Seis
—¿Segura que no querés que vaya yo? —Leandro le preguntó por tercera vez a Soledad cuando el reloj marcó las cinco de la tarde—. Si se me hace el loco yo lo puedo cagar a trompadas.
—No, Lean, ya te dije que conmigo se porta bien.
—Bueno, andá y te miro desde acá.
Soledad tenía que encontrar la manera de que Leandro no la vigilara, de otro modo no podría tener su charla de locos del día.
—No te preocupes, que mi manera de tenerlo domado es diciéndole que sí a las boludeces que me dice cada vez que voy, así que no te asustes si me demoro un poco más.
Tomó la bolsa ya preparada, y cruzó bajo la atenta mirada de su compañero y jefe. Grande fue su sorpresa al encontrarse con «el pelotudo», y sobre el mostrador, el buzo de la discordia. Le bastó un vistazo para notar que no mentía en cuanto a que esa prenda era un diseño original, la etiqueta era clara.
Inferno by Salvador
La etiqueta negra con las letras en rojo, y el detalle de los cuernitos y la estrella, sobre y bajo su apellido, tal como se mostraba en su firma.
—Hermano, no puede valer el doble de la semana pasada a hoy. ¡Mil cuatrocientos pesos! Si cuando te pregunté el viernes estaba setecientos pesos.
—Lo mismo le digo a mi distribuidor cuando voy a comprar las telas y los materiales —justificó apático, levantando los hombros—. Vivimos en Argentina, con la dificultad al palo y la inflación por las nubes.
Y Soledad, que escuchaba atentamente la discusión, decidió intervenir por el simple hecho de hacer una maldad. Tantas visitas al infierno tenían sus consecuencias, y comenzaba a pecar sin sentido.
—Si él no lo quiere, guardamelo que cuando salgo lo paso a buscar —acotó desde su lugar, señalando la prenda.
—No, me lo llevo.
El cliente le extendió su tarjeta y Hernán efectuó el cobro. Embolsó el buzo y «el pelotudo» se fue contento, aunque con una pequeña deuda en su tarjeta de crédito.
—Mirala vos —soltó Hernán mientras abría su caja registradora—. Detrás de esa apariencia angelical se esconde un pequeño demonio.
—Ni que fuera espejo —escupió entre dientes, y afortunadamente, Hernán no la escuchó—. Tu dona, y antes que me lo preguntes, es de coco y dulce de leche.
—Tu parte de la venta de recién.
Hernán le extendió siete billetes de cien pesos, y a Soledad se le salían los ojos de las órbitas. Era demasiado dinero, casi el diez por ciento de su sueldo.
—¡¿Qué?! —Fue lo único que pudo decir—. Lo dije en joda para ayudarte con la venta, era el mismo flaco del otro día, ¿no?
—Por eso le cobré el doble del valor, que ya de por sí tiene sobreprecio porque mi trabajo artesanal vale, por pelotudo. La diferencia es tuya, sé que lo necesitás más que yo.
—No, Hernán, en serio es demasiado.
—Solcito, agarralo y no me obligues a hacer algo que te va a molestar más, como ponerte la plata en el bolsillo trasero de tu pantalón, tocando algo que no debería.
Cuando comenzó a sentir que su alma abandonaba por milésima vez su cuerpo, suspiró y tomó el dinero que le extendía, cuidando de tapar la visión de Leandro. Todavía no encontraba la manera de decirle que no, y comenzaba a entender que la llamaba Solcito cuando estaba enojado.
—Me voy, que Leandro me está vigilando porque tiene miedo de que te vuelva el brote psicótico de ayer.
Hernán ladeó la cabeza y aguardó a que joven lo mirara, y cuando lo hizo, lo saludó con su mano de manera burlona, y le hizo un gesto para que se metiera dentro de su local. Leandro, al ser descubierto, le hizo caso por temor a sus reacciones impredecibles, y Hernán pudo proseguir con lo que quería hacer.
—Listo, ya te lo saqué de encima. ¿Querés saber lo que estaba haciendo en medio de mi brote psicótico? —destacó lo último con sarcasmo.
Hernán sacó el boceto del cajón de su mostrador, lo colocó de manera brusca frente a ella, y luego se dirigió al fondo del local. Soledad miraba el dibujo boquiabierta, era ella hasta en el más mínimo detalle. Le sorprendió lo perfecto que estaban coloreados sus ojos celestes con una simple lapicera azul, y la réplica del mismo delineado que utilizaba ese sábado. Y debajo de su silueta perfectamente recreada, su firma artística.
Inferno by Hernán Salvador. Con los cuernitos y la estrellita, obviamente.
Volvió con un vestido blanco en una percha, idéntico al que ella vestía el sábado, y lo extendió sobre el mostrador; la etiqueta negra de su marca personal resaltaba sobre la tela blanca. Soledad no pudo evitar morderse el labio para contener una sonrisa, y es que su talento estaba a la vista. Pero su mandíbula cayó al suelo cuando Hernán volteó el vestido.
Unas alas de ángel estaban perfectamente caladas, dejando al descubierto parte de la espada de quien lo vistiera.
—Hernán, es precioso este vestido. Me imagino lo que vas a cobrarlo.
—No está a la venta, es tuyo, Sole. Es mi diseño inspirado en vos y es único, no vas a encontrar un vestido así en ningún lado.
Soledad no podía cerrar la boca del asombro. Y comenzaba a desesperarse porque ya se había demorado demasiado, y debía embarcarse en otra discusión porque no podía volver a Che! Dona con ese vestido sin una explicación completamente lógica.
Pero su demonio, convertido en ángel en ese preciso momento, tenía todo calculado.
—Te espero a la salida en el estacionamiento del otro día, así te lo llevás. Y con lo que te ganaste de la venta del pelotudo, el sábado que viene vas a invitar a tu amiga a cenar y lo vas a estrenar. Es más, dame un minuto.
Hernán volvió a su salón de ventas, y comenzó a hurgar entre las camperas. Iba descartando una a una, hasta que dio con la versión femenina de la suya. Revisó el talle, y finalmente la llevó al mostrador. La acomodó en la percha del vestido y asintió con la cabeza. Colocó todo dentro de una bolsa y la depositó debajo del mostrador.
—Andá antes de que el idiota de tu compañero empiece a romper las pelotas. Te espero allá, y ni se te ocurra faltar, porque mañana voy y te tiro la bolsa arriba del mostrador de las donas.
Soledad no sabía si agradecerle, despedirse, o abandonar su local de manera dramática. Se limitó a sonreírle y asentir con la cabeza mientras tragaba saliva. Definitivamente era un loco, pero un loco bueno, al menos con ella.
—Cerramos a las ocho, alrededor de las ocho y media estoy allá —confirmó.
Omitió el detalle de que los locales estaban enfrentados, y Hernán pudo sincronizar perfectamente el cierre de su Inferno con Che! Dona. Supo manejar bien los tiempos bajando la cortina metálica para aguardar a que Soledad se despidiera de Leandro, y afortunadamente, el muchacho siempre se iba en dirección contraria, hacia la avenida 9 de Julio.
Apenas Soledad comenzó a caminar en dirección al bajo, la alcanzó con pasos cautelosos, tomó su mano con la que sostenía la bolsa, y luego de entrelazar sus dedos la soltó, dejando el regalo en su mano. Siguieron caminando en completo silencio, y cuando Soledad dobló en Alem se frenó.
—Hernán, no sé si puedo aceptar esto. ¿Cuánta guita me regalaste hoy? El vestido, la campera, los setecientos mangos... Decime ya a qué estás jugando conmigo, porque en serio, no es divertido para mí y estoy empezando a sentirme humillada.
Hernán miró hacia los lados, con los brazos en jarra, y luego comenzó a acercarse lentamente a Soledad.
—Si estuviera jugando con vos de la manera en la que estás pensando, la partida hubiera terminado el sábado, y hoy no estaríamos hablando.
—¿Y qué te hace pensar que me hubiera acostado con vos? —lo desafío, cruzándose de brazos y acercándose un paso más.
—Precisamente ese es el punto —remarcó, acercándose un paso más—. Sé que no sos así, y quiero conocerte. ¿Por qué todas las mujeres piensan que nos acercamos solo para tener sexo? —protestó despectivo, mirando hacia un lado—. Tuve miles de mujeres en mi cama con cuerpos mucho más voluptuosos que el tuyo, y ninguna me inspiró una prenda. Sos la primera mujer real que me inspira para diseñar. ¿Eso no te dice algo? —destacó enarcando una ceja y acercando el rostro a ella.
Se sostuvieron la mirada un largo rato, a pocos centímetros. Era una guerra divina sacada del fondo de la biblia, el averno oscuro de Hernán contra las fuerzas celestiales de Soledad. Ninguno aflojó la mirada, hasta que Soledad habló.
—Acabo de perder mi colectivo.
Solo eso bastó para que el demonio retire sus tropas, bajando la mirada y estallando en risas.
—Puedo llevarte tu casa —propuso, todavía entre risas.
—Por el momento prefiero seguir resguardando la poca intimidad que me queda. Me voy, y gracias por el vestido y la campera. Aprecio mucho el detalle y me alegra que pueda inspirarte para diseñar.
—Es mi manera de agradecerte, aunque lo intenté, nunca pude diseñar ropa femenina, y esa es la primera prenda que hago. ¿Al menos puedo acompañarte a la parada? ¿O también querés resguardar la línea que tomás?
Soledad rio por lo bajo y comenzó a caminar en dirección a la parada de colectivos. Recién allí le dijo cuál usaba.
—Treinta y tres, ramal Barracas.
—Así que Barracas, ¿eh? —soltó él, con su tonito infernal.
—La Boca —rectificó, dando a entender que allí vivía.
Hernán comenzó a reír de costado. Definitivamente, eran perfectamente opuestos en todo.
—Núñez. Soy de River, por supuesto.
—Y yo de Boca.
Soledad levantó las cejas mientras sonreía con sarcasmo, y Hernán reía embelesado porque comenzaba a pegarle sus manías, la sentía como arcilla en sus manos y eso le encantaba. Cuando divisó el colectivo que se la llevaría de su lado, la tomó de la cintura y le dio un beso en la mejilla. Y Soledad, que no había notado su línea arribando a la parada, lo miró confundida por su reacción, y Hernán señaló con la cabeza el colectivo.
—Nos vemos mañana, Sole.
—Hasta mañana, Hernán.
Esperó a que subiera y la observó mientras se acomodaba frente a él, con los brazos cruzados pero una mirada angelical que la siguió hasta que el colectivo arrancó.
Con esa simple mirada, le estaba devolviendo el alma que le había arrebatado en la discusión en la esquina de Alem. Y Soledad confirmó lo que sospechaba.
El hombre tierno pujaba por salir de la cárcel del demonio.
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