Leandro

Sólo conseguí sacarme aquella alarmante revoltura de estómago cuando Emma desapareció de mi vista tras las puertas del Salón de Actos, donde Axel esperaba a todos los becados para darles una charla sobre cómo comenzar con buen pie en el Michelangelo.

La chica tenía algo en aquellos comunes y profundos ojos marrones que me erizaba la nuca. Durante todo el camino había estado absorta en su mundo, mirando aquí y allá como si todo fuese demasiado grande, royéndose las pocas uñas que aún tenían algo que arrancar, al parecer, sin escuchar una palabra de lo que mis amigos le contaban.

Era tan raro para mí verla allí, preocupada por anotarse en el mayor número de asignaturas aburridas que podía, manteniendo aquella presencia tan fuerte y seria dentro de un cuerpo tan pequeño; ocultando lo excepcional de su arte a pesar de tener las uñas aún un poco manchadas de pintura naranja... Resultaba agotador sólo de verla.

Por alguna razón me había sentido complacido cuando Axel le había planteado el entrar a clase de Dibujo, lo cual estaba totalmente fuera de sus planes, y juraba que casi había podido ver cómo su cerebro intentaba encajar aquella nueva meta en su cuadrada agenda de vida como si de un ordenador se tratase.

¡No lo entendía! ¡Era evidente que aquello era justo lo que necesitaba! Relajarse, hacer algo divertido, algo que le gustase de verdad, o tal vez, como el abuelo decía, probar cosas nuevas. Ella fruncía cada vez más el ceño y yo quería alisárselo con el dedo.

Sin saber muy bien el por qué o en qué momento, me había propuesto a mí mismo el reto de mostrarle a aquella niña lo que se estaba perdiendo, el lado divertido de la vida; de modo que sugerí que se apuntase también a Fotografía, donde yo era obligado a participar desde primer año para que mi abuelo pudiese vigilarme mejor.

¡Por alguna razón, yo había sentido la inquietante necesidad de sacarla de aquel aburrimiento de vida que parecía absorberla! De ayudarla a que se lo pasase bien, ¡como yo! Y, sin embargo, cuando el abuelo había aplaudido mi idea, ella me había fulminado con la mirada, preguntándome, sin necesidad de hablar, si quería volverla loca; y luego, mientras que Axel le explicaba lo brillante de aquella opción, se había perdido en su mente cuadrada de nuevo, como lo estaba en aquel momento, con una arruga de preocupación marcando el comienzo de su ceja derecha, ajena al tour que le dábamos.

¡Estaba consiguiendo ponerme de los nervios! ¡Iba a conseguir que le sangrasen los dedos con tanto mordisco!

Entonces se me ocurrió. ¿Cuál era el lugar favorito de un empollón? La biblioteca. Y por suerte la del Michelangelo era grande y bastante bonita a mi parecer. Axel me había mandado allí a limpiar y organizar libros varias veces, como método de castigo.

La uña anular de su mano izquierda había quedado ya reducida a su mínima expresión y antes de que fuese a por el meñique le agarré la mano, sintiendo de nuevo aquel extraño y molesto choque eléctrico.

— ¡Ay! —Al igual que yo, Emma se apartó rápidamente, frotándose la mano y juntando sus finas cejas oscuras en una graciosa mirada reprobatoria.

¡Como si yo provocase aquello queriendo! Además, ¡a mí también me había dolido!

—Bueno; ya sabéis lo que dicen de los polos opuestos... —Comenzó Thom, dándome pequeños codazos en el costado haciendo reír a los demás.

Sentí que algo comenzaba a culebrear dentro de mi estómago y que mis mejillas subían de tono de repente.

Seguramente me había sentado mal la comida, o era la estupidez de Thom, que ya se hacía notar incluso en el cuerpo de los demás.

—Hey, chicos, vamos... —Lo corté, alejándome de él y sus molestas insinuaciones.

Sin embargo, no pude evitar darle un breve vistazo a Emma, que se había escondido detrás de su espesa melena castaña, apretando con fuerza la carpeta sobre el pecho, preguntándome si el tonto comentario le habría incomodado.

La guie hasta la biblioteca prestando especial atención en no tocarla de nuevo cruzando por el estrecho pasillo, y cuando Mike abrió la puerta mi cuerpo se relajó al fin, al tiempo que se descontraía el de ella por primera vez en todo el día.

La observé pasear, cómoda y tranquila por la estancia, abriendo la boca con asombro, mirando a su alrededor. Estaba comenzando a atontarme con brillo de sus despiertos ojos, buscando entre las estanterías mientras que acariciaba distraída la tela del sofá.

De nuevo, Thom me dio con disimulo un codazo, guiñándome un ojo con picardía y señalando a la chica con la barbilla. ¿Qué demonios me pasaba? ¿Por qué me estaba comportando de aquella forma?

Negué con la cabeza hacia mi amigo, quitándole cualquier absurda idea que se le estuviese pasando por la cabeza.

— Es muy bonita. —Dijo ella, agradeciéndome el haberla llevado.

Sus ojos brillaron en una sonrisa, aun estando semiocultos por aquellos redondos y rosados cachetes, dándole una mirada dulce y por fin alegre.

—Parece que ya has encontrado un rincón para esconderte, ¿eh, empollona? —Dije restándole importancia al baturrillo de mi estómago—. De haber sabido que esto era lo que necesitabas para relajarte te habría traído antes.

Avanzábamos por el pasillo en un insólito silencio. Emma había entrado al Salón de Actos y los chicos se miraban entre sí claramente divertidos, lanzándome cada poco breves miradas de soslayo. Los conocía bien; y ellos a mí, y sabía que pronto comenzarían a pincharme a cerca de la chica si no hacía algo para impedirlo, o al menos atrasarlo, ya que antes o después me atacarían con preguntas que yo aún no sabía responder.

Ahora que ella no estaba, mi estómago había dejado de dar vueltas y mi cerebro funcionaba con normalidad. Debía pensar en algo bueno. Necesitaba expresar aquel torbellino de ideas y emociones que habían asaltado mi cuerpo en presencia de Emma. Pero ¿cómo?

Theo se rascó la garganta cómicamente y supe que me estaba quedando sin tiempo.

—Así que... Esta chica, Emma... Es maja, ¿no?

"Oh, oh..."

—A mí me cayó bien...—Añadió Mike tranquilamente.

—Y es bastante guapa. —Observó Thom.

Lo miré, sintiéndome de pronto incómodo e inquieto.

Thom era el único del grupo hasta hacía poco que había tenido novia. Novias en realidad. Las dos primeras, durante el primer año de instituto, no creía yo que hubiesen sido muy serias, y las tres del segundo año tampoco habían sido gran cosa, aunque le había dado un beso de verdad a la tercera. ¡Aquello con trece años era toda una proeza!

Le habíamos pedido los detalles llenos de curiosidad y desconocimiento, pero nada más comenzar a hablar me había jurado a mí mismo que jamás besaría a una chica a menos que me gustase de verdad. ¡Y nada de lenguas de por medio! Si la cosa era tal y como Thom la había explicado, ¡me parecía asqueroso!

Mike se había reído de mí al oírme renegar. No entendía muy bien el por qué, si él jamás había demostrado interés por mujer alguna.
Thom incluso había llegado a decir que tal vez sus gustos fuesen diferentes. Yo lo había defendido. Le había dicho que uno se enamoraba de la persona y no del sexo de esta, y luego había hablado con mi amigo, le había dicho que podía confiar en mí y que lo apoyaría en todo. Al fin y al cabo, había crecido por suerte en un ambiente libre de homofobias, y mi tío Nico podría ayudarlo si "salir a la luz" era difícil para él.

Mike había pasado unos tres minutos enteros riéndose, apretándose la barriga y asegurándome que se iba a mear encima.

— Con lo creído que se lo tiene Thom, ¡hasta pensará que muero por él! —Rio negando con la cabeza—. Hablaré con ese idiota más tarde. Y gracias, pero no. No soy gay, Leandro. Me gustan las mujeres. ¡Eres mi mejor amigo! ¡Deberías saberlo! —Había dicho divertido.

Era realmente difícil hacer o decir algo que llegase a enfadar a Mike. Era excepcionalmente pacífico.

— Nunca te hemos visto interesado en alguna. —Le había contestado yo, justificando un poco la opinión de nuestro amigo.

— Eso es porque no hace falta ser un baboso o montar un circo. La clave del éxito está en la discreción, Lean.

— Entonces... ¿Sí que te gusta alguien? —Lo pinché. Él me miró con una pequeña sonrisa.

— Eso creo.

— ¿Y cuál es el problema? —Él suspiró.

— Por ahora es algo imposible. —Lo observé con detenimiento, intentando descifrar sus escasas palabras.

— Tío... ¿Te gusta una profesora? Porque eso es imposible del todo —Mike rio y yo continué haciendo cuentas—. La más joven es Rebecca, la de baile... ¡Pero ya andará cerca de los treinta si es que no los tiene aún!

—La edad es un factor importante, sí —Comentó él vagamente, perdido en su mente—. Pero no tanto como la aprobación de la familia y la reciprocidad de los sentimientos.

Escupí una pequeña risa y apoyé la mano en su hombro. ¿Qué demonios tenía ese chico en la cabeza?

—Si pretendes contar con la bendición de los padres de la profesora para casarse contigo, que, por cierto, tendríais que esperar como mínimo cinco años para que tú tengas edad legal para hacerlo... Yo lo veo muy jodido —Los dos reímos—. Será mejor que busques otro amor imposible, Mike.

—Sí, creo que tienes razón.

Había pasado otro año desde aquello, y seguía sin ver interés alguno por parte de Mike en las chicas. A pesar de que todas lo saludaban con cara de tontas; el chico era atractivo, suponía yo, para ser un tío, y además su padre era una superestrella. ¿Qué más se podía pedir? Sin embargo, Mike no respondía a las peticiones de ninguna.

Al igual que a mí, le molestaba especialmente cuando alguna chica se le declaraba de la forma más escandalosa y pública posible para luego decirle aquello de "¡Nuestros padres se alegrarán tanto de saber que estamos juntos!".

La gran diferencia era que Mike era todo un caballero "dando calabazas"; siempre sabía qué decir para que la chica se sintiese alagada y feliz a pesar de su negativa, mientras que yo conseguía que pasasen del amor al odio en dos segundos, que era lo que tardaba en mandarlas a freírse un huevo; de modo que a esas alturas de mi vida ya no había mucha osada que tuviese la desfachatez de intentar declararse fuera del día de San Valentín y de forma muy discreta.

Theo era el más tímido de todos y sin embargo tenía una novia secreta desde mediados de Segundo. Tara. Una divertida chica pelirroja de enormes gafas redondas, graciosas pecas naranjas sobre la nariz y una loca obsesión por Harry Potter. Sólo Mike y yo conocíamos su secreto pues él aseguraba que si su hermano lo descubría intentaría ligar con ella a como diese lugar, sólo para demostrar que era mejor que él. Cosas extrañas entre hermanos.

Pero Thom era diferente. Le gustaba la atención, los guiños de ojos, mandar flores, dejar notas de amor en las taquillas. Durante el tiempo que le duraba el capricho era el prototipo de novio perfecto; pero solían durarle poco. Encima tenía aquella absurda obsesión con la "Base Dos"...
Estaba empezando a ponerme azul al pensar que Emma pudiese ser su próximo encaprichamiento.

Entonces, se me ocurrió una brillante idea.

— ¡Lo tengo! — Los chicos dejaron de reír y me miraron en silencio mientras que yo me deshacía la nuca con las uñas preso de la emoción. — Haced lo que tengáis que hacer hoy, chicos. Mañana nos vemos junto al David.

—A ver, a ver, Leandro —Habló Mike, intentando calmarme—, ¿qué vamos a hacer mañana exactamente?

—Arte —Ellos me miraron curiosos y yo me froté las manos—. ¡Vamos! ¡No creeríais que este año estrenaríamos curso como chicos buenos, ¿no?! ¡Además es perfecto porque el abuelo está esperando a que haga algo hoy, como los otros años, o a que lo posponga unos días para despistar! ¡Mañana es el día ideal!

—¿Nos vas a contar cuál es el plan? —Preguntó Theo, suspirando divertido. Yo negué con la cabeza.

—Mañana lo veréis. A las cinco en el David. ¡Venid con disimulo! —Ellos rieron.

—Leandro, tu abuelo sospecha de nosotros cuatro juntos incluso si nos ve entrando al baño.

— En primero atasqué las tuberías —Les recordé—. Y las exploté con petardos. Pero entonces no era verdadera arte.

— Pues la pared del baño parecía un cuadro. —Rio Thom.

—Esta vez será mucho mejor, amigo mío —Le aseguré, despidiéndome y corriendo hacia la puerta —. ¡A las cinco!

Tenía mucho que preparar.

Había pasado cuatro horas rellenando los pequeños globos de colores con su pintura correspondiente. El suelo del cuarto de baño parecía un cuadro de Wassily Kandinsky, por no hablar de mis manos, pero merecería la pena.

Repasé mentalmente lo que quería expresar con cada color. Había alegría, diversión, incomodidad, tristeza, alivio, y luego estaban aquellos revoltijos en el estómago que había sentido con Emma y aquellos molestos y extraños picotazos eléctricos que me daban al tocarla. Había elegido el rojo para lo primero y el amarillo para lo segundo, y por alguna razón, había muchos globos de esos dos colores.

Sólo faltaba por concretar un pequeño detalle.

No sabía por qué de pronto aquello era tan importante; por qué mi cerebro se empeñaba en darme una y otra vez la misma orden, pero mientras que daba vueltas por el cuarto sin decidirme a hacerlo, mi corazón se había ido acelerando al punto de parecer que iba a infartar de un momento a otro, y era demasiado joven para eso.

Salí al balcón y miré hacia arriba. Ya había caído la noche y su luz estaba encendida. Mi cuerpo vibró de nuevo y yo respiré lo más profundamente posible para intentar calmarme.

Sabía que era posible subir por allí. Había escuchado a mis padres hablar de aquello entre risas y besos, inconscientes o incapaces de pensar que pudiéramos usar aquella información en un futuro.

Quería; no, necesitaba invitarla a ver mi obra de arte mañana ¡Era importante que estuviese allí! Tal vez así, exponiendo aquellos torbellinos locos ante ella, dejasen de propagarse por mi cuerpo al mirarla a los ojos.

¡Aquello era insano! ¡No la conocía de nada! ¡Dios! ¡Las mujeres eran demasiado problemáticas!

Volteé hacia la puerta de cristal de mi habitación, pero no conseguí meter los pies dentro de la estancia. Necesitaba que ella fuese hasta el David a las cinco del día siguiente.

"¿No puedes esperar a mañana para decírselo, idiota?" —Me reclamé. Aunque ya sabía la respuesta.

No podía. La impaciencia era desde siempre mi peor defecto. Mi cabeza repasaba una y otra vez la imagen de mi cuerpo subiendo, ágil cual Tarzán por el muro de piedra, llegando al balcón de Emma y dándole un encantador susto al llamar a la puerta.

Me rasqué la nuca desesperado. Mi mente ya lo había decidido, y al parecer también mi cuerpo, porque mi pie ya estaba saltando sobre la barandilla de metal y buscaba el mejor saliente.

— Puedo hacerlo. —Y, de hecho, era bastante fácil.

Las piedras sobresalían lo suficiente para darle un buen punto de apoyo a mis pies y manos, y en menos de dos minutos ya estaba agarrado a la barandilla de Emma. Con un ultimo salto entré en su balcón y me detuve para deleitarme en la poderosa sensación de adrenalina que me invadía. ¡Había sido genial!

Las gruesas cortinas de Emma estaban aún abiertas y la habitación estaba únicamente protegida por la fina y clara tela translúcida de las cortinas interiores. Ella estaba allí, sentada en su escritorio y leyendo con atención unas hojas. Me acerqué más al cristal para comprobar que a su lado descansaba abierto el mapa del instituto. ¡Era increíble! ¿Aún seguía estudiando aquello?

Llamé a la puerta con más fuerza de la necesaria y Emma dio un bote hacia atrás, mirando en mi dirección con la mano en pecho y los ojos desorbitados. Mi yo interior se regocijó con su reacción. La saludé con la mano y con una sonrisa de estúpido que no conseguía borrar de mi cara.

Mi corazón martilleó con fuerza al ver como ella entornaba los ojos para intentar ver mejor a través de la cortina. Con el ceño fruncido caminó hacia el balcón para, finalmente, apartar la tela que nos separaba. Sus bonitos ojos se abrieron con sorpresa primero, luego extrañeza y por último desconcierto.

Las expresiones de aquella mujer eran como un libro abierto ante mis ojos. Tan fácil de leer que me daba risa.

Emma abrió la puerta de cristal del balcón y se me quedó mirando con una ceja levantada.

—¿Qué haces aquí? ¿Cómo has subido? Sabes que las normas no permiten que los chicos estén este piso, ¿verdad?

Tan curiosa, tan mandona y sabelotodo, parecía un cachorro de tigre, con el pelaje de la espalda erizado, bufando furioso. Mi cuerpo debería rehuirla. Me cohibía de alguna manera que fuese siempre tan directa, y era capaz de ver que, en un futuro podría morder y arañar, y sin embargo, en aquellos instantes sólo me parecía un peluchito adorable.

—Necesitaba hablar contigo y no tengo tu número. He subido por la pared y las normas están hechas para romperse. —Contesté dando un paso hacia su cuarto, pero Emma, con un encantador rubor en las mejillas y ojos brillantes, colocó una mano sobre mi pecho, y mi estómago comenzó a girar de nuevo.

—No. Las normas están hechas para cumplirse. ¿Qué haces aquí, Leandro? —Preguntó dando un paso hacia atrás mientras que se masajeaba distraídamente la mano con la que me había detenido, como si le picase.

—Quiero proponerte algo. Una "cita". —Sus mejillas subieron un tono de color.

—¿Una cita? —Elevó la ceja derecha de nuevo para luego lanzar una pequeña risilla con acento burlesco—. No tengo tiempo para citas. Pero... Gracias, supongo.

Intentó empujarme de nuevo hacia el balcón, pero yo la frené ofendido.

—¡No hablo de ese tipo de citas! —Claro que, ¿cómo iba ella a saberlo? Suspiré —. Mañana vamos a hacer... un poco de arte moderno, y me gustaría que vinieras conmigo; con nosotros... Ya sabes, Mike, Theo y Tom.

—¿Vais a "hacer" arte? —Preguntó ella escéptica, pero también curiosa. Yo asentí.

—Mañana a las cinco. Junto al David de Miguel Ángel —Hablé señalando a mi espalda, hacia el bosque de cerezos—. Está en el bosque, siguiendo el cam...

—En el bosque de cerezos, siguiendo el camino central. Lo sé. —Miré de nuevo el mapa abierto en su mesa. Claro que lo sabía.

Fue entonces cuando comencé a fijarme en su habitación. Ya había guardado y acomodado todo en su lugar. No había rastro de maletas, calcetines perdidos o zapatos tirados por el suelo. Los lápices y bolígrafos estaban organizados y separados por color. Había un grueso montón de folios perfectamente apilados, en el fondo de pantalla de su ordenador brillaba el dibujo de un cielo estrellado hecho con acuarela y en su corcho no había más que una foto antigua de dos adultos de aspecto hippie, sonrientes delante de una autocaravana.

Toda su habitación era blanca y mantenía un aspecto cuidado y pulcro, a excepción de aquella divertida y colorida colcha, llena de flores, espirales, círculos y puntos, enmarcando un enorme "Emma" en el centro.

—Creo que en realidad ese es el estilo que te pega. —Dije señalándola con la cabeza.

Emma giró hacia dónde mis ojos señalaban y le dedicó a la tela una sonrisa cariñosa.

—Mi madre la bordó para mí.

—¿Es la de la foto? —Pregunté curioso. Ella asintió despacio.

—Lo fue hace algunos años. —Su voz sonaba triste y enseguida se me vino el alma a los pies.

—Vaya. Lo siento, Emma. Yo... no sabía.... —Ella movió los brazos hacia mí y me sonrió.

—¡No! ¡Mi madre vive, gracias a Dios! Me refería a que ella ya no es así actualmente. —El alivio me inundó rápidamente.

—¿Y cómo es ahora?

—Mayor. Mayor y cansada —Habló ella mirando hacia la fotografía.

La observé mientras se perdía en aquella gastada foto. Ella también parecía extremadamente cansada. Tenía una profundas ojeras oscuras bajo unos ojos enrojecidos, el pelo revuelto, los hombros caídos y las manos de aspecto áspero, con las uñas extremadamente cortas y destrozadas, seguramente por morderlas a menudo.

—Tienes que irte —Recordó de pronto, empujándome una vez más de vuelta al balcón—. No deberías estar aquí.

—¿Vendrás mañana? —Le pregunté mientras dejaba que me arrastrase fuera. Ella lanzó un largo suspiro.

—No tengo tiempo, Leandro. Tengo muchas decisiones que tomar y papeles para entregar y...

—¡Ya habrás hecho todo eso por la mañana! Sabes que a las cinco estarás libre. —Por algo lo había planeado todo para esa hora.

—No lo sé. —Insistió ella. ¿Pero por qué era tan terca? 

Bufé hacia el cielo y me volví a mirarla.

—De acuerdo. Promete que vendrás si has terminado todo lo que tenías que hacer —Ella me miró cargada de indecisión, pero también veía allí escondida en sus ojos marrones la huella de la curiosidad—. Vamos... Será algo grandioso, algo mágico e increíble.

Vi cómo alzaba el dedo pulgar hacia la boca, y la frené rápidamente, colocando mi congelada mano sobre la suya. De nuevo, ambos nos sorprendimos con el pequeño chispazo que saltó entre los dos, picándonos en la mano.

—¿Cómo haces eso? —Me preguntó colorada, frotándose la mano.

—¡Hey! ¡No es algo intencionado! ¡A mí también me duele! — Sentía mis mejillas cálidas, el corazón acelerado y una extraña energía zumbado en el aire.

Tenía que salir de allí.

—A las cinco, ¿de acuerdo?

Me colgué del balcón ante la atenta mirada de Emma y comencé a bajar por las piedras. Era mucho más fácil ahora que sabía dónde estaban las mejores piedras, así que suponía que con practica aquello sería casi un viaje en ascensor.

"¿Con práctica? ¡No hay motivos para volver a subir ahí, Leandro!" — Me reñí, perdiendo ligeramente el equilibrio.

—¡Cuidado! —Levanté la cabeza y vi que Emma estaba asomada a la barandilla, mordiéndose una uña y viendo cómo descendía.

—¡Deja esa uña! ¡Está todo controlado! —Le aseguré. Sólo tenía que mantener la cabeza centrada en las piedras.

—Estás completamente loco, ¿lo sabías? —Me dijo cuando ya había puesto los pies en mi balcón.

—Algo me han dicho.

—Es por gente como tú que tienen que colocar normas. —Me riñó, asustada por el pequeño desliz que había visto.

—En realidad, Emma. La norma dice que los chicos no pueden cruzar "el pasillo" de la tercera planta, y yo nunca lo he hecho —Vi como abría la boca al tiempo que levantaba acusadoramente el índice, pero luego la cerraba de nuevo sin saber qué decir, lo cual me enorgulleció mucho—. Buenas noches. 

Decir que había sido difícil conciliar el sueño después de aquello era quedarse muy corto. El picor que solía sentir en la nuca antes de hacer alguna de las mías se había extendido a todo mi cuerpo, parecía que me hubiese acostado sobre un hormiguero y no podía para de dar vueltas.

Había pasado medio minuto mordisqueando la uña de mi pulgar derecho, intentando descubrir cómo aliviaba aquello a Emma en algo, pero sólo me había llenado la boca de baba y había logrado dejar la uña media blandengue, dándome luego mucho asco.

Había corrido por la mañana a entregar todos los papeles necesarios. Mis clases ya estaban más que decididas incluso antes de entrar en el curso, de modo que no había sido nada difícil. Había evitado a los chicos para que no me hiciesen preguntas antes de tiempo, y aunque me habían mandado mensajes durante la hora de la comida para que bajase al comedor, les había dicho que tenía que prepararlo todo y que no nos veríamos hasta las cinco de la tarde.

Estaba tan ansioso que no sentía hambre, sólo picazón. Me estaba deshaciendo los brazos de tanto rascarlos y si seguía dando vueltas por la habitación crearía un boquete en el suelo. ¿Habría acabado Emma de hacer y decidir todo lo que necesitaba? ¿Vendría al bosque?

Las dudas me carcomían la paciencia. Necesitaba desesperadamente una ducha.

Había heredado esa manía de mi madre. Duchas antes y después de cualquier cosa. El agua me relajaba, me hacía sentir bien, tranquilo; y me hacía mucha falta. Ella me había contado que, ya siendo sólo un bebé, era un manojo de nervios. Siempre acelerado, siempre repleto de una energía explosiva que a veces, decía, me costaba casi respirar; y la única forma de calmarme era metiéndome en el agua. Allí, me ayudaba a flotar o me frotaba con una suave esponja llena de espuma y, al fin, me relajaba.

Definitivamente, eso era lo que necesitaba.

Entré al baño y dejé la ropa a un lado. El espejo me mostró una versión de mi padre, más joven y con pelo corto, con una pequeña peca color café en la nariz, cuando mi padre la tenía debajo del labio, pero con el mismo color y calidez en los ojos. Pese a las muchas peleas que teníamos, amaba a aquel hombre, y aunque nunca se lo había dicho, me gustaba verlo en mi reflejo.

Desde pequeño había corrido con él por la playa, y mi exceso de energía me había hecho un adicto a los deportes, de modo que mi cuerpo estaba bien cuidado, los músculos de mis brazos y piernas marcados, y podía lucir con orgullo los abdominales, sin embargo, pensé en la escultura de Miguel Ángel. ¿Realmente podía representarme con él?

Desnudo, expuesto al mundo y a las nuevas emociones que sentía, expuesto a Emma.

Tenía que encontrar la manera de que llevase algo mío. Tenía que ser yo de algún modo. Pero, ¿cómo? No había forma de ponerle unos pantalones, y Dios sabía que "aquella" era parte que menos quería que me representase, y cualquiera que me tachase de superficial o vanidoso sería porque nunca había visto la estatua en persona.

"Aquello" estaba ridículamente reducido a su minimísima expresión, como en la mayoría de estatuas griegas de aquella época, ya que representarlo de eso modo implicaba que el hombre en cuestión era bueno, puro y sabio, y no un sádico pervertido. Pero de vuelta al mundo real, era pequeño. Muy pequeño.

Tampoco era posible colocarle mi chaqueta, y yo nunca usaba gorros, por desgracia, ya que tapar aquellos marmóreos rizos sería ideal, por que que yo no los tenía... Podría, tal vez, engalanarlo un poco.

En las fiestas, tanto del internado como las que dábamos en casa, la gran mayoría de los chicos de mi edad optaban por un aspecto arreglado-informal. Camisa-vaqueros, traje-camiseta, y la peor de todas, en mi opinión, llevar camiseta de algodón con corbata. Seguramente se debía a que había crecido en medio del mundo de la moda, escuchando largas charlas entre mi madre y mi abuelo sobre lo que se llevaría y lo que no, pero, ¡aquello me parecía el colmo del mal gusto!

Muy por el contrario, en esas ocasiones yo disfrutaba vistiéndome de forma elegante, con un buen traje entallado, camisa y zapatos. Además, tenía preferencia por las pajaritas antes que las corbatas, ya que mi cuello era largo y podía permitírmelo, y tres años atrás, en navidad, mi madre me había regalado una negra, con brillante tela de satén que había adorado tanto que siempre la metía en la maleta, para lucirla en baile, pero la ocasión merecía un pequeño sacrificio, y sería muy sencillo colocarla en el cuello de David.

Satisfecho al fin de que el plan estuviese completo me metí bajo el agua caliente y dejé que mis músculos se relajasen. Faltaba sólo una hora para el encuentro y quería ser el primero en llegar de modo que no podía demorar tanto como me hubiese gustado. Respirando profundamente cerré el grifo, me sequé, vestí, y busqué mi preciada pajarita en el fondo del último cajón de mi armario, donde aún la tenía guardada dentro de su caja original.

La metí en la mochila donde guardaba los globos llenos de pintura y salí corriendo como una bala hacia la puerta; aunque me detuve justo antes de agarrar el picaporte. Sentía picazón en la nuca de nuevo, y algo me urgía para que me diese la vuelta. Mis ojos cayeron sobre el balcón.

Si salía por la puerta con aquella enorme mochila y mi abuelo me veía, todo se iría al traste. Por otro lado, bajar por allí a plena luz del día... ¿Y si alguien me veía? Claro que, ¿quién iba a estar vigilando los balcones a las cuatro y media de la tarde?

Me lancé hacia la barandilla plateada y miré hacia abajo. El suelo debía estar a unos seis o siete metros de distancia, pero podía hacerlo.

Me puse la mochila en la espalda, me encaramé a la barandilla y comencé a bajar, con lentitud al principio, pero pronto le agarré el truco al asunto y ayudándome también de la fuerte enredadera de hojas rojas que trepaba por la pared hasta el techo del edificio, estuve rápidamente el suelo, sintiendo el acelerado latido en mi corazón en los oídos y la adrenalina recorriéndome las venas.

Di un rápido vistazo hacia los balcones. No había nadie a la vista; de modo que corrí hacia el bosque de cerezos y recorrí el pequeño camino lateral de piedras blancas hasta que este desembocó en el amplio camino central, y una vez allí corrí de nuevo, sintiendo como una sonrisa incontrolable se expandía por mi rostro, hasta llegar al centro del bosque, donde El David, esperaba desnudo en el centro de un bonito y amplio cenador de madera.

Era otoño, y las hojas de los árboles de cerezo habían comenzado a caer, creando un manto amarillo, marrón y rojizo. Me encargué que eliminar las hojas que habías caído sobre El David. ¡Tenía que estar perfecto! Y, sobre todo, tenía que ser yo; tenía que verme en él o aquello no tendría sentido. Agarré la pajarita de la mochila y se la coloqué cuidadosamente en el cuello, atusándosela, como hacía cuando yo me la ponía, para que se viese bien.

Pronto me llegaron las risas de mis amigos, y mi nuca comenzó a picar de nuevo.

—¿Practicando besos, Leandro? —Rio Thom. Me di la vuelta y le enseñé el dedo del medio.

—¿Qué le has hecho al David? —Preguntó Theo curioso, poniéndose de puntillas para ver sobre mi hombro.

Mee aparté de la figura para que pudiesen ver su nuevo aspecto. Mike fue el primero en echarse la mano a la frente mientras reía.

—Lo has dejado muy elegante —Aprobó—. ¿No es tu favorita?

Asentí admirando satisfecho lo bien que le sentaba al David. Aquella pajarita era maravillosa.

—Podías haber echo algo con sus partes nobles —Dijo Thom acercándose a la estatua—. Seguro que él preferiría que le cubrieras esto.

Todos reímos, aunque yo no estaba del todo concentrado en mis amigos; no conseguía dejar de mirar el bosque y el camino, impaciente al no verla a ella por ningún lugar.

—Así que, ¿qué vamos a hacer exactamente? —Quiso saber Mike, vigilando mi mochila, tirada de cualquier forma en el suelo.

—Arte. —Contesté de forma monótona mirando el reloj. Cinco y dos minutos. Aún podía venir.

Ellos me miraron elevando las cejas, expectantes.

—¿Podrías ser un poco más concreto? —Pidió Theo—. Hemos visto a Axel cuando veníamos hacia aquí; iba en la moto hacia el insti.

—¿Dijo algo? —Quise saber, viendo peligrar mi obra.

—No. Nos saludó desde lejos, pero seguramente se preguntaría dónde estabas tú. —Habló Mike cruzándose de brazos, claramente divertido.

Tenía razón. Podía haberlos seguido. Podría llegar en cualquier momento. Tenía que comenzar con aquello ¡ya!

—De acuerdo. Necesito que me ayudéis a relajarme. —Pedí, agarrando la mochila y abriendo la cremallera.

—¡Quieto ahí, hermano! ¿De que tipo de relax estamos hablando? —Rio Thom. Aquel tipo era realmente irritable.

Rompimos a reír, mientras que yo le propinaba una buena colleja en el centro de su tonto cogote. ¡Era demasiado parecido a su padre!

—¡Globos! —Anuncié enseñándoles el contenido de la bolsa.

—Globos... ¿de agua?

—De pintura, Theo. —Le dije elevando las cejas y rascándome la nuca.

—A ver, Leandro —Habló Mike agarrando el globo azul que le tendía —. ¿Quieres tirar globos con pintura... en El David de Miguel Ángel?

—¡Soy yo! —Le contesté riendo, casi loco, señalando la estatua. Él rompió a reír negando con la cabeza.

—De esta sí que nos expulsan — Reía Thom, agarrando un globo con cada mano—. ¡Me gusta!

—Yo creo que esto es excesivo, Lean.

—¡No seas aguafiestas y coge un globo, Theo! ¡Por eso morirás soltero! —Protestó su hermano. Resoplando, Theo cogió un globo amarillo.

—¡No! —Le dije enseguida, dándole uno verde—. Los rojos y amarillos son míos. —Les informé.

Era importante que aquellas dos emociones, los aleteos en el estómago y las descargas eléctricas que sentía cuando estaba cerca de Emma, las expresase yo mismo. Mis amigos me miraron como si fuese un maniático enloquecido, pero aún así asintieron conformes. Y hablando de Ella. ¿Dónde se había metido?

Miré de nuevo hacia el camino central. No venía nadie. Miré la hora en el móvil; las cinco y diez minutos. Tal vez no iba a aparecer.

—¿Empezamos la fiesta o dejamos que nos pillen? —Preguntó Thom, que ya se relamía cual niño pequeño, preparando una graciosa pose de lanzamiento.

Yo necesitaba exteriorizar todo aquello, con o sin ella, lo necesitaba; aunque sabía que sin ella no sería igual de efectivo. Sabía que no iba a lograr deshacerme de aquellas emociones si no descubría de donde venían y, para eso, necesitaba allí a Emma.

"¡Demonio de mujeres! ¿Por qué tienen que ser tan complicadas?"

El primer globo morado impactó contra la pierna derecha del David, haciendo que Thom gritase "¡Premio!". La segunda, azul, impactó contra su abdomen, y Mike rio, aun moviendo la cabeza de lado a lado. Después, las bombas de pintura ya no paraban.

Podía ver cómo la estatua se iba llenando de color. Girando sobre él y esquivando los globos para que no nos diesen también a nosotros, le estábamos creando un bonito traje que nada combinada con su lustrosa pajarita, pero le quedaba bien. Theo había logrado disfrutar también, acertando de pleno en el miembro del David con un globo naranja, gritando "Cien puntos". Todos reíamos, nos relajábamos y disfrutábamos del momento, aunque lo que más se veía en la figura eran explosiones rojas y amarillas y eso me recordaba que ella no había acudido a nuestra "cita".

Ya apenas quedaban globos, y los pocos que había eran todos míos. Agarré uno rojo y lo lancé con excesiva fuerza, acertando de pleno en el corazón de la estatua.

—¡Oh, Dios! —El grito, me sobresaltó al tiempo que mi cuerpo se llenaba de revoltijos.

Miré hacia el camino, y la vi. ¡Había venido!

—Emma. —La saludé sonriendo de repente como un panoli.

Pero ella miraba horrorizada la figura del David, a los chicos, a los globos y a mí.

—¿¡Qué estáis haciendo!? —Podía ver cómo se le desencajaban todas las piezas de su cuadrado cerebro.

—Arte. —Señalé tendiendo un globo amarillo hacia ella.

—¿Arte? ¡Esto es vandalismo, Leandro! ¡Esto no es arte! —Su acusación hizo que se tambalease mi ego.

—Bueno... El arte está en los ojos de quién la mire...

—¡Bobadas! ¡Estáis destrozando una verdadera obra de arte! —Habló en un gracioso chillido, llevándose las manos a la cabeza.

Mis amigos se habían reunido a un lado y se reían cruzados de brazos, disfrutando de la escena. No eran muchas las ocasiones en las que alguien intentaba pararle los pies a Leandro Colombo y aquello los entretenía demasiado.

—Sabes que no es la original, ¿no?

Para cortarles la gracia, tiré el globo que le había tendido a Emma, dándole al David en el pelo.

—El rubio le sienta bien a cualquiera. —Comentó Mike al tiempo que Emma daba pasos desesperados hacia mía con las manos levantadas.

—¡No! ¡Para! ¡Tenemos que limpiarlo! —Entonces sí la miré con sorpresa.

—¿Tenemos? —Ella seguía con los ojos fijos y horrorizados en la escultura.

—¡Sí! ¡Yo ya lo he visto! ¡Me has convertido en tu cómplice! —Me acusó.

Los chicos rieron, y yo, aunque no pretendía avergonzarla, no pude evitar hacerlo también.

Aquella mujer era demasiado seria. Demasiado estricta.

—Relájate, Emma. ¿Por qué no terminamos la obra primero? Te sentarán bien un par de tiros. —Volví a extender hacia ella un globo amarillo y otro rojo.

No sabía si Theo y Thom se darían cuenta de aquel pequeño detalle, pero no había pasado desapercibido para Mike, que me había lanzado una significativa mirada, al tiempo que elevaba las cejas.

—¡No va a haber más tiros de nada! ¡Guarda eso ya! —. Me exigió ella.

Había algo en su recta actitud que me aceleraba el pecho, que me hacía ruborizar y me impulsaba a obedecer cual manso corderito, pero tenía el alma de un rebelde, siempre la había tenido; siempre había vivido luchando, y ella no podría cambiarlo.

—Mmmmm.... No. Creo que no.

Lancé el globo rojo y este impactó contra los morros de la figura. Miré hacia atrás y vi cómo se desfiguraba la cara de Emma con espanto. Luego todo pasó muy deprisa, o tal vez a cámara lenta... No estaba seguro.

Ella se lanzó a por mí cuando me vio alzar el brazo izquierdo, para tirar el globo amarillo. Mis amigos se apretaron entre ellos, riendo y abriendo sus bocas con asombro al ver el rostro furioso y asustado de la chica, acercándose a mi con actitud amenazante. Yo estiré el brazo todo lo que pude para que ella no alcanzase a quitarme el globo. Era más baja que yo, pero tenía una fuerza inusual para lo menuda que era.

Su mano llegó a alcanzar levemente el dorso de la mía cuando el pequeño calambre nos sorprendió a ambos y nos alejamos frunciendo las cejas.

—¡Déjalo ya! —Reclamó Emma frotándose la mano.

No sabía si se refería a los calambres o a los disparos de pintura, pero igualmente alcé la mano de nuevo, disponiéndome para lanzar y negué con la cabeza.

Ella bufó como un gato rabioso y se lanzó de nuevo a por mí, trepando a mi espalda cual gorila y agarrándome la mano, intentando arrancarme el globo. Ambos forcejeamos, apretando demasiado el globo que, ante nuestra brutalidad, reventó en medio de nuestras manos, llenándonos el brazo, la cara, el pelo y la chaqueta del instituto de un explosivo amarillo.

Emma me observó con sus bonitos ojos marrones más grandes que nunca. La tenía cerca, muy cerca, con el aliento acelerado por el forcejeo, las mejillas rojas y un chorretón de pintura escurriendo por el lado derecho de su frente y en la punta de la nariz.

Mi cuerpo comenzó a flotar, o al menos así lo sentía yo con tanto aleteo en mi interior. Sentía corrientes en la espalda y también en el hombro, donde ella había colocado la mano para ayudarse a subir más alto. No sabía cuánto tiempo llevábamos así. Podía ser medio segundo o unas horas; el tiempo había dejado de contar. Sólo sentía mi corazón desbocado y aquellas locas sensaciones rojas y amarillas.

Mierda. Me gustaba la chica nueva.

Como si lo hubiese dicho en voz alta, ella se apartó un par de pasos de mí, se miró el brazo y la ropa y me lanzó una huraña mirada antes de volverse hacia el David y suspirar.

—¿Por qué lo has hecho?

Sentí su pregunta como un golpe en el pecho. La vi bañada de pintura amarilla y entonces me di cuenta de que tal vez ella no sintiese lo mismo que yo. Sabía que había sentido aquellos picotazos eléctricos cada vez que nos habíamos tocado, pero tal vez no había ningún aleteo incómodo en su estómago al estar cerca de mí, y con aquel pensamiento se me vino el alma al suelo.

Bajé la vista, y vi un triste y solitario globo rojo a unos cinco pasos de distancia. Ella se giró de pronto, como si presintiese que algo malo se avecinaba; siguió mi vista y dio con lo mismo que yo.

—Leandro. No...

Cada quién era dueño de sus sentimientos y emociones, y podía ser que aquella terca mujer no sintiese nada por mí, pero a mi ella sí que me gustaba. Y se lo demostraría.

Me lancé a por el globo y vi como ella hacía lo mismo, espantada y negando con la cabeza.

Escuché los pasos acelerados de mis amigos, pero no les presté atención. Mi mente estaba concentrada en ella. ¡Que mujer tan tozuda! ¿Pero qué demonios importaba a aquella altura un globo más en la escultura? ¡No se iba a notar diferencia alguna! Además, mi mente ya había cambiado de objetivo.

Emma no tenía forma de saberlo, pero la meta de aquel bonito color rojo era ella.

Diabólico. Lo sé. Pero quería verla empapada en aquel desquiciante sentimiento que me estaba atormentando.

¡Yo no quería saber nada de mujeres! ¡Ellas siempre tan problemáticas! ¿Por qué tenía que aparecer ella y despertar aquellos sentimientos en mí?

Ambos chocamos y caímos en suelo, forcejeando el uno contra el otro sin llegar a alcanzar el codiciado globo. Rodamos por las hojas caídas mientras que ella me gritaba que me detuviese y yo le decía que tenía que terminar mi obra.

—¡Eso no es arte!

—Lo que tú digas, empollona.

Alcancé al fin el globo y ella se lanzó a quitármelo de la mano. Podría simplemente apretarlo de nuevo para que explotase, pero en aquel momento estábamos uno frente al otro, tirados en el suelo, de modo que sólo lograría mancharme la mano y el piso. No, tenía que librarme de ella para poder alcanzarla con la pintura.

Pero parecía que Emma tenía sus propias ideas al respecto porque, sin miedo alguno a mancharse o a que se le subiese la falda del uniforme, enredó las piernas en las mías y se abalanzó sobre mí.

Mi cuerpo tembló, al verla allí encima, con aquella espesa mata ondulada de pelo castaño enmarañado de hojas, sus ojos entrecerrados en una hosca rendija y sus gruesos labios apretados con furia, y entonces me rendí por un segundo y aflojé la mano, dedicándole una sonrisa tonta.

Para mi sorpresa ella aprovechó el descuido para quitarme el globo de la mano, y lo levantó sobre mi cara con gesto desafiante y enfadado.

—¿Emma?

La voz del abuelo calló como un jarro de agua fría sobre nosotros. Los ojos de Emma pasaron en un segundo de enojados a aterrados. Miramos a la izquierda y allí estaba; el mismísimo Axel O'Connor, observándonos con la boca abierta mientras que nos señalaba con el dedo índice para luego alzarlo hacia la figura del David y de vuelta a nosotros.

—Esto sí que no me lo esperaba... —Dijo el abuelo sorprendido.

Emma se apartó de mi lado y se puso en pie tan rápido que a penas pude reaccionar. Tenía el globo rojo en la mano y amarillo en la cara y la ropa, y por el gesto de su rostro parecía incluso más culpable que yo y aquello me provocaba unas inmensas ganas de reír.

—Pero, ¿qué...? —El abuelo evaluaba la estatua con la mano en la cabeza para luego mirar directamente hacia mí. Se acercó a mi obra y la observó con cuidado, reparando bien en mi pajarita favorita—. ¿Se supone que eres tú?

Asentí en silencio. Sabía que si abría la boca estallaría en carcajadas y no era un buen momento. Emma estaba cabizbaja, podía ver como se frotaba con desespero la uña del dedo índice contra el pulgar, seguramente deseando poder llevársela a la boca.

El abuelo dio una vuelta sobre la figura y pude ver que se esforzaba también por no reír. Me di cuenta entonces de que mis amigos habían desaparecido del mapa. Probablemente habían visto llegar a Axel y habían echado a correr. No sabía si habían intentado advertirnos, de cualquier forma, no les estábamos prestando atención alguna.

— Emma Key... No sé qué decir. Sé que te dije que tenías que probar cosas nuevas, pero no esperaba que el estilo de arte de Leandro te llamase la atención.

Ella levantó la cabeza y miró al abuelo con gesto preocupado.

—Señor director, por favor, no me expulse. —Pidió.

Me sorprendió ver que no se defendía, que no me acusaba ni explicaba que en realidad intentaba detenerme.

—Abuelo, en realidad yo...

—Ya lo sé, ya lo sé —Me cortó el abuelo aun ocultando la sonrisa, asegurándome que estaba seguro de que aquello era cosa mía—. Pero tengo que seguir las pruebas y veo un globo en su mano.

Emma continuó callada.

—Sin embargo, Emma, ¡no te voy a expulsar! —Rio al fin. Sacó el móvil del bolsillo de su gabardina marrón y comenzó a fotografiar al David ante la estupefacta mirada de la chica.

—¿No? —Preguntó ella incrédula. Axel resopló divertido.

—¿Quién soy yo para judgar el arte? —Emma elevó las cejas, sin creer lo que veía y escuchaba.

—¿Arte? —Cuestionó. El abuelo asintió tocando la pantalla de su teléfono.

— A Alessandro le encantará esto. Leandro, quiero una redacción explicando lo que has hecho aquí, y ya que veo que os gusta trabajar en equipo, lo limpiaréis juntos.

Emma alzó un dedo entonces, queriendo corregir aquello de "os gusta trabajar juntos", pero yo la corté.

—Se borrará con la primera lluvia. —Le aseguré. Había usado pintura al agua, y la había diluido lo suficiente como para que así fuera. Emma me miró con la boca abierta.

—Muy inteligente —Aplaudió el abuelo—. Entonces haced que llueva pronto. Mañana lo quiero blanco y reluciente.

Alcé la vista al cielo. Claro y despejado a pesar del naciente frío otoñal. No llovería para el día siguiente.

—Será interesante teneros juntos en mis clases.

Volteé hacia Emma y ella enrojeció. Entonces sí había tomado Dibujo y Fotografía.

—Muy bien. —El abuelo extendió la mano hacia Emma, pidiéndole el último globo—. Ahora, los dos id a limpiaros y discutid cómo conseguiréis que llueva para mañana. —Habló mientras que hacía saltar el globo en su mano antes de lanzarlo contra la estatua.

El color rojo corría sobre el ombligo del David y la mandíbula de Emma estaba a punto de desencajarse mientras que yo rompía a reír.

El abuelo le sobó el pelo de la chica en un gesto tranquilizador, le dio una última mirada a la figura, me dio un suave golpe en el brazo con el puño, y riendo salió hacia el bosque.

Emma y yo permanecimos en silencio, viendo como había quedado el famoso David de Miguel Ángel. Un minuto más tarde escuchamos el furioso sonido de una moto derrapando en la tierra.

Emma suspiró y yo también, ya que no había conseguido derramar sobre ella la pintura roja.

Me acerqué al David y agarré con el dedo un poco de la pintura que mi abuelo había arrojado. Sentí entonces los pasos de la chica aproximándose a mi y mi nuca comenzó a picar.

—¿Hay alguna manguera que puedan dejarnos? ¿Cubos y trapos? Cuanto antes lo limpiemos más fácil será. —Habló con decisión.

Me giré hacia ella y acaricié con el dedo su mejilla derecha y sentí como ella dada un pequeño bote, enrojeciendo.

—¿Qué haces? ¿No puedes parar de jugar? ¡Tenemos que limpiar! —Tan seria, tan terca.

Le sonreí observando como sus ojos brillaban, y a pesar de su duro carácter sabía que, al menos un poco, sí que le afectaba.

Observé la marca roja que le había dejado. Ella no lo sabía, pero aquello era mi forma de exteriorizar que ella me gustaba, y lo tenía allí, justo en su cara.

—No estoy jugando contigo, empollona.


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Esta escena fue la inspiración de la antigua portada de la historia. Os la publico con cariño para todos los que estabais ahí desde el principio, ¡para las #brilliadictas!

¡Esta escena me encanta! ¡Y espero que a vosotros también os haya gustado y que os quedéis con ganas de más! 

Os mando un enorme beso, no olvidéis compartir y recomendar la historia si os ha gustado, ¡y nos leemos pronto!

Alma.

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