Capítulo 4 Fin de semana de atar


Capítulo 4
Fin de semana de atar

Sábado en la mañana, me encontraba yo dándole duro a la tarea de limpiar las baldosas de la acera que llevaba a la terraza de mi casa. El ruido que hacía la máquina a lavar a presión y la música en mis audífonos me impidieron escuchar a los hombres trabajando en el enorme jardín de la casa vecina. Ya daba yo por sentado que nadie le visitaba, como todos decían y menos para darle mantenimiento. ¡Pero enhorabuena, qué aquel patio necesitaba ya cariño! Una vez me percaté de aquello y teniendo en cuenta el area que tenían que trabajar, me propuse estar más alerta para ver si lograba ver a Martha aunque fuese de reojo.

Luego de varias horas, terminaron la ardua faena dejando aquel jardín irreconocible. Mas de la susodicha, nada que ver. ¡En verdad que quería poder verle! Resignado, me encogí de hombros para ahora contemplar mi patio. ¿Cómo era posible que ellos hubiesen terminado de limpiar y podar un área tres veces más grande y yo apenas iba a la mitad de la limpieza de la acera.

Me apresuré entonces y pasado el medio día, por fin había yo acabado. —Ahora se ve decente—, pensé en voz alta y sonreí de satisfacción al ver que ya el caminito no se veía de aquel horrendous tono amarillento y con limo. Habiéndome detenido y de pie en medio del patio, al bajar revoluciones fue que sentí como el sol picaba. Hacía un calor terrible. El cuerpo me pedía un buen baño y un par de cervezas bien frías. —Bueno, Martha, hoy tampoco asomaste la nariz afuera. Creo que mejor me subo y le doy una llamada a Paula— mientras caminaba hacia el balcón, canturreaba mi soliloquio.

Más tarde esa noche y por segunda noche corrida, tenía una cita con la sensual bibliotecaria. Llevé a la dama al cine, así como adolescentes, en un inocente intento de cita romántica. Creo que después de un año sin pareja, había comenzado a perder el toque con las mujeres. Aparté mucho tiempo ya para mí, desde que me concentré en la búsqueda de empleo, el viaje, hallar casa, todo eso abonó a una más larga espera de lo deseada. Ahora, que la selección de la película de esa noche como que no ayudó nada a la noble causa. Comedia no es necesariamente el género idóneo para incitar al romanticismo. No. Nada que ver. La próxima ocasión yo escogería la película, o el lugar a salir. Hubiese sido mejor un baile, música y unos tragos para ambientar mejor la velada.

Me despedí de Paula con un gentil y sosegado beso en la mejilla. Demasiado sosegado diría yo, que me hubiese encantado plantárselo en los labios. De camino a casa en el auto se me escapó una carcajada al recordar el momento. Parecíamos colegiales. Bueno, colegiales de antaño, porque los de hoy día... mejor ni hablar. Y sí, la culpa era mía totalmente. Tal vez el estereotipo de brasileña toda alborotada y a medio vestir meneando las caderas al ritmo de samba en el carnaval de Río, hizo que acelerara una película en mi mente y cuerpo ya urgido de sexo, que en realidad no era. Ese no era el caso de Paula. Ella era más como yo. Éramos dos come-libros apasionados más por la historia y por el café que por cosas mundanas... ¡Pero cómo ansiaba yo esas cosas mundanas en ese momento!

Habiendo llegado a mi casa, iba yo comiquísimo hablando con mi alter ego y mirando de reojo a la casa vecina. Nuevamente, una figura femenina tras la ventana del segundo piso más próxima al patio de mi casa, quien al advertir que me detuve en seco a mirar, cerró la cortina rápidamente. No había duda, la doña también me observaba. Tal vez me escuchó llegar y simplemente se asomó por curiosidad. En mis labios se torció una media sonrisa tras entender que Martha también curioseaba tras la ventana y por ende no me sentí tan culpable.

Cerca de la media noche me encontraba recostado en la cama, mirando al techo, cuando la imagen de la mujer tras la ventana mirándome desvió el rumbo de mis pensamientos, de Paula a Martha. La silueta aún borrosa, logró sacar el rostro hermoso de la brasileña por un momento de mi mente. Por alguna extraña razón aquel nombre, Martha, chocaba de un lado a otro en mi cabeza como juego de pinball. Aquel nombre que parecía de leyenda, aquel nombre sin un rostro se colaba por allí, como para mortificarme y daba empujoncitos a la sensual bibliotecaria como para que le diera cabida en mi cerebro. Y no era la primera vez que sucedía. Aquel enigma insistía en ser resuelto. Resolví apagar la lámpara de mi cuarto, sacudir mi cabeza a ver si así se zafaban lejos las incoherentes ideas sobre la vecina y virarme de costado para dormirme de una buena vez.

A la mañana siguiente, inicié el día disfrutando de una taza de rico café puertorriqueño. La santa de mi madre me enviaba periódicamente por correo paquetes repletos de antojitos boricuas, entre estos, café molido directamente de las montañas de mi isla. Desayuné fuerte pues me tocaba cortar el césped. Este maestro aún no ganaba tanto como para contratar todo un equipo de jardineros, como lo hacía la vecina... aseveración que en ese momento me llevó a confirmar mi teoría de que la señora vivía cómodamente y tenía dinero.

Trabajaba afanosamente en el patio cuando la condenada máquina podadora dejó de funcionar. —¡Pero si la compré la semana pasada!— me dio coraje y le di una patada al aparato. Con el ruido que hacía la el aparato no había escuchado que a unos pocos metros de distancia, tras la verja de piedra que dividía mi casa de la de Martha, había alguien. Una voz femenina tarareaba y de lo más bonito al otro lado. Preso de la curiosidad, corrí hasta el muro y me asomé por encima. Allí fue que la vi... bueno, sólo de espalda. Quién era, no se, pero aquella trenza larga y rubia bajo una pamela blanca no me parecía la de una anciana. Mucho menos aquel vaivén de caderas que se delineaban bajo la ligera tela de flores de un vestido a media pierna.

La mire fijamente, mientras ella inadvertida a mi insistente fisgoneo, caminó cargando unos artefactos de jardinería hasta perderse al entrar por una puerta lateral de la residencia.

¿Sería Martha? Pensé. Nah. Probablemente la muchacha que limpia. Se veía demasiado de joven para ser la mujer que todos decían y que juraban vivía allí desde hacía décadas. Las brujas no usan pamela, ni trajes de flores. Me reía yo ante mis pensamientos sin sentido cuando el teléfono en mi bolsillo hizo un escándalo al sonar. Mirando para todos lados, contesté el teléfono de inmediato y me alejé de aquella pared. —Hola Paula— me había salvado la campana.

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