Uno

El 2015 entraba en su recta final, así como el mes de octubre, el día en que Hernán y Soledad se conocieron.

Soledad trabajaba en Che! Dona, una pequeña tienda de donas sobre la peatonal Lavalle, casi en la muerte de la peatonal, cuando una tarde fue encomendada a llevar un pedido al nuevo local de indumentaria frente a su tienda. Y su respiración se entrecortó al ver al cliente detrás del pedido. Un joven que aparentaba su edad real, no aquella que parecía tener porque sus facciones aniñadas le quitaban unos cuantos números, aproximadamente unos veinticinco años. La piel del color de un bronceado natural hacía un contraste increíble con sus ojos de un marrón tan profundo que parecían negros, sumado a su cabello ondulado y rebelde de un castaño tan oscuro como sus ojos. Las mangas de su remera pedían clemencia mientras rodeaban dos brazos exactamente fornidos, y cuando su mirada se levantó de la hoja que revisaba antes de su llegada, se sintió morir con la pequeña caja de seis donas en su mano. Dejó la birome y concentró toda su atención en ella, serio, implacable, entre angelado y expulsado del infierno.

Soledad era consciente de que a partir de ese momento su rendimiento laboral se vería afectado, sabiendo el bombón que tenía enfrente.

Entregó el pedido con toda la naturalidad que le fue posible, y aguardó a que él sacara los billetes de la registradora para abonar esa medida docena de donas en completa soledad, porque no había más nadie en el local. Se preguntaba cómo ese cuerpo podía ser compatible con la caja de grasa y calorías que le había entregado, porque mientras se movía, la remera blanca delineaba más músculos en su espalda y omóplatos. Era hipnótico verlo hacer un movimiento tan simple como contar billetes.

Y cuando el dinero cambió de mano, Soledad repitió el gesto, no por desconfianza, sino por pasar unos segundos más a solas con él, deseando que la escaneara tal como lo había hecho ella momentos atrás.

—Me diste cincuenta pesos de más —dijo, levantando el billete.

—Tu propina —aclaró, y le guiñó un ojo.

—Gracias —atinó a balbucear—. Pero no sé si puedo aceptarla, yo no reparto, soy vendedora. Vine porque al chico de las entregas se le rompió la moto y va a tardar un poco.

—Nadie tiene por qué enterarse, queda entre vos y yo.

Y volvió a guiñarle el ojo, mientras sacaba una dona de la caja y le pegaba una mordida.

Volvió a agradecerle, y se despidió con una tímida sonrisa. Su misión había terminado, ya no tenía nada más que hacer allí, y le esperaba la peor parte: ¿cómo concentrarse en su trabajo sin que la vista se le desviara a ese local? Le quedaban tres horas de trabajo hasta las ocho de la noche, horario en que la tienda bajaba sus persianas. Quería seguir conociendo a esa fusión de demonio y ángel, pero no sabía cómo hacerlo sin invadir su espacio personal ni quedar como una psicópata.

Ya de regreso en el local de donas, reparó en el nombre de la tienda que acababa de visitar: Inferno. La balanza se inclinaba claramente hacia el demonio, y no era descabellado, todavía sentía los calores de la visita. Le bastó una mirada intensa de esos ojos casi negros para incendiarse por completo.

En un momento en que Leandro no la observaba, metió la mano en el bolsillo trasero de su jean y sacó ese billete de cincuenta pesos extra que le había dado como propina. Y fue en ese momento cuando notó que la propina que le entregó era casi la mitad del valor que había abonado por la caja de donas, y se sintió mal porque quizás había confundido el billete. Se debatió entre volver a devolvérselo, y así tener otra oportunidad de conversar con él, o guardarlo como recuerdo, porque no estaba en sus planes gastarlo. Aunque necesitara el dinero, era un pequeño recuerdo del día en que conoció al hombre que, estaba segura, le robaría varias noches de sueño. Perdida, observando la rigurosa y gélida mirada de Sarmiento en el billete, recordó que Leandro podría venir en cualquier momento y quizás la obligaba a dejarlo en el frasco de propinas del mostrador, dobló el billete y lo guardó nuevamente en su bolsillo.

Su nueva meta era llegar al horario de cierre, solo para salir a la peatonal y poder observarlo un poco más de cerca a través de la vidriera, durante los segundos que tardara en salir y enfilar hacia Alem a tomar el colectivo que la llevaría de vuelta hasta el hogar que compartía con Jessica, su mejor amiga, en La Boca.

Y efectivamente, sus miradas se cruzaron por una milésima de segundo apenas puso un pie en la peatonal.

Estaba tan nerviosa que sus dedos se enredaron con el celular, los auriculares, y la tarjeta SUBE, la cual cayó al suelo estridente por el llavero y la funda plástica que tenía. Y al levantarla, mientras peleaba con la mochila en su espalda, lo encontró observándola con una sonrisa en su rostro apoyado en los puños, recargado sobre el mostrador. Bajó la cabeza y comenzó a caminar a pasos apresurados, ayudada por la peatonal en bajada. Pero le ganó la curiosidad, y cuando giró levemente la cabeza lo encontró en la puerta de su local, cruzado de brazos, observándola partir.

Soltó todo el aire apenas se colocó en la fila del colectivo, y tuvo suerte que arribó a la parada segundos después. Se colocó la mochila delante, subió temblando como una hoja, y se perdió en las melodías que Spotify reproducía aleatoriamente.

Pero todas las canciones le recordaban a él.

No entendía qué clase de hechizo le había tirado ese demonio angelado, jamás se había sentido de esa manera con un hombre, ni siquiera con Leandro. El muchacho le gustaba, demasiado, a pesar de que en su cabeza estaba mal por dos motivos: no solo era su compañero de trabajo y encargado, sino que era el dueño de la tienda. Sin embargo, en ningún momento experimentó esa sensación física de pseudo enamoramiento: temblor en el cuerpo, mareos, la falta de aire al ser digna de una mirada como la que le regaló en la tarde... Todo era nuevo para ella, tanto, que hasta sintió ganas de llorar de la impotencia.

Tenía que cortar de raíz con esas extrañas sensaciones, de otro modo, cada jornada laboral sería una tortura.

Cuando consiguió un asiento, guardó el billete de cincuenta pesos dentro del libro que estaba leyendo, El Túnel de Ernesto Sábato, entre páginas que ya había leído para asegurarse de no volver a ver a Sarmiento por un buen tiempo, y al cerrarlo sonrió irónica perdiendo la vista en la calle.

—Que ironía —murmuró, observando la tapa nuevamente.

No quería convertirse en ese Juan Pablo obsesivo con su María misteriosa, pero si no ponía un freno en ese momento, la curiosidad por su nuevo vecino laboral la haría perder la cabeza, tal como sucedía en la obra de Sábato. Metió el libro en su mochila y bajó del colectivo, todavía le quedaba revivir lo sucedido con Jessica, que la leía con una sola mirada.

—Chica... Ni que hubieras visto un fantasma —soltó Jessica al verla llegar, con ese maravilloso acento venezolano que no había perdido en sus años en el país.

—En realidad vi un demonio —confirmó, saludándola con un beso en el cachete.

Jessica la observó con una ceja enarcada, y Soledad comenzó a relatar su visita al Inferno en el que la recibió ese demonio disfrazado de ángel.

—Amiga, ¡necesito ver a ese hombre! —Jessica palmeaba animada, mientras Soledad apenas sonreía con la cabeza gacha—. Por lo que me cuentas y cómo te ha dejado, literalmente debe ser un infierno. Ni Leandro te ha deja'o así, chica.

—Leandro es un flaco súper dulce y atento cuando no se pone el sombrero de encargado. Pero este... Tiene pinta de que te besa y te succiona hasta el alma, aunque al mismo tiempo tiene un aura como angelada. No sé, ni yo sabría explicarlo. —Soledad se tomó la cabeza, mientras enredaba los dedos en su cabello castaño claro.

—¿Sabes cómo se llama eso, chica? Calentura —puntualizó—. Ya verás como muestra la hilacha si tienes la oportunidad de conocerlo. Ningún hombre que emana sexo es bueno.

—Algo me dice que debajo de esa apariencia endemoniada hay un hombre tierno.

Y su instinto no se equivocaba.

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