Cuarenta

—¿Y qué pasó con Jessica?

—Se casó, tuvo un hijo, y se fue a vivir a México cuando aflojó el aislamiento. Cuando nos agarró la pandemia, yo me mudé con Leandro y ella llevó a su novio al departamento que compartíamos. Era editor como ella, y también se mudaron para trabajar juntos en la cuarentena. Por eso tampoco podía volver con ella cuando Leandro me golpeó.

Soledad jugaba con la cuchara dentro de su taza de café mientras recordaba esa etapa oscura de su vida, y Hernán luchaba por contener la culpa que le generaba su relato, con la mirada fija en ella.

—Nunca me voy a perdonar eso, si hubieras estado conmigo nada de eso habría pasado. Hoy serías mi esposa, y yo un hombre más feliz.

—¿No sos feliz, Herni?

Negó con la cabeza, mientras agrupaba las migas con su meñique sobre el individual.

—Era más feliz antes de la pandemia. Cuando mi marca apenas existía, Rama me ayudaba los fines de semana, vos me escribías pelotudeces por WhatsApp... Lo único que me hace feliz es ver mis diseños en los percheros, el resto lo perdí todo. Con mis amigos apenas me hablo, a excepción de Rama que nunca me dejó solo, te perdí a vos, y tengo que andar dando explicaciones de cada cosa que hago como si fuera un infante. Yo, que siempre fui un hombre independiente, imponente, verme rebajado a esto es la muerte.

—En serio... ¿Qué le viste? No es bardeo, es que de verdad no entiendo cómo pudiste poner tus ojos en una mujer como ella. Le falta clase, es tóxica, más vieja... Y pensar que yo me sentía poca cosa en aquellos años porque te imaginaba de la mano de modelos despampanantes... —rio con desdén—. Sos el colmo de los diseñadores: estás casado con una mujer que usa ropa de feria y no sabe vestirse.

—Me agarró roto, cansado de amarte, y tengo que admitir que cuando estaba medicado por la fractura veía tu cara en su rostro —admitió con una sonrisa ladeada—. Cuando se presentó ante mí con su nombre completo, Marianela Soledad, terminé de perder la cabeza. Vos estabas con Leandro, ¿y yo qué opción tenía?

—¿Y por qué llegaste tan lejos, Herni? —protestó con un quejido.

—Me pasó lo mismo que a vos: nos agarró la pandemia, ella se mudó conmigo, pero como es enfermera le tocó la peor parte. Apenas nos veíamos, teníamos que tomar todos los recaudos para no contagiarnos... Y cuando ya todo se estaba calmando, Nela quedó embarazada.

Los ojos de Soledad se abrieron exageradamente, si bien era algo que deducía que podía pasar al verlo en fotografías con ella, jamás vio un niño en sus fotos.

—¿Y dónde está tu hijo? —Fue lo único que pudo preguntar.

—Muerto. Nela perdió el embarazo a las doce semanas, y no solo eso, tuvo una complicación y no puede volver a embarazarse.

—Ay, Dios... —exclamó en un susurro, completamente horrorizada.

—¿Ahora entendés por qué es tan difícil para mí separarme? —Sonrió con amargura—. Cuando perdió el embarazo estábamos planeando nuestra boda, ella quiso frenar todo, pero no pude. La vi tan rota que no podía dejarla sola en ese momento, no sabía que me iba a terminar rompiendo a mí en el camino. Al día de hoy, todavía no lo supera del todo.

—Y no, Herni... Eso es lo peor que puede pasarle a una mujer.

—Hace un mes, cuando pasé la noche en el local de Lavalle, terminé ahí porque discutimos por ese motivo. Ella espera embarazarse por milagro, el problema es que yo no quiero tener hijos. Y se lo dije. Y discutimos. Le ofrecí irme de su vida, le dije que ya no la amaba, pero poco le importó. Por eso se apareció la mañana del domingo en el local, me dijo que quiere volver a enamorarme, que si una vez pudo sacar al ángel a flote puede hacerlo de nuevo. El problema es que mi ángel es tuyo. Mi ángel, mi demonio, y yo, somos completamente tuyos, siempre lo fuimos.

Hernán levantó la mirada, y le sonrió con tristeza. Soledad se mordió los labios para no llorar delante de él. Ese hombre que estaba sentado frente a ella era la sombra del que conoció y amó siete años atrás, y maldijo a Marianela por la manera en que lo había destruido. Se levantó y bordeó la mesa para sentarse en el regazo de Hernán, le rodeó el cuello con los brazos, y apoyó su frente contra la de él.

—Dejame arreglarte —pidió en un susurro.

—No sé si puedas, Solcito. Ya no somos los mismos. La inocente y dulce de la que me enamoré murió a manos de Leandro, y el demonio que te enloquecía quedó completamente debilitado. Ya está, la cagamos.

—No entiendo —protestó, tirando la cabeza para atrás—. Te llenás la boca diciendo que estás enamorado de mí, que me amás, ¿y ahora me decís que la Soledad de la que te enamoraste ya no existe?

—Y bueno... Mirá cuán enamorado estoy de vos que amo todas tus versiones. Solo necesito saber si vos estás enamorada del hombre que soy ahora.

—Yo siempre pude ver a ese hombre, Herni. No es nada nuevo para mí. Este es el Hernán que me regaló la guitarra, el que me consolaba cuando me mandaba alguna cagada en Che! Dona, el mismo que me festejó el cumpleaños en quince minutos y me abrazó con dulzura... Tu demonio no funciona conmigo.

Hernán acortó la distancia y la besó con dulzura, acariciando su rostro, y Soledad se reacomodó para sentarse a horcajadas y poder profundizar el beso.

—No, Solcito —la detuvo—. Guardá fuerzas para la noche, que va a ser larga. ¿Acaso no querías darme lo que no tengo en casa? —Soledad asintió—. Bueno, te necesito lúcida, no quiero que te duermas en mis brazos. Hagamos algo para pasar el rato, traje el iPad, ¿te parece si adelantamos algo de trabajo para mañana?

Soledad accedió entusiasmada, se levantó de su regazo y lo dejó ir hasta su mochila a buscar el iPad, mientras acomodaba en su cabeza aquellos diseños que ya había imaginado. Preparó mate, y se acercó hasta el sillón en donde Hernán ya estaba acomodado con la pantalla en blanco, a la espera de instrucciones. Se sorprendió al ver que él era un gran tomador de mate, y para cuando la noche los sorprendió, ya tenía el primer conjunto compuesto por un fino corset floreado de color negro, y un jean con detalles de encaje en las piernas. Pidió la cena por aplicación, y luego de cenar y de compartir la ducha, comenzó la batalla final.

De pie frente a la cama, Hernán comenzó a besarla con dulzura hasta recostarla. Se tomó su tiempo para observarla, y delinear cada curva de su cuerpo con sus grandes manos. La besó íntegra desde los pies hasta su boca, y ella le devolvía las caricias como podía, intentando controlar ese incendio que le generaba tenerlo completamente desnudo sobre ella. No dejó de besarla en ningún momento, ni siquiera mientras la embestía con suavidad. Luego, la acomodó para quedar frente a ella, casi de manera tántrica, clavando sus ojos café en los de ella, mientras seguía embistiéndola. Y no pudo resistirse a desnudarse por completo.

—Te amo, mi Solcito.

—Yo también, Herni.

Se fundieron en un beso que duró hasta que ambos terminaron en perfecta sincronía, y en esa oportunidad, Soledad no pudo evitar la lágrima que rodó hasta disolverse en los labios fusionados de ambos.

—No llores, Solcito —rogó con su tono gutural, mientras limpiaba con su pulgar el rastro que dejó la lágrima.

—Esto no es real, Hernán —lloriqueó.

—Es real —afirmó, tomándola de las mejillas—. Lo que no es real es mi matrimonio, pronto se va a acabar, y vamos a poder salir a la calle como una pareja normal.

—No se va a quedar tranquila, Hernán. Me va a hacer mierda, nos va a hacer mierda —corrigió finalmente—. Y no puedo permitirlo, no en este momento de mi vida y de mi carrera.

—No es nada que Rama no pueda solucionar con un bozal legal o una demanda. Marianela no es estúpida, puede perder su trabajo si se pone muy intensa. Confiá en mí, ¿sí? Por una vez en la vida confiá en que voy a hacer lo correcto.

Soledad asintió con la cabeza mientras se limpiaba la cara con sus manos. Hernán se desacopló de ella y se acostó, tirando de su brazo para acomodarla junto a él. La cubrió con un abrazo, dejó un beso en su cabeza, y la acarició hasta que sintió su respiración pesada, solo ahí se dejó llevar por el sueño.

A la mañana siguiente, la primera en despertar fue Soledad, y a pesar del inminente verano, sintió frío al descubrirse sola en la cama. Suspiró frustrada al imaginar lo evidente, se vistió con la ropa del día anterior, que todavía yacía en el suelo, y grande fue su sorpresa al salir y encontrar a Hernán en la mesa del comedor, perdido en su iPad, y el mate frente a él.

—Creí que te habías ido.

—Igual ya me voy —informó sin levantar la cabeza del aparato—. Son las diez y media, Marianela sale a las doce de la clínica, tengo que llegar antes que ella y fingir que pasé la noche en casa.

Como en los viejos tiempos, volvía a oír al demonio soberbio y desinteresado, aquel que la atendía a fines de 2015 en el local de Lavalle. Se acercó hasta su lugar, tomó el mate y se cebó uno. Volvió a apoyarlo frente a él con brusquedad y se alejó, visiblemente molesta.

—Ya te sacaste las ganas, intuyo que me toca volver a esperar hasta que tu mujer te descuide para que vuelvas corriendo a mi cama buscando amor.

—¿En ningún momento se te ocurrió pensar que mi mal humor es porque tengo que dejarte, Soledad? —acotó, sin levantar la vista del iPad.

—Entonces podrías tratarme con un poquito más de amor, cariño. Al final parezco prostituta. Venís, te sacás las ganas, desaparecés con tu mujer, y cuando te aburrís de ella me buscás.

—¿No es así como funcionan las amantes? —soltó con malicia, de nuevo, sin mirarla. Pero ante su silencio sepulcral, no tuvo otra opción que levantar la mirada por primera vez—. Es una joda, boba —justificó con una sonrisa pícara.

—Seguí jodiéndome, y vas a terminar siendo mi amante. Que pretendientes me sobran, elijo uno y vamos a ver si te causa gracia.

Dio en la tecla. Hernán dejó el lápiz sobre la mesa y se acercó lentamente a ella.

—Vamos a ver si encontrás un hombre que te trate igual que yo en la cama —afirmó sobre su boca—. Ya viste, soy multifunción, puedo hacer que te retuerzas de placer, y puedo hacerte llorar de amor. Es más, me quedan veinte minutos, con cinco me alcanza y sobra.

Se prendió a su boca, mientras le desabrochaba el short. Cuando se lo quitó, le bastó un segundo para empotrarla contra la pared, correr su tanga, y acoplarse a ella. Le tomó un par de embestidas llegar al final, dejó un beso húmedo en su boca y la soltó, con la mirada oscurecida clavada en sus cielos.

—Guau... Ya te graduaste de amante —acotó Soledad, intentando controlar la respiración—. Eso sí fue rápido.

—Otra de mis cualidades: puedo satisfacerte en horas, o en minutos —destacó mientras se acomodaba el pantalón.

Hernán le guiñó un ojo antes de comenzar a juntar sus cosas, y Soledad repitió la trampa de la última vez. Fue hasta su habitación y trajo el atomizador con la imitación de Farenheit, lo dejó sobre la mesa y fue él quien colocó el aromatizante de telas en sus zonas claves. Al momento de la despedida, Hernán se frenó en la puerta.

—Vení, Solcito. —Sacó su teléfono y colocó la cámara—. Quiero un recuerdo de Argentina campeón.

—¿Estás seguro de tener fotos conmigo en tu teléfono?

—Confiá en mí.

Soledad se acomodó junto a él, y Hernán sacó varias fotos, incluso en varias de ellas se besaron, tanto en la boca como en la mejilla. Cuando ya tuvo las que quería, colocó todas las instantáneas en su carpeta oculta, y grande fue la sorpresa de Soledad al ver que todavía conservaba las fotos de la noche en que le retocó el vestido.

—No puedo creer que todavía las tengas en tu teléfono, ni siquiera tenías este iPhone en aquel momento.

—Se migran cuando cambio el teléfono —explicó, con la mirada perdida en la fotografía junto a ella en la peatonal Lavalle—. Me acompañaron todos estos años, son mi mayor recuerdo: mi primer vestido, y mi primer amor.

Soledad hizo un puchero mientras se le escapaba una sonrisa, y se colgó de su cuello para volver a besarlo. No quería dejarlo ir, pero tenía que hacerlo.

—¿Cuándo te veo?

—En unas horas. Tenemos que empezar a trabajar en los diseños, ¿o ya te olvidaste? —Soledad frunció el ceño, confundida—. Lo de anoche fue un adelanto para pasar el rato, te había citado para empezar hoy. Voy a casa, juego un rato al marido, y me voy para Lavalle. Te espero a las cuatro, ¿te parece?

Asintió entusiasmada, en parte por la emoción de tener su propia línea de ropa, y porque volvería a ver a su demonio. Aunque no dejaba de experimentar una sensación agridulce al sentir que ese amor era prestado. Porque Hernán no era un hombre libre, y luego de lo que conversaron sobre Marianela, veía lejana la posibilidad de tenerlo sin esconderse como dos criminales. Le tocaba aceptar que las cosas seguían igual que en aquellos años en Lavalle, aunque tenía que reconocer que había una diferencia.

El demonio ya conocía su cama y su piel. Y eso encendía una pequeña esperanza en ella.

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