Capítulo VII

Leo y releo todos mis apuntes para el examen de biología. Faltan dos horas para presentarme y todavía no sé ni siquiera la mitad de los temas. Estamos a principios de noviembre, y los profesores nos bombardean con exámenes antes de llegar a las vacaciones de invierno. Un clásico.

Son tan exagerados con eso de presentar las notas a tiempo... apuesto a que a nadie en el instituto le importa. Hay tantas cosas más importantes que hacer exámenes carentes de contenido, solo justifican algo que a veces ni los mismos profesores saben explicar. Por suerte este examen es de biología y la asignatura me interesa, pero es una lástima que tenga que hacerlo en un par de horas porque no he podido estudiar mucho durante la semana ni el fin de semana anterior.

He estado con mucho dolor de cabeza y las pastillas siguen sin hacer efecto. James ha venido a visitarme a casa un par de veces, y mis padres me dijeron que era importante que descansara mucho. Y así lo hice. Volvía de clases y descansaba, quizá demasiado porque no he prestado mucha atención a los contenidos del examen. Ahora estoy con los nervios en punta, tratando de estudiar, leyendo y releyendo cosas que a veces no entiendo y tengo que volver a leer. Necesitaría adquirir algunos conocimientos por ósmosis. Eso sí que estaría bien.

Desayuno un bol lleno de cereales con leche y luego mamá me lleva al instituto. No llueve, pero hace frío. Voy directa a la clase de biología. No pensaba asistir a la de física antes del examen, ver al profesor Willies me daría más jaqueca que la que ya tengo.

Llego un poco tarde, como francamente me pasa muy a menudo este año, y me disculpo mientras me siento a hacer el examen. Todos parecen nerviosos y algunos responden con demasiada prisa. ¿Pensarán que los conocimientos adquiridos tienen fecha de caducidad?

El examen ha sido más fácil de lo que pensaba. He respondido todas las preguntas menos una sobre la mitosis y los procesos celulares que no había estudiado. Es más, he ayudado a Bobby con la segunda pregunta.

Debo admitir que después de pasar tanto tiempo con él para el trabajo práctico de literatura, me ha resultado bastante simpático, con los mismos problemas de autoestima que suele tener la gente a esta edad, pero una persona muy dócil con un carácter tranquilo que se contrapone a su espectacular físico de deportista y sus facciones de chico popular. Me encanta cuando la vida me cierra el pico.

La semana acaba de empezar, y con James nos vemos en nuestro lugar de siempre en el comedor. Una mesa para dos apoyada contra una de las paredes, roja y poco combinable con la pintura resquebrajada, en particular con el celeste de las puertas de madera. Nos ponemos de acuerdo en pasar este fin de semana juntos. Estos últimos días hemos estado muy concentrados cada uno en sus cosas; él, en el estudio y su trabajo, más las entregas, y yo, en el estudio y sobre todo en descansar. Así que nos reservamos este fin de semana para pasarlo juntos en casa, como de costumbre.

Después de aquel horrible suceso en la casa de James, no he vuelto a ver a su padre. Vamos allí solo cuando el señor McOwen no está y pasamos un rato, pero no es el lugar donde más nos gusta estar. Odiaría tener que cruzarme con ese hombre que tan incómoda me puso aquel día.

Trato de arrancar esos recuerdos de mi mente mientras me acuesto a descansar en mi cama. Otro día más ha llegado a su fin. Y solo es lunes.

Martes, miércoles y jueves transcurren lento por la mañana y rápido durante la tarde y noche.

Ya es viernes, y escucho a la profesora Lacroix con bastante atención. No me ha jugado mucho a favor desentenderme tanto del instituto este año, pero ya no me importa. Ahora solo es cuestión de aprender, y eso sí me gusta. Mucho más que tener que asistir a clases.

Suena el timbre que anuncia el final de la clase, del día y de la semana. Exhausta, me dirijo hacia la puerta del aula, donde sé que encontraré a James. Lo abrazo y no me suelto de él. Sitúo mi cabeza en su cuello y descanso todo mi ser, metiendo mis manos dentro de su abrigo. Qué bien me sienta esto.

—Hola, pequeña lunática —me dice, devolviéndome el abrazo y besándome el cuello.

Los demás alumnos ya no nos escanean como solían hacer hace dos meses. Supongo que se habrán acostumbrado a que James y yo estemos juntos. Por suerte. Ya no soportaba más esas estúpidas miradas que pretendían adivinar y arrancar de mí toda posible información acerca de esta relación.

Caminamos abrazados hasta nuestras bicicletas, la violeta mía de siempre y una gris que era de George, comprada el mismo día que la mía cuando juró haber encontrado su pasión por el deporte. Apareció un día mientras ordenábamos el garaje y se la regaló a James, pero no la pasión, esa la perdió para siempre días después de haber intentado crearse el hábito de salir a pedalear. Dijo que lo encontró poco desafiante, pero yo sé que en el fondo no le gusta todo lo que no condicione con su utilidad en una oficina.

Pedaleamos entre risas y hacemos carreras entre nosotros; las hojas de los árboles, los últimos en desnudarse, decoran el camino a casa. Hace frío, por suerte esta vez he venido muy abrigada, con gorro, guantes, bufanda de lana... Sí, definitivamente estoy demasiado abrigada, pero con este tiempo tiene sentido.

Dejamos las bicicletas en el parque de casa y seguimos con las carreras, esta vez a pie. Luego el juego se desvirtúa, y terminamos jugando a una especie de "pilla-pilla" que nos hace caer uno encima del otro mientras nos tiramos hojas caídas de los árboles entre besos y gritos.

—¿Te das cuenta de que no puedo besarte como a una chica común y corriente con la cantidad de abrigo que llevas puesto? —me dice sin dejar de besarme.

—Retráctate por decir que soy común y corriente —le digo metiendo hojas secas entre nosotros para seguir con el juego.

Jadeamos, no paramos de gritar al perseguirnos por el colchón de hojas y chillamos como dos niños tras un juguete.

—¡Hola, queridos tórtolos! —nos saluda mamá, que aparece a nuestro lado.

James trata de saludarla, pero yo no lo dejo. Lo beso y jugueteo con su cabeza mientras él intenta emitir alguna palabra. Mamá se ríe.

—¡Alexandra, dame tu cámara! Necesito tener una foto vuestra, esto es de revista.

Por supuesto que no me importa lo de "esto es de revista", pero me emociona la idea de tener mi primera fotografía con él. Supongo que he estado tan absorta viviendo el momento que nunca se me ha ocurrido tener un registro juntos.

Trato de indicarle a mamá dónde está la cámara y señalo la mochila a unos pocos metros. Ahora es James el que no me deja hablar.

Aún debajo de mí, se las ingenia para poder controlarme, como siempre. Mamá se ríe mientras toma la cámara.

—Te has metido conmigo, Alexandra. No tienes idea de lo peligroso que es eso —dice y me toma las manos mientras lo beso divertida.

—Hija, ¿por qué no te compras una cámara de fotos digital, común y corriente como la que usa todo el mundo? —pregunta mamá al observar mi cámara analógica.

Ambos entendemos la comicidad que nos produce ese "común y corriente" y sonreímos.

—¿Ah, sí? ¿Tú eres el peligroso? —le digo a James mordiéndome el labio mientras me sonríe. Lo miro con su frente pegada a la mía por unos segundos y luego giro la cabeza hacia mi madre, que todavía no logra entender mi aparato—. Es fácil, mamá, solo gira esa tuerca y luego saca la foto con el disparador. Tienes que encenderla antes... —le explico, y al final de la frase él me roba otro beso.

—Sí, aunque tú también lo eres si tanto lo deseas —me susurra James.

—Bueno, vamos. Dejaos de besos durante cinco segundos y mirad a la cámara.

Nos sentamos después de un par de intentos, pues él me tira hacia abajo y luego yo lo imito.

—Podemos quedarnos quietos durante cinco segundos —les digo a ambos.

—Creo que vas a perder —dice él.

Le sonrío mientras mamá nos mira por el visor de la cámara.

—¡Sonreíd! —pide ella, antes de tomar la fotografía.

Justo en ese instante, James me toma desprevenida y me besa en la mejilla. Mamá se ríe.

Un dolor ya habitual se posiciona justo detrás de mis ojos. Sacudo la cabeza levemente tratando de evitar que el dolor me borre la alegría del momento.

—Bueno, supongo que será una foto divertida. Vamos, ¡venid, que la comida se enfría!

Golpeo a James entre risas mientras lo regaño por haber arruinado la fotografía.

—Un segundo, James. Faltaba solo un segundo —le digo sin parar de sonreír.

—Disculpa, no he podido contenerme.

Comemos pasta con mi familia y, en la sobremesa, a George le da por hacer chistes. Me sorprende mucho cómo ha mejorado su introversión. Siempre ha sido muy callado, hablaba lo justo y necesario, y eso resultaba muy agradable, ya que mamá es todo lo contrario. Pero cuando James empezó a venir a casa casi todos los días, George cambió su actitud. Creo que encontró en él algo así como un hijo varón, un deseo que nunca pudo concretar. Tiene dos hijas a quienes adora en la distancia, pues viven con su madre en California. Ya divorciado de su ex-mujer y lejos de su casa, conoció a mamá en un viaje por el sur cuando ella hacía lo mismo después de la muerte de mi padre. El listón del destino, podría decirse.

Recuerdo que durante ese viaje, yo me había quedado con Nanny y la tía Lilly. Allí se conocieron y acto seguido, se enamoraron, según dicen. George mandó a construir nuestra casa actual, que diseñaron juntos y, por supuesto, mamá decoró. Siempre fue un hombre adinerado pero de gustos simples. Creo que lo que me une tanto con George es que sabemos encontrarnos en nuestros pensamientos. Al estar lejos sus hijas y al no tener casi relación con ellas, logró crear un lazo muy fuerte conmigo y, ahora, con James.

Que le haya dado la llave de casa me lo confirma. No he vuelto a tener otra discusión con mis padres acerca de James después de aquel episodio. Por fin lo han entendido todo y, es más, creo que le tienen más cariño ahora que antes. O, bueno, al menos lo expresan más.

Después de la sobremesa nos dirigimos con James a mi habitación. Dormimos una siesta y ahora estamos en mi sala de arte; yo lo pinto en un gran caballete blanco, y él me observa desde detrás del atril. Tengo puesto un pañuelo en el pelo para sujetarlo mientras pinto, pero algunos mechones rebeldes me interrumpen el campo visual de vez en cuando.

Resoplo uno para quitármelo de encima.

—No entiendo. ¿Dices que irás el lunes que viene o el próximo? —me pregunta y se pone uno de mis pañuelos en la cabeza. Le queda bastante bien.

—Quitatelo, vamos, estoy tratando de hacer tu cabello —digo intentando trazar las últimas líneas en el lienzo.

—Este lunes, el que viene después de este fin de semana, es el cumpleaños de tu madre. ¿El próximo irás a buscar tus notas?—me pregunta aún tratando de atarse el pañuelo.

—James, te lo he dicho tres veces ya. Este lunes, pasado mañana, no; pasado de pasado mañana iré a buscar los estudios y tengo una cita con el médico ese mismo día por mis jaquecas.

—Y el próximo será el cumpleaños de tu madre.

—James —le digo casi sin paciencia—, cuando dices "próximo" significa en la semana continua de la que estás, no la que le sigue a esa.

—Es lo mismo, Alexandra —dice él con el pañuelo que le tapa los ojos y con los brazos cruzados.

—No es lo mismo, justamente para eso existen las palabras. Crean realidades.

—Lo importante es que se entienda lo que quieres decir, no lo que para ti signifique la palabra en sí.

—¿Qué? Las palabras están para eso James, para que se entienda lo que quieres decir.

—Por eso, es lo mismo.

—¿Entonces llamar cian al verde agua es lo mismo?

—¿Qué tiene que ver el verde agua con esto?

—Es una manera de decir.

—¿Una manera de decir qué?

Me estoy poniendo un poco nerviosa.

—Una alegoría, una metáfora. Respóndeme, ¿acaso el cian y el verde agua son lo mismo?

—¡Yo qué sé, Alexandra! No sé qué color es el cian, agradece que al menos conozco el verde agua.

—Es una mezcla de azul y verde; en cambio, el verde agua es la mezcla de amarillo y verde. Cuando los ves son muy parecidos, pero no son iguales. Tampoco es lo mismo decir "la próxima semana" cuando te refieres a la semana que viene después de la próxima.

—¿Quieres dejar eso ya? Me estás poniendo de los nervios.

—¿De qué estás hablando?

—Eso que haces, Alexandra. Cuando te pones a corregir hasta el punto y la coma de lo que el otro dice. Eres demasiado correcta a veces, como una vieja de ochenta años —James hace un gesto con los dedos como si estuviese levantando una prenda en el aire, con sus pulgares e índices, creo que haciendo alusión a algo snob—. Y eso me pone de los nervios.

—¿Qué? ¿Me estás llamando vieja...?

—¡No! ¡Estoy diciendo que pareces una vieja cuando te pones a corregir todo lo que digo!

—¡James, deja de contradecirte!

—¡Ves! Ahí vamos otra vez.

—Eres un... —empiezo a decir buscando la palabra indicada—. ¡Yo nunca te echo en cara tus defectos, James! ¡Desprecio la denigración humana apoyada en el ego casi más que lo que detesto al profesor Willies!

—¿Denigración humana apoyada en el ego? ¿Acaso escuchas lo que estás diciendo? Siempre disfrazas todo con palabras espectaculares, dilo sin más: ¿Te parece mal hablar de los defectos del otro?

—Primero, se llama elocuencia discursiva, consecuencia de buenas lecturas y educación independiente, y segundo, ¡no si es una conversación agradable! Pero, lamentablemente, cuando uno habla de los defectos del otro tête à tête, nunca se lo dice con amor y cariño y para llegar a un tono apacible, ¡se los echa en cara como estás haciendo tú mismo en este momento!

—¡¿Tête à tête?! ¿Ves? ¿Ves que hablas en un idioma que no es inglés, Alexandra?

—¡Es francés, James!

—¡Entonces discúlpame por no tener tanta clase y no poder hablar con exactitud en mi lengua ni entender ese "francés" del cual tanto sabes!

—¡¿Me estás culpando por saber otro idioma?! Eres tan ilógico.

—¿Ilógico? ¿En serio, yo soy el ilógico aquí? Habló la duquesa de Francia que pretende que todo el mundo haga arte, que todos sean felices sin preocuparse de dónde sale el dinero porque "eso no importa"... porque puede darse el lujo de saber que sus padres la mantendrán toda su puta vida.

—¡¿No entiendes que uno no decide donde nace?! ¡¿Ahora me echarás la culpa por nacer donde he nacido?!

—Tú decides qué hacer con lo que eres, Alexandra. ¡Es muy fácil lamentarse por el mundo y quedarse encerrada en la misma burbuja, jugando a entender la realidad social y a plasmarla en dibujitos cuando en realidad no tienes ni puta idea porque no la conoces! Eso es ser ilógica, y eso es lo que tú eres —lo dice y se da vuelta hasta quedar de espaldas.

Las lágrimas brotan de mis ojos, y un pequeño silencio se crea entre nosotros. El golpe más bajo de todos, justo donde más me duele. Un silencio cargado de desconocimiento y desentendimiento. Hemos tenido nuestras discusiones, pero nunca una como esta. Tengo ganas de estar sola y llorar.

—Te has pasado, James. Te has pasado tres pueblos.

Trato de contener el llanto mientras me tiembla la mandíbula.

Él hace ademán de golpear el cristal que separa el cuarto del jardín, pero deja la mano ahí apoyada.

Nunca me había mirado como lo acaba de hacer. Una mirada cargada de ira y enojo. Una de las cosas más horribles que he sentido en mi vida.

—¿Ves que no lo soportas? No soportas la realidad, Alexandra, la verdadera realidad. Por eso vives en tu mundo imaginario, dentro de tu cabeza, alejada de toda persona y sociedad existente... cómoda.

—James, basta —le digo sin querer escuchar más y sin poder luchar contra el llanto.

—Tienes miedo de enfrentar la realidad. Te aterra enormemente formar parte de ella.

—Vete, James. Quiero que te vayas ahora mismo.

—Creas mundos paralelos en tu mente, como WonderNeverland y todas esas cosas que escribes en tus libretas porque no te animas a salir al mundo. Pensaba que te estaba ayudando a ti a salir a la realidad, pero por lo visto casi consigues atraparme en tu irrealidad. Casi lo consigues.

—¡Te he dicho que te vayas! —le digo a gritos mientras las lágrimas brotan de mis ojos.

—Te he idealizado, Alexandra. Mierda, te he idealizado demasiado. Ahora veo que estaba equivocado —dice al salir al jardín y cierra la puerta con fuerza.

El golpe hace que me den más ganas de llorar, y entre lágrimas lo veo cruzando el jardín con los puños cerrados. Observo su figura que se aleja cada vez más de la casa y de mí, y tiro el atril con el caballete al piso y, junto con este, mis pinturas y pinceles. Todo se cae, algunas cosas se rompen y otras se esparcen. Así me siento yo en este momento. Las lágrimas me nublan la vista, y los gritos que salen de mi boca junto con el llanto son algo incontrolable. Impotente, me caigo al suelo casi sin poder verlo.

Se aleja después de romperme el corazón sin ningún tipo de aviso previo, una señal, nada. ¿Por qué lo ha hecho? Me ha partido el corazón y lo ha dejado en dos mitades. Nunca creí que me pasaría porque nunca creí poder enamorarme de alguien, ahora sé lo que se siente.

¿Cómo he llegado a esto?

Me siento demasiado pequeña y me abrazo a mí misma en posición fetal, porque eso es lo que me queda. Yo misma, como antes, como siempre. No entiendo cómo pude pensar que alguien podía llegar a entenderme, no sé en qué momento me dejé seducir por la idea de ser comprendida.

Él mismo me dijo que no iba a juzgarme...

Quizá, después de todo, tenga razón. Quizá siempre he tratado de pintar mi propia irrealidad para escaparme de este estúpido mundo.

Mierda, James, ¿por qué?

Escucho los sonidos de su coche que se aleja, y ya no se despide. Ese gesto se queda ahogado en mi mente por momentos que ahora serán recuerdos y de los más tristes. Todas esas cosas que creía haber vivido son atormentadas por gritos y se desvanecen como el humo de los fuegos artificiales de aquel día. Ahora eso queda en mí. Humo gris y desgarrador.

Y pensar que hace unas horas era lo más cercano que tenía a mí, y ahora el tiempo separa con un gran abismo los simples recuerdos de una vivencia. Una vivencia vacía. ¿Qué se supone que tengo que hacer con todo eso? ¿Olvidarlo?

Con los ojos cerrados trato de recordarme a mí misma cómo respirar porque creo que ya lo he olvidado. Lo hago sin ganas, ahora todo me da igual. No me quedan fuerzas para combatir ni siquiera mi propia existencia.

Aquí estoy, con el alma aplastada y el corazón partido en dos porque al parecer así se siente la realidad.

Sábado. O quizá domingo.

Parece ser que al final mi vida sí es un túnel alejado del entendimiento de los demás, perdido entre la oscuridad que no se puede comunicar con otros túneles. Porque, al fin y al cabo, son túneles. No se comunican. Al menos no con el mío. El mío gira, baja y sube en mil direcciones y no se cruza con otro en ningún momento. Hay ventanas, al parecer, ventanas que permiten creer que existe la comunicación con el otro. Nos gritamos a través de ellas, prometemos cosas y creamos momentos, pero por lo visto todo es efímero. La ventana llega a su fin y se termina así toda relación que se creía tener con el otro. Creí que podía escaparme de mi túnel, salir por la ventana, fugarme... pero no pude y por lo visto no puedo.

El destino de mi túnel no es WonderNeverland, es el mismo que el de aquel libro. Una caverna oscura. Un vacío sin sentido como lo ha sido todo.


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