XII
Capítulo XII
Henry Retter
Año: 233 D.M
24 horas después del Fuovlem
Gremio: Vicus
Henry era un hombre ordinario. Simple, pragmático.
Metódico.
Se levantaba cada mañana a las 6 am, se dirigía al Ghepolum, desayunaba, y luego desaparecía bajo la marea de trabajo diaria.
A las 8 pm regresaba a casa, dormía, y la rutina se volvía a repetir sin interrupción alguna.
Era una vida tranquila, no tenía mayores quejas. Trabajar en el único ospitûl* del Gremio era difícil, pero le gustaba sentir la presión sobre sus hombros, la sensación desbordante de poder curar a alguien solo con palabras y recetas vacías.
¿Después de todo para qué eran los médicos?
Henry amaba el control, saber que tenía poder sobre su propia vida y la de los demás.
Saber que no dependía de nada, ni de nadie.
O al menos así debía ser. De no ser por....
—¿Henry? ¿Me estás escuchando? —Loú frunció el ceño—. No podemos llegar tarde hoy.
—Lo sé.
—¿Entonces qué esperas? Sólo faltas tú —La castaña le tendió el papel amarillento que detallaba como toda la familia Retter sería descendida si incurrían en una sola falta más.
El día del Fuovlem, Henry se encontraba sumamente ocupado atendiendo a los heridos y ayudando a identificar a los muertos. No había llegado a casa, no sabía del incidente ocurrido con Melinòe.
Tampoco era como si le importase.
Pero esa mañana, al observar sus pertenencias regadas por el suelo, los cuadros familiares destrozados en miles de pedacitos, y a Loú atiborrandose de pastillas. Entonces lo supo.
Las cosas habían salido mal, muy, muy mal.
Su rutina se vería severamente afectada.
—No lo entiendo, ¿por qué te ausentaste aquel día? —Henry limpió sus gafas con un pañuelo violeta.
—Melinòe estaba perdida, ¿crees que podría trabajar así? —Loú cerró los ojos con fuerza—. Hubo un bombardeo y luego desapareció... conoces a la perfección las consecuencias que eso pudo haber tenido.
—Sí. Pero conoces también las consecuencias de faltar a un día laboral, ¿cuál crees que es más importante?
—Mi hija, por supuesto.
Henry tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no suspirar.
—¿Es realmente así?
—¿Qué es lo que intentas insinuar? —Loú se colocó el abrigo mullido bruscamente.
—Deberías ser más consciente de tu situación, Loú. Y controlar mejor a esa niña, se está convirtiendo en un problema.
La castaña lo tomó del brazo y ejerció presión sobre este.
—¿Y qué te da el derecho de decirlo? Ni siquiera estuviste ahí... no te importó qu-
—Acordamos que ella no sería mi problema, ¿o ya lo olvidaste? —Henry se zafó del agarre y abrió la puerta de madera adusta, el exterior lo recibió con crudeza.
Melinòe los observaba desde el sofá, se levantó en cuanto Loú la llamó. No lo saludó, solo cruzó por su lado como una sombra helada. Henry le dedicó una sonrisa fingida, producto de sus incontables entrenamientos frente al espejo.
Henry era un hombre simple, y odiaba las variantes complicadas.
Era una verdadera lástima que tuviese que vivir con dos de ellas.
—Veo que cambiaste —dijo Melinòe en un susurro casi imperceptible. Henry prefirió ignorarla.
Las calles de Vicus, de tonalidades cítricas, contrastaban con el océano violeta que se formaba por el tumulto de personas deambulantes. Todas con un mismo destino: la plaza vieja.
Murmuraban entre sí, se cuestionaban quién sería castigado por el incidente del Fuovlem. Nadie estaba libre.
Se observaban con aires de ingenuidad, "debió ser un terrorista, un insurgente, alguien de afuera", cuchicheaban.
Pero todos presentían que en realidad el culpable era uno de ellos. Nadie podía entrar o salir del Gremio sin autorización directa de los MusGravité.
Henry lo sabía, los demás también.
—Están muy asustados, ¿sospechas de alguien en especial? —Loú inclinó la cabeza hacia atrás, sus mejillas pecosas estaban rojas por el frío.
—¿Debería?
—Vamos, sé que tienes a alguien en mente.
Henry la miró con aversión. El detestaba las charlas triviales, con mucha frecuencia le parecían un trabajo. Solo ruido, palabras huecas para llenar un espacio vacío.
No tenían un propósito útil.
—No lograrás sacarme información Loú, ya hablamos de esto.
—Que aburrido eres.
—Sé que no soy tu tipo, te gustan los graciosos, ¿no? —Henry enarcó una ceja con ironía.
Loú le apretó la mano, no dijo nada, pero ambos continuaron caminando con los dedos entrelazados.
Después de todo, de eso trataba el matrimonio ¿No?
De discusiones absurdas y caricias repentinas.
De amor y odio, entremezclados en un sinsabor fugaz, pero necesario.
Y así sería, si su relación fuese real y no un completo engaño.
Melinòe iba tras ellos en profundo silencio.
Cuando llegaron a la plaza, Henry observó su apellido rotulado sobre una de las sillas blancas de granito: Retter. Distinguió tres espacios dispuestos en el centro del recinto, semi destruidos por la explosión de hace un día.
El auditorio se había diseñado con un techo cromado y elíptico; por lo que, cuando se producía un sonido por un individuo en cualquier lugar de la estancia, las ondas sonoras no eran percibidas por otro espectador. Al ser las tribunas elípticas también, todo el Gremio podía apreciar el espectáculo en igualdad de condiciones.
Cada detalle había sido cuidadosamente estructurado para que no se perdiera la atención de lo que verdaderamente importaba: la ejecución de los traidores.
El Naklurk, superior de los Naviis, tomó el micrófono y lo acercó a sus labios secos.
—Estimados ciudadanos de Vicus, hoy es un día de luto —El hombre se llevó la mano al pecho y continuó—: aún se siente el aroma grave que destilan los cuerpos de nuestros fallecidos, asesinados por sus propios hermanos. ¿Creen que eso es justo, señores?
—¡No! —vociferaban todos.
—¿Cuántos niños murieron ayer? ¿Diez?, ¿tal vez quince? ¡¿Es eso justo, ciudadanos?!
—¡No!
—Correcto —el militar se llevó un cigarrillo humeante a la boca—. ¿Desean justicia? ¡¿Desean castigar a los que les hicieron sufrir?!
—¡Sí! —clamó el público entero.
—En ese caso... ¡déjenme mostrarles lo que es la verdadera justicia!
El Naqlurk accionó una palanca de metal, y acto seguido, la superficie se agrietó. Una plataforma levitante se incorporó rápidamente del subsuelo, como si se tratara de una resortera.
En esta, una familia de cinco se removía bajo asientos de madera y ataduras rígidas. Sus voces eran sofocadas por las rocas que los Naviis habían colocado sobre sus labios. Sus ojos; sin embargo, lagrimeaban con abundancia.
Henry observó maravillado como la plataforma se trasladaba al centro del recinto; el charco de sangre que se había originado chorreaba como un manantial semi oscuro, directo a los pies de los espectadores.
Escuchó los quejidos ahogados de sus vecinos, que habían reconocido entre los traidores a su propia familia.
Notó como se atragantaban con las palabras. No podían gritar, o ellos serían los siguientes en formar parte del espectáculo.
El Naqlurk sonrió complacido, los ojos atentos del público recorrían con curiosidad los cuerpos vibrantes de los prisioneros: violáceos y sonrosados por la acumulación de hemorragias internas. Pero aún palpitantes.
Henry pensó que tal vez no era un mal momento para salirse de la rutina. Después de todo, el entretenimiento era necesario para mantener cuerdo al hombre.
Y Henry se estaba divirtiendo, como nunca antes.
—¡Piedad, por favor! ¡Somos inocentes! —Un Navii arrancó la roca de los labios de la única mujer en la plataforma. Tres de sus molares salieron volando por el impacto.
El hombre a su lado, con profundos rasguños en el rostro, se retorcía con fiereza; intentando alargar la mano, lo suficiente como para rozar a su esposa. El Navii le propinó un puñetazo en la sien antes de que lo lograra.
El hombre soltó un estridente alarido antes de perder el conocimiento.
—No tenía idea que habían sido ellos... se veían sospechosos —susurraban las personas a sus espaldas.
—Es increíble, parecían tan normales...
—Me pregunto cómo lo hicieron, bombardear dos gremios, sin ayuda... —Loú dirigió una mirada expectante a Henry, casi como si pudiese ver a través de él.
—Las apariencias engañan, cariño —respondió sin más.
Los niños en la plataforma estaban en posición fetal, abrazando sus piernas amoratadas, sollozando en silencio, escupiendo sangre cada tanto.
No debían tener mas de 15 años.
La misma edad de Melinòe.
Henry estiró los brazos y observó su reloj. Faltaban dos horas para el almuerzo en el Ghepolum. Si podían apurarse un poco más...
En medio del coro de gritos y golpizas acústicas, Henry repasaba mentalmente su plan para ese día: debía atender a 12 pacientes, dos de ellos con enfermedades terminales. Calculó los milímetros exactos de medicina que requerían, la fracción de tiempo que le tomaría recetárcelos y terminar el trabajo.
Suspiró aliviado, hoy podría regresar a casa más temprano de lo habitual.
Henry se sobresaltó al escuchar a las personas vociferar, levantando sus cabezas y meciéndolas de arriba a abajo con fuerza. El Narluk, aún al centro del recinto, ondeaba un filoso artefacto platinado. Se pavoneaba, como si estuviese sosteniendo un tesoro perdido.
El Ankla, recubierto por plástico tostado, a excepción de la zona afilada. Similar a un machete, pero mucho más largo y peligroso.
Y letal
Melinòe tembló a su lado.
El Naqlurk se colocó detrás del grupo casi inconsciente, los niños apretujaron los dientes con tanta fuerza sobre la roca que terminaron por vomitar una hilera pastosa de sangre y saliva.
La madre clamaba inocencia con más insistencia que antes, suplicaba que dejaran a sus hijos en paz.
Los vitoreos del público aumentaron su intensidad, golpearon el suelo con los pies, llevaron las manos a la cabeza y asintieron, una y otra vez.
Rápidamente, el auditorio se cubrió de un sonido envolvente, el Ankla comenzó a brillar. El Naqlurk elevó el arma por encima de los cuellos de los prisioneros, el metal amenazaba con destrozarlos.
Henry oyó sus rezos apresurados, como susurros nacientes y asfixiados. El hombre rasguñado abrió la boca, con el Ankla a centímetros de su piel desnuda.
—¡Los dioses se vengar—
Sus últimas palabras fueron acalladas por el impecable corte trasversal del arma blanca.
Las cabezas rodaron por el asfalto húmedo y chocaron con el borde de la plataforma levitante. Un Navii puso su pie sobre el cráneo cercenado de la mujer, esta parpadeó con incredulidad.
Una vez que se cortan los vasos sanguíneos en el cuello, el suministro de oxígeno se detiene, reflexionó Henry.
Solo les quedaban 10 minutos de tortuosa conciencia.
—Y esto, ciudadanos —dijo el Naqlurk, señalando los cadáveres mutilados—, es lo que sucede cuando intentan desobedecer al régimen.
Los presentes se arrodillaron y escondieron el rostro entre las piernas.
—¡Alabados sean los MusGravité, padres del nuevo orden mundial! —comenzó un Navii.
—¡Alabados! —gritaron todos.
Vaya decepción, pensó Henry. Esperaba un espectáculo más interesante.
—Ellos no eran los culpables, ¿verdad? —interrogó Melinòe mientras se retiraban del auditorio.
Loú la observó, pero no dijo nada.
—¿Por qué piensas eso? —intervino Henry.
—Solo lo sé.
—Procura no comentárselo a nadie... las personas hablan.
—¿Y si nos hubiese pasado a nosotros? —murmuró Loú.
—Entonces no estaríamos aquí, pero lo estamos ¿o no? —Henry le apretó la mano, era su forma especial de decirle "cálmate, nos vigilan".
—¡Familia Retter!, ¿podría otorgarnos un segundo? —El Naqlurk se aproximó a ellos rápidamente, sus dedos aún estaban envueltos en un líquido espeso y rojo.
Loú le estrujó el brazo en respuesta. Henry se removió con incomodidad.
—Por supuesto, estamos ante su entera disposición, Naqlurk —Se apresuró a contestar.
—Tengo un anuncio importante para ustedes.
¿Otro?, pensó Henry.
—Es realmente impresionante, y sabrán que no ocurre a menudo, es más, ¡no ha pasado en 150 años! —El militar les ofreció una carta, pero esta vez no era amarillenta o rígida. El sobre era de terciopelo blanquísimo, y en el centro de este, había una elegante R dorada estampada en relieve.
Loú tomó la carta y la estudió con atención, su expresión iba deformándose a medida que terminaba de leer el contenido.
Henry no necesitaba revisarla, él ya sabía lo que decía.
El Naqlurk hizo una pequeña reverencia y continuó:
—Los felicito, familia Retter. A partir de la próxima semana iniciará su traslado a una mejor vida. Siéntanse honrados, pues han sido ascendidos.
Las mujeres tragaron en seco. El pecho de Loú se elevaba y distendía a una preocupante velocidad.
—¿Cu-cuál es el gremio al que se nos ha destinado? —alcanzó a preguntar.
—Ese detalle les será comunicado en los siguientes días.
El militar les sonrió y regresó a sus labores habituales como si nada hubiese ocurrido.
Las piernas de Loú cedieron y ella cayó sobre la superficie árida. Su cuerpo temblaba como presa de un terrible escalofrío.
Pero Henry solo tenía una duda,
¿Por qué habían tardado tanto?
...
BinnieOut
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