3. Sinceridad

Marcus no había querido ser descortés con ella, no creía que la impulsaran las mismas iniciativas que a los otros nobles para hacer tales proposiciones. Sin embargo, no la había tratado de forma educada.

Elevó los labios en una involuntaria sonrisa. ¡Escribir sobre él! ¡Qué descabellada idea! Solo a su cabecita loca se le podría ocurrir eso.

Sintió una punzada en el corazón cuando sus ojos azules se reflejaron en su mente. Se había quedado visiblemente confusa después de que él la rechazara y le contestara de mala manera.

Se miró los callos de las manos, apenas podía reconocerse a sí mismo. Esas manos antes sostenían libros y no martillos.

Marcus se detuvo enfrente de la puerta de su casa. Su padre volvería a recriminarle que los Steven no le habían pagado por sus trabajos como ayudante de carga cuando habían efectuado la mudanza a la casa que ahora regentaban. Esto no era justo, él lo hacía todo y su padre nada, ¿cómo podía considerarse todo un señor mientras su familia pasaba lo indecible y el no hacía nada para sacarla adelante?

Le daría otra paliza, estaba seguro. Y aún no se había curado de la de la noche anterior. El señor O'Donell no sabía nada de su trabajo en la carpintería, y dudaba mucho de que se enterara; rara vez pasaba cerca del callejón Mary King.

Esa noche no quería que nadie lo volviese a golpear. Sabía que su madre se preocuparía, que su hermana lo echaría de menos, y que, con toda probabilidad, su padre le diese aún más fuerte cuando lo viese de nuevo. Pero no le importaba, tenía que recuperarse de la noche anterior. ¡Y por todos los diablos! No estaba de humor para ver a su progenitor frente a la chimenea fumando como un caballero cuando él se pasaba los días como un esclavo por sus malos negocios; no había otra cosa que le hirviera más la sangre.

Definitivamente no. Giró sobre sus talones y se fue de allí andando lo más deprisa que pudo.

***

Cuando el alba lo despertó, creyó estar en un sueño. Su madre no lo había llamado susurrando que saliera de la casa antes de que su padre lo encontrara allí. Había dormido del tirón, como hacía tiempo no lo había hecho. Pero lo que realmente le hizo pensar que no estaba en el mundo real fue verla a ella. Allí estaba su pequeña cabeza rubia y rizada apoyada sobre sus rodillas; parecía una pintura. El gran árbol bajo el que se amparaba parecía querer protegerla. El viento que movía sus hojas le susurraba a Marcus que se acercase a la chica.

Motivado por una corriente de energía invisible, no fue dueño de sus pasos, que lo trasladaron irremediablemente hacia ella como si fuera una marioneta. Se detuvo a unos cuantos metros de distancia, observándola sin parpadear; su imagen era como la de un ángel perdido, pues su belleza parecía casi celestial.

Mary Anne puso los ojos en él en cuanto percibió movimiento a su alrededor, levantó la cabeza justo antes de que su rostro compusiera una expresión de sorpresa.

Marcus no le dijo nada, salvó la distancia que quedaba entre ellos y se sentó a su lado contemplando las aspas de los molinos que no paraban de girar una y otra vez.

Ella también puso los ojos en las aspas, no entendía qué hacía él allí, pero después de cómo le había hablado el día anterior, no quería preguntarle nada.

Ninguno de los dos se atrevía a interrumpir el silencio, solo roto por el sonido del viento moviendo las ramas y las hojas del roble que los cubría.

Mary Anne cogió su diario, que había sido arrojado al suelo en un arrebato de frustración, y lo sentó sobre sus muslos.

Aunque nunca hubiese previsto que él colocaría su mano sobre la cubierta. Volvió a sorprenderse por sus heridas, pero más aún cuando él cogió el diario entre sus manos. Era algo privado, sin duda, pero eso no le impidió que quisiera que él lo tuviese entre sus dedos.

Marcus no pensaba leerlo, simplemente hojeaba las láminas amarillas sin pararse a ver nada en concreto.

―¿Es aquí? ―preguntó sin apartar la vista de la cubierta roja de cuero.

―¿El qué? ―inquirió Mary Anne sin entender.

―Donde quieres escribir mi historia.

Mary Anne sonrió.

―No, tonto, ese es mi diario. Quería escribirlo en un cuaderno nuevo, solo para ti.

Marcus le devolvió el libro.

―¿Por qué quieres hacer esto?

―Porque desde pequeña he tenido complejo de mujer magnánima, y aunque solo sea un sueño, quiero dejar constancia de algo antes de que mi futuro matrimonio arruine mi vida y mis sueños.

El labio inferior le tembló y los ojos se le humedecieron.

A Marcus no se le escapó su semblante al borde del llanto.

―¿Y qué quieres hacer después de escribir tu relato?

―Presentarlo a todas las editoriales con un nombre de hombre para que no me excluyan por ser mujer.

Marcus soltó una carcajada.

―Tienes agallas.

Mary Anne se quitó las lágrimas casi imperceptibles con los dedos.

―Desde luego, quiero burlarme de los que piensan que las mujeres no valemos nada más que para tener hijos y cuidar de la casa.

―¿Por qué no quieres casarte?

Ella lo miró con una ceja levantada, un tanto irónica.

―Mi futuro esposo es un noble de una familia adinerada y con un estatus importante en Londres. Saber que tendré que mudarme con él allí no es algo que me agrade, pero ese no es el problema principal, sino que no lo conozco de nada. Alguna vez he coincidido con él cuando era pequeña y mis padres se reunían con los suyos, y creo que no me caía especialmente bien por aquel entonces.

―No suena bien, no.

―Y tú, ¿qué haces en Dean?

―Mi padre me dio una paliza porque le debe dinero a todo el mundo y piensa que yo debo rendir cuentas a la gente que ha estafado.

Mary Anne arqueó las cejas, visiblemente sorprendida, y después toda su compasión se reflejó en su cara.

―Debe... Debe de ser horrible ―dijo con la garganta seca.

¿Qué clase de padre podía tener para maltratar a su hijo así?

―La carpintería donde me viste es un trabajo temporal que me he buscado mientras sale algo mejor. Mi hermana y mi madre están desamparadas, y mi padre no mueve un dedo por la casa, de modo que soy yo el elegido y el encargado de hacerse cargo de la familia. Ayer por la noche ya me veía venir lo que me iba a decir mi padre: «Debes decirle a los Leighton, los Anderson o a quien sea que nos dé el dinero que nos deben». Yo ya he hablado con esas familias y todos me han dicho lo mismo: en un principio es cierto que le debían dinero a mi padre, pero después de invertir en la fábrica de telas, todo se volvió del revés y mi padre fue el que adquirió la deuda con ellos. Sé que lo sabe, pero él no lo quiere reconocer; ha llevado a la familia a la ruina y la paga conmigo.

»Vine a Dean porque no quería que me volviese a pegar otra vez, conozco al señor Sanders desde que era un crío; él era el mayordomo de nuestra familia, y fue el primero que se despidió cuando vio que nuestros recursos eran menos grandiosos que antes para hacernos un favor, sin pedir nada después de llevar toda su vida trabajando en la casa. Ese es su molino ―señaló con la cabeza la misma dirección por la que había venido― y aquella es su casa. ―También la indicó del mismo modo.

Cuando volvió a poner la vista en Mary Anne se sorprendió al ver que lloraba.

―Lo mío no es justo, ¡pero lo tuyo menos! ―exclamó furiosa, llena de pasión.

A partir de ese momento, Mary Anne se convirtió en la sombra de Marcus. Anotaba todo lo que hacía, bajo las risitas burlonas del chico, que lo veía excesivo, aunque no le importaba; había empezado a gustarle su compañía.

―Si no escribo estas cosas, ¡no podré plasmarte bien! ―exclamaba ella como si eso fuese lo más importante del mundo y tuviese que tomarlo más en serio.

Él se reía más.

Mary Anne al principio se indignaba, pero después acababa uniéndose a sus risas.

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