Cinco

La campera reposando en el respaldo de la silla en su habitación era un absurda contradicción. La tenía porque el ángel la había colocado en su espalda, pero estaba tan embriagada de ese endemoniado perfume que todavía se arrepentía del episodio en la ducha. Ella nunca fue así, de hecho, era la primera vez en su vida que se masturbaba por un hombre de carne y hueso. Quizás fue el efecto del Fahrenheit, la fragancia de Dior que posteriormente había reconocido Jessica, después de estar un largo rato cual sabueso de narcóticos olfateando el cuero de la campera.

Y Soledad tampoco pasó por alto el nombre de la fragancia. Fahrenheit. Fuego. Las flores del infierno.

Entre el perfume y la marca de la campera, sumado al Audi negro en el que lo vio abandonarla, no había dudas de que la información de Leandro era correcta, y Hernán era un hombre adinerado. Lo que llevaba su dilema celestial e infernal a otro ámbito.

Hernán podía tener la mujer que deseara, jamás pondría sus ojos en alguien como ella, que la mayoría del tiempo olía a grasa comestible, vestía ropa de feria, y apenas cuidaba su imagen. Hombres como él solo usaban a mujeres como ella para divertirse un rato, al fin y al cabo era lo que estaba haciendo con ella. Lo mejor era ir olvidando el asunto y conformarse con verlo de lejos, a lo sumo, si el deseo crecía, siempre podía amarse a sí misma en la ducha o en su cama.

La mañana del lunes caminaba intentando controlar el temblor del cuerpo, mientras subía la pendiente del nacimiento de la peatonal, al bajar del colectivo. El primer momento incómodo era entrar a su trabajo, y someterse a las preguntas de Leandro, cuando notara que vestía una campera que claramente no era de ella.

Pero el demonio estaba en modo salvador, haciendo alusión a su apellido.

Apenas llegó a la primera intersección de Lavalle, luego de subir la pendiente, Hernán la esperaba en la esquina, apoyado contra la pared, con un pie levantado, los brazos cruzados y la cabeza gacha. Soledad se acercó a él, mientras agradecía internamente que le haya resuelto el dilema de la campera.

—Buen día, señorita.

—Buen día, Hernán.

Y se quedó tiesa, no se animaba a arrimarle la cara para saludarlo con un beso, fue él quien se acercó como un león acechando a su presa, hasta quedar a escasos centímetros de ella. Clavó sus ojos oscuros en los claros de ella, y apenas torció la boca.

—¿No me vas a saludar, Solcito?

—Ya te saludé, Hernán —protestó, rodando los ojos—. Y ya te dije que me digas Sole.

Hernán la tomó del brazo, y le dio un beso en el cachete.

—Me debés uno. —Y se señaló los labios.

Soledad bufó algo frustrada, y se acercó hasta él para dejar un beso en su cachete. Al separarse, se volvió a encontrar con esa mirada oscura, y una sonrisa ladeada de satisfacción.

—Te lo pago ahora solamente porque me salvaste de darle mil explicaciones a Leandro, que presiento que no le caés bien.

—Es mutuo, a mí tampoco me cae bien. Pero lo entiendo, me estoy metiendo en su territorio —explicó hablando lento, casi de manera espeluznante.

Hernán levantó una ceja, bien soberbio, y Soledad no comprendía a qué se refería. Pero prefirió quedarse con la duda.

—Muchas gracias, en serio. Por esto, y por haberme prestado la campera la noche del sábado.

—Fue un placer.

Hernán se colocó la campera y recibió el contraataque: la batalla del Fahrenheit y el perfume de supermercado que usaba Soledad. Sintió por un momento cómo olerían sus cuerpos bajo la misma sábana y su mirada se volvió a oscurecer, pero supo disimular.

—Tengo que irme, ya voy algunos minutos tarde, te veo tipo cinco. Y de nuevo, gracias.

—Nos vemos, mi Solcito —dijo de nuevo, en un tono gutural, tan bajo que Soledad no escuchó.

Había eludido el problema de la campera, aunque no contaba con que igualmente tendría que dar explicaciones.

—Olés a hombre, Sole... Si no me falla el olfato, eso es Fahrenheit. ¿Qué anduviste haciendo, sinvergüenza? —preguntó Leandro luego de saludarla.

—Jessica no se mide cuando tira aromatizante de ambiente, me tiró encima antes de venir para acá. Sí, es Fahrenheit, lo compró el fin de semana.

Había sorteado exitosamente la pregunta, y no era descabellado, había muchas fragancias de hogar que replicaban perfumes finos. Lo siguiente que haría al salir de su turno era comprar esa misma fragancia, para sostener la mentira al menos por unas cuantas semanas.

Y tuvo tantos encuentros cara a cara con el demonio, que las cinco de la tarde llegaron cuando menos lo esperaba. De nuevo, fue Leandro quien le recordó el pedido. Consultó el papel, y ese día eligió una dona de frutos rojos. La colocó dentro de la bolsa y cruzó de nuevo a su encuentro.

—Hola Hernán —saludó mientras cerraba la puerta de su local.

—Sole... ¿Qué tal tu finde? —preguntó con el rostro angelical pero la mirada oscurecida, y esa sonrisa torcida que ya comenzaba a volverla loca, recostado sobre el mostrador.

—¿Es en serio, Hernán? —protestó entre risas.

—Yo siempre hablo en serio —espetó, transformándose en demonio.

—Bien, salí a comer con mi mejor amiga —contó, siguiéndole el juego.

—¿Y algún caballero tuvo la dicha de ganarte? ¿Esa piel conoció algún nuevo perfume?

Su mirada se oscurecía más y más, y las comisuras de su boca se levantaban lentamente. Se la estaba cobrando, el maldito se estaba cobrando el hecho de que su campera favorita olía a ella. Y si a él le pasó, supuso que ella también tuvo que convivir algunas horas con su fragancia.

Pero la mente de Soledad estaba en otro lado, había vuelto a la ducha de la madrugada, a ese pequeño pecado que le carcomía la cabeza, pero que estaba segura que sería motivo de orgullo para la criatura infernal delante de ella.

—¿Por qué tenés que ser tan espeluznante? —protestó para cortar el tenso ambiente.

—Porque estás en el Inferno, y yo no soy ningún santo —bromeó, haciendo alusión al nombre de su local—. ¿De qué me trajiste hoy?

De nuevo, el temperamental. Retomando la postura erguida, sus facciones se transformaron en las más amables, mientras miraba la bolsa y se refregaba las manos, ansioso por descubrir su dona diaria.

—Frutos rojos.

—Genial. Ando con ganas de un fruto, si es prohibido mejor.

—Yo no soy prohibida —soltó sin poder contenerse, en un susurro que Hernán alcanzó a escuchar.

—No estaba hablando de vos, Soledad —sentenció serio, clavándole la mirada.

—Lo sé, por eso lo decía. —Y en un acto de rebeldía total, le guiñó un ojo al igual que él lo hacía con ella—. Nos vemos mañana, Hernán.

Y lo dejó con la cabeza recalculando, porque no tenía sentido lo que acababa de rematarle, pero le divirtió verla retirarse con esos aires de grandeza. Le causó gracia verla cubrirse el rostro con ambas manos en medio de la peatonal, claramente avergonzada cuando cayó en cuenta de la estupidez que había dicho. Hernán se reía recargado sobre sus palmas en el mostrador, intentando buscar el mejor ángulo entre los maniquíes de su vidriera para observar la escena.

—Ay, Solcito... ¿Qué mierda me estás haciendo? —murmuró mientras mordía su lapicera.

Con la vista perdida en la calle, más precisamente dentro del local de Che! Dona, tomó una hoja en blanco y comenzó a trazar en lapicera aquello que había imaginado el sábado. Darle vida a esa Soledad creada a Bic lo motivaba, cada tanto levantaba la vista buscando el ángulo perfecto para encontrarla y seguir moldeando su figura con el diseño que ella le había inspirado

—Disculpá, ¿me decís el precio de este pantalón? —Se atrevió a preguntar un cliente, acercándose al mostrador.

—¡No me rompás las bolas, flaco! —espetó grosero, mientras trataba de recordar cómo era el cabello suelto de su Solcito.

—Así no vas a vender una mierda, pelotudo —contraatacó el joven, arrojando el pantalón al suelo antes de retirarse.

—Ni me importa, ni lo necesito, dale, rajá de acá —finalizó despectivo.

Y con un sutil empujoncito lo invitó a retirarse, y cerró la puerta principal con llave, luego de colocar el cartel de cerrado. El cliente se quedó en la puerta insultándolo, generando un pequeño tumulto que provocó que sus vecinos de enfrente pusieran atención en su local.

Soledad paseaba la vista entre el cliente, que ya se estaba retirando antes de que llegara un policía, y Hernán, que no paraba de dibujar mientras la miraba con los ojos oscurecidos y una expresión implacable. Leandro llamó su atención al volver a su lado.

—Por eso te dije que tuvieras cuidado con él. Es un loquito, está mal de la cabeza.

—¿Qué pasó? —Quiso saber mientras veía a su demonio poseído por una hoja y una lapicera.

—Se acercó a preguntarle el precio de un pantalón y lo mandó a la mierda, lo echó del local, y ahora está encerrado ahí, hasta puso el cartel de cerrado y no son ni las seis de la tarde. Tuviste suerte de que no le agarró el brote psicótico cuando fuiste a llevarle la dona. —Leandro hizo un silencio mientras observaba a Hernán—. Creo que a partir de mañana le voy a entregar yo, te llega a hacer algo, y su papito va a tener que pagar tu ART.

—Es más probable que vos le generes un brote psicótico cuando te vea llegar, dejame a mí, yo ya lo sé manejar.

Soledad sabía que, literalmente, se había puesto del orto por la manera en que había abandonado su local.

Lo que desconocía era que, en realidad, estaba actuando bajo la maldición de su perfume de supermercado.

¡Primer glosario argento! (⁠・⁠–⁠・⁠)⁠ ⁠\⁠(⁠・⁠◡⁠・⁠)⁠/

ART: Siglas de aseguradora de riesgos de trabajo. En Argentina, es un seguro obligatorio que el empleador debe pagar para cubrir accidentes de trabajo. Si Hernán lastima a Soledad mientras cumple su función laboral, la ART se hace cargo de los gastos que acarree su recuperación. Por eso Leandro dice que "papito va a tener que pagar tu ART", porque la aseguradora que él contrató es Salvador Seguros, la compañía del padre de Hernán.

Ponerse del orto: Una expresión que utilizamos en Argentina en dos casos. Puede ser para expresar mucho enojo (Fulano se puso del orto porque perdió un billete de mil pesos), o en este caso, para expresar mal humor. Hernán "se puso del orto" porque Soledad se fue rápido y apenas pudieron conversar.

Creo que se entendió, sino siempre hay algún paisa argento que especifique o explaye. 😛

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