Hello, London


ϟ ..ઇઉ..ϟ

El imponente edificio se alzaba enfrente a mí, brillando en todo su esplendor nocturno, con millones de pequeñas luces que lo iluminaban haciéndolo parecer de oro. El Big Ben siempre me había atraído; el mero hecho de verlo me hacía sonreír, imaginándome al travieso Peter Pan observando la calle desde lo alto, en busca de niños perdidos.

Aquel era desde pequeña mi cuento preferido, y, si cerraba los ojos, era capaz de escuchar la melodiosa voz de mi madre, contándomelo con entusiasmo noche tras noche.

Ojalá aquella noche, bajase a buscarme a mi. Ir al País de Nunca Jamás era sin duda mejor idea que la de ir a un internado.

Un largo pitido me sacó de mis sueños, asustándome. El taxista me miraba impaciente desde el coche. ¿Cuánto tiempo habría estado ahí parada mirando hacia arriba? El sol se ocultaba en el horizonte y el frío Londres encendía las luces de su otra atracción principal. El London Eye. 

Algún día subiría para ver la ciudad y el río desde lo alto. Pero en aquel momento ya no tenía más tiempo.

Miré una vez más por el objetivo la hermosa imagen que tenía delante y disparé.

El internado estaba a cincuenta minutos de distancia del centro en coche, de modo que pronto estaría encerrada; el taxista me lanzaba miradas de odio a través del retrovisor.

Sí. Había tardado bastante, ¡pero pensaba pagarle hasta el último céntimo!

Vi que estábamos entrando en "Surrey Hills", el gran bosque en el que se encontraba el internado, y la calma que el Big Ben me había proporcionado desapareció repentinamente. 

Mi estómago era de nuevo un manojo de nervios, sentía que iba a vomitar de un momento a otro y ¡debía evitarlo a toda costa! El taxista ya estaba suficientemente enfadado como para hacer un cuadro de Picasso en la alfombra de su coche.

"¡Dios! Piensa en otra cosa, ¡piensa en otra cosa!"

¡La noche del sábado! Ese parecía un buen momento para rememorarla. El chico que me había ayudado, "ricitos". ¿Cómo se llamaba? ¿Marcelino? ¿Filipino?... No podía recordar su cara, sólo ese pelo claro y encaracolado, su voz suave y su maldita sonrisa burlona. ¡No me había percatado antes de lo poco que era capaz de recordar! Definitivamente había bebido demasiado. Me entretuve intentando ponerle una cara, sin darme cuenta de que los árboles habían dejado de correr por mi ventana.

El gruñido del taxista me trajo de vuelta a la tierra. Ya nos encontrábamos ante la gran verja de hierro negra que delimitaba el terreno del internado. No había un foso con cocodrilos, pero si un gran muro de piedra, y pegada a él, una diminuta casita también de piedra. Me fijé que había un hombre joven mirándome desde la ventada del conductor con ojos curiosos.

—¿Señorita? ¿Estudia aquí? No la puedo dejar pasar si no me dice su nombre.

—¿Ah? Perdón, Daniella; Daniella González. —Recordé.

El hombre asintió y se dio la vuelta caminando hacia la casita. A través de la ventana pude ver como revisaba unos papeles que supuse que serían la lista de alumnos. Se detuvo en una hoja y me miró, entonces agarró el teléfono y habló a través de él avisando, tal vez, que había llegado. Colgó, tocó algo encima de la mesa y se dirigió de nuevo hacia el taxi. 

La verja comenzó a abrirse.

—Señorita Daniella, bienvenida al Instituto Michelangelo; la directora la estará esperando en la puerta principal. —Tenía una sonrisa agradable pero los nervios estaban de vuelta y no me permitieron devolvérsela así que simplemente asentí. Él le indicó el camino al taxista y sobrepasamos los muros del internado.

Miré por el cristal trasero y vi como se cerraban las grandes puertas tras el coche. Ya estaba encerrada.

El camino estaba iluminado por farolas a ambos lados, pero la oscuridad de la noche me impedía ver mucho más allá. Nos desviamos hacia la derecha y vi delante del coche la fachada de un hermoso y coqueto edificio totalmente iluminado por focos y farolillos; gran parte de la pared estaba cubierta por hiedras trepadoras verdes y rojas logrando que la construcción encajase perfectamente con el entorno boscoso. 

Lo reconocí por las fotos que había visto en internet; era el "Pettit Chambre", el edificio donde vivían los alumnos. Imaginaba que la directora habría colocado un nombre francés en honor a sus orígenes.

El internado Michelangelo no era sólo un instituto, era también una especie de hogar para muchos hijos de los más famosos, o no tan famosos, pero si ricos padres, y por lo que había visto en internet, tenía unas instalaciones impresionantes, eso había que reconocerlo.

La zona destinada a instituto y los dormitorios no estaban juntos, sino que eran dos edificios distintos, y, más atrás, había un tercer edificio, mucho más pequeño, donde dormían los profesores.

El taxista, aún con mala cara, paró el coche delante de la puerta de la casa, donde nos esperaban dos mujeres. Una de ellas debía ser la directora. 

Me preparé para bajar del coche y saludar a ambas. Sentía que se me estaba poniendo el estómago del revés y sin saber por qué, me eché a reír nerviosamente provocando una mirada de extrañeza por parte de las mujeres y del taxista, que estaba bajando mis pesadas maletas del maletero y maldiciendo por lo bajo.

Avergonzada me aclaré la garganta y salí finalmente del auto.

—Daniella, my dear, ¡te esperábamos hace dos horas! ¡Me tenías preocupada! ¿Dónde te habías metido? —Habló la primera mujer en un perfecto y elegante inglés. Supuse que era la directora.

—Yo... Sólo quería ver el Big Ben antes de venir.— Mi inglés era bueno, pero mantenía un marcado acento español.

—¡My goodness! ¡Debiste haber llamado al menos! Ya estaba a punto de llamar a tu madre y... Bueno— suspiró—, lo importante es que estás aquí.

La mujer me miraba con alivio. Podía imaginar que no sería plato de buen gusto tener que llamar a un padre para avisar que su hijo se había perdido, y mucho menos a un padre que tuviese el poder de hundirte el negocio.

—Mi nombre es Corine, pero tendrás que llamarme Missus Lemoine, al menos en público. No sería adecuado que una alumna se tome confianzas con la directora. —Dijo guiñándome un ojo.

La directora no bebía ser demasiado mayor; la piel de su rostro tenía sólo algunas líneas de expresión, de modo que le calculé unos cincuenta años. Su mirada era despierta y sus ojos café oscuro se me antojaron amables, sin embargo, su pelo rubio claro recogido en un moño bajo y su traje de falda larga y chaqueta de corte gris, la hacían ver realmente anciana.

—Ella es Sophia, la orientadora del centro y la preceptora de los alumnos de sexto por este año. —Señaló a la mujer que la acompañaba, que debía de ser algo más joven que mi madre.

Su pelo negro llegaba algo más arriba de sus hombros, y su cuerpo era tan delgadito y pequeño como el de una niña. Ella me sonrió y me saludó con un sonoro beso.

—Es un gusto conocerte.

—Igualmente —Estaba claro que ella sabía quién era yo. Tenía que saber qué había hablado exactamente mi madre con la directora—. Disculpe, Mrs. Lemoine, mi madre habló con usted sobre mis apellidos...

Una estruendosa tos fingida inturrunpió nuestra conversación. Me giré y vi al taxista mirándome con una cara aún más mala que antes. ¡Lo había olvidado por completo!

—¡Por favor! ¿No tiene modales? —Protestó Sophia, a lo que el taxista respondió entregándole la factura sin siquiera mediar palabra.

Alargué la mano avergonzada para ver la cuenta y pagar, pero la directora la agarró primero y le entregó un enorme billete al hombre.

—Quédese el cambio, y disculpe las molestias —le dedicó una cordial sonrisa que el conductor no devolvió; sólo me miró una vez más con odio y maldiciendo entró en el auto para irse—. ¡Oh my God, cuanta grosería!

—Señora, no tendría porque, yo podría haber pagado la cuenta.

—Lo sé, lo sé —contestó divertida—. No te preocupes, debí enviar a alguien a buscarte ya que no te pudo acompañar ningún familiar, de modo que esa factura era responsabilidad mía —Quise protestar, pero ella levantó la mano calmándome—. Sé que tu situación es compleja, y sobre tu pregunta, nadie aquí salvo yo y Sophia  sabemos sobre tu familia, y por supuesto los alumnos tampoco sabrán nada por medio de nosotras, te lo garantizo —asentí agradecida—. Ahora, ya es tarde. Sube a cenar y luego Sophia te acompañará a tu habitación. Ordenaré que te suban las maletas.

—La verdad es que no podría comer nada ahora aun que estuviese muriéndome de hambre; preferiría subir directa a mi habitación a descansar.

—En ese caso haremos una pequeño tour por el edificio mientras te llevo a tú habitación. —Propuso Sophia, y yo asentí conforme.

Nos despedimos de la directora y volteamos hacia el Pettit Chambre. Me extrañó ver un número seis plateado encima de la puerta y pregunté por él a mi guía, que caminaba ya delante de mí para enseñármelo todo.

—El edificio es enorme, como puedes comprobar, por lo que lo han dividido por cursos de forma que los inocentes alumnos de primero no se junten con los juerguistas de sexto —me dio una significativa y divertida mirada. Yo abrí la boca como una tonta, sin emitir sonido alguno, pero dando a entender que comprendía—. Por esta puerta sólo acceden los alumnos de sexto y desde luego, sólo deben dormir los de sexto. —Asentí en silencio.

Quería subir a mi habitación cuanto antes. No me apetecía encontrarme con ningún alumno hasta el día siguiente. Necesitaba prepararme para la semana de contacto.

—Compartes piso con sesenta y nueve alumnos más. Sois cuarenta chicos y cuarenta chicas; y yo, por supuesto, que me encargaré durante este año de que todo esté en orden.

Mi cara tenía que ser un poema; me sudaban las palmas de las manos y tenía la boca seca. ¡Viviría con setenta y nueve personas! y con Sophia, que me miró fijamente con sus extraños ojos verde oliva, puso una mano en mi hombro e intentó tranquilizarme con tono alegre.

—Tranquila, después de esta semana ya os conoceréis todos. Verás que haces amigos enseguida.

Conocerlos a todos era justamente mi mayor miedo. ¿Y si no les caía bien?

La preceptora no se detenía a pesar de mi seguramente notable cara de miedo, así que la seguí al interior del edificio, que, debía admitirl: era precioso.

La entrada era muy espaciosa, y daba directa a mano derecha a una enorme sala de estar pintada de blanco, con montones de sofás en distintos tonos de verde. Las mesas eran de cristal azul y las amplias cortinas y alfombras color crema. Había muchos adornos plateados y flores por doquier. Me preguntaba si a mediados de curso seguiría todo tan limpio.

Todo en aquel lugar se veía extremadamente frágil y caro. Las enormes lámparas de cristal, los cuadros abstractos de las paredes... A mi izquierda había una puerta doble, que Sophia abrió para que viese un gran comedor, donde había varios alumnos cenando. Me tensé de arriba abajo, pero por suerte ella lo notó y cerró las puertas antes de que alguien se percatase de nuestra presencia.
Sin decir nada, continuó enseñándome mi nueva casa.

Me indicó donde estaba su habitación, escondida al fondo de un estrecho pasillo, y me dijo que estaba allí para lo que necesitase, cosa que agradecí amablemente.
Por último me enseñó otra puerta, sobre la estaba un letrero dorado que decía "lavandería".

Subimos las escaleras de madera clara que llevaban hasta el segundo piso, donde estaba un pequeño mueble recibidor negro, con un gran espejo enmarcado en el mismo color; las paredes de los pasillos que se extendían a derecha e izquierda eran de un tenue color azul grisáceo.

—El piso de los chicos —me informó con una sonrisa—. No es necesario que te lo enseñe porque está prohibido que las chicas estéis aquí. Sólo podrás pasar para subir a tu piso, que es el tercero. ¿Entendido? —Asentí. Igualmente, no tenía interés alguno en entrar ahí.

Subimos un piso más; este estaba pintado de color melocotón claro. El pequeño recibidor y el espejo eran iguales a los de la planta de abajo, sólo que en blanco. Sophia se dirigió a la izquierda y yo corrí tras ella.

Nos cruzamos con una chica extremadamente pelirroja que saludó a la preceptora y me miró interrogante. Mi pulso se aceleró. Me peiné el flequillo bien con los dedos, intentando ocultar los ojos y, tras mi fallido intento por sonreírle, continué caminando. Me di cuenta entonces de que no se escuchaba ningún tipo de sonido proveniente de las habitaciones, pero no me hizo falta preguntar el porqué.

—Aunque el espacio es muy grande y está dividido, sois muchos. ¡Sería imposible de soportar el jaleo de tantas personas! Y Por eso todo está insonorizado; habitaciones, baños, comedor... todo.

—Desde luego, está bien pensado. —Comenté.

Sophia se detuvo delante de otra puerta, esta tenía encima un bonito número trece en dorado. Sacó unas llaves del bolsillo de su chaqueta y me las tendió, dejándome entrar primero.

"Así que esta será mi habitación"

Era limpia, acogedora y realmente bonita.

—Tu madre ordenó la decoración, y por tu cara veo que te gusta, así que dejaré que te pongas cómoda. Espero que sea de tu agrado. Tienes que saber que a partir de las doce de la noche está prohibido salir de la habitación, a no ser por una emergencia, y... ¿he dicho ya que las chicas no pueden deambular por el piso de los chicos? —Asentí—. Bien, pues, por si no es ya evidente, los chicos tampoco pueden andar por el pasillo de las chicas. ¿De acuerdo?

Su profunda mirada se clavaba en mí con tanta intensidad que sentí deseos de retroceder, pero me contuve y asentí despacio.

—Te veré mañana. Si tienes dudas sobre algo, puedes ir a mi despacho; en tu escritorio dejamos planos del instituto y los horarios e instrucciones de esta semana. Buenas noches. —Se despidió.

Cuando cerró la puerta tras de sí, volví la vista a mi habitación; las paredes eran blancas, al igual que la cama, y la mesilla. En la pared de la cabecera había un precioso cuadro con el dibujo de una mariposa azul.

A los pies de la cama descansaba un fantástico baúl de madera trenzada, y sobre la mesilla una lámpara de estilo clásico.

Caminé por la habitación y abrí una puerta a mano izquierda para ver el baño, de buen tamaño y en tonos blancos y azules.

Miré mi futuro escritorio, de madera clara y con una silla de plástico transparente, donde había un ordenador y un ramito de flores rosas con una tarjeta que decía "Wellcome". Encima de él, colgado de la pared, había un enorme corcho que sería el lugar perfecto para mis fotos.

En la pared del fondo había una gran ventana y una puerta que, para mi deleite, daba a un balcón pequeño con una barandilla de hierro plateado. Salí y sentí el viento fresco enredándose en mi cabello.

Aquello no estaba mal.

Una tenue luz amarillenta llamó mi atención desde el borde izquierdo del balcón. La luz de la habitación de mi vecino de abajo.

¡Cierto! ¡Justo debajo dormía un chico! Por suerte él no estaba fuera en ese momento.

Me tiré en la cama a esperar a que me trajesen mis maletas. En ese momento sentía que mi mente nadaba en un caótico baturrillo de ideas que no dejaban de chocar entre sí.

Estaba enfadada por estar encerrada en un internado, estaba nerviosa por empezar a convivir con mis compañeros, por si descubrían mi secreto, pero al mismo tiempo, debía reconocer que estaba maravillada con aquel edificio. Ya que iba a tener que vivir ahí, ¡que suerte que fuese acogedor y bonito!

Llamaron a la puerta y cuando abrí me quedé sin voz; mi mandíbula se abrió tanto que podría jurar que tocó el suelo; me apresuré a cerrarla y me aparté de la puerta para que él, pudiese pasar con mis maletas.

¡Por todos los Dioses del Olimpo! 

Él, fuese quien fuese, parecía un Dios griego, un hombre de los anuncios de Danone. ¡Delante de mí estaba el hombre más atractivo que había visto en mi vida! Tanto que deseaba con todas mis fuerzas fotografiarlo.

"¿Pero en qué demonios piensas? ¡Saluda! "— Me reñí.

Su cabello corto era de color castaño claro, su piel estaba ligeramente bronceada y la barba de pocos días le quedaba perfecta; sus ojos de color azul oscuro, me miraban de abajo a arriba; tenía una preciosa sonrisa, y cuando escuché su voz sentí mi cara arder por completo.

—Hola, me llamo Axel. Tú eres Daniella, ¿verdad? —Asentí atolondrada. ¿Le habrían hablado de mí?—. Un gusto conocerte al fin. ¿Qué traes en las maletas? ¿Piedras? —Y rio.

Era una risa agradable, grave y profunda. Miré de nuevo su sonrisa y no pude evitar pensar en Sophia, buscando alguna forma de entablar conversación con aquel hombre, y cantando mi secreto como un pajarito, atontada con su belleza.

¡Estupendo! ¡Sería la alumna rarita que no quería que se supiera su procedencia!

—Supongo que estarás cansada, así que te veré mañana. ¡Tienes que apuntarte a mi clase!

¡Madre del amor hermoso! ¡Era profesor!

"¡Pero di algo, genia!" —Me reñí viendo como caminaba hacia la puerta.

—Buenas noches, Daniella. —Sonrió y el mundo dejó de girar por unos segundos.

¡Cuán hermoso sería fotografiarlo en ese mismo instante! Cuando recobré el sentido él ya estaba cruzando la puerta.

—¡Bu-buenas noches! —Él se volvió a sonreírme y cerró la puerta dejándome con las ganas de una buena foto.

Apoyé la espalda en la puerta, resbalé hasta quedar sentada en el suelo y metí la cabeza entre las piernas. ¡Menudo comienzo! ¡El hombre pensaría que era un poco falta de luces! 

Podía imaginar lo que mi madre habría hecho si viera al profesor: Gritar, agarrarlo de la mano y arrastrarlo por todo el local hasta que encontrase con el lugar y las luces perfectas para hacerle una sesión fotográfica. Habría insistido en lo bien que le iría como modelo con la agencia adecuada. Sí, aquello habría sido un espectáculo. 

Más relajada, decidí que era momento de leer detenidamente el último e-mail que me había mandado mi padre.

Al parecer, ya estaba inscrita en varias asignaturas: matemáticas, química, historia, biología, francés e inglés, pero la última...

¡Tenía que ser una broma! 

¿¡Clase de modales!? ¿¡Pero en qué rayos estaba pensando Luis!?

Rápidamente, agarré el teléfono y llamé a mi madre.

—¡¡Mamá! —Grité con fuerza tan pronto escuché su saludo—. ¡No voy a ir! ¡Me niego que se me trate de salvaje sólo porque estudié desde casa! ¡Soy una persona muy civilizada!

Las personas civilizadas saludan cuando les contestan el teléfono.

—¡Mamá!  ¡Me ha inscrito en una clase de modales!

Daniella... —Problemas.

Nunca era buena señal que mi madre se dirigiese a mi comenzando la frase por mi nombre.

Todas las clases que eligió tu padre son buenas y necesarias. Yo misma di mi consentimiento para inscribirte en ellas, cariño —Apreté los puños furiosa; iba a protestar, pero ella se adelantó rompiendo a hablar de nuevo—. Después de pensarlo durante varios días decidí que lo mejor era hacer caso a tu padre. Él quiere conocerte y...

—¿Y por eso me mete en un internado en Londres? La última vez que supe de él seguía viviendo en Italia. Quiere conocerme pero, como no tiene tiempo para estar conmigo, ¡me mete en un internado que está a tropecientos kilómetros de su casa! ¿Qué lógica tiene eso?

El Michelangelo es un escelente...

—¡¿No sería más fácil llevarme a uno que le quede al lado, para poder venir en los descansos del trabajo o los endemoniados domingos?! —Continué sin dejarle hablar.

Tenía los ojos llenos de lágrimas, tantas que no me dejaban ver bien.

¡No mi vida! Escucha, tal vez Luis no esté eligiendo el mejor método... Pero dale un voto de confianza, cariño. Él quiere lo mejor para ti, igual que yo. Y en cuanto a la clase, sólo intentamos que te sientas cómoda allí; nunca has estado con tanta gente en el mismo lugar y por tanto tiempo, y teníamos miedo de que la situación te agobiase. Esa clase es muy codiciada, y es lo más parecido que tienen a una clase de convivencia. Yo sé que eres una chica muy educada, pero esta experiencia es nueva para ti y queremos que estés bien, Daniella. ¿Lo entiendes?

Después de pensarlo durante unos segundos, asentí. ¡Podía llegar a entender lo de la estúpida clase al menos!, pero que mi padre estuviera empeñado en mantenerme allí... ¡Eso no tenía pies ni cabeza! Igualmente preferí zanjar el tema; ya daban igual las clases a las que tuviese que ir, el caso es que estaría en aquel internado durante todo el año escolar.

Hablé con mi madre durante un rato más, asegurándome de que me notase mejor para no preocuparla. Le expliqué lo que había hecho al llegar a Londres, le dije lo bonito que era el edificio en el que dormiría, le agradecí por la decoración del cuarto y cuando iba a hablar sobre el primer profesor que había conocido, algo en mi quiso mantenerlo en secreto, avergonzada por lo mucho que el carácter de aquella mujer había influido en mi.

A pesar de ello, le conté que había decidido apuntarme al taller de fotografía, y ella me animó con orgullo a demostrar lo buena que era, y así fue como terminé prometiendo que le daría una oportunidad al internado, después de todo, ¿qué culpa tenía ese lugar y esa gente de que mi padre me encerrase? 

Las gemelas tenían razón, si olvidaba el hecho de que era un internado, el sitio no pintaba nada mal, y sólo sería un año.

Antes de colgar el teléfono le prometí a mi madre que la llamaría o escribiría cada día, podía sentir su voz ahogada al otro lado de la línea. Sólo había pensado en lo difícil que sería para mí tenerla lejos, pero no había pensado en que ella también me extrañaría a mí, y que necesitaba de mí el mismo apoyo y fuerza que ella me daba.

Te quiero, hija. —Me dijo con voz suave.

—Te quiero, mamá.

Después de colgar el teléfono, y darme una larga ducha, me dispuse a colocar el contenido de mis maletas. Abrí la cremallera de la primera bolsa y un montón de telas semitransparentes y lacitos se despegaron ante mis ojos.

—Pero qué...

Agarré alguna que otra braguita con algo de sutil encaje en distintos colores, todo con su sujetador a juego, por supuesto. ¿Qué era todo aquello? ¿Dónde estaban mis bragas de algodón?

Por suerte, había algunas prendas menos vergonzosas, pero mi comodísima ropa, que un día Lucía había calificado de "Bragas de regla", había desaparecido. Todo era muy delicado y femenino; lleno de flores, corazones, caramelos... y finalmente me alegré al ver que me había comprado tres conjuntos con dibujos de conejitos y zanahorias.

Me reí resignada, mi madre siempre me decía que, para verme guapa por fuera, tenía que empezar desde adentro, pero no tenía idea de que se refería también a esto.

Guardé todo en el primer cajón del armario y continué abriendo y guardando cosas; todo era, tal y como había dicho mi madre, muy pegadito, elegante y acorde con Londres.

 Sólo quedaba una bolsa en la maleta y ya sabía lo que contenía; mis uniformes.

Respiré hondo y los saqué para verlos.

Los dos eran iguales, una falda de tablas en color gris claro y un jersey azul celeste con el escudo del instituto; tenía también dos chaquetas de color azul marino con el mismo escudo. Mi madre me había comprado un montón de medias, corbatas y cintas diferentes para que lo personalizase a mi gusto. Al menos de eso tampoco me podía quejar, el uniforme era normalito y eso me agradaba, aunque lo que más me había gustado era que no había calzado reglamentario.

¡Oh, Dioses de las Converse! ¡Menos mal!

Coloqué por último el uniforme de gimnasia; recordaba haber leído que en el Michelangelo las horas de gimnasia no eran consideradas una asignatura más, sino que eran una obligación, como un fomento a la vida sana; cada curso hacía cinco horas semanales de gimnasia, lo cual no era mucho para mí; el ejercicio me despejaba y mantenía con energía.

Suspiré con cansancio al terminar de organizar todo. Sentía como si hubiese sido golpeada por una bola de demolición, con el cuerpo tenso y la cabeza a punto de estallar, de modo que guardé las maletas vacías debajo de la cama, me puse un pijama y me acosté tratando de no pensar en el día que me esperaba.

¡¡Hola Zanahorios!! ¡

Aquí está el nuevo capítulo!

¿Listas para conocer a los alumnos del Michelangelo? ;) ¡¡No os perdáis el próximo capítulo!!

¡Gracias a ti que estás leyendo esto! ¡No te olvides de regalarme un voto y recomendar la historia a tus amigos!

¡¡Te mando un gran beso!!

Alma.

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