Capítulo X
¿Saco de dormir? Listo. Linterna, tienda, comida y demás provisiones, algún abrigo... todo dentro de la bolsa.
Bajo las escaleras pensando en si me estoy olvidando de algo, pero me parece que esta vez no. Abro la puerta de casa y el sol me golpea sin piedad. Achino los ojos para forzarme a comprobarlo: definitivamente un día muy agradable para empezar este viaje.
Es el último día escolar de la semana, y con Alexandra cometeremos la última "imprudencia", como lo llama ella, en el instituto. Nos iremos a media mañana para empezar un pequeño road-trip al Daniel Boone National Forest, donde se encuentra Cave Run Lake, y a otros lugares de la zona la zona. Según me contó Alex, este fue un lugar muy visitado por los Goodman, sobre todo cuando ella era niña.
Dadas las circunstancias, pensamos que pasar el fin de semana fuera es una gran idea para despejarnos un poco, unas pequeñas vacaciones de otoño. Ya sabemos de quién ha sido la idea...
Paso a buscarla con el coche y nos dirigimos al instituto. Le había propuesto no ir a clase directamente, pero prefirió ir un par de horas y salir de clase especialmente para esto. Volví a insistirle, pero volvió a decirme lo mismo. No sé ni quiero llevarle la contraria.
Pasamos la primera parte de la mañana separados, y luego salgo del aula para esperarla en la entrada del edificio. Escucho la calma, están todos en clase. De pronto veo a través de las grandes puertas de cristal una figura que corre por el pasillo central. La veo salir, se acerca cada vez más a mí, con su mochila cargada de cosas y la guitarra en su funda.
Abro los brazos para recibirla con un gran abrazo y así sucede. Hundo mi nariz en su pelo. Qué bien huele.
—¿Estás lista para el viaje de tu vida? —le pregunto, exagerando un poco mi acento. Sé que eso le gusta, me lo ha dicho en varias ocasiones.
—Sorpréndeme, McOwen —responde antes de darme un beso.
Viajamos escuchando los discos de música folk que Alexandra ha traído para la ocasión. Cada cierto rato saca fotos a través de la ventanilla, hacia delante o a mí. Ya estoy acostumbrado a sus fotografías, y casi no me coge desprevenido. Hago muecas o caras divertidas cuando sé que va a sacar alguna, le molesta aunque finja que no y eso lo hace más divertido. Comemos golosinas o frenamos para admirar algunas cosas más de cerca, a veces las más invisibles, como un hueco donde el sol se filtra de manera direccionada entre las nubes, o el viento moviendo pastizales. Y, sobre la comida, he notado que Alexandra no tiene mucho apetito últimamente, pero nunca puede resistirse a los dulces.
El sol baña de luz todo a su paso y hace que el clima entre nosotros sea aún más placentero. Me lee algunos fragmentos de libros, como El país de las últimas cosas, de Paul Auster, y A través del espejo, la segunda parte de Alicia en el País de las Maravillas. Los comentamos, y recuerdo que ella me obligó a leerlos hace unos meses.
Nunca he sido un gran lector pero debo admitir que, desde que la conocí, he adquirido la costumbre de leer aunque sea un libro al mes. Lo hago en los momentos libres del trabajo, así aprovecho el tiempo cuando no estoy con ella. Leer es una gran manera de hacer que el tiempo pase más rápido cuando no sabes qué hacer con él, o lento cuando quieres salir durante un rato del modo automático en el que vives.
Al concluir las dos horas de viaje, llegamos. Aparcamos en uno de los campings del Daniel Boone National Forest admirando los alrededores. El clima es tan agradable y el cielo está tan azul que dan ganas de parar el tiempo, y más en esta época del año. Caminamos por la orilla del lago y de vez en cuando nos sentamos. El sol brilla imponente encima de nosotros y los árboles llenan el paisaje, creando un perfecto escenario junto con el lago y el cielo.
Durante el resto del día, andamos en canoa, hacemos trekking, dormimos la siesta al sol, comemos en uno de los puestos en caravanas y elegimos un lugar para pasar la noche.
Cuando ya está oscureciendo, montamos la tienda de acampada entre risas mientras tratamos de unir las partes entre sí.
—Voy a matar al hombre que me vendió esta mierda de tienda. ¡Le pedí algo fácil de montar y mira lo que es esto!
Alexandra se ríe mientras extiende el plástico por el suelo.
—Somos las personas menos aptas para acampar en todo Kentucky.
—Deberías estar avergonzada, Goodman. A todos en este estado se les da bien esto.
Alexandra ríe por la ridiculez de mi comentario. La noche está cada vez más cerca, y doy gracias al universo porque se nos haya ocurrido encender el fuego antes de ponernos a montar esta tienda. Ayudado por la luz de las llamas, trato de juntar las partes mientras ella no para de reírse y yo también.
—Habló el británico más maleducado de toda Gran Bretaña, incluida Irlanda del Norte.
—Nadie ha dicho nunca que los irlandeses también fueran educados. Ellos son duendes verdes paganos de pelo rojizo, y ahí se termina el tema —le digo entre risas.
—Serán duendes, pero más educados que tú, seguro —dice, señalándome con uno de los palos.
—¿Qué has dicho? —protesto mientras me acerco a ella fingiendo cierto enfado.
Caemos en la arena ya no tan cálida, cerca del fuego. Después de algunas risas y gritos consigo cogerle las manos para dejarla inmóvil.
—Ahora cuéntame, ¿qué pasa cuando un chico de Inglaterra maleducado se aferra a una chica de Kentucky que no sabe acampar?
—Debes agregar que el chico maleducado también es muy poco coherente.
—Y que la chica es muy exagerada.
—Y que el chico es un romántico sin causa.
—Y que la chica es muy peligrosa y excitante.
—Y que el chico es muy, demasiado manipulador.
—Tú también eres una manipuladora.
Alexandra me toma por el cuello y me besa fugazmente.
—Te amo —me dice después de separar su boca de la mía.
—Te amo —le respondo antes de volver a presionar mis labios contra los suyos.
Nos abrigamos bastante cerca del fuego, la noche promete algo de frío. Buscamos uno de los mejores lugares del camping, es decir, de los más alejados. En realidad no hay tantas personas, pero parece a propósito que todas se acumulen en el mismo espacio con tanto lugar libre para esparcirse.
Toco pequeñas melodías inventadas mientras la observo iluminada por el color anaranjado del fuego. Las chispas cantalean y el sonido de la madera al chamuscarse bajo la fogata adorna el ambiente de manera espectacular. Todo forma un paisaje perfecto: el lago, la luna, el fuego, la música, el sonido de la madera, la luz, la oscuridad y Alexandra.
—¿Alguna vez te has parado a pensar en la suerte que hemos tenido? —me pregunta, aún abstraída con el paisaje.
—En estos últimos días me ha costado pensarlo, pero sí. Por supuesto, tenemos... tenemos mucha suerte.
—Piensa en el tiempo en que hemos estado juntos, James. Hemos conseguido algo que nunca creí posible entre dos personas, o lo veía muy lejano. De hecho, cuando discutimos ese viernes lo pensé con más claridad.
—¿Y qué es lo que pensaste?
Alexandra se tapa más las manos con las mangas de una de mis sudaderas, que a estas altura del partido ya es toda suya.
—Siempre he creído que la comunicación y el entendimiento con el otro eran algo imposible... cuando uno dice "Sí, entiendo lo que dices", es una gran mentira. Porque, piensa, para poder entender completamente a otra persona debes ser esa persona, de lo contrario solo conoces el hecho pero no lo que siente exactamente frente a eso. Cuando uno habla, nunca dice todo lo que piensa. Si no, los populares serían los marginados, y los marginados, los populares. —Alexandra toma una bocanada de aire para continuar—. Hay pocas, muy pocas personas que logren romper las barreras de la superficialidad, superar las grandes paredes del prejuzgar y las costumbres para mantener una profunda relación con el otro, en que la comunicación, el entendimiento y el acto de compartir sean algo completamente real. No creo que todos los amigos, las parejas, los familiares puedan conseguir esto. Además, de ser así el mundo estaría cubierto de matrimonios felices, llenos y prósperos. Ni siquiera serían matrimonios... parejas de pares que nunca hubieras imaginado que estarían juntos. Pero no. Por alguna extraña razón, la gente retiene cosas, muestra algunas que no son tan importantes y frena las otras que realmente importan, como si implicara algún tipo de peligro para la sociedad que sean vistas. Y nosotros, James, hemos conseguido romper esas paredes y esquivar esas barreras. Míranos... contemplando la luna, comiendo dulces en un camping cuando ni siquiera sabemos acampar.
—Oh, esto sí que es romper la regla más grande del mundo. ¿Acampar pero no saber hacerlo? ¿Acaso hay algo más loco? —Nos reímos a carcajadas—. Me encantan estos planteamientos que sueles hacer de noche —agrego sin poder dejar de admirarla. Alexandra me mira y sonríe—. Tienes razón. Tenemos mucha suerte. Hemos podido experimentar algo que pocos consiguen. Y lo seguiremos experimentando.
Se acerca a mí y apoya su cabeza sobre mi hombro mientras punteo algunas notas. Pasan unos segundos cargados de silencio nocturno y melodías bajas. El fuego trata de callar ante la imponente noche, pero solo logra que sus chispas se escuchen con más volumen mientras desaparecen entre el humo.
—¿Se morir de felicidad? —pregunta Alexandra sin dejar de observar el cielo—. Digo... hay mucha gente que muere de tristeza cuando un hijo o su pareja se muere...
—Supongo que nadie ha muerto aún por exceso de felicidad. Los excesos son malos, Alex. Estoy seguro de que George te ha enseñado eso en algún momento —digo en un tono gracioso. Ella se ríe y me mira.
—Me gustaría morir de felicidad. Sería un poco raro, pero preferiría eso antes que morir de un estúpido cáncer.
Entrecierro mis ojos y le acaricio la cara. La tristeza aparece de golpe en mí, cuando hace unos segundos estaba muy olvidada. Ella sigue sonriendo, como absorta en su pensamiento.
—Soy muy feliz contigo, Alexandra. ¿Te lo he dicho alguna vez? —hablo en voz baja para no cortar la magnificencia del ambiente.
—Creo que lo sé, y yo pienso igual, pero nunca nos lo hemos dicho.
—¿Nunca nos lo hemos dicho?
—No. Soy muy feliz contigo, James.
—Qué bien que estemos de acuerdo en eso.
—Uf, es una cosa pequeña para estar de acuerdo.
—Sí, no es gran cosa, solo "soy feliz contigo", eso es todo —le digo con otra cuota de sarcasmo.
—James...
—¿Sí?
—¿Seguirás siendo feliz conmigo cuando no esté aquí?
Una punzada de angustia recorre mi cuerpo y se proyecta hacia todos lados. No debo dejar que se apodere de mí. No otra vez.
—Seré feliz contigo siempre, Alexandra. Nunca dejaré de quererte y de desearte más y más.
—¿Crees que quizá puedas llegar a tener la misma relación que tienes conmigo con otra mujer?
—¿De dónde sacas tantas preguntas?
—Vamos. Quiero saberlo.
—¿Te parece que puedo pensar en otra mujer cuando te tengo aquí a mi lado, apoyada sobre mi hombro?
—Bueno, tienes razón, pero... imagínatelo.
—No quiero imaginarme nada. Solo quiero estar aquí, contigo, ahora.
Nos quedamos en silencio. Trato de volver al clima anterior, pero ya no puedo.
—Solo espero que cada tanto cierres los ojos y recuerdes lo que tenemos.
—Aunque los cierre o los abra, eres algo infinito en mí y nunca me cansaré de recordarlo.
Pasamos la noche dándonos calor el uno al otro dentro del saco de dormir. Ha sido una noche increíble, y así lo es también el sábado.
Variamos un poco las actividades pero nunca nos nos saltamos la siesta al sol. Ya es la tarde, y mañana tenemos que volver a Beechmont.
Estamos en uno de los lagos con cascada mientras el sol ilumina con sus matices cálidos anaranjados el agua y nuestros cuerpos. El agua está perfecta para una zambullida, pero no hemos traído los bañadores, simplemente algo de ropa ligera. No pensamos que el clima sería tan agradable; después de todo, el otoño suele pasar entre chaquetas livianas y pantalones largos.
—¡Es muy alto! —me grita Alexandra desde arriba, casi al borde de caer.
—¡No es momento de exagerar! ¡Vamos! —le grito desde abajo, animándola.
El agua está perfecta; me sumerjo hasta los hombros otra vez y trato de mantenerme a flote moviendo mis piernas continuamente. Claro que hemos decidido meternos con ropa interior, Alex ha dejado muy claro que es exactamente lo mismo.
Alexandra grita muy fuerte y, al ser genuino, me hace gracia.
—¡Yo te cojo! —la animo nuevamente levantando las manos.
Está cogida de una soga gruesa pero aún no se atreve a subir para tirarse.
—¡No te hagas el romántico, McOwen! ¡No ahora! —me grita, riendo.
—Está bien, como quieras. Pero si no bajas ahora mismo, correré hasta allá arriba y nos tiraremos juntos. ¡Y no te aseguro que te vaya a gustar lo que pueda llegar a hacer!
—Eres tan asqueroso...
—Pero ¡si no he dicho nada! —le respondo sin poder ocultar la risa. Alexandra se muerde el labio.
—Eres un hombre, James. Y te conozco más que tu propio padre, pero está bien, si así te defiendes. Supongo que te quiero tal y como eres... y también así de pervertido. Solo quiero que sepas que si históricamente las mujeres no hubiésemos sido subyugadas, seríamos igual de pervertidas. —Me mira nerviosa y agrega antes de sacudir la cabeza—. Ya voy.
Pasan unos segundos mientras observa desde arriba, pero no estoy seguro de que sea yo a quien está mirando. Más bien el agua.
—¡Basta de análisis críticos y tírate de una puta vez!
—¡Está bien, joder! —me responde, y corre con la soga hacia atrás para darse impulso.
Grita con mucha fuerza al encontrarse en el aire y luego se suelta de la soga para caer hecha una bola en el agua. Me empapa y la cojo del brazo cuando sale a la superficie para respirar. Nos abrazamos mientras ella grita y yo la imito. Se aleja nadando y la persigo. Logro cogerla de una pierna y la atraigo hacia mí. Al tenerla abrazada frente a mí, trato de inmovilizarla para que no pueda escapar.
—No puedes irte de aquí —le digo antes de besarla.
—¿Ah, no? —me desafía mientras se zambulle y escapa.
Todo lo que tenía que pasar en unas perfectas mini vacaciones de otoño poco convencionales, ha pasado. Descanso y juego. El descanso de una realidad un tanto abrumadora. Y ahora nos toca volver a enfrentarla.
Ha sido agradable mientras ha durado. Trataré de proyectarlo lo máximo posible, transportaré ese ambiente de serenidad que siempre me ha gustado mucho para que se asiente dentro de mí y así tener donde refugiarme en los próximos meses. Ocultaré mi sufrimiento, aunque solo sea cuando esté con ella, para ayudarla y que no sienta que nos hace daño a los demás, porque no es culpa suya. Otra vez, "no es culpa de nadie".
De pronto recuerdo como si recibiese una bofetada en la cara sin previo aviso, una de aquellas conversaciones en el tejado de mi casa, cuando le dije que no podría vivir sin ella. Mierda. Son tantas emociones juntas que no creo poder controlarlas. Hazlo por Alexandra, James. Hazlo por ella. Porque, si yo no lo hago, ¿entonces quién lo hará?
Conduzco con cuidado y procuro no despertarla, pero se despierta igual, haciendo ruidos y bostezando.
—Hola —me saluda con una sonrisa que noto al espiarla cada rato.
—Hola, bella durmiente. Te has dormido las dos horas, de hecho ya estamos llegando a tu casa.
—¿De verdad? —me pregunta, desanimada, mientras se incorpora para mirar por la ventanilla—. ¿Por qué no me has despertado?
—¿Bromeas? ¿Con lo cansada que estás últimamente y lo poco que consigues dormir? Ni loco... —le contesto mientras giro el volante para entrar en la calzada su gran casa.
—He sido una mala copiloto, entonces.
—Nunca has sido tan buena copiloto, que digamos... siempre que volvemos en el R4 te quedas dormida. Y es una de las cosas más adorables que haces. Me gusta verte dormir.
—Si me miras dormir, entonces ¿quién mira a la carretera?
Levanto los hombros indiferente y sonrío.
—A veces no hay que mirar al frente para saber adónde te diriges, lo que buscas puede estar a tu lado.
—¿Aunque choques y mueras?— Alexandra sonríe pero observo cómo le tiembla la mandíbula.
—Aunque choques y mueras. —Extiendo mi brazo para acariciar su mentón. Alex sostiene mi mano libre y la besa, suspirando.
Va a ser muy difícil.
Una vez aparcados, cogemos las cosas para bajarlas del coche.
—¡Hola, chicos! —grita Florence, acercándose.
—Eres un peligro —afirma Alexandra mordiéndose el labio inferior en medio de una sonrisa.
—¡Hola, Florence! —la saludo.
—Hola, mamá —dice Alexandra y se deja tocar la cara por su madre.
—¿Cómo os lo habéis pasado? ¿Te encuentras bien, hija? ¿Te has tomado la medicación? Tienes que descansar bien para mañana. Saldremos hacia el hospital para la primera sesión a eso de las siete de la...
—Mamá, podemos hablar de todo eso dentro —la interrumpe Alexandra—. ¿Vienes? —me pregunta mientras carga las cosas con Florence, ya cerca de la puerta de entrada.
—¡Ya voy!
Ambas entran en la casa y me quedo mirando hacia esa dirección unos segundos. «Último día de Alexandra sin estar bajo tratamiento médico», pienso. Cierro la puerta del coche con fuerza y llevo las bolsas hacia el interior de la casa.
El resto del día transcurre tranquilo. Esther cocina pollo con patatas fritas, uno de sus mejores platos, y Alexandra, pese a comer poco, parece muy entusiasmada contándoles a George y Florence pequeñas anécdotas de nuestro viaje. Algo tan extraño en ella, pero tan bonito de ver. Al terminar damos un paseo por el jardín, bajo la misma luna que nos ha alumbrado las últimas dos noches pero en un escenario completamente distinto, aunque también agradable. Caminamos en silencio cogidos de la mano y luego la acompaño hasta su habitación, donde nos damos el abrazo más largo que hayamos compartido jamás. Como si fuera algo que dejaremos de hacer.
—Podremos abrazarnos la cantidad de veces que queramos, Alex. Eso no va a cambiar.
—No lo sé, James. No sé qué cambiará y qué no. Ni cuándo.
Seguimos abrazados, y la idea de no poder tenerla tan cerca de mí como ahora empieza a nublar mis pensamientos. No pasa nada. Solo estará en el hospital de vez en cuando.
La abrazo más fuerte, como estrujándola con cariño.
—Piensa que la quimio no será tan larga, iremos una vez por semana, quizás un poco más pero no mucho. Tranquila. Te abrazaré y te besaré miles de veces más.
—Está bien —me responde mientras me besa el cuello.
Nos quedamos en un perfecto silencio adornado por el sonido de nuestras respiraciones y los latidos de nuestros corazones. Como el otro día. Quiero parar el tiempo ahora. Ya mismo. Ninguno de los dos habla. Nos quedamos quietos, con nuestros cuerpos entrelazados.
—Creo que deberías irte... a tu sofá —me dice y puedo sentir su sonrisa.
No sé por qué, cierro los ojos, creo que me hace contenerlo todo mejor. No solo a ella, sino también toda la situación. Como si yo fuera capaz de controlarla.
—Ya voy, mamá... —le respondo, burlón, sin moverme.
Pasan unos segundos.
—James —susurra mientras me besa el cuello pausadamente.
—Si sigues besándome, no puedes pretender que me vaya —digo, acariciándole la espalda.
Pasa otro rato más, sin cambio alguno.
—¿Qué dibujas? —me pregunta mientras siento su fría nariz en mi cuello.
—Es arte abstracto, jamás lo entenderías. —Ambos reímos, y ella me hace cosquillas—. A decir verdad, solo deambulaba con mis dedos, pero ahora que lo dices...
Muevo mis manos en direcciones ya pensadas sobre su espalda, hacia arriba y hacia abajo.
—¿Qué dibujas ahora?
—Mi nombre. Acabo de firmar tu espalda. Es mía.
Se ríe.
—¿Puedo firmar tu espalda también?
—A no ser que quieras la de otra persona...
Alexandra dibuja líneas en mi espalda que hacen que mi cuerpo se encienda en cada lugar donde me toca.
—Ya está. Es mía —me dice, sonriendo.
La separo de mi cuerpo para poder besarla.
—Buenas noches. Que duermas bien, mi pequeña lunática.
—Igualmente, mi príncipe rojo.
—Al final te tendré que recordar durante más tiempo del que te he tenido.
Esto último lo pienso, no lo digo en voz alta. Pero al ver su sonrisa rota, es casi como si lo hubiese oído.
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