Tres
Ese sábado Soledad llegó radiante a su trabajo, aunque nada tenía que ver con que su demonio la visitaría. Era el fin de semana que tocaba la noche de chicas con Jessica, ese gusto que se daban una vez al mes. Su amiga pasaría a buscarla al terminar su turno para ir a cenar al Mc Donald's de Puerto Madero.
Llegó sintiéndose divina, espléndida, y poderosa. Aunque su cena era económica, la sensación de decir «hoy cenamos en Puerto Madero» no se las quitaba nadie, sentían que engañaban al sistema al comer un Big Mac en el barrio más caro de Latinoamérica.
Acomodó las ondas recién hechas en su cabello castaño claro, y se lo ató en una colita alta, con cuidado de no desarmarlas. Y mientras estaba acomodando las donas que había traído el amigo de Leandro, llegó el primer cliente del día.
—Buen día, Solcito.
Levantó la mirada de la vitrina y ahí estaba. El demonio de visita en su purgatorio.
—Me jode un poco que me digas Sol o Solcito. Me llamo Soledad, a lo sumo decime Sole, me saca de quicio que me digan así, parece que no supieran cómo me llamo.
Lo dijo sin mirarlo mientras seguía acomodando las donas en la vitrina, y aunque se arrepintió al instante de haberlo tratado así, era una manera de hacerle saber que no la intimidaba, aunque fuera mentira. Cuando sacó la cabeza del aparador, Hernán la observaba con la boca torcida, asintiendo con la cabeza, dándole a entender que estaba sorprendido por su acotación. Salió de la tienda y volvió a entrar.
—Buen día, Sole —recalcó.
—Buen día, Hernán.
—¿Así te gusta más? —remarcó sarcástico, enarcando una ceja.
—Es lo correcto y correspondiente a mi nombre.
—Lo correcto... —acotó despectivo—. Lo correcto es que cada uno te diga como lo sienta. Para mí siempre vas a ser Solcito, pero el día está muy lindo como para discutir, así que esta batalla es tuya.
Había aparecido el demonio. Quizás el que le decía así era el ángel, y ella acababa de espantarlo. Pero para qué negarlo, su lado endemoniado le atraía más.
—¿Cuál vas a llevar hoy?
—Una docena y una de marroc —manifestó, observando la cartelera—. Te voy cantando.
Hernán fue eligiendo uno a uno los sabores que llevaría esa mañana, y cuando Soledad cerró la caja y le informó el valor a abonar, le remarcó un pequeño error.
—Te falta una.
—No... Son doce.
—Dije una docena y una de marroc. Son trece.
Supo las consecuencias de su error porque Hernán le clavó la mirada como solo él podía hacerlo. Estar en su purgatorio no le sirvió de nada cuando él volvió a succionarle el alma, reforzando la mirada al inclinarse cruzado de brazos. Tomó la pinza sosteniéndole la mirada, una bolsa de papel, y colocó la dona dentro. Corrigió el importe a abonar, y el demonio le extendió su tarjeta de crédito y su documento, mientras sacaba la decimotercera dona de la bolsa y le pegaba un mordisco.
Hernán Salvador.
Hasta el apellido era una ironía. Salvador. ¿Desde cuándo una criatura venida del inframundo podía llamarse salvador? Deslizó la tarjeta por la terminal de cobros, y luego le entregó el voucher para firmar mientras emitía el ticket fiscal.
Momento de conocer su firma.
Con la dona en su mano derecha sosteniendo el pequeño ticket, dibujó una desordenada firma que se asemejaba al mamarracho de un infante. Era zurdo. Y para coronar, le dibujó sutilmente dos cuernitos, y una estrellita muy diminuta al costado inferior. Incrédula de lo que veía, verificó la firma en el documento de identidad, y allí también estaban los mismos detalles de la estrella y los cuernos. Se perdió un segundo en su foto, que también tenía poderes succionadores de almas, y hasta pudo divisar un leve esbozo de sonrisa demoníaca, prohibido para fotos de identificaciones.
Cuando Hernán le extendió el voucher, Soledad le devolvió la tarjeta junto con su documento, y notó el agregado en la parte superior del ticket: su número de teléfono. Sabía que no era una insinuación, sino más bien un acto de inercia, la mayoría de los locales comerciales pedían un teléfono, ante alguna eventualidad con la compra.
—¿Querés una bolsa? —le ofreció cuando la transacción ya había terminado.
—No.
Tomó la caja del mostrador mientras se metía el último pedazo de dona a la boca, y se chupaba los dedos con los que la sostenía, luego, limpió las comisuras de su boca con los mismos dedos.
Y Soledad sintió por primera vez como se incendiaba su entrepierna con ese simple gesto.
—Te veo el lunes, Sole. Buen finde y portate bien.
—Siempre me portó bien —lo contradijo.
—Entonces portate mal.
Le guiñó un ojo y salió en el mismo momento en que Leandro volvía al local, luego de despedirse de su amigo pastelero. Se quedó unos segundos paseando la vista entre Hernán ingresando a su local, y Soledad, que estaba regenerando su alma por milésima vez, mientras tiraba a las basura la bolsa de papel que dejó sobre el mostrador, luego de comer la decimotercera dona.
—¿Todo bien? —le preguntó, algo preocupado.
—Sí, solo es un cliente un poco peculiar, nada más.
—Si algún día se desubica con vos, me decís y le acomodo las ideas. Es otro niñito soberbio hijo de papi, no me extrañaría que algún día se desubique con vos.
—Bueno... Habló el independiente... —lo chicaneó, en referencia a que él también tenía el local porque su padre lo había montado.
—¡Yo no soy así, Sole! —protestó entre risas—. Mi viejo me prestó la guita para levantar este negocio y se la estoy devolviendo, lo sabés. Él tiene todo de arriba, al menos el local.
—¿Lo conocés?
—No, pero es de familia de mucha guita. Salvador Seguros, ¿no te suena?
Leandro sacó de su billetera la tarjeta de la póliza de seguros del local, y la colocó junto al voucher que acababa de firmarle. El apellido Salvador se leía en ambos documentos.
—Su padre es el dueño de la compañía de seguros, ese local antes era una oficina comercial, se lo debe haber cedido para que levante su propio negocio.
—¿Y cómo sabés todo eso?
—¿Por quién más lo voy a saber? Jorgito.
No era otro más que el kiosquero de la esquina, una chusma de barrio nacida en un cuerpo masculino. Si algo pasaba en esa cuadra, él lo sabía, y si podía, lo exageraba. Pero en esa ocasión no había lugar a dudas, Hernán era un Salvador.
Hernán era un salvador. Y un ángel. Y un demonio.
Esperó a que Leandro se distrajera, y con mucho disimulo dejó el voucher a la vista dentro de la gaveta de la caja registradora. Le tomó varias ventas poder reconstruir el número, anotándolo de dos en dos en una nota en su teléfono.
Quería ver su foto de perfil de WhatsApp.
Cuando finalmente consiguió los ocho números sin tocar el papel, se disculpó para ir al baño, y lo agendó rápidamente como «Aaa», para no demorar en encontrarlo.
Y hasta su foto le quitó el aliento.
Esas alas que había visto el día anterior a través de su remera existían, tatuadas en toda su espalda. Unas enormes alas de ángel que acaparaban desde los omóplatos hasta la cintura, y la pose remarcaba todos los músculos que ya había visto, pero en la foto estaban al desnudo.
—No puede ser de este mundo este hombre —rezongó, casi en un jadeo.
Borró el contacto pero no la nota en donde apuntó el teléfono, y volvió al mostrador como si no le hubiera visto la cara al hijo más rebelde de Dios.
O mejor dicho, la espalda.
Pero las sorpresas no terminaban allí. Al volver al mostrador, mientras esperaba que su cliente le firmara el voucher de la tarjeta, su mirada cayó en la peatonal, donde Hernán estaba en la puerta de su local, cruzado de brazos, y acompañado de otro joven de su misma edad, y a simple vista, tan inquietante como él. Era evidente que hablaban de ella porque Hernán, estoico, asentía a todo lo que su acompañante le decía efusivamente, y haciendo movimientos convulsivos con su cuerpo, claramente riéndose de manera exagerada.
—¿Querés jugar, Salvador? —murmuró para sí misma, antes de hablarle a Leandro—. Salgo a fumar un pucho, ¿me cubrís?
—Dale.
Fue hasta su mochila y sacó la caja culposa de cada fin de semana, se colocó contra la pared, entre la tienda de donas y el edificio vecino, y comenzó a fumar con desinterés, ignorándolos, pero atenta a ellos por vista periférica. Pudo ver como el amigo le palmeaba la espalda a Hernán y se internaba en el local, dejándolo a solas, todavía cruzado de brazos y con la vista clavada en ella. Sacó el teléfono de su bolsillo y entró a Facebook sin prestar atención a las publicaciones, solo estaba scrolleando mientras sentía su potente mirada oscura encima, y su alma pujando por salir, pero ella fue más fuerte que su demonio. Para cuando levantó la cabeza, Hernán ya no estaba y volvió a sentirse poderosa.
Le había ganado la batalla.
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