Salvatore
Aparté los ojos rápidamente, escondiéndome tras la cortina entreabierta que cubría la puerta de cristal. Me ardía el pecho. Cada inspiración me quemaba cómo si estuviese respirando plomo. Mi corazón se retorcía con cada doloroso latido mientras que yo trataba de negarlo todo.
No podía ser verdad. No podía, y sin embargo no me atrevía a comprobar la falsedad de mis ojos.
Con las piernas temblando, me encaramé a la barandilla, y me esforcé en concentrarme para subir, pero mi mente se empeñaba en reproducir una y otra vez la escena que acababa de presenciar, asegurándome que no había sido una invención suya. La corta y rebelde melena naranja de Victoria destacaba bajo la luz blanca de la habitación de Alessandro, mientras lo abrazaba con fuerza.
¿Por qué me habían hecho eso? ¿Por qué?
Mis ojos se llenaron de lágrimas, impidiéndome ver bien la piedra donde debía colorar el pie derecho. Mi rodilla resbaló sobre la fría y dura piedra pero el dolor que sentía en ella no era nada en comparación con el dolor de mi pecho. Mordí con fuerza mi labio inferior, sabiendo que si mis lágrimas empezaban a salir, ya no pararían, y debía llegar a mi habitación. Sentía un líquido espeso bajando por la pierna, pero no me importaba, sólo necesitaba arrancar de mí ese profundo dolor que me estaba matando. Me ahogaba, se me estaba desgarrando el alma y yo no podía hacer nada.
Caí de rodillas en el suelo de madera de mi cuarto y abracé mi cuerpo helado, que amenazaba con romperse en cualquier momento; entonces lloré, lloré con fuerza durante toda la noche intentando expulsar de mi pecho toda esa tristeza que me consumía. Lloré hasta que mis ojos se secaron, pero aún entonces seguía sintiendo dolor.
El primer rayo de sol entró por el balcón, dibujando una línea amarilla sobre la pared de la habitación y entonces supe que debía moverme. No quería encontrarme con él. No vendría a buscarme después de lo que había hecho, pero también tenía la mañana libre después de todo, y no quería verlo. Por nada del mundo quería verlo.
Me puse en pie y comencé a ducharme de forma mecánica, sientiendo el escozor del agua caliente sobre mi rodilla. Bajé la vista para comprobar como el agua a mis pies se teñía de rojo. Tenía gruesos hilos de sangre seca bajando por mi pierna, y en la rodilla un horrendo raspón hinchado por no haberlo limpiado de la arenilla de la pared. Me lavé rápidamente, sin inmutarme por los latigazos con los que la herida protestaba y al salir de la ducha, me desinfecté y cubrí la rodilla con una venda para luego ponerme un pantalón oscuro un tanto holgado y un jersey color crema.
Me sequé el pelo a toda prisa y lo até en una coleta para no tener que perder tiempo peinándolo. Agarré mi teléfono móvil, mi bolso y salí de allí.
Crucé el pasillo a toda prisa y bajé los dos pisos que me separaban de la salida del Pettit. No tenía ganas de cruzarme con nadie, y por suerte aún era muy temprano, de modo que la gran mayoría de mis compañeros estarían intentando curar su borrachera durmiendo.
Caminé hacia el muro de piedra procurando mantener mi mente vacía. No quería pensar en lo que había visto, no quería sentir dolor, ni acordarme del nombre de ese al que al que tanto amaba. No quería hacerlo, pero la sombra de sus besos y su sonrisa horas antes de encontrarlo con ella, hacía aún más daño que el recuerdo de sus cuerpos abrazados.
Cubrí mi rostro sintiendo que me rompía de nuevo. ¡Dios, sí que quería verlo! Quería que me lo explicara, quería girarme y verlo corriendo hacia mí con esa cálida mirada que me derretía el alma.
—¿Daniella? —Mi corazón brincó temeroso, enfadado y esperanzado.
Levanté la vista, esperando verlo, pero no era él quién estaba a mi lado, sino Bastien.
—Señorita, ¿se encuentra bien? —Miré al suelo, calmando el escozor de mis ojos anegados en lágrimas.
Sentí las manos del joven portero sobre mis brazos, intentando ayudarme, y me las sacudí con urgencia, ganándome una mirada de extrañeza por su parte.
—Sí, Bastien. Estoy bien. —Hablé con la voz demasiado débil.
No sabía cómo había llegado tan cerca de la enorme verja del Michelangelo, pero me alegraba. Si Bastien no hubiese aparecido, quizás habría cometido la gran estupidez de esperarlo a él.
—¿Está segura? Vi que venía dando tumbos y creí que iba a desmayarse —Ignoré su pregunta, intentando restarle importancia al asunto—. No la esperaba tan temprano... ¿Ha desayunado?
—Sí. —Mentí.
Él me observó con desconfianza. No sabía que aspecto tenía, pero después de una noche en vela y un rostro totalmente libre de maquillaje, seguramente no muy bueno.
—Se necesita energía para afrontar un día en París. Venga —Señaló hacia la salida, sin intentar tocarme de nuevo, y yo lo seguí—. El bus pasará en diez minutos, tiempo suficiente para que se tome un café caliente.
Me guio hacia la casita de piedra desde donde vigilaba la entrada al internado. Dentro había una única estancia de paredes de madera rojiza y suelo de piedra. Frente a la ventana había un pequeño escritorio lleno de papeles, entre los que sobresalía un ordenador. Al lado de la ventana un enorme corcho repleto de listas telefónicas, nombres y fechas. Contra la pared contraria tenía una mesa de madera clara, coronada por una cafetera eléctrica de color negro, sobre esta un pequeño armarito de madera, y a su lado una estantería donde no entraría una sola carpeta más. En la pared más alejada había un puerta, que supuse que sería el baño.
—Siéntate. —Me invitó acercándome la silla de su escritorio.
Abrió la puerta del armario y tomó un par de tazas, azúcar y una bolsa de magdalenas.
—A veces me da hambre aquí sólo —Se justificó. Yo le sonreí a penas—. ¿Leche?
Asentí y él preparó los cafés en silencio para luego colocar las tazas sobre la mesa e indicarme que bebiera.
—Está recién echo —Me alentó. Se sentó ladeado sobre la mesa y me dedicó un gesto de disculpa—. Lamento no tener otra silla. No suelo recibir visitas.
—No te preocupes.
Guardamos silencio durante algunos minutos, en los que sólo se escuchaba el roce de mi cuchara girando contra la taza, mientras trataba de diluir el azúcar. Me sentía demasiado nerviosa. Quería irme, quería que el autobús llegase rápido, antes de que él llegara.
—Ese café ya está más que mareado, Daniella. —Rió Bastien.
—Sí, lo siento —El chico me miró fijamente, sacó una magdalena de la bolsa y me la dio—. Gracias.
No tenía apetito, pero ante la insistente mirada del portero, mordí la magdalena, haciendo con ella una espesa bola en mi boca que se negaba a bajar. Bebí entonces un sorbo de café y Bastien sonrió satisfecho.
—Mejor, ¿verdad? —Asentí, aunque no era cierto. Él estaba siendo muy amable conmigo y no quería ser descortés—. Supongo que habrán sido días duros. Me he enterado de lo de su padre; el señor Giannetti, ¿eh?
—No por eso has de tratarme de usted, Bastien. Sigo siendo yo. —Él sonrió.
—Sí, por supuesto. Me alegra ver que eres capaz de formular oraciones completas. ¡Me estaba preocupando! —Di otro mordisco a la magdalena para evitar su mirada.
—Como has dicho, han sido días difíciles. —Y no podía imaginarse cuánto.
—Debemos estar agradecidos con lo que tenemos. Uno nunca sabe cuándo las cosas pueden ir a peor —No podía estar más de acuerdo—. El bus está a punto de llegar. —Me advirtió mirando su reloj de muñeca.
Apuré la taza de café y recogí lo que faltaba de mi magdalena para tomarla luego, si tenía hambre. Salí de la casita seguida por Bastien y comprobé que, efectivamente, el bus ya se acercaba a la parada.
Di un rápido vistazo hacia la verja. Ver que nadie venía por el camino me alivió y entristeció al mismo tiempo. El bus se paró frente a nosotros y abrió las puertas. Subí las pequeñas escaleras sintiendo el escozor de mi rodilla cada vez que doblaba la pierna; le pagué al conductor y me giré hacia la puerta para ver que Bastien me observaba con una expresión extraña.
—Gracias por todo. —Le dije. Él hizo una pequeña reverencia con la cabeza y de nuevo clavó sus ojos en mí.
—Nos vemos pronto, señorita Salvatore.
La puerta del autobús se cerró dejándome con las ganas de corregirlo. Seguramente habría visto a Clarissa en las noticias, como todos los demás.
"González. Mi apellido es González."
Me senté al lado de la ventana y observé los árboles que pasaban veloces al lado del auto. Pablo no me esperaba hasta pasadas dos horas, así que podría provechar ese tiempo para perderme por la ciudad, o tal vez, para subir a lo alto de la torre Eiffel.
El bus se detuvo en la siguiente parada y un grupo de cinco chicos subieron a bordo, armonizando el ambiente con sus alegres risas. Todos traían a su espalda unos grandes estuches de guitarra de color negro, camisetas del mismo color con un nombre en rojo que no podía leer y unos pelos a cada cual más estrafalario, salvo uno, de cabello oscuro y largo hasta los hombros.
Dos de los chicos se sentaron detrás de mí, otros dos a su lado, en los asientos contiguos, y el chico de pelo largo delante de ellos, quedando a mi izquierda. Su cabeza estaba volteada hacia la ventana, pero podía ver perfectamente el reflejo de su rostro sobre el cristal. No hablaba a gritos ni reía estrepitosamente como los demás, solamente sonreía con suavidad cuando alguno de sus amigos hacía un chiste. Verlo allí me hizo pensar en él y el dolor de mi pecho creció de nuevo, dificultándome la respiración.
¿Por qué? Era todo cuanto quería saber. ¿Por qué me había hecho algo así? ¿Si ella le gustaba, por qué no me lo había dicho? ¿Por qué me decía que me amaba? ¿Por qué me besaba de esa forma apasionada si luego iba a rechazarme?
Las lágrimas corrían por mis mejillas, incontrolables, incontenibles, mientras que apretaba los labios para no emitir ningún sonido. No me di cuenta de que las risas a mi alrededor habían terminado hasta que sentí una mano posándose sobre mi hombro.
—Hey. ¿Estás bien? —El chico de pelo negro estaba de pie en el pasillo, mirándome confundido desde sus bonitos ojos de color verde agua. Asentí rápidamente intentando limpiarme con la manga del jersey, pero él me tendió un paquete de pañuelos.
Agarré uno, y lo miré agradecida.
—¿Una mala mañana?
—Las he tenido mejores. —Admití en un susurro, después de asegurarme que no sollozaría al hablar.
—¡Tal vez una buena canción le levante el ánimo! —Dijo una voz dulce tras de mí.
—El conductor va a echarnos. —Advirtió otro chico, riendo.
—¡Somos rockeros! ¡El riesgo corre por nuestras venas! —Habló un tercero, asomando su cabeza de cabello cortísimo y teñido de blanco.
—¿Las caminatas de diez kilómetros también corren por tus venas?
Mientras ellos discutían, el chico de cabello negro abrió la funda de su guitarra y sacó una botella de agua, que extendió hacia mí.
—Te vas a deshidratar si lloras tanto. Por cierto, soy Dave.
—Daniella. —Me presenté.
—¿Sabes que no hay nada mejor que el rock para quitar las penas? —Dijo él sacando un Ipod negro del bolsillo de su pantalón—. Es una música con mucha fuerza. Cuando cantas rock, el cuerpo te pide que saltes, grites, que liberes toda tu energía, pero escucharla también puede funcionar.
Puso el aparato en mi mano y me indicó con la mirada que me pusiera los audífonos.
—No te asustes si no conoces ninguna canción. Son todas nuestras —Me enseñó el letrero de la camiseta, donde estaba escrito el nombre de su grupo: "Red Dragons"—. Tocamos Pop-Rock en realidad... pero no se lo digas a nadie. Nos gusta ir de duros.
Le sonreí con agradecimiento y coloqué los pequeños audífonos rojos en mis oídos. Si esas canciones podían aliviar sólo una pequeña parte de mi dolor, ya sería mucho para mí.
—¡Hubiera sido mejor un concierto en directo! —Decía el chico de atrás.
—¡Que nos hacen ir andando, Lex! —Se quejaba el otro.
—¡A este tenemos que echarlo del grupo! ¡No tiene espíritu de rockero!
Dave volvió a su asiento y siguió mirando por la ventana mientras reía por la conversación de sus amigos. Yo encendí el Ipod y dejé que las canciones me envolviesen.
Los chicos eran realmente buenos, sus canciones estaban cargadas de energía, y sus mensajes me habían sacado alguna sonrisa. Me habían impresionado mucho dos canciones en las que había reconocido la voz de Dave cantando en solitario, con la única compañía de su guitarra. Tenía una voz grave y ligeramente rota, y eso la hacía única y perfecta.
Cuando, quince minutos después, vi que mi parada se aproximaba, me puse en pie y le entregué el Ipod a su dueño.
—Muchas gracias —Dije con sinceridad—. Las canciones son muy buenas. —Él me sonrió.
—¿Y te gusta cómo sonamos?
—Me gusta mucho como sonáis juntos, pero también como cantas tú sólo. —Dave sonrió con orgullo.
—¿Cantar sólo? Dave, ¿tienes un tema nuevo y no lo habías dicho? —Preguntó uno de sus amigos.
—Compuse un par de canciones, pero no me convencían.
—Son muy buenas —Le aseguré—. Gracias por todo.
Me dirigí a la puerta de salida y esperé a que el bus se detuviera.
—Hey, Daniella. Recuerda, cuando estés triste, escucha rock y déjate llevar.
—¡Búscanos en Facebook! Red Gragons —Gritó el de pelo blanco. Les sonreí a todos débilmente y me bajé del bus.
La torre Eiffel apareció ante mí imponente y majestuosa como ella era. Miré hacia arriba buscando su punto más alto; estaba segura de que desde allí todo se vería más pequeño, incluso los problemas. Tenía muchas ganas de subir y ver París desde lo alto, sin embargo me desanimé al ver la larga fila de turistas que esperaban hacer lo mismo que yo.
Mi teléfono móvil rompió a sonar de pronto, acelerando mi pulso. No sabía cómo ni por qué, pero estaba segura de que era él. Agarré el aparato y miré la pantalla. El nombre de Alessandro se encendía y apagaba al ritmo de una pieza de violín. No entendía por qué me llamaba, ¿qué iba a decirme que yo ya no supiera? Miré la pantalla hasta que dejó de brillar, y cinco segundos después, el violín empezó a tocar de nuevo.
Permanecí estática las cinco veces que me llamó, con el corazón haciendo eco en mi garganta y las manos temblorosas sobre el teléfono. No le contesté, ni le colgué, sólo dejé que el móvil sonase una y otra vez.
Creía que el proyecto de pelirrojo no insistiría más cuando el teléfono vibró advirtiéndome de la llegada de un mensaje.
#Alessandro: Donde estás? Contesta por favor.
Mis ojos se aguaron de nuevo, haciéndome sentir como una completa estúpida. Podía imaginarlo, extrañado al no verme en el comedor; tal vez había subido después a mi balcón y se había preocupado al no encontrarme, habría sumado dos y dos y en ese momento estaría alarmado por si lo había descubierto.
Y así había sido.
Inmediatamente después de su mensaje empezó otra llamada, esta de Filipp y decidí ignorarla también, suponiendo que estarían juntos.
Después fue turno de Alina, y a pesar de sentirme una pésima amiga, tampoco contesté. No quería tener que explicar por qué me había ido sola; no todavía. Metí el teléfono en el bolso e intenté ignorarlo mientras sonaba.
Sentía frío, dolor y un oscuro hueco en el centro de mi pecho que se hundía cada vez más, consumiéndome.
Caminé hasta un bonito tiovivo cercano, que giraba sin parar con lo que pretendía ser una alegre canción de feria, y que a mí en ese instante me parecía la más tétrica y triste melodía.
—¿Veut-il monter, mademoiselle? —Un hombre de avanzada edad y sonrisa encantadora me miraba con amabilidad mientras señalaba el carrusel de caballos blancos.
¿Por qué no? No tenía ningún lugar al que ir, ninguna cosa que hacer, y no quería pensar en absolutamente nada. Tomé la cartera y le tendí al hombre un gran billete. Él me miró sorprendido y comenzó a contar el cambio.
—Daré varias vueltas —Le dije, indicándole que se quedase todo el dinero—. Todas las que se puedan durante una hora.
Esperé a que la maquina dejase de girar y busque un lugar donde sentarme. Varios niños se estaban subiendo en los caballos, deseosos de que empezar a galopar en círculos, algunos padres ocupaban los banquitos azules que rodeaban la columna central del aparato, para así poder vigilar de cerca a sus respectivos hijos. Me alejé de ellos y me subí en una de las dos carrozas que había; esta era grande, de color blanco y forma de calabaza. Todo el interior estaba pintado con un brillante dorado salvo los asientos, que eran de color rojo. Cuando cerré la puerta, se encendieron dos pequeños farolillos dentro de la carroza, y entonces, el carrusel comenzó a girar de nuevo, haciendo a la carroza subir y bajar suavemente, acunándome.
Me acomodé en el asiento, estiré la pierna para que no me doliese la rodilla lastimada, apoyé la cabeza en la pared de plástico y cerré los ojos, dejando mi mente en blanco y sumergiéndome en esa triste canción que se repetía sin cesar.
—Mademoiselle. Mademoiselle.
Abrí los ojos sobresaltada. El anciano asomaba la cabeza por la puerta de la carroza y cambiaba su mirada de preocupación por una de alivio al escucharme pedirle perdón. ¿Cuándo me había quedado dormida?
—Mademoiselle, ça fait bien une heure. —Miré el reloj y vi que tenía razón, ya había pasado una hora.
—Merci.
Me bajé del carrusel y lo primero que noté fue el exceso de luz molestándome en los ojos. Hacía un día perfecto. El clima era idóneo, lo cual se notaba en las abarrotadas terrazas de todos los cafés que tenía a la vista; el cielo estaba completamente despejado, y el sol brillaba con fuerza, sin importarle en absoluto mi estado de ánimo, después de todo, ¿por qué iba a interesarle al sol que yo prefiriese que se ocultase en alguna parte de la galaxia y no volviese a salir jamás?
Me dirigí hacia el puesto de perritos calientes, donde Pablo ya debía estar a punto de llegar. La gente charlaba animada, reía, los niños gritaban a mi alrededor, y por alguna razón que no llegaba a comprender, eso me molestaba, de modo que di la vuelta al puesto, crucé la calle y me senté a la sombra de un gran árbol de hojas claras, en un rugoso banco de piedra, desde donde podría ver a mi amigo cuando llegase.
No sabía qué le diría si notaba mi tristeza, tampoco si realmente quería decirle algo. Una parte de mí sólo deseaba estar sola, otra me imploraba que llamase a mi madre y le pidiese que viniera a buscarme, y una tercera, mucho más pequeña, quería correr al internado y exigir una explicación. Quería gritar y golpear a mi... futuro exnovio, y sobre todo, deseaba con todas mis fuerzas odiarlo. Pero no podía, la pena cubría toda mi mente con su manto grisáceo, sin dejar espacio a nada más.
—Daniella. —Me giré instintivamente al oír mi nombre.
Un hombre corpulento me observada a través de sus gafas oscuras, asomando medio cuerpo desde detrás del grueso tronco del árbol.
—Buenos días —Me saludó dando un paso hacia mí mientras se recolocaba la gorra negra que llevaba—. Necesito que me acompañe. —Dijo con tranquilidad dando otros dos pasos en mi dirección.
—¿Por qué? ¿Quién es usted? —Pregunté con desconfianza, poniéndome en pie.
—Eso no importa. Lo importante es quién es usted, señorita Salvatore.
La alarma saltó rápidamente en mi mente. ¿Cómo sabía ese hombre quién era? Retrocedí dos pasos buscando a Pablo con la mirada, pero no lo veía.
"Niégalo." —Gritó una pequeña voz dentro de mi cabeza.
—Se equivoca de persona.
—Es exactamente la persona que busco. —Replicó él con seguridad.
—Mi apellido no es Salvatore. —Le dije retrocediendo otros dos pasos.
—Claro que sí.
Todo mi cuerpo estaba alerta. ¿Quién era ese hombre? ¿Qué quería de mí?
—¿Es periodista? —Pregunté. Si había descubierto mi identidad, tal vez quisiera hacerme algunas preguntas sobre la herencia de Clarissa. Pero, ¿cómo? ¿Cómo había sabido que estaría allí?
Dos fuertes pitidos me sobresaltaron, y fue entonces cuando reparé en la furgoneta negra que estaba detenida unos metros más adelante. Un mal presentimiento cruzó mi columna al ver como el hombre giraba ligeramente la cabeza, y a pesar de que no podía ver sus ojos, supe que estaba escudriñando entre las familias que se aglomeraban entorno al puesto de comida rápida, que a pesar de ser las personas más cercanas a nuestra posición, estaban a varios metros. Miré hacia allí también y comprobé que nadie se fijaba en nosotros; los niños corrían y jugaban ajenos al mundo y sus padres no apartaban los ojos de ellos.
Miré de nuevo hacia el extraño, su enorme cuerpo enviaba una actitud amenazante que escamaba hasta el último milímetro de mi piel. Entonces, todo pasó demasiado deprisa.
Me giré para salir corriendo de allí pero antes de que pudiera dar tres pasos, el hombre ya me había alcanzado. Mi cuerpo tembló cuando cubrió mi boca, impidiéndome gritar. Me removí entre sus brazos, intentando liberarme, pero él clavó un frío, duro y redondo objeto en el centro de mi espalda, robándome todo el aire de los pulmones.
—Ahora, voy a destaparte la boca. No grites o me obligarás a apretar el gatillo. ¿Entendido? —Asentí notando los acelerados latidos de mi corazón asustado en la garganta—. Camina conmigo. Vamos a subir a la furgoneta.
Empujó el arma contra mi columna obligándome a avanzar. Mi cuerpo temblaba. Respiraba de forma agitada, intentando que el aire alcanzase mis pulmones y mis ojos estaban llenos de lágrimas.
—Disimule, señorita Salvatore. Somos dos viejos amigos que se van juntos a tomar un café. —Clavó los dedos en mi brazo, dándome a entender que me estaba dando una orden.
Miré a la gente que paseaba por la otra acera. Si alguien nos viese, a sus ojos sería exactamente como él decía; dos amigos caminando juntos, sin que uno de ellos estuviese apuntando al otro con una pistola.
—¿Qué quiere de mí? —Sollocé en un susurro.
—Sólo lo que me pertenece —Echó un vistazo sobre su hombro y apuró el paso—. Camine más deprisa.
—¿Daniella? —Me giré bruscamente al reconocer la voz de Pablo, llamándome desde su moto, aparcada en la acera de enfrente.
—¡Pablo! —Grité con todas mis fuerzas, dejando que el llanto se apoderase de mi voz.
Pude ver mi miedo reflejado en el rostro de mi amigo antes de que el hombre corriera, arrastrándome hacia la furgoneta, que ya esperaba con una puerta abierta.
—¡Daniella!
El desconocido me empujó dentro del vehículo, haciéndome caer sobre las rodillas. Mi pierna herida ardió en protesta, y yo me encogí de dolor. Escuché la puerta cerrándose tras de mí.
—¡Arranca! —Gritó el hombre. Y la furgoneta salió disparada hacia algún lugar, ahogando mi llanto con su cruel rugido—. ¡Creí haberle dicho que mantuviera la boca cerrada! —Gritó acercándose a mí.
Me levantó con violencia y hurgó en mis bolsillos mientras yo gritaba aterrada. Luego buscó en mi bolso y agarró mi teléfono móvil, empujándome de nuevo contra el piso de la furgoneta.
—¡Déjala! ¡Tenemos problemas mayores! —Habló una segunda voz, que se me antojaba conocida, pero el miedo me impedía identificarla.
El hombre se quitó la gorra y pude ver su cabello corto y castaño. Abrió una puerta corrediza que separaba los asientos delanteros del espacio de carga en el que nos encontrábamos, se adentró en el lugar del copiloto y cerró la puerta con fuerza.
—¿Qué ocurre? —Escuché que preguntaba.
—Es el chico, nos sigue. —Contestó el otro.
—¿El de la moto?
—Sí.
—Despístalo.
El giro brusco del vehículo me estrelló contra el lateral izquierdo. Me encogí sobre mis rodillas, y las aferré con fuerza. ¿Pablo los estaba siguiendo? ¡Podían hacerle daño!
Estaba a punto de sufrir un ataque de pánico. ¿A dónde me llevaban esos hombres? ¿Qué querían?
—¡Déjenme salir! —Les grité con la voz entrecortada por el llanto.
—¡Cállate! —Me gritó el que me había secuestrado—. ¡Por esa calle!
Otro giro brusco me hizo rodar hasta las puertas traseras. Miré una de las manillas. Si lograse abrirla podría tirarme de la furgoneta y, con suerte, sólo me rompería algún hueso.
Con los ojos aguados y soportando el dolor de la rodilla, me puse en pie, intentando mantener el equilibrio entre los giros, frenadas y bruscos acelerones. Puse la mano en la manilla, respiré profundamente y tiré de ella con fuerza, pero nada sucedió. Probé de nuevo, pero la puerta no se abría.
—Por favor, por favor. —Rogué intentándolo con la otra puerta. Pero tampoco se abría.
Desesperada, tiré de la manilla una y otra vez, rompiendo a llorar de nuevo. La puerta corrediza se abrió unos centímetros, y el hombre de cabello castaño asomó la cabeza por el pequeño hueco.
—No te esfuerces. Tenemos cierre centralizado, así que siéntate y quédate quieta si no quieres empeorar las cosas. —Y cerró la puerta de nuevo, dejándome sola.
—¿Aún nos sigue? —Le preguntó al conductor. Esperé la respuesta ansiosa.
—No. Creo que lo he despistado. —El alivio me recorrió el cuerpo momentáneamente.
Pablo estaba a salvo, pero, ¿y yo? ¿Qué pasaría conmigo?
No supe cuánto tiempo había pasado allí agachada, llorando incansablemente hasta que me dolieron los ojos. No sabía si volvería ver a mi madre, a mi padre, a Gina y Axel, a mis amigos, tampoco sabía si volvería a verlo a él, y todos los Dioses sabían que no había cosa que desease más en ese momento que volver a ver su sonrisa y sus ojos color chocolate.
Deseaba no haberme ido del internado sin hablar con él. Deseaba haber tenido esa última charla en la que me confesaría que aún era demasiado niña para él, que me veía como a una hermana, y que se había dado cuenta demasiado tarde. Deseaba haber sentido su último abrazo, su olor a avellanas, y haberle dicho adiós a ese amor que nos habíamos tenido. Deseaba, sobre todas las cosas, haberme despedido de él
La furgoneta se detuvo abruptamente, impulsándome hacia delante. Escuché como se abrían y cerraban la puertas delanteras, y mi cuerpo comenzó a temblar. ¿Dónde estaba? ¿Qué iban a hacerme?
La puerta trasera se abrió y el hombre de cabello castaño subió en mi busca. No tenía la pistola en las manos, pero no podía evitar pensar que la tendría guardada en alguna parte.
—No, por favor. No, por favor. —Supliqué alejándome lo más que podía.
—Vamos, señorita Salvatore, no nos haga perder el tiempo, ni la paciencia —Me agarró del brazo y me obligó a levantarme para luego sacarme de la furgoneta—. Camine y no haga ninguna estupidez. Como puede ver, aquí nadie la escucharía gritar, ni me escucharía a mí disparar si usted intenta escapar.
Me estremecí con violencia. Tenía razón. No tenía ni idea de dónde estaba, pero no podía ver nada más que árboles a mi alrededor, y una vieja casa de piedra. No se veían edificios, ni se escuchaban coches, tampoco había indicios de alguna casa vecina, sólo troncos, ramas y hojas que formaban parte del espeso bosque en el que nos hallábamos. El camino por el que había circulado la furgoneta no estaba asfaltado, no era más que un sendero de tierra que me llevaría a la muerte, si intentaba tomarlo.
Cojeando, caminé hacia la casa, empujada por mi captor, que no dejaba de exigir que apurase el paso. No veía al otro hombre, al que había conducido, y sin embargo sabía que estaba por allí, en algún lugar. Un coche plateado aparcado al lado de la casa llamó mi atención. ¿Había alguien más en la casa?
La edificación olía moho, y humedad. Se notaba que nadie había vivido ahí desde hacía varias décadas. El hombre me guió hasta una estrecha escalera de madera, que temblaba y crujía lastimera a nuestro paso. Luchaba por mantener las lágrimas a raya. Si iban a matarme allí, esperaba que al menos me dejasen hablar con mis padres primero. Mi rodilla ardía a cada paso que daba, obligándome a ir cada vez más despacio, y haciendo que mi captor perdiese la paciencia.
—¡Camina, Salvatore! ¡No tenemos todo el día! —Gritó empujándome.
Caí al suelo y el dolor de mi rodilla fue casi insoportable. La sentía húmeda y caliente, y supe que había empezado a sangrar de nuevo.
—Levántate. —Me ordenó. Intenté obedecer, mordiéndome el labio para no llorar, pero no lo hacía lo suficientemente rápido para él. Vi con horror como metía la mano por debajo de la chaqueta y sacaba una pistola negra de la cinturilla de su pantalón vaquero—. ¡Que te levantes!
—Ya basta. Dijiste que no le haríamos daño. —Esa voz...
Levanté la vista sin poder creerlo. Necesitaba comprobar con los ojos si mis oídos estaban en lo cierto, y cuando lo vi, sentí unas fuertes ganas de vomitar.
—¡Bastien! ¿Qué...? —El joven portero del Michelangelo se acercó a mí y me ayudó a ponerme en pie.
Mi respiración estaba acelerada, intentaba encontrarle sentido a lo que veía, pero no lo lograba. ¿Qué hacía Bastien allí?
—Yo me encargo, Régis. —Le dijo al otro con gesto serio. Entonces lo vi. Ese cabello castaño, los dientes ligeramente retorcidos y sus narices redondeadas. El hombre que me había raptado era una versión más adulta de Bastien.
—Tú... Tú le dijiste dónde estaba... Le-le dijiste quién soy —Bastien me miró con cierta tristeza, pero aun así su rostro se mantenía impasible—. ¿Por qué...?
—Ahora lo entenderás, vamos. —Me agarró del brazo, pero yo lo empujé con fuerza.
—¡No voy contigo a ningún lado! —Grité.
—¡Ya me estoy hartando! —Gritó mi captor, Régis, apuntándome con la pistola, pero Bastien la apartó de un manotazo.
—He dicho que yo me encargo.
—¡Pues tráela deprisa, joder! —Vi cómo se iba enfurecido y entraba en una habitación situada al fondo del oscuro pasillo.
—Daniella, por favor, no te haremos nada, pero tienes que colaborar. —Dijo Bastien mirándome con gravedad.
Yo lo observé incrédula, y de no haber estado temblando por el miedo, me habría echado a reír.
—Acaban de apuntarme co-con una pistola, Bastien. ¡No me digas que no me haréis nada! ¿Qué queréis de mí? —Las lágrimas me traicionaron. Iba a morir en aquella sucia casa, a manos del portero del internado y su primo, o hermano, o lo que quiera que fuese ese otro hombre.
—Sólo queremos lo que nos pertenece, Daniella. Luego te dejaremos ir. Tienes mi palabra.
—¡Tu palabra no vale una mierda! —Grité enfadada y llena de pavor.
Bastien no me hizo caso, y sólo me empujó para que caminara hacia aquella habitación en la que había entrado Régis. Sentía mi cuerpo pesado como el plomo. La rodilla me ardía más que nunca, y me obligaba a caminar extremadamente despacio y cojeando.
—¿Te hiciste daño en la pierna? —Preguntó Bastien, mirándome con lo que parecía ser preocupación—. Deja que te ayude.
—No me toques. —Le advertí.
Haciendo caso omiso, me agarró en brazos y me llevó hasta la habitación ignorando mis protestas.
El cuarto estaba desierto, exceptuando una silla de madera y una vieja mesa, situada contra la pared del fondo. A su lado, estaban dos hombres, uno de ellos era Régis, al otro, más mayor, pero con un innegable parecido con él y Bastien, no lo conocía de nada. Las ventanas estabas cubiertas con un grueso plástico negro que no dejaba paso alguno a la luz, y la que ofrecía la pequeña bombilla que pendía del techo no era demasiada.
—Hola, señorita Salvatore —El hombre más adulto, que rondaría los sesenta años, me miraba con satisfacción y tranquilidad—. Me alegra conocerla al fin.
Bastien me dejó sobre el suelo, me obligó a sentarme en la silla y se alejó de mí, colocándose contra la pared.
—¿Qué haces? ¡Átala! —Rugió Régis.
—Eso no es necesario. —Replicó Bastien.
Mi captor gruñó por lo bajo, tomó una cuerda que estaba sobre la mesa y avanzó hacia mí a grandes zancadas. Todo mi cuerpo pedía a gritos que saliera de allí corriendo, pero recordaba que Régis tenía un arma y me había amenazado con usarla. No quería morir huyendo. Si me iban a matar quería la oportunidad de despedirme primero.
Dejé que me atara las manos con fuerza a la espalda. Mi respiración vibraba agitada y mi corazón latía acelerado por el miedo. Ya no había escapatoria.
—¡No le hagas daño! —Dijo Bastien mirando con urgencia al hombre más viejo.
Este, miró al portero con curiosidad, encendió un cigarro y le dio una profunda calada mientras esperaba a que el otro chico terminase de atarme.
La vibración de un teléfono nos sobresaltó a todos.
—Joder. Este móvil está colmando mi paciencia —Régis sacó mi móvil del bolsillo de su pantalón y yo observé con angustia cómo miraba la pantalla—. ¿Qué es esta mierda? ¿Un cotilleo online?
—Déjame ver —Pidió Bastien agarrando el teléfono—. Oh... vaya. Lo lamento, Daniella. Aquí dice que han visto a una tal Victoria saliendo de la habitación de Alessandro en plena noche, prácticamente desnuda.
Giré la cabeza para que no viesen mi expresión de dolor. Otra vez habían enviado uno de esos mensajes en cadena, lo que significaba que ahora todo el instituto sabría que él me había engañado. Poco me importaba eso en ese momento. Me habían secuestrado y amenazado con una pistola. Si sobrevivía, seguro que las burlas de mis compañeros me parecerían una pequeñez.
—¿Tu novio te ha engañado, Salvatore? Que poco hombre. —Habló el hombre adulto.
—O-oiga, no sé quién es, ni qué es lo que quiere, pero ya se lo dije a su amigo antes. No soy la persona que busca. —Le dije, ignorando su comentario.
—Mi nombre es Pierre, y estos son mis hijos, Régis y Bastien, aunque creo que a él ya lo conoces —Dijo con una apretada sonrisa—. Y sí, Daniella Salvatore, tú eres exactamente la persona que busco.
—Mi apellido es González, Giannetti González. Yo no soy una Salvatore.
—Y sin embargo, Clarissa Salvatore te deja a ti toda su fortuna. ¿Por qué? —Preguntó él chupando de nuevo el cigarro.
¿Era por eso que me tenían allí? ¿Por el dinero?
—Yo no quiero ese dinero.
—Eso no fue lo que pregunté.
—E-ella es mi abuela, pero h-he rechazado su herencia.
—No harás tal cosa —Me aseguró—. ¿Sabes cómo conseguía tu abuelo ese dinero? ¿Lo sabes? —Insistió ante mi silencio.
—No.
—De las drogas. Drogas y putas, de ahí sacaba el dinero. —Dijo con asco.
—E-eso no tiene nada que ver conmigo, yo ni siquiera lo conocí.
—Pero yo sí. ¿Sabes por qué? —Negué con la cabeza—. Porque tu abuelo expropió muchos de los terrenos de mi padre, y su fábrica para montar un laboratorio de drogas de síntesis. Éxtasis.
>>A pesar de que se adueñó de la fábrica, legalmente yo sigo trabajando ahí, sigo produciendo. Mi nombre está en todas partes ahora que mi padre ha fallecido, está en todos los papeles. Y tú te preguntarás "¿Por qué no se lo dices a la policía?" No puedo hacerlo, Daniella. La corrupción se ha instaurado en Italia. Policía, políticos, grandes empresarios, la droga y la prostitución siguen haciendo crecer las carteras de muchos de ellos. Si intento hablar estoy muerto. Y, ¿sabes qué ocurriría si la prensa descubre lo que hay en esa fábrica y en los otros terrenos? Que iré a la cárcel. Me impondrán una pena que durará mucho más de lo que puedo llegar a vivir, porque alguien de dentro se encargará de terminar conmigo. Ellos no pueden permitir que la prensa descubra algo así y no hacer nada al respecto; daría una pésima imagen, ¿sabes? Por ello, de nuevo, la solución sería librarse de mí.<<
Miré a Bastien, que escuchaba la historia de su padre cabizbajo. Ellos no eran más que otra familia a la que mi abuelo había destrozado, como a la mía.
—¿Qué tengo yo que ver en todo esto? —Pregunté—. ¿Por qué estoy aquí?
—Estás aquí porque tu abuela va a darte un dinero que nos pertenece a mí y a mis hijos, y quiero que tú nos lo devuelvas.
>>Teníamos una buena vida antes de que tu abuelo arrasase con todo, Daniella. Mi padre tenía una buena posición y yo disfrutaba de las ventajas de un joven adinerado. Cosas que mis hijos no han podido disfrutar por su culpa. Uno de ellos se ve obligado a trabajar de camarero y el otro es portero de un colegio de niños ricos. Qué suerte la nuestra que hayas terminado allí. Tú cambiarás la suerte de mis hijos. Tomaremos ese dinero y nos iremos.<<
—Yo-yo no tengo contacto alguno con Clarissa. ¡Ni siquiera sabía que era mi abuela hasta la navidad pasada!
—Por suerte yo tengo su número. La llamarás y le pedirás que te ingrese el dinero en esta cuenta. —Dijo extendiéndome un papel con una larga cifra.
Poco me importaba entregarles todo el dinero, de todas formas yo no lo quería, ¿pero qué sucedería si ella se negaba a dármelo?
—¿Y-y si no lo ingresa en la cuenta? Quiero decir que me cedió el dinero en su herencia y ella no...
—No creo que la señora Salvatore quiera jugarse la vida de su nieta, ¿verdad?
Miré a Bastien aterrada. Él miraba a su padre también con miedo en los ojos. Luego me miró a mí, pero yo giré la cabeza.
—Régis, suelta a Daniella para que pueda hacer la llamada cómodamente —Ordenó Pierre—-. Has de perdonar a mi hijo. No tiene tanta paciencia como su hermano.
—Saber que otros disfrutan lo que es mío es lo que termina con mi paciencia, padre. —Dijo mientras deshacía con brusquedad los nudos que había hecho.
—Ella no ha gastado ni un solo centavo de ese dinero, Régis. —Me defendió Bastien.
Aún viendo que de alguna forma me protegía, no le perdonaría que me hubiera mentido, vendido y ayudado a que me secuestraran.
—Eso es lo que ella dice.
Agarré el móvil después de que Pierre marcara el número. Sentía el corazón zumbando con fuerza en mi garganta mientras que el teléfono pitaba sin que alguien contestara.
—Lo intentaremos de nuevo. —El hombre pulsó el botón de rellamada y me dio el aparato.
El teléfono sonaba y mi corazón latía cada vez más apurado. Rogaba al cielo que Clarissa contestase porque de lo contrario....no sabía que me harían.
—¿Diga? —Escuché que preguntaban al otro lado de la línea.
—¿Cla-clarissa?
—Sí. ¿Quién es?
—So-soy yo, Daniella.
—¿Daniella? —Preguntó la anciana mujer con voz alarmada. Régis me miró elevando una ceja, indicándome que me diera prisa.
—Necesito que me entregues ya el dinero de la herencia. Quiero que lo metas en una cuenta bancaria que te voy a decir. Anota.
—¿Cómo dices? —Se escuchó un extraño ruido, y cuando volvieron a hablar, no era Clarissa quien estaba al otro lado del teléfono, sino mi madre.
—¿Daniella? Daniella, ¿dónde estás hija? ¿Estás bien? —Su voz temblaba, cargada de terror. Mi ojos se aguaron de pronto, así qué cubrí mi boca con una mano para no sollozar.
—Mamá... —Pierre me quitó el teléfono de las manos con un profundo suspiro.
—Daniella. ¡Daniella! —Escuché que gritaba.
¿Qué hacía mi madre con mi abuela?
—Señorita Antonella. Cuanto tiempo. —Habló el hombre.
—¿Quién es usted? ¿Qué le ha hecho a mi niña? ¿Dónde la tiene?
—Daniella está bien. No se preocupe. No pretendo hacerle ningún daño, siempre que su madre colabore, claro.
—¿Qué es lo que quiere? —Dijo mi madre antes de que Pierre se alejase de mí, impidiéndome seguir escuchando su voz.
—Quiero que ingrese el dinero de la herencia de Daniella en una cuenta. Ese dinero me pertenece a mí y a mi familia, su padre nos lo robó hace ya muchos años... Sí. Lo sé, pero sin ella nada me garantiza que el dinero llegue a su destino... Ya, pero comprenderá que no dispongo de mucho tiempo... A estas alturas es probable que esté pensando en llamar a la policía, pero yo no haría, primero porque en el lugar donde estamos es muy improbable que nos encuentren, así que es una pérdida de tiempo y recursos. Y segundo porque si llama nos cortarán el paso cuando vayamos a tomar el avión, cosa que me enfadaría mucho y Daniella sufriría las consecuencias, así que para evitar disgustos, ¿por qué no me da su palabra de que no llamará a la policía y yo le doy la mía de que, una vez que tenga el dinero dejaré a su hija libre, sana y salva?... ¿Sí? Perfecto. Ha sido un placer negociar con usted, Antonella.
Colgó y se giró para mirarme.
—Tienes una madre asombrosa, y que te quiere muchísimo —Las lágrimas resbalaban por mis mejillas sin cesar, pero evitaba a toda costa hacer sonido alguno—. Me ha dicho que tendremos el dinero en dos horas. Bastien, tenemos que arreglar los pasajes de avión ya.
—Que vaya Régis, yo me quedaré con Daniella.
—¡De eso nada, hermanito! Eres demasiado blando y muy capaz de dejarla escapar. Ve con papá. Yo la vigilaré.
Bastien lo miró con desconfianza, y Pierre con desinterés. No quería quedarme a solas con ese hombre. Era peligroso, lo notaba en su mirada. Sus amenazas no eran burdas formas de intimidar, eran reales, demasiado reales.
—Tiene razón, Batien. Vámonos. Y tú, compórtate. —Le ordenó.
—No la toques. —Le advirtió Bastien, pero Régis sólo sonrió con malicia.
—No le haré daño. Eso prometí, ¿no?
Una vez que estuvimos a solas, volvió a atarme las manos y dejó la pistola sobre la mesa. Se acercó a mí y me miró de cerca, examinando mi rostro con sus comunes orbes marrones.
—Eres guapa. No me había fijado antes. —Apartó un mechón de cabello que estaba pegado a mi frente sudorosa y clavó los ojos en mis labios.
Mi cuerpo temblaba descontrolado por el miedo. No quería que estuviera tan cerca de mí, y tampoco que me tocara. Su cuerpo olía a sudor y cerveza, y me causaba una gran repulsión.
—Podríamos divertirnos un rato mientras ellos están fuera. ¿No estás enfadada con tu novio? Ese hijo de puta... ¿no quieres vengarte? —No contesté. Sólo me alejaba de él todo lo que la silla me permitía—. Hay una vieja cama en la habitación de enfrente.
Mi corazón latía desbocado, y me costaba respirar. Sentía una terribles ganas de vomitar y una devastadora sensación de pánico que se extendía por todo mi cuerpo. Negué con la cabeza, notando cómo las lágrimas comenzaban a descender por mis mejillas de nuevo.
—¡Claro que sí! Nos lo pasaremos bien. Y si no te resistes no te dolerá. Vamos.
—No. —Me agarró y me levantó de la silla, sosteniendo mis manos atadas a mi espada.
—Sí. —Rió tirando de mí con fuerza.
—No. —Grité, Llorando y arrastrándome por el suelo.
Ante la imposibilidad de usar los brazos, intentaba defenderme con las piernas, lanzándole patadas, pero él era más fuerte. Me alzó sin problemas, y me cargó en su hombro.
—He dicho que sí.
—¡No! ¡No! ¡No!
A pesar de mis gritos y lo mucho que me retorcía, logró llevarme a la otra habitación y arrojarme a la mugrienta cama.
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Hola! Mis queridos Zanahorios!
Espero que os haya gustado el capítulo!!
¡Que tensión! ~.~
¿Tenéis ganas de leer el siguiente? Os aseguro que os sorprenderá ^^
Ya sabemos con quién estaba Alessandro... ¬¬
Me siento muy feliz por la cálida acogida que ha tenido esta historia, estoy orgullosa de mis zanahorios e infinitamente agradecida por todo el apoyo que me dais, por vuestros comentarios y vuestro altísimo grado de implicación con estos personajes.
Esta escritora novata tiene aún mucho que aprender, y os da las gracias hoy y siempre por la oportunidad que le brindáis.
Hasta pronto!
Alma.
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