Veinticuatro

Voy a ser sincero. No me gusta un carajo este jueguito, y en mi situación es peligroso porque ya estoy casado. Así que decime qué necesitás. ✓✓

No le había dicho nada que no supiera, si ese era su primer disparo para herirla, había fallado miserablemente.

Esa es la manera de tratar a tu amiga que hace años no ves???? ✓✓

No somos amigos, Soledad. ✓✓

Nunca debimos ser amigos, pero no estás listo para esa conversación 🙃 ✓✓

Terminemos con esto rápido. Decime dónde estás y paso a buscarte. ✓✓

Se lo pensó un momento. ¿Accedía o se hacía desear? Por la manera en la que escribía, daba a entender que quería sacarse las ganas en una noche, y luego dejarla nuevamente en su Olimpo.

No se la iba a dejar tan fácil.

Alguien escuchó mi música... En serio te creés que soy tan estúpida como para dejarme coger? Cogerme para callarme en mi próximo disco no te quita lo cobarde, al contrario, refuerza esa cobardía. ✓✓

Me refiero a que tenemos que hablar, Soledad. ✓✓

Ay, me lastima no ser más tu Solcito. Ah, cierto que te conseguiste otra Solcito. 🙃 ✓✓

Soledad supo que había enfurecido a su demonio, cuando apareció ese «Grabando audio...» debajo de su nombre.

Escuchame, psicópata. Dejá a Marianela fuera de esto, este asuntito lo tenemos que resolver entre nosotros.

Era la primera vez que Soledad lo escuchaba a través de una nota de voz, y ese tono infernal se profundizaba más en la grabación, incluso lo escuchaba con eco, como si lo hubiera enviado desde el mismo Averno. Le devolvió la gentileza.

—¿De qué asuntito me hablás, cariño? Vos lo dijiste, no somos nada —enfatizó—. No somos amigos, nunca fuimos pareja, somos simplemente dos viejos conocidos del pasado. Yo te hice una promesa, la cumplí, y te lo hice saber. El que se desapareció cuando encontró mi copia barata de La Salada fuiste vos, no yo.

»Yo solo respeté tu mala elección, y en todo caso, decile a tu mujer que deje de visitar mi perfil de Facebook, porque todavía me aparece en las sugerencias de amigos. Así fue como la conocí, ¿sabías?. Marianela Soledad Goya, mi yo del futuro, porque encima se re parece a mí. ¿O me equivoco?

Esperaba la respuesta, pero a cambio, recibió una llamada entrante de video. Soledad atendió, pero solo con audio. Si quería hablar cara a cara con ella, debía ser presencialmente.

Te recuerdo que la primera que eligió mal fuiste vos, no entiendo qué es lo que reclamás. ¿Tan importante soy que me dedicaste dos discos, Soledad? —dijo sobrado, soltando una risa con tintes despectivos.

—Un EP y un disco, que no es lo mismo. Y lo dice el hombre que no puede diseñar sin pensar en mí. Me pregunto... ¿Todos esos vestidos que vi hoy en Galerías Pacífico están inspirados en tu mujer? Porque, posta, no me la imagino vistiendo eso. —Silencio al otro lado de la línea, y Soledad aprovechó para continuar—. Por favor, no seas hipócrita —soltó con una risa sardónica—. Tenés una marca entera inspirada en mí, y me reclamás por dos discos de mierda. Al menos yo estoy soltera y no le debo explicaciones a nadie.

Todavía se estaba recuperando de las risas cuando Hernán lo soltó sin contexto y sin anestesia.

Quiero verte, Sole. Necesito verte —escupió casi en un siseo.

—Yo también, no voy a ser hipócrita. Pero así no funcionan las cosas. Cuando sea el momento nos volveremos a ver.

¿Pensás pagarme con la misma moneda, conchuda? —volvió a sisear.

—Para nada, no puedo pagarte con la misma moneda desde el momento en que estás casado, Hernán. Pero está bien, nos debemos una conversación como dos seres humanos. Te veo en una hora en Plaza San Martín, ¿te parece? Frente al monumento.

Perfecto, en media hora estoy allá, te espero dentro del auto. El mismo Audi negro que ya conocés.

Soledad colgó mientas se debatía si iba nuevamente con su vestido calado, o estrenaba el buzo que había comparado esa tarde en su local. Eligió el buzo solo por la capucha, era una manera de camuflarse en caso de que apareciera alguna esposa despechada y desamada dondequiera que la llevara su demonio.

La plaza era tan grande que desde su departamento no podía ver el monumento a San Martín, pero calculó una hora de reloj, y finalmente salió a su encuentro. El Audi negro estacionado con las balizas esperaba por ella, se acercó mirando hacia todos lados como si fuera una criminal, y se subió en el asiento del acompañante. Hernán encendió el auto y condujo hacia el primer lugar seguro que se le ocurrió: el bar de su amigo Ramiro en Vicente López.

No solo ocultaría su secreto, sino que podía proporcionarle la privacidad que requería para poder conversar tranquilo con el gran amor de su pasado.

Soledad y Hernán no hablaron durante todo el trayecto. Silencio atroz dentro del auto, similar al que hubo entre ellos durante esos dos años y medio. Cuando por fin estacionó frente a un pequeño bar con mesas en la vereda, Hernán habló.

—Esperame acá.

Apenas Soledad se quedó sola, comenzó a inspeccionar el auto. La manera en la que un hombre usaba o conservaba su vehículo hablaba mucho de él, y efectivamente, estaba más que pulcro, ni siquiera había rastros de que era otra mujer la que ocupaba su lugar. Y de repente, su mirada cayó en ese brillo que resaltaba con las luces de la calle, en un pequeño hueco tras la palanca de cambios.

Era la alianza de matrimonio de Hernán.

La tomó con sus dedos y la observó, «Nela» estaba grabado en la cara interior, y apenas sintió la presencia de Hernán volvió a dejarla en su lugar. Bajó del auto cuando él le hizo una seña con su mano, estaba junto a aquel amigo que lo acompañaba en el Inferno de Lavalle.

—Es raro que haga esto porque se conocen de vista, pero nunca cruzaron palabra. Él es Ramiro, mi hermano de la vida, ella es...

—Donna —completó antes de que revele su nombre real.

—Dale, Solcito... —soltó Hernán entre risas—. Este hombre se comió todo mi calvario, te conoce más de lo que vos a él.

—Está bien, bro —dijo Ramiro—. Precisamente, yo conozco a tu Solcito dulce e inocente, no a este infierno de mujer. Un placer Donna, dejale mis saludos a Soledad —bromeó.

Soledad rodó los ojos y no pudo evitar reír, Ramiro era tal como lo imaginó aquella vez que fumaba en la puerta de Che! Dona, y él reía exageradamente mientras la observaba junto a Hernán.

—Acompáñenme, ahora les consigo una linda mesa. ¿Van a querer algo para tomar? La casa invita.

—Tengo que manejar, Rama, no puedo tomar, así que traeme una Coca-Cola.

—Un Pantera Rosa para mí, si vendés tragos.

—Dale.

Siguieron a Ramiro hasta la mesa más recóndita del lugar, esa que pocos elegían por la cercanía a la salida de los camareros detrás de la barra. Se acomodaron de frente, y no hablaron hasta que Ramiro les trajo las bebidas. Soledad tenía sus cielos clavados en el rostro de Hernán, que se removía incómodo en su silla, evitando el contacto visual.

Ya se sentía con la conciencia sucia, y ni siquiera lo había obligado a que le dijera en la cara aquello que hace años dijo por boca de otro.

—¿Y qué tal te trató la pandemia? —comenzó Hernán, recargado con un brazo sobre el respaldo de su silla, sin todavía mirarla a la cara.

—Como el orto, ni me lo recuerdes.

—¿Qué pasó con el boludito? Porque si me dijiste que estás soltera...

Luego de esa pregunta, se dignó a clavar sus dos abismos en sus cielos celestes, con el rostro serio, todavía despatarrado en su silla, y pasando su dedo por el filo del vaso de gaseosa.

—Lo dejé después de que me estabilicé económicamente con mi música. Me fui de su casa cuando pude alquilar mi actual departamento, no iba a quedarme al lado de un violento.

Hernán se reincorporó y se acomodó correctamente en su lugar, se arrimó con su silla para quedar cerca de Soledad, que estaba aferrada al sorbete de su trago largo con la mirada baja. Había olvidado esa parte oscura de su vida en cuarentena. Hernán volvió a levantarle el mentón con dos dedos, y al mirarlo pudo ver a ese humano que la había amado en pocas ocasiones.

—¿Leandro te golpeaba? —preguntó, dejando una caricia en su mentón con el dedo pulgar.

—Una sola vez, pero yo no me amedrenté, por poco muere asfixiado en mis manos —recordó con una risa amarga.

—¿Y después de eso? ¿Cómo seguiste? —Hernán seguía acariciando su mentón con el pulgar.

—Como pude. Haciendo oídos sordos a su violencia verbal, cuando me trataba de gorda come donas porque pasaba mucho tiempo sentada en la computadora tomando pedidos, o componiendo mis canciones.

—Pensando en mí... —dedujo Hernán en un susurro, luego de haber escuchado todo su material.

—Es que básicamente discutimos por vos... —sonrió con amargura—. Me preguntó si me cogías rico en los probadores cuando te llevaba la dona, en sus palabras textuales —rio con desdén—. Que él no era boludo, y no podía tardar más de veinte minutos en hacerte la entrega.

La mano de Hernán pasó de levantar su mentón y acariciar su barbilla, a sostener su mejilla, trasladado esa caricia con el pulgar a su rostro. Soledad se acomodó en su mano, como un gatito en busca de caricias.

—Perdón por haber sido tan cobarde, Solcito —soltó el humano, con el tono prestado del demonio.

—Yo también fui cobarde —admitió, apoyando su mano sobre la de Hernán en su rostro—. En realidad, cobarde no sería la palabra correcta, más bien, digamos... Aniñada. Esperaba que vinieras y me dijeras en la cara lo mismo que le dijiste a Jorge, como si fueras un príncipe azul de un cuento de hadas.

—Yo quería todo con vos, absolutamente todo —confirmó, con los ojos más claros que nunca, era la primera vez que veía el café en sus orbes—. Pero me acobardé justamente por eso. Te veía tan aniñada, tan perfecta... Y yo no era precisamente un príncipe en ese momento.

—Ahora sí lo sos —afirmó, dejando una caricia sobre su mano—. Te convertí en príncipe y el resultado se lo llevó otra. Solo por saber... ¿Al menos me amaste?

—Con locura. Te amé con cada trazo de mis bocetos, te amé con mi máquina de coser, te amé con mis manos aquella noche en Lavalle cuando retoqué tu vestido...

—Aún me amás —lo cortó, incrédula—. Me lo dicen tus tiendas.

Soledad se mordió el labio cuando comprendió que ambos habían hecho arte con ese amor no concretado. Ella con sus canciones, él con sus diseños. Hernán retiró la mano de su rostro, y volvió a tomar distancia. Bebió un sorbo de su gaseosa sin dirigirle la mirada.

—Gracias por remarcar que soy un marido de mierda —escupió, retomando la oscuridad en sus ojos y el tono infernal.

No lo había negado, pero su incomodidad lo afirmaba. Hernán aún la amaba.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top