George y lo escucho respirar. Todos ellos respiran, pero ninguno me puede escuchar. O al menos eso parece.
Observo mi vestimenta. Estoy vestido de traje, muy formal y con una pequeña margarita en el ojal de la chaqueta. Mi estilo combina con el del resto.
Miro el suelo de mármol que se extiende por todo el espacio y también veo una alfombra roja. Larga e infinita, en medio de las dos filas de bancos que concluyen justo delante del altar, donde me encuentro.
Una mujer de una belleza extraordinaria aparece al final de la extensa alfombra roja. ¿Hace cuánto que está ahí? No creo haberla visto antes. Se acerca cautelosa, tranquila, y ninguno de los partícipes se molesta en mirarla. Todos ellos siguen con la mirada vacía mirando al frente. No entiendo por qué la ignoran, ¿no les parecerá suficientemente bonita?
Cuando se encuentra a mitad del camino la veo mejor. Alexandra viste un vestido blanco y simple, pero de alguna manera se las arregla para lucirlo de forma majestuosa. El velo cuelga detrás de su cabeza y parece pesarle, porque cada paso que da le cuesta más que el anterior. Su mirada es de preocupación, pero la disfraza con una sonrisa poco convincente. Sé que tiene miedo. Lo sé. Conozco esa mirada. Sostiene un ramo de margaritas marchitas entre sus manos, y los pétalos caen a cada lado de su vestido y cubren la alfombra de manchas blancas.
Alexandra me observa expectante a medida que avanza. Ya está cerca, a pocos metros. Tiene un color espectacular en sus labios redondos, que resalta su perfecta forma de manera sublime. Sus mejillas están enrojecidas y tiene un peinado muy trabajado.
Simplemente asombrosa.
Extiende su mano hacia mí y yo le devuelvo el gesto para poder cogerla, pero no la alcanzo. Vuelvo a intentarlo. Lo hago otra vez hasta que los músculos de la mano me duelen de tanto estirarlos. Grito por la frustración mientras ella cierra sus ojos y deja sus labios
posados en una perfecta línea recta. Su mano sigue ahí, esperando. ¿Por qué no puedo alcanzarla?
De pronto algo me atraviesa, me causa mucho dolor y se posiciona delante de mí, en medio de Alexandra y yo. Un ser de mi mismo tamaño y figura, vestido igual que yo, la toma de la cintura y comienza a besarle el cuello con lujuria. ¿Quién se cree que es para tocarla así? Trato de tirarlo con uno de mis brazos, pero no puedo. Intento gritar, pero nada sale de mi boca más que una frustración silenciosa y ahogada. No puedo salir de esa posición, mis pies parecen estar pegados al piso. Trato de quitarme los zapatos pero tampoco puedo. Todo es en vano.
Levanto la vista nuevamente y noto que este hombre, tan idéntico a mí desde todos los ángulos, comienza a convertir sus besos seductores en algo más sádico. Le muerde la boca y el cuello y le rasguña la piel mientras trata de abrir su entrepierna. Araña el vestido y lo arranca a pedazos. Quiere follársela y eso me hace querer matarlo a golpes. No logra desnudarla, ya que las prendas de ropa parecen eternas, y se enfurece al intentarlo con más y más enojo. Se apoya contra ella, refregándose con mucha fuerza como un animal y le tira la cabeza hacia atrás con el pelo entre sus manos, pero no puede hacer mucho más que eso.
Alexandra vuelve su cabeza de golpe hacia adelante y me observa con los ojos llorosos y con mucha angustia. Mi doble no para de moverse como una bestia queriendo desarmar a su presa. No aguanto más. Grito silencios mientras se me desgarra el alma al ver cómo Alexandra es poseída por este ser asqueroso. Inútil desgraciado. Que la suelte ahora mismo. ¡¿No ve que la está matando?!
Mi cuerpo se sacude de golpe. ¿Dónde está ese miserable? ¿Qué ha pasado? Una luz amarilla me hace entrecerrar los ojos. ¿Dónde estoy? ¿Y Alexandra?
—James, ¿estás bien? —me pregunta ella, preocupada.
Observo a mi alrededor, estoy en una cama muy espaciosa. La encuentro sentada. Me acaricia la cara. Estoy en su habitación y he tenido una maldita pesadilla.
Pienso en lo que ha ocurrido en mi inconsciente hace unos segundos y todavía no siento que estemos a salvo de ese horrible violador. Y más miedo me da su parecido conmigo.
—Oye, ¿has soñado algo malo?
Está preocupada, pero a un nivel muchísimo más bajo que en mi sueño. Al menos eso es algo bueno. Observa mi torso desnudo, mis costillas se abren y se cierran rítmicamente mientras mi respiración sigue acelerada. Cierro los ojos y exhalo. Siento la proximidad de Alexandra y, al abrirlos, veo sus dedos acariciándome el pecho lentamente.
—Jamie, cielo... —Eso es. Necesito que me calme —. Ha sido solo una pesadilla. Ya está. Estoy aquí contigo. Nada malo te va a pasar.
Abro los ojos de golpe. Ella está apoyada sobre mí, su cabeza a pocos centímetros de la mía. El aire cálido que expulsa cuando respira me recuerda que ha sido una pesadilla, de las más horribles que he tenido. Y lo peor es que me había olvidado de lo que era soñar una cosa tan horrible desde hacía al menos tres años...
—No soy yo el que me preocupa —digo, sorprendido de que la voz salga de mi boca—. Eres tú... he soñado contigo —agrego.
La miro, preocupado, mientras mi mano temblorosa se posa sobre su espalda para entender que está aquí y que es ella de verdad y no un holograma de mi inconsciente. Alexandra me mira dubitativa, con cierto aire de extrañeza y con un poco de terror.
—Bueno, pero estoy aquí y, por ahora, no me iré a ningún otro lado —me dice antes de besarme.
Se acuesta sobre mí. Miro hacia arriba.
"Por ahora"...
Sí. Por ahora, no te irás.
Dios mío, esta pesadilla me ha pillado desprevenido. Encima el día anterior a una de las sesiones de quimioterapia, justo cuando Alexandra tiene que estar descansada. ¿Por qué soy tan inoportuno?
—Sí. Estás aquí —le respondo después de unos segundos—. ¿Puedo dormir abrazado a ti? No creo que pueda hacerlo si no te siento cerca.
Alexandra se mueve de posición y me espía, me sonríe mientras apaga la luz de la lámpara y se acomoda nuevamente. Quedamos abrazados.
Le he mentido. Claramente no voy a dormir y no pienso hacerlo. No después de este sueño horrible. Las margaritas marchitas, la gente que observaba y no nos prestaba atención alguna, la iglesia... ¿Era una boda? Al menos eso parecía. Era nuestra boda. Hasta que llegó él. Esa persona, esa incógnita en mi mente, ese ser tan parecido a mí pero tan aborrecible. Estaba violando a mi chica, y yo era un simple espectador.
El acto más impune, abusivo y poco racional en el universo. La forma más demostrativa y denotativa de la falta de humanidad en un hombre. En fin, una violación y el arrebatamiento de algo íntimo, ¿su vida? Eso se le estaba arrebatando a Alexandra, pero ¿era yo quien lo hacía? No. Eso sería imposible. Aquella persona era mi doble, era idéntico a mí pero no era yo. Yo soy yo, y ese era... producto de mi inconsciente, pero muy lejano a una representación mía. Yo jamás podría ser capaz de semejante atrocidad, matarla...
Pensar en esa idea y en esa sensación hace que se me pongan los pelos de punta. ¿Por qué a mi inconsciente se le ocurrió una violación, un doble de mí, mi poca capacidad motriz, Alexandra vestida de novia y una iglesia? ¿Por qué todos esos elementos juntos? ¿Significarán algo? ¿Se supone que debo saber la respuesta a esa pregunta?
Acaricio a Alexandra para sentir su piel bajo la mía. Necesito recordarla y pensarla en presente, esto es lo que sucede ahora. Ella y yo, un domingo por la madrugada. En realidad ya es lunes, para ser exactos, lunes por la madrugada. No me atrevo a mirar la hora en el reloj porque sé que eso me predispondrá peor a la posibilidad de dormitar y descansar mi cuerpo aunque sea un rato más, ya que dormir no podré.
En menos de una semana será su cumpleaños. Ayer hablamos del tema y, cuando le pregunté qué quería que le regalara, me hizo prometerle que no le daría nada. Acepté, pero es una promesa que tendré que romper. Quiero regalarle algo, y si no quiere verlo con la excusa del cumpleaños, que lo vea como una demostración de afecto. No creo que no lo acepte si se lo doy con esa excusa. Luego le propuse la idea de hacer una pequeña fiesta con sus seres más queridos, pero me la refutó, decidida a no cambiar su opinión sobre los cumpleaños. Le dije como diez veces que podría hacer algo íntimo, pero tampoco me dejó organizarle nada.
Sé que algo haré y no me importa que no le guste al principio, porque en el fondo conozco su exageración y lo mucho que le gusta demostrar su línea de pensamiento. ¿A quién no le gusta celebrar un año más de vida? A parte de a Alexandra, creo que a nadie. Y en estas circunstancias, en que la vida y la muerte están marcadas y separadas por una delgada línea (siempre lo están, pero ahora lo sabemos), sobran los motivos para celebrar la vida mientras se tiene.
En las últimas semanas han ocurrido inestabilidades de todo tipo. En enero, Alexandra había empezado a sentirse mejor. Los tratamientos parecían estar teniendo un efecto positivo en ella; al menos eso nos decía Theodore, y también los demás. Todos lo advertíamos. Estaba más jovial, más alegre, se le notaba más color en la piel, respondía con mejor actitud a distintas actividades, pintaba, dibujaba, leía como siempre y se reía. Luego hubo unos días en los cuales esto declinó inesperadamente, situando esas acciones en niveles más bajos o casi inexistentes. Por ejemplo, el color y el entusiasmo. Las jaquecas diarias aumentaban, los vómitos ocurrían muy a menudo y la falta de apetito ya no era una novedad.
Ella es poco comunicativa con respecto a sus malestares, y sé que se comporta así para que no nos preocupemos por ella. Esta modestia extraña es ajena a la Alexandra de antes, pero al parecer este tipo de cosas, como las enfermedades, cambian la esencia de las personas. Necesito saber cuándo se encuentra bien y cuándo no. La mayoría de las veces que se siente devastada me entero por terceros como Murray, después de esas visitas semanales, o por sus expresiones o maneras de hacer las cosas. Eso sí que no me lo puede ocultar, y ahí noto el sufrimiento que debe cargar consigo a cada segundo. Cuando llegan estos días y todo se cae de repente, porque así ocurre de un día para otro, disminuye notablemente su interacción con todos: con sus padres, con el entorno y conmigo. No es una abstracción de esas que suelen tener los ancianos, es más bien que deja de responder, quizá más que nada por la falta del sueño. Por ejemplo, se cae mientras realiza alguna actividad, se choca con elementos de la casa al caminar, se queda dormida de un segundo para otro o llora sin razón aparente.
Sé que lucha en su interior contra muchas cosas, y lo hace todo el tiempo. Conociéndola, muchas noches seguramente ha fingido estar dormida solo para que yo pueda dormir algo. Y mientras fingía ese sueño, en realidad se preguntaba qué pasaría si no estuviera enferma.
Conocerla tanto me hace sentir el desgarramiento interno que ella debe sufrir, pero de otra manera. No sé si es mejor o peor saberlo con tanta certeza, al menos sí creo saber que ha decidido tomar una postura definida frente a los hechos.
No se queja de nada, no pregunta tantas cosas como antes y no exterioriza sus luchas. Todo lo esconde, lo reprime o lo destruye antes de poder manifestarlo. Lo peor es que sé que lo hace por los demás y no estoy de acuerdo, porque Alexandra no es de esas que se preocupan por hacer sentir bien al resto. Recuerdo aquel pequeño paseo por la plaza de la ciudad, cuando me dijo que debía tener esperanzas en nosotros pero no en su enfermedad.
No entiendo por qué ya no quiere luchar de la misma manera en que sé que lo hace en su interior. ¿Por qué ahora disimula? ¿Por qué hace ver que todo va bien delante de nosotros? ¿Por qué no grita o se queja o me demuestra lo que siente? ¿Por qué no me dice que tiene miedo, como aquel día en que nos reconciliamos?
En realidad, conozco el porqué y hasta sé que yo haría lo mismo, pero no quiero que lo haga porque ella no se lo merece. No sé cómo de bien le va contener cosas, odia hacerlo. Odia reprimir, odia ocultar, odia ser vencida. ¿Por qué no deja de preocuparse por sus padres o por mí y se preocupa por ella, que es la que importa? No tiene esperanzas de salvarse de la enfermedad porque lo ha entendido, cosa que yo no he hecho completamente aunque haya tratado de convencerme. Pero no lo consigo. No sé si es porque no quiero afrontarlo o porque no sé cómo sobrevivir sin ella.
Lo único que tengo claro es que haré que el tiempo que esté aquí a mi lado, mientras compartamos el mismo sentimiento y el mismo aire, sea algo inolvidable para los dos. Algo que se escape de las vueltas de tuerca tan incomprensibles a las que nos enfrenta la vida.
Será algo difícil, seguro, pero nunca nadie me dijo que sería fácil. Tampoco nadie me recordó lo difícil que sería. Estamos los dos solos en esto. No puedo contar con nadie más, ni siquiera con sus padres, porque nadie más puede entender nuestro vínculo.
Después de escuchar el sonido de la alarma, nos incorporamos para empezar un nuevo día. Desayunamos con Florence y George, con quienes iremos a la quimio de hoy.
George está vestido bastante formal, y Florence trata de ocultar parte de su cansancio físico con maquillaje, pero aun así se puede percibir.
—Amor, ¿conducirás tú? —le pregunta a su marido después de tragar un largo sorbo de café.
La mesa blanca de la cocina está ocupada por una jarra de zumo de naranja exprimido, el favorito de Alexandra, una jarra con café y otra más pequeña con té. Alexandra me observa desde el otro lado de la mesa mientras unta una tostada con mermelada.
—¿En qué estás pensando? —me pregunta con una sonrisa pícara.
¿Yo? Creo que en nada.
—Hace dos segundos en nada, pero ahora que me lo preguntas, no me das opción de pensar en otra cosa que no seas tú, Alexandra.
Hace una mueca exagerada y le da un gran mordisco a su tostada.
—¿Te das cuenta? —Ahora parece frustradamente graciosa.
—No me lo puedo creer.
—¿Qué pasa?—Florence irrumpe en nuestra conversación.
—Os espero fuera —avisa George, y me da una palmada en el hombro antes de salir de la cocina.
Doy un sorbo a mi té con jengibre, el que descubrí por esta familia y que me parece algo espectacular. Sé que el café sería la mejor opción para aliviar y despertar del cansancio, pero no se le puede decir que no al té, jamás. Está buenísimo.
—Nada, solo pasa que James en otra vida fue poeta y ahora es un poeta reprimido y no lo quiere aceptar.
Florence me mira sonriente y con los ojos bien abiertos, como si estuviera descubriendo algo completamente nuevo.
—¿Así que eres un romántico, James?
—Por favor, mamá. Ya lo conoces. Es británico, se viste formalmente casual, algo muy europeo, los zapatos de vestir, las bufandas, los abrigos... —empieza a exagerar su voz poniéndola en un tono de burla—. Parece que imite un prototipo, solo le falta la libreta bajo el brazo y una actitud más esnob... ¿Realmente te sorprende?
—¿Y qué tiene que ver cómo me visto? —digo, divertido—. Si es que me dejas preguntar y no...
—No te he dado permiso para hacerlo —me interrumpe, siguiéndome el juego entre sonrisas.
—Bueno, supongo que nunca lo he escuchado recitar un poema — dice Florence.
Ambas parecen divertidas con esto, y debo admitir que la ridiculez del tema me causa algo de gracia.
—¿Un escritor afirma su talento solo al publicar un libro? No se necesita tener el título de poeta para ser uno —comento, cambiando un poco mi tono de voz y exagerando mi mirada.—A veces la rima sale del alma en acciones y la métrica se esconde en cotidianidades y en frases poco adornadas —digo y, al final de la frase inventada pero tan trivial, no aguanto más y suelto una carcajada.
Florence empieza a halagar mi frase mientras Alexandra sale de su sitio y se acerca a mi lado. Me besa la cabeza y me la sostiene entre las manos.
—Quieres hacerte el gracioso porque te da vergüenza admitirlo, pero yo sé que eres un gran poeta. Y de los mejores —me dice, conteniendo la risa.
—Esto es increíble. ¡Cuánto arte hay escondido en esta familia!—exclama Florence.
Escucho que coge el abrigo y su bolso antes de salir de la cocina.
Nos reímos. Miro los ojos y los labios de Alexandra, que sigue casi sobre mí, a pocos centímetros. Sus manos acarician mi cara. El lugar donde antes estaban sus pobladas pestañas se entrecierra como si quisiera observar con más claridad. El frío de sus manos en mi cuerpo hace que la unión de ambas pieles me provoque una ínfima exaltación que pronto se confunde con algo más debajo de mi piel. Le robo un pequeño beso antes de ponernos de pie y nos dirigimos al coche.
Viajamos abrazados, como siempre. Florence y George hablan entre ellos en los asientos delanteros del impecable Volvo. Él nos observa por el espejo retrovisor de vez en cuando, e intercambiamos un par de sonrisas. A veces siento que llamarlo simplemente "George" se queda corto para resumir en una palabra todo lo que significa para mí. Una persona que me cuida como mi padre biológico nunca lo ha hecho. Algo que no sabía que necesitaba hasta que descubrí lo que era.
Una familia es lo que obtuve al mudarme a este país y conocer a Alexandra. Florence también es parte de mi familia, los tres lo son. Nunca ha sido una simple relación con "los padres de mi novia" o "mi novia", sino que siempre ha significado mucho más que eso. A veces me frustra pensar que una palabra no basta para expresar algo, pero si se dice "familia" pensando en ellos tres, entonces supongo que con eso basta y sobra.
Debo admitir que, a pesar de haber acudido al hospital como mínimo tres veces a la semana durante más de dos meses enteros, siempre consigo perderme entre tantos carteles y pasillos. George lidera el camino hacia el edificio de oncología, donde se encuentra la parte de radio y quimioterapia. Cuando él no puede venir, Florence se las arregla bastante bien, y cuando vengo solo, siempre me pierdo. Sami, la chica asiática de la recepción ya debe de odiarme, porque siempre confirmo las indicaciones de la visita anterior guardadas en mi mente. No sé qué me está pasando, hasta Alexandra se orienta en el espacio mejor que yo, y eso no es normal.
Al entrar en la sala Q23 del lado izquierdo, me pongo en el lado derecho del sillón, ya sin preguntar si puedo hacerlo o no. Debbie y Husset nos hacen compañía como siempre. George entra y sale cada tanto, y Florence duerme en una de las sillas dentro de la habitación.
La televisión está encendida y sintoniza un canal de deportes, en volumen muy bajo.
—Creo que la derrota del 86 ha sido la mejor hasta ahora. ¿No te parece? —me pregunta Husset en medio de una de nuestras típicas conversaciones sobre fútbol.
Echaba esto un poco de menos, y Bobby era uno de los mejores para compartir charlas sobre deporte. Más que nada, fútbol y básquet.
Creo que ya he olvidado la sensación de estar en medio de una pista rodeado de amigos y pasar un buen rato con la excusa de competir con una pelota. Sí, solía divertirme mucho cuando jugaba en Manchester.
—La verdad es que aún no había nacido en esas fechas, Theodore. Pero, a pesar de no haber visto la grabación de ese partido en particular, confío en tu sabia opinión —le respondo con un gesto de entrega mientras la cabeza de Alexandra descansa y dormita sobre mi hombro.
Theodore sabe muchísimo sobre deporte, tanto que me impresiona que no trabaje de periodista deportivo.
—Y haces bien, chico... —me dice señalándome divertido con un bolígrafo que sostiene en su mano desde hace dos horas exactas—. Haces bien.
Sonrío al recordar la primera impresión equivocada que me causó al conocerlo. No me acuerdo bien, pero creo que lo juzgué mal porque pensaba que sería uno de esos típicos médicos muy poco coherentes y poco humildes. Ahora me parece una gran persona y muy entretenida para pasar estos días poco alegres en el hospital, y eso me hace ver lo estúpida que puede resultar una primera impresión. Él es una buena compañía, y creo que Debbie también lo ha notado. He visto la manera en que lo mira y lo nerviosa que se pone cuando sus cuerpos se tocan, aunque sea un contacto mínimo.
Husset es un hombre casado con dos hijos y vive en la ciudad, a pocas calles de aquí. En una ocasión me enseñó las fotos que guarda en su cartera, en las que aparecen sus hijos, una niña y un niño muy pequeño, de unos diez meses.
—Doctor, ¿cree que deba aumentarle cinco miligramos? —pregunta Debbie acercándose a nosotros mientras observa a Alexandra, que ahora está dormida.
No entiendo cómo lo hace para quedarse dormida mientras un líquido extraño se transfiere a su sangre. Aunque es mejor que duerma.
Le beso la cabeza lentamente y le acaricio la mano al mismo ritmo, procurando no despertarla.
—No. Por ahora seguiremos con la misma medida. Gracias, Debbie.
Husset la observa mientras ella se da la vuelta para dirigirse al baño de esta habitación en suite, y luego vuelve a mirarme.
—¿Sabes que en mi época solía jugar muy bien al rugby?
—No. Nunca me lo has contado. ¿Y qué pasó?
Husset suspira, se cruza de brazos y se toca pensativo la cara.
—La vida pasó, James. No se puede vivir del deporte a no ser que seas de los mejores, y en casa no me apoyaban en nada que no fuera 'seguro' y 'real'. Mis padres eran los dos médicos. —Me mira pensativo y luego se incorpora—. De todos modos, ¿cómo mantendría a mi familia? La familia siempre va primero.
—Claro, entiendo.
En realidad, siempre lo entendí muy bien hasta que conocí a Alexandra. Ella sostuvo en todo momento que si te crees bueno en algo, o si tienes la capacidad suficiente para hacer lo que te hace feliz, debes hacerlo. Me pareció muy ridículo, porque no es factible en este mundo. Lamentablemente, la sociedad funciona así. Estudias para tener las herramientas para trabajar y luego trabajas para ganar dinero, mandar a tus hijos a la escuela, que reciban una buena educación, y el círculo vuelve a completarse una y otra vez. Generaciones tras generaciones han hecho esto durante años para lograr sobrevivir en este mundo. La lástima es que en el fondo sé que lo que Alexandra piensa sería lo ideal. Poder trabajar y estudiar lo que te hace feliz, incluso ni siquiera estudiar porque ya tienes las herramientas, me parece un lujo que pocos pueden darse y algo utópico para la gran mayoría. Porque esas personas, que "son felices" al hacer lo que les gusta, muchas veces están respaldadas económicamente por otra gente que cayó en el círculo de la fatalidad social que acabo de imaginar hace unos segundos. Así que en el fondo resulta una imposibilidad y, por bonita que me parezca la idea de Alexandra, es algo que no ocurre en la realidad social que vivimos. Antes pensaba que el mundo podía alternarse, o quizá no me preocupaba por ello. Ahora creo que la sociedad es así y no va a cambiar, porque la comodidad es también otro problema más. Definitivamente empiezo a creer que el hombre es un animal de costumbres.
—No te niego que me hubiera encantado jugar en las grandes ligas, con solo imaginarlo se me pone la piel de gallina, pero las responsabilidades van primero y en una familia todo se trata de ceder por un bien mayor y común.
—¿Hace cuánto que no juegas?
—Supongo que ya hará... veinte o veinticinco años.
¿Veinticinco años?
—Pero ¿qué edad tienes? —le pregunto sin entender, los cálculos me están fallando.
—Eso es de mala educación, James —me contesta sonriendo—. Está bien, tengo cuarenta. Si vas a decirme algo, miénteme. Por favor, no me digas que te parecía más viejo.
Me río por la exageración de su respuesta y sigo sorprendido.
—Realmente, con una mano en el corazón, debo admitir que pareces de treinta y pocos. No puedo creerlo, ¡estás en muy buena forma, entonces!
—He dejado el rugby, sí, pero el gimnasio, nunca. Es la mejor manera de descargar de este ambiente tan... —Señala con la mirada la habitación—. Deberías ir al gimnasio tú también. Estás en perfecta forma, es más, se nota que has sido de los míos en el deporte, pero creo que te vendría bien como válvula de escape...
¿Válvula de escape? No necesito escapar de nada. Solo a ella.
—Gracias, Theodore. No me gusta el gimnasio y tampoco tengo tiempo, pero algún día podríamos jugar algún partido de fútbol.
—Queda pendiente —me responde con una sonrisa mientras la puerta de la habitación se abre.
—¿Y? ¿Cómo va todo? —pregunta George, dándole una palmada en el hombro a Husset, algo tan típico en sus saludos.
—Muy bien. Faltan exactamente... —comienza a decir mientras revisa su exuberante reloj de pulsera— quince minutos.
—Perfecto. Me quedaré aquí dentro entonces, si me lo permitís —dice George sonriendo, y se sienta en una de las sillas.
Se une encantado a nuestra conversación, creo que a los tres nos sirve para despejarnos un poco. Después de tanto pensar en fútbol, me dan ganas de ponerme a jugar como en los viejos tiempos.
Pasados esos quince minutos, nos dirigimos a una charla conjunta que tendremos con el doctor Murray en su horrible despacho.
Al llegar, ya nos está esperando con las manos juntas y ese semblante poco amistoso y, a pesar de intentarlo, no consigue sonar franco.
—Muy bien —empieza a hablar después de que tomamos asiento en nuestros lugares de siempre. Realmente odio mucho este lugar, más que el hospital en sí—. ¿Cómo te encuentras, Alexandra?
Ella termina de bostezar y lo observa con tranquilidad.
—Bien. Creo que bien...
—Cuéntale lo de los tambaleos, hija —la interrumpe Florence.
—¿Los de siempre u otros nuevos? —pregunta Murray mientras se reacomoda los anillos que lleva en las manos. Alexandra gira la cabeza para lanzarle una mirada fulminante a su madre.
—Los de siempre, en realidad, solo que últimamente me hacen desplomarme en el suelo y tengo muy pocas fuerzas para reaccionar antes de caerme. Normalmente me pasa cuando camino de un lado a otro de la casa. También suelo perder el control de la mano mientras pinto o escribo. La noto como dormida a veces y se me cansa muy rápido. Eso creo que no me pasaba antes...
—Eso que me dices del tambaleo en la mano, ¿te sucede en la mano derecha o en la izquierda?
—En la derecha —contesta Alexandra, después de pensar un par de segundos con los ojos entrecerrados.
Murray asiente sin variar la preocupación en su cara.
—¿Qué más?
—Eso es todo —responde ella, y pestañea rápidamente con las cejas serias acentuando sus pocas ganas de estar aquí en este momento.
—Estos últimos días ha estado muy bien y ha tenido un muy buen sueño —comienza a decir Florence—. Ya no vomita tanto, es más, creo que eso ha pasado pocas veces en las últimas tres semanas, y los dolores de cabeza no son tan fuertes. Ha pasado lo de los mareos y tambaleos, pero creo que está muchísimo mejor, doctor. ¿Usted qué dice?
Murray vuelve a posar su mirada en Alexandra. Nos cogemos de las manos, que hasta ese momento manteníamos separadas, a pesar de estar uno al lado del otro. Una manera de mantenernos ajenos a las falsas ilusiones y centrados en lo que importa.
—¿Y qué me dices de los dolores de cabeza y de estómago? ¿Qué estás comiendo?
—También bien... como acaba de decir mi madre, estoy mejor, como a menudo y ya no me asquea tanto.
Puedo notar por su manera de hablar que está mintiendo. Mentir no le sale bien, y ella cree que sí, pero yo puedo darme cuenta de lo mala que es para esto desde el día que la conocí. Parece ser que soy el único que lo sabe.
Murray la observa unos segundos más, como si quisiera confirmar su respuesta.
—Muy bien... —empieza a decir tras acomodarse en su lugar—. Me preocupan los tambaleos y mareos. Además, no tenemos manera de saber qué tan fuertes son los dolores de cabeza que sufre porque no existe otro medio para comprobarlo más que la comunicación oral. Como les conté cuando empezamos con los tratamientos, sabemos que el tumor, que se encuentra en la zona parietal izquierda del cerebro de Alexandra, actuará sobre ella y afectará primero la zona derecha de su cuerpo. Dadas las circunstancias, es común que sientas esa mano pesada o con poca capacidad motriz, y me temo que las piernas podrían verse afectadas, sentirse atrofiadas. Músculos, huesos y, como tú misma dijiste anteriormente, poca capacidad motriz. Aun así, estoy conforme con tu estado actual. Se te ve mejor, menos cansada.
Miro a Alexandra y noto que realmente quiere irse de aquí. Ha empezado a mover la pierna con nerviosismo mientras Murra daba su discursito.
Conforme. Siempre igual. Necesito alejarme de los médicos y hospitales oligarcas para siempre. Entiendo las pocas ganas que Alexandra está demostrando y la acompaño en el sentimiento.
Ojalá pasemos juntos lo que queda de día. Después de esta sobredosis, es lo único que necesito. La paz y tranquilidad que una tarde juntos me puede dar.
—Bueno, me temo que eso es todo por hoy —dice Murray por fin, después de separar sus manos y ponerse de pie para concluir con esta larga visita al hospital.
Por suerte, el resto del día transcurre como yo quería, abducidos por el sofá de su sala de estar. Ella continúa con la lectura del libro sobre el cáncer, titulado Supervivencia durante la lucha, algo que no me atrae en lo más mínimo y me suena mucho a autoayuda barata. Cada vez le faltan menos hojas para terminarlo, por suerte, y la espío mientras termino de copiar los apuntes de Fred, otro de los alumnos del instituto con el que he quedado en buena pero casi nula relación. Se ofreció a prestármelos cuando Bobby se mudó a Portugal, y sus anotaciones son demasiado perfectas, tanto que me dan náuseas. No puedo entender cómo lo hace para copiar exactamente hasta la coma que el profesor expresa en su habla. Está todo muy bien señalado, con mucho subrayador, y escrito en una caligrafía perfecta.
Mientras busco algún error en estas hojas, espío a Alexandra, que descansa sobre un almohadón con el libro en alto, apoyándose en mis piernas. En uno de mis vistazos noto este tambaleo del que hablaba Murray. No sé si me habría dado cuenta de esto si no me lo hubieran advertido antes. Es bastante controlado y sutil, pero aun así noto la diferencia entre la mano derecha y la izquierda.
¿Esta será toda la alteración de la que él hablaba o empeorará? ¿Qué otra cosa se verá afectada, además de sus movimientos? ¿Qué pensará Alexandra sobre todo esto? Hace un par de días que no tocamos el tema de sus dolores más que cuando suceden y yo los noto. Ella se encarga de ocultármelos. Es difícil tratar de comprender constantemente cómo se sentirá su cuerpo, qué pensará acerca de lo que Murray dice... Muchas de esas cosas creo que las sé y me las cuenta, pero hay otras que nunca podré entender porque no padezco esa enfermedad. Y me angustia no poder entenderla por completo cuando hubo un tiempo en que la comunicación entre nosotros era tan grande que las palabras solo significaban un simple adorno dentro de las experiencias.
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