Capítulo VIII
II PARTE:
Una irrealidad real.
Creo que son las once de la mañana o las cinco de la tarde. Desde el viernes siento el tiempo parado. Me siento estancado, como si algo hubiese dejado de funcionar dentro de mí. No he comido desde aquel almuerzo en su casa y no tengo ganas de dormir. Y, aunque quisiera, no podría.
Me retiene el orgullo y es como una capa viscosa pero invisible que me impide ser y hacer lo que verdaderamente quiero. Lo peor de todo es que sé que por lo menos en este fin de semana no le hablaré, por muy ridículo que lo vea. Fui un imbécil, pero las palabras brotaron de mí y no pude darme el lujo de pensar en frío. Me carcome la sensación de pensar que fui un idiota, pero la debilidad de asumirlo vuelve a retenerme. Pienso y repienso las mismas cosas, eso es lo único que hago desde ayer.
Un sábado de lluvia hace más poético el invierno que llega hoy, sin que nadie le dé permiso para quedarse, y menos en estas circunstancias. Mierda, ¿desde cuándo pienso como Alexandra? Hemos pasado demasiado tiempo juntos. Le doy un golpe al colchón con rabia.
Me recuerda a cuando mamá, Jeannie y Lizza murieron, todo era una mierda. Incluso yo mismo; todos estábamos afectados y nos sentíamos una mierda. Y hoy puedo decir que lo soy, soy consciente del mal que le he causado. Sé que no fue la forma, pero no puedo arrepentirme de algo que ya está hecho, y menos cuando tenía que hacerle saber lo que pensaba al respecto. No se merecía mi ira ni mi enfado, pero ¿de qué otro modo podía decírselo, si le cuesta aceptar todo lo que no viene de su propia boca? Lo que dije es real, pero fui demasiado descuidado al manifestarlo de esa manera, y eso es lo único que me hace dudar de la veracidad de nuestra relación. Si realmente pienso todo eso de mi pareja, ¿la merezco? ¿Me merece ella a mí por ser tan mierda? ¿Cuál es el puto límite?
No he parado de llorar desde ayer, y eso me hace sentir aún más débil. Y cuando pienso en la posibilidad de que no me perdone nunca —porque, si hay algo que Alex tiene, es fuerza en sus propias convicciones—, siento unas ganas violentas de romper todo lo que me queda.
El frío entra por las ventanas abiertas de mi cuarto, y el viento levanta las cortinas, tira algunas cosas al suelo y hace que otras choquen entre sí. Algunas gotas entran, me salpican y se fusionan con las lágrimas secas y mojadas sobre mi cara. Estoy tirado en el suelo con los mismos pantalones del viernes pero sin nada encima. El frío hace su efecto en mí, se mete entre mis ojos y mis lágrimas para tratar de secar las causas. Eso mantiene despierta mi mente en este momento y me hace recordar, porque si no sintiera dolor físico, no podría hacerlo. No tengo motivación alguna y siento que han pasado años desde mi discusión con Alexandra. ¿La verdad? Tan solo han pasado veinticuatro horas.
No sé qué haré, no me entiendo a mí mismo y menos aún lo que pasó el sábado.
Tampoco entiendo qué voy a hacer. Cualquier cosa que haga me va a salir mal, porque siempre lo echo todo a perder. Siempre lo he hecho y siempre lo haré. Adaptarme, superar, y ahora saber cómo voy a enfrentarme a mí mismo para recuperar a la persona que más me importa en el mundo. Pensar en su nombre e imaginarme su semblante cansado de tanto llorar me hace odiar la situación mucho más. La única persona que me queda viva que me ha querido por lo que soy. La persona que me ha idealizado, y eso me ha hecho bien. Y yo le dije que la había idealizado y que me había equivocado... ¿Cómo se supone que se puede perdonar a una persona después de que te haya dicho eso?
Entiendo que quizá nunca más quiera verme, porque esa es la decisión más sabia que podría tomar, pero mi egoísmo no podría permitirlo. No podría asumir no tenerla más a mi lado. Soy demasiado débil como para vivir sin ella. No puedo dejar de pensar en eso.
Cierro los ojos con fuerza. No veo fosfenos, no veo nada. Solo una oscuridad que me nubla por completo. Sin Alexandra no puedo ver esas cosas que me recordaban que estaba vivo. Esas cosas que me hacían entender un poco los misterios de la vida. Disfrutaba tanto de poder hacerlo, como si su irrealidad me ayudara a liberarme. Algo así como momentos de infinidad disfrazados de pequeños momentos que se plasmaban en todos los rincones de mi existencia, con el deseo de vivir más y obtener más de ella. Caricias entre miradas, deseo entre sonrisas... este tipo de cosas que nunca me hubiera dado el lujo de advertir ni siquiera que existían. ¿Por qué pensé que podía llegar a ser algo malo entonces? ¿Quién es el incoherente después de todo?
Abro los ojos y dejo que mis pupilas se encojan por la luz encendida de mi cuarto. Ahora es de noche, y el frío es solo frío, no hay viento.
La necesito y voy a volver a tenerla a mi lado. Cueste lo que cueste.
Es lunes según la pantalla de mi móvil. Camino hacia el instituto abrigado, cada vez es más claro el cambio de estación. El sol de siempre lo ilumina todo a mi paso. Me concentro en mi sombra para no perder la poca cordura que me queda después de este fin de semana.
Ya a pocas calles del instituto, veo los coches de siempre que se acercan al edificio y a los alumnos que se reúnen entre ellos, con grandes sonrisas dibujadas para hablar sobre el fin de semana.
Risas, gritos y demasiada felicidad. Me siento como en una de esas películas que a Alexandra le gustaba mirar. Esas en que el entorno se contrapone con el estado íntimo de la persona y crea un efecto de incomodidad. Trato de no pensar en aquellas tardes, cuando miraba películas con ella, pero el hecho de obligarme a no hacerlo despierta en mí el deseo de recordar más y más detalles.
Basta. Ahora hay que pensar en las soluciones para este embrollo que has creado, James.
¿Me animaré a mirarla a la cara después de ver reflejada en ella mi falta de humanidad? ¿Entenderá lo importante que es para mí? Y lo más difícil, ¿me perdonará por haber sido un completo idiota?
Necesito tenerla entre mis brazos. Besarle esos ojos que siempre han sabido ver más allá de todo y decirle que eso es lo que más vale en este mundo.
¿Qué me pasa? Estoy a punto de estallar. Una sensación de necesidad de que ya haya pasado todo se apodera de mí y provoca que la ansiedad crezca a pasos agigantados.
No me he duchado y se nota, pero no me importa. Apenas entro en el instituto, busco a Alexandra. Al principio lo hago con las manos dentro de los bolsillos, tratando de ocultar el deseo tras mis acciones, como queriendo pasar desapercibido. Es ridículo, y eso me frustra. Al no encontrarla, la busco por el pasillo, cada vez con menos paciencia. Tiene que estar por algún lado. No creo que vaya a faltar más después de la cantidad de veces que ha faltado este año.
Asisto a clase, y eso me parece una idiotez. ¿Por qué? ¿Qué hago en una clase, fingiendo con mi simple presencia que me interesa algo que se supone que me están enseñando? Mi mente está en otros niveles mucho más importantes que el estudio. Mi cuerpo está aquí porque... no sé por qué. ¿Qué hago?
Me pongo de pie y salgo del aula. El profesor Sullivan me pregunta adónde voy y me pide que vuelva a sentarme en mi sitio.
Ya estoy en el pasillo vacío. Apoyo mi frente contra la pared llena de taquillas. Con una mano los golpeo con fuerza y con la otra marco el número de Alexandra. Hago esto una y otra vez. Quizá diez veces, quizá solo cinco. Y no me contesta. Me responde el contestador. Vuelvo a llamar. Al fracasar mi último intento, golpeo con más fuerza y dejo que algunas lágrimas broten de mis ojos. Debo concentrarme y pensar con claridad, pero aquí no puedo. Salgo al patio y me siento en el césped.
Por lo visto, Alexandra no tiene ganas de saber nada de mí. Y no la juzgo por eso. Todo lo que haga va a estar justificado por algo que dije.
¿Qué hago entonces? De todos modos, solo es lunes. Debo darle más tiempo para que pase de odiarme a... no sé a qué, pero creo que debo darle algo de espacio. Esperaré hasta esta noche. Si no me contesta las llamadas, ya veré que hago. Pero por lo menos hasta esta noche, las cosas pueden cambiar.
Ya es de noche, y nada ha cambiado.
Estoy en el coche volviendo del trabajo y reviso mi teléfono todo el tiempo como un acto reflejo, aun sabiendo que no me hablará ni me llamará. Pero, no sé por qué, lo sigo haciendo. Quizá sea aquella típica pequeña esperanza.
He hecho unas treinta llamadas en todo el día, todas a Alexandra, y en ninguna de todas ellas he escuchado nada más que un puto "pip" al otro lado de la línea.
¿Habrá cambiado de teléfono? Abandono inmediatamente esa idea ridícula. Es lunes, y la pelea fue hace apenas unos días. No creo que ya se haya olvidado de todo. Mierda, qué impotencia me da pensar que quizá nunca más vuelva a quererme como antes.
Aparco el coche en la calle de casa y abro la puerta de la entrada.
—James—me sorprende mi padre, sentado en el mismo sillón de siempre—. ¿Qué te pasa, hijo?
¿Lo pregunta en serio? ¿De repente le importa? Quiero irme a la mierda ahora mismo.
—Disculpa, ¿he escuchado bien, o acabas de preguntarme si me pasa algo? —digo en tono irónico, sin poder descifrar aún su intención. Mi padre me mira con poca paciencia, algo habitual en él—. Nunca en tu puta vida me has preguntado si me pasaba algo, nunca.
Y ahora lo haces porque... ¿qué ha cambiado?
—James...
—¿Te has gastado parte de la herencia de la abuela en otro whisky escocés y por eso estás tan sociable? —Hago una pausa mientras me acerco a él—. Ni siquiera lo hiciste cuando me veías llorar después de que mamá, Lizza y Jeannie murieran —le digo sin poder controlar las lágrimas, al borde de la locura.
—¡No te atrevas a sacar esos temas, James! —me dice en un tono muy alto y muy cerca de mí.
—Todos los putos días, papá. Todos los putos días llegaba a casa sin motivaciones, sin nada, ¿y qué hacías tú? Te cagabas en mí y te gastabas todo el dinero en alcohol para saciar tu vacío... mientras te follabas a tu secretaria.
Apenas termino de emitir la última frase, mi padre me sorprende con una bofetada. Quizá sea eso lo que Alexandra debería haber hecho, pero a él... le falta justificación y le sobran rencores.
Tardo unos segundos en volver mi mirada a él. Lo miro con lástima, no con odio. Me observa odiándose a sí mismo, porque sé que lo hace. Lo ha hecho desde siempre. Y eso no lo justifica.
—Me pasan muchas cosas, pero ninguna de ellas te interesa.
Cojo mi mochila, que estaba tirada en el suelo, y subo las escaleras. Al entrar en mi habitación, los ojos se me cierran del cansancio, del mal humor y de tanto llorar. Me abandono en un sueño profundo, dominado por la debilidad humana y por el deseo de estar con ella. Aunque sea en los sueños, sí puedo tenerla. Es única y es mía. Y ni siquiera la falta de entendimiento nos puede separar, porque somos uno. Como siempre lo hemos sido, desde el primer momento.
Me despierto con mucho frío. Abro los ojos y reviso el móvil.
Son las siete de la mañana. No hay indicios de Alexandra. Ninguna llamada perdida, ningún mensaje. Y ya no lo puedo pensar dos veces. Me visto, me pongo el abrigo y salgo.
Sigo de memoria el camino hacia su casa, sin prestar atención a los coches de siempre que se dirigen al instituto. Voy en dirección contraria. Desconozco esta impulsividad en mí, la de poco interés y atención en lo demás por estar enfocado en una única cosa.
Si no quiere verme, necesito verla antes de que me lo diga. Además, estoy muy alterado y sé que, al menos al ver su cara, algo se calmará en mí. No es habitual que esté así, pero en los últimos cuatro días me he sentido de esa manera, y es una de las peores sensaciones que hay.
Llego, pero no aparco el coche en el garaje, no he sido invitado, así que lo dejo en la calle frente a su casa. Camino hacia la gran puerta de entrada y me pregunto si debo ir por detrás o por delante. Algo me dice que es mejor presentarme frente a Esther, Florence o quien sea que me abra, y que la avisen de que estoy aquí. Podría ponerla en una situación muy fea si ella realmente me detesta, y no es eso lo que quiero. No sería una sorpresa para nada agradable que me viera sin no haberla ni avisado.
No estoy preparado psicológicamente para esto. No sé qué voy a decirle. Solo trataré de ser lo más sincero que pueda, de la manera más armoniosa posible. Vamos, James. Tú puedes.
Toco el timbre, no uso la llave. Tampoco me siento en posición alguna para hacerlo. Soy "el muy hijo de puta que le ha hecho daño a Alexandra". Mierda... Florence y George deben de odiarme más que a nadie en el mundo.
Trago saliva antes de que se abra la puerta. Esto ha sido un error.
Giro y hago ademán de irme.
—James —me dice Florence, obligándome a darme la vuelta para verla.
La encuentro con la cara descuidada, el maquillaje corrido y muchas lágrimas, algunas ya secas, otras nuevas. Tiene un pañuelo en la mano, se seca un poco.
Me siento humillado. ¿A tanta gente le he hecho daño?
—Señora Goodman...
No la llamo por su nombre. Tampoco me sentiría bien si lo hiciera.
—James... —repite, obligándome a dejar de lado la formalidad.
—Lo siento, Florence.
Sonríe con dolor y me acaricia la mejilla.
—Supongo que quieres verla.
¿Qué ha pasado aquí? ¿Realmente he sido yo el que ha causado tanto dolor en esta casa? A Alexandra sí, pero ¿a Florence? No lo entiendo.
Trato de buscar las palabras exactas para responderle pero no puedo, luego la miro a los ojos, en un intento de entendernos.
Eso sí lo compartimos. El dolor que ella muestra y el que siento yo desde el sábado se entienden.
—Necesito verla, Florence —digo, transparente en todo sentido.
Me observa y trata de contener algunas lágrimas. Asiente con una sonrisa rota, afligida. Abre la puerta y me hace un gesto para que pase.
—Ahora la voy a buscar —dice mientras se aleja.
Asiento y me quedo allí, a varios metros de las otras cinco personas que están sentadas cerca de la chimenea, en los sillones del salón. Son hombres bien vestidos y comparten alguna bebida cara.
Hablan muy bajo y están muy serios. Hay un aforamericano, y el resto parecen alemanes o nórdicos. George está allí, pero de espaldas a mí. Ninguno parece notar mi presencia. Mejor así.
Siento que todo en aquella casa me observa fulminándome: las decoraciones, los muebles y el triste ambiente.
Después de un par de minutos llega Florence y me dice que Alexandra está fuera, que allí la encontraré. Asiento y la abrazo. Lo hago sin pensarlo, porque eso es lo que me nace en este momento.
Necesito comprensión y calidez humana, y Florence es perfecta para eso. Además, ella también lo necesita, lo veo en sus ojos. Me devuelve el gesto, pero me abraza más fuerte que yo. Siento que llora en mi hombro. Trato de calmarla deslizando mis manos hacia arriba y hacia abajo en su espalda, como solía hacer con mi madre cuando ella lloraba por los líos de papá: despidos procedentes, alcoholismo, otras mujeres... Siempre la consolé. Y me siento bien haciéndolo ahora con Florence.
La separo de mi cuerpo lentamente y con cariño me acaricia la mejilla dañada por la bofetada de ayer. No he revisado la herida, pero apuesto a que se ha puesto morada. Me sonríe sin preguntarme nada y sin dejar de mostrar angustia. Realmente parece estar bajo un estado de shock, de otra manera no se explica por qué no me invade con preguntas. ¿Qué diablos ha pasado aquí?
Tomo una bocanada de aire y camino hacia la puerta del salón para salir al jardín. Allí está ella.
Sentada sobre el verde, cogida de las piernas. Observa el horizonte de árboles lejanos que se convierten en bosque. La veo de espaldas, pero con eso me basta para que una oleada de serenidad recorra mi cuerpo.
Su cabello está suelto y revuelto, más rebelde que nunca.
Me acerco despacio y me siento sobre el césped, cerca de ella pero no demasiado. La observo, ahora le veo el perfil. Tiene los ojos muy cansados, las cejas inexpresivas y una mirada puramente perdida. No se mueve de su posición cuando me siento allí. Lo único que se mueve es su cuerpo al respirar y sus ojos al pestañear. Y nada más. Yo, en cambio, me muevo un poco incómodo, jugueteo con el césped entre mis dedos y trato de observar lo mismo que ella.
El sol nos ilumina. Se escucha una pequeña brisa que se cuela entre los árboles. Cierro los ojos. Permanecemos en este silencio.
Pero no puedo callar más.
—Aquel día en que nos conocimos en el pasillo del instituto, recuerdo que me dijiste: "Espero que encuentres lo que estás buscando" —digo, abandonando de inmediato la idea de dar una explicación, porque realmente no tiene sentido—. No entiendo qué fue lo que pasó entre nosotros desde aquel momento, Alexandra, y no sé si quiero entenderlo. Solo sé que eres la única persona que... no sé si es normal que a la gente le pase esto cuando se enamora o si solo a nosotros nos ha pasado lo de vivirlo con tanta locura. Supongo que es también porque nosotros somos así, intensos, y sabemos que la intensidad puede jugarnos en contra en distintas cosas pero lo entendemos, y eso es lo que nos hace ser nosotros. —La observo por momentos, y ella continúa quieta en su lugar sin moverse—. Sé que no fue la manera, Alex. Me pesa pensar que me odias por eso, pero también debes entender que así como tienes tu realidad, yo tengo la mía, y es la mía la que necesita de la tuya por más que la desconozca por completo a veces. Me has enseñado que los impulsos son buenos, son la manera más sincera de hacer las cosas por más que no sea agradable para todos. —Hablo sin pensar nada, como si las palabras brotaran sin ser previamente planeadas—. Y por eso tenía que venir y decírtelo, aunque ya tengas decidido odiarme por no conseguir entender un poco tu mundo, Alexandra. No podemos cambiar lo que vivimos, no puedo cambiar lo que hice y lo lamento. No puedo vivir en el mismo mundo que tú y no tenerte, ¿entiendes?, porque por fin he encontrado lo que estaba buscando.
Sinceridad más allá de la sinceridad, eso es lo que he hecho. No creo poder hacer más que esto.
La observo con todos mis sentidos centrados en ella. Exhala muy fuerte, derrumbándose en angustia. Me observa con los ojos llenos de pena y levanta la barrera que se encontraba entre nosotros.
—Me estoy muriendo, James.
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