Emma
Capítulo 1
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La luz del sol entraba a través de la ventana de la cocina, iluminando la mesa donde mi padre acababa de dejar el correo.
Un delicado sobre azul celeste destacaba entre los demás, de tono blanco.
Esperé ansiosa, echando a un lado el impulso de llevarme las uñas a la boca ya que estaba removiendo el caldo que serviríamos en el menú de esa tarde, mientras que mis padres revisaban las cartas maldiciendo por la subida del precio de la luz, el agua y el gas.
—Gastos y más gastos. ¿¡Cómo pretenden que paguemos el local así!? —Se quejaba mi padre con gesto preocupado, llevándose los dedos a su barba canosa, con la intención de calmarse.
—Nos las arreglaremos, Yohan, como siempre hemos hecho.
—No me he casado contigo para darte esta vida, Carmen. —Dijo él mirándola con ojos brillantes-. Mereces todos los tesoros del mundo.
—No querría esos tesoros si no pudiera compartirlos contigo. Estaremos bien.
Mis padres me habían contado su historia miles de veces, y aun así nunca me cansaba de escucharla. Mi madre había viajado a París desde España, buscando libertad y un futuro mejor; por aquel entonces era una vegetariana desgreñada, con pensamientos demasiado revolucionarios, que quería aprovechar los últimos años del movimiento hippie.
Había conocido a mi padre durante una manifestación y se enamoró de su larga melena rizada, sus gafas de culo de vaso y sus promesas de una vida feliz y plena.
Por desgracia la vida de mochilero no aportaba mucho dinero, y después de casarse mediante un ritual gitano, que no estaban del todo seguros si tenía o no validez legal, se dieron cuenta de que no podrían sobrevivir a base de amor y paz.
Mi padre adoraba a su esposa, y no quería condenarla a una vida desgraciada, así que decidió que era el momento de asentarse y labrar un prometedor futuro a su lado.
Así fue como gastaron lo poco que tenían en una pequeña y ruinosa casa de dos pisos, la arreglaron con sus propias manos y, aprovechando lo bueno que era mi padre en la cocina, abrieron en la planta baja un diminuto restaurante vegetariano.
Apenas habían comenzado con el negocio y el dinero escaseaba cuando se enteraron de que mi madre estaba embaraza.
Tomar la decisión de quedarse conmigo fue una de las más difíciles de sus vidas. Habían pensado en darme en adopción, con la idea de que pudiera optar a un hogar mejor, pero mi madre ya se había enamorado de mí mientras crecía en su interior, y fue cuando mi padre me vio por primera vez que se negó a entregarme definitivamente.
Adoraba esa historia, de amor y superación, y adoraba a mis padres, pues no me habían abandonado y se habían esforzado para que nunca me faltase un plato en la mesa, ni un beso en la frente cada noche, a pesar de lo muy cansados que estuviesen.
Por suerte para nosotros, poco después de mi nacimiento la situación había mejorado lo suficiente y mis padres se aventuraron a mudarse a otro barrio, algo mejor, pero aún pobre, donde alquilaron otro local un poco más grande.
Y allí continuábamos.
Ahora teníamos que trabajar muy duro para poder continuar con el restaurante; nuestro barrio no era demasiado transitado, pero aun así la comida de mi padre era sonada en el lugar. Lo malo era, posiblemente la ubicación, pues no todo el mundo se atrevía a ir allí y por lo tanto las deudas se iban acumulando y el coste de la vida no dejaba de subir.
Yo siempre había trabajado duro para que mis padres estuviesen orgullosos de mí. Sacaba las mejores notas, hacía los mejores trabajos y sabía hablar perfectamente español e inglés, además de mi francés nativo.
Mis padres decían que si estudiaba mucho tal vez podría salir de aquel pobre barrio y hacer algo grande. No debía distraerme con nada, sólo tenía que esforzarme y ser la mejor, y así quizás, si tenía un poco de suerte, algún día me darían una beca de estudios.
Había soñado con ello toda mi vida. No jugaba con los otros niños, no salía, ni perdía el tiempo con tonterías. Sólo estudiaba, como ellos siempre me habían inculcado.
Hacía exactamente un mes que mi profesora, Mademoiselle Renné, me había dado el examen de prueba para entrar en el instituto más prestigioso de París. El famoso internado Michelangelo, un colegio para niños ricos. Me había reído un buen rato al ver mi nombre en la parte superior de la solicitud, pero al ver la cara seria de Renné, comencé a asustarme.
—Pero, mademoiselle, ¿qué voy a hacer yo en un lugar así?
—Estudiar, Emma. El director del centro ha solicitado personalmente que hagas la prueba. —Abrí la boca asombrada.
—¿Por qué?
—Tus calificaciones son excelentes. —Dijo con obviedad mientras yo me preguntaba cómo había tenido ese hombre acceso a mis notas—. Él cree que mereces la oportunidad de estudiar en un lugar mejor, y yo también. Haz la prueba.
Era la primera vez que el Michelangelo concedía becas, y la primera vez que alguien tomaba en cuenta mis esfuerzos.
El examen era complicado, pero había mantenido la calma en todo momento y había intentado contestar lo mejor posible a todas las preguntas, de diferentes asignaturas.
La más difícil de contestar había sido la última, de índole personal, que decía:
¿Que significaría para ti estudiar en el instituto Michelangelo?
Lo pensé durante varios minutos. Según sabía, ellos tenían los profesores mejor cualificados, las mejores instalaciones y una gran variedad de asignaturas opcionales.
—Emma, quedan cinco minutos. —Me avisó Mademoiselle Renné.
Mordí la uña de mi pulgar con desespero. Tenía que terminar la prueba ya.
Miré la pregunta, aún en blanco; tragué saliva y contesté con sinceridad.
"Señor, he trabajado toda mi vida para conseguir una oportunidad como esta, pero prometo que me esforzaré aún más de lo que lo he fecho hasta ahora, y que no se arrepentirá de haberme concedido esta beca.
Estudiar en el Michelangelo podría cambiar toda mi vida, y la de mi familia. Supondría un puente sólido hacia un mejor futuro."
¿Había sido demasiado directa? ¿Muy exigente quizás? No lo sabía, y ya no había vuelta atrás.
Mi padre agarró el sobre azul con sus manos callosas, miró el nombre del remitente y elevó una ceja. Luego miró el destinatario y clavó sus ojos oscuros en los míos.
—Es para ti. Del instituto Michelangelo.
Mi corazón saltó de emoción y miedo. Las clases estaban por comenzar, y ya casi había perdido toda esperanza de que me aceptasen.
¿Qué haría si no me habían dado la beca? ¿Y si sí me la habían dado?
Tomé el sobre y observé fascinada el intrincado diseño que lo enmarcaba. En la solapa, el nombre "Michelangelo" brillaba con letras doradas. La abrí sintiendo que los nervios me devoraban. Mis padres me miraban expectantes, pero no decían ni una palabra.
Extraje la carta con cuidado y vi que estaba escrita a mano, con una excelente caligrafía en color negro.
"Señorita Emma Key, quiero comunicarle que será un honor para el instituto Michelangelo tenerla entre nuestros alumnos.
No me cabe duda alguna de que merece estar aquí. Estoy seguro de que venir a este internado le abrirá muchas puertas y le facilitará el camino a ese éxito que con sus notas y aptitudes ya debería tener garantizado.
La esperamos el día uno de septiembre.
Atentamente.
El director:
Axel O'conner"
Releí la carta cinco veces, por si había entendido mal, pero no. Me habían aceptado.
—¿Y bien? —Preguntó mi madre, observándome con sus cansados ojos llenos de esperanza.
—Me... Me han aceptado —Susurré. No podía creerlo.
Los miré a ambos llena de ilusión. Aquello era por lo que tanto habíamos luchado. ¡Lo había conseguido!
—¡Me han aceptado! —Grité estallando de alegría.
Mi madre me abrazó con fuerza, conteniendo las lágrimas que amenazaban con desbordarse. Mi padre leía la carta boquiabierto, sonriéndole a las palabras que el director había escrito.
—¡Lo lograste, Emma! ¡Llegarás muy lejos en la vida, hija! ¡Oh gracias a Dios! —Decía mi madre contra mi espalda.
A pesar de que ella jamás dejaría a mi padre, siempre me había hecho saber que deseaba un futuro mejor para mí; uno en el que no tuviera que oler a verdura cocida, ni pasarme horas y horas entre libros, a pesar de que yo insistía en que aquello me gustaba.
—¡Dios mío, te lo pagan todo! Alimentación, libros... ¡Hasta tendrás uniforme! —Decía mi padre, leyendo una segunda hoja, más formal y redactada a ordenador—. Emma, júrame que trabajarás duro allí. No pierdas el tiempo con chicos o clases tontas. ¡Estudia! Estudia mucho para lograr que te acepten también los próximos años.
Chicos y clases tontas. No había nada el mundo que tuviese más prohibido que eso.
Atrás había quedado la época de "amor y paz" de mi padre. Ahora estaba seguro de que el amor sólo sería un estorbo en mi camino, que me distraería de mis propósitos.
Mi madre en cambio, seguía llevando su espíritu hippie en el corazón, y me decía que, si el amor llamaba a mi puerta, no podría darle la espalda, pero yo lo tenía claro; todo lo que tenía que hacer era estudiar y sacar buenas notas. Tenía que conseguir sacarlos de allí.
—Las clases artísticas son tan importantes como las demás, Yohan. —Protestó como siempre mi madre, que disfrutaba enormemente del canto y la costura.
—¡Pamplinas! —De joven, mi padre acostumbraba a tocar la guitarra y a dibujar con carboncillo.
Mi madre guardaba con mimo un precioso retrato que le había hecho, con el pelo larguísimo, ondulado y enmarañado con flores, enmarcando su redonda panza de embarazada. Sin embargo, como él solía decir, su espíritu hippy se había visto ahogado con las cuentas.
—Te juro que me esforzaré, papá. —Él me sonrió con orgullo.
—Esa es mi niña valiente.
—Vamos, cariño. Te llevaré a la peluquería.
—¡No, mamá! ¡No podemos derrochar así el dinero! Cortarme el pelo tú, como siempre.
—¡Tonterías! —Dijo ella buscando en el armarito de pared el tarro de las propinas—. Empiezas las clases en tres semanas. No vas a ir a ese colegio hecha un trapo. Un día es un día. ¿No? —Le preguntó a mi padre.
Él le sonrió y asintió, quitándole el bote de cristal y dándole tres pequeños billetes.
—Un día es un día.
Mi madre lo miró casi con adoración y le dio un tierno beso en los labios.
—¡Listo entonces, dúchate y vámonos!
Me sentía feliz como nunca antes. ¡Iba a estudiar en el mejor instituto de París! Jamás había tenido tantas ganas de que las vacaciones se acabasen. Lo único que empañaba mi alegría era el hecho de que el Michelangelo era un internado, y no volvería a ver a mis padres hasta las vacaciones de navidad.
Me metí en la estrecha bañera y me dispuse, como cada día, a darme una ducha fugaz. Esperé a que saliese el agua caliente. Y esperé, y esperé inútilmente. Otra vez se había acabado la bombona.
Salí del baño tiritando, y corrí a mi habitación haciendo crujir el viejo suelo de madera. A penas tenía espacio para moverme entre la cama y el pequeño armario.
Escogí el vestido floreado y la chaqueta de hilo que mi madre había hecho para mí.
Ella hacía prácticamente toda nuestra ropa y tenía que decir que era fantástica. El vestido se ajustaba perfectamente a mi cintura y bailaba con un bonito volante a la altura de las rodillas. Y la chaqueta conseguía de algún modo resultar a la vez cálida y ligera
Para ayudar a mi padre con las cuentas del hogar, después de los largos días en el restaurante, mi madre pasaba las noches cosiendo. Sabía confeccionar y hacía preciosos bordados a mano, pero la gente de nuestro barrio no podía pagar grandes diseños, por lo que su trabajo solía consistir en ajustar la ropa de un hermano grande al menor, soltar costuras para quién había cogido unos kilos, coser algún parche o hacer un que otro remiendo para que unos pantalones vaqueros aguantasen una temporada más.
Con el pelo envuelto en una toalla, caminé con mi madre hasta la pequeña peluquería que estaba situada a un par de manzanas de nuestro restaurante. A la peluquera no le había gustado demasiado que fuese ya con el pelo lavado, pero de ese modo ahorraríamos unos cuantos euros.
—Mamá. Voy a echaros mucho de menos. —Dije mientras veía por el espejo la atención con la que mi progenitora observaba a la peluquera, que deslizaba las tijeras con rapidez por mi cabello castaño.
—Y nosotros a ti, Emma —Dijo, regalándome una tierna sonrisa—. Pero somos felices sabiendo que estarás en muy buenas manos.
Pasé los siguientes días investigando todo lo que pude sobre el Michelangelo. Cuando no estaba en el restaurante picando pimientos, puerro y espárragos verdes para los pocos clientes que teníamos, estaba en uno de los viejos ordenadores de la biblioteca pública, leyendo sobre las clases, los profesores y las instalaciones de mi nuevo instituto. Todo era lujoso, nuevo y enorme.
El edificio donde los alumnos dormían era tan hermoso que robaba el aliento; cubierto por todas aquellas flores y enredaderas rojas y verdes; parecía uno de esos palacios que aparecían en los cuentos que mi madre me contaba cuando era pequeña. Y todas esas perfectas réplicas de las obras de Miguel Ángel que estaban esparcidas por los cuidados jardines, los caminos de piedra que surcaban el bosque, las fuentes, el imponente instituto... Todo era impresionante.
Los días pasaban deprisa, y antes de que pudiera darme cuenta me encontraba haciendo el equipaje. Mis pertenencias eran escasas, y casi todo lo que necesitaba me lo ofrecían en el internado, de modo que una pequeña maleta de mano era más que suficiente para meter mi neceser, algo de ropa y mis mejores zapatillas; una imitación de las famosas y caras Converse que mi padre había conseguido en el mercadillo.
—Cariño te vamos a extrañar mucho -Lloraba mi madre, abrazándome—. Escríbele a mademoiselle Rennè en cuanto puedas. Iré a verla todos los viernes por la tarde para saber cómo estás, ¿de acuerdo?
Asentí en silencio. Uno de los problemas de irme era que no sería fácil comunicarme con mis padres. No teníamos teléfono en casa, y mucho menos nos podíamos permitir un ordenador, de modo de mademoiselle Rennè era nuestro único medio de contacto rápido.
—Ten. —Me dijo tendiéndome un paquete envuelto con el papel de cuadros verdes y blancos, que usábamos como mantel para las mesas del restaurante.
Lo abrí con cuidado y descubrí una fina colcha de tela blanca con mi nombre bordado en unas bonitas letras en varios colores, y rodeado de diferentes hojas, espirales y florecillas, creando un precioso dibujo.
Abracé de nuevo a mi madre, sin intención de soltarla. Mi padre nos abrazó a ambas y besó mi cabello y la frente de mi madre repetidas veces.
—Cuídate mucho, mi pequeña. Se valiente y trabaja duro. —Me pidió.
Los miré a ambos con los ojos borrosos. Tendrían menos gastos ahora que yo no iba a estar allí con ellos, y si lo hacía bien y resistíamos unos años más, conseguiría un buen trabajo y podría ayudarles a salir de aquel lugar.
—No olvides que te queremos, Emma. —Me dijo mi madre.
Un enorme, brillante y lujoso coche negro desentonaba aparcado frente a la puerta del restaurante. El conductor miraba nervioso a todas partes, esperando a que me decidiese a partir.
—Es la hora. Ve. —Me dijeron dibujando una pequeña sonrisa en sus rostros pálidos y delgados.
Les di un último abrazo a ambos antes de meterme en el coche.
El conductor suspiró tranquilo cuando pulsó un botón y todas las puertas del automóvil quedaron bloqueadas, impidiendo la entrada de cualquier persona y también mi salida.
Miré a través del cristal tintado a mis padres, sabiendo que ellos ya no podían verme. Mi madre había roto a llorar y abrazaba a mi padre, que la consolaba sonriendo mientras se limpiaba sus propias lágrimas.
Alcé mi mano hacia ellos y la coloqué sobre el cristal con la esperanza de que pudieran verla antes de que el coche partiese alejándome de mi hogar.
—Señorita Key, mi nombre es Henry y soy el secretario del señor Axel. Llegaremos al Michelangelo en tres horas y cuarenta y cinco minutos. Si necesita hacer alguna parada no tiene más de decirlo. —Habló el joven hombre.
Mi corazón se estrujó cuando el coche giró a la derecha, dejando atrás el barrio húmedo y gris en el que había crecido, y fue entonces cuando rompí a llorar, intentando hacer el mínimo ruido posible, pero Henry me vio a través del espejo retrovisor.
—Señorita Key. —Me llamó.
Miré hacia él y vi que me tendía un finísimo pañuelo. Lo agarré agradecida y derramé sobre él todas mis lágrimas a lo largo del interminable camino.
No supe que me había dormido hasta que Henry me despertó con voz tranquilizadora.
—Señorita, el portero necesita su permiso de entrada.
Miré hacia fuera asustada y vi que el enorme portero, con gesto rudo, esperaba impaciente. Me froté los ojos, hinchados por la llorera, y busqué en mi bolso de tela hasta encontrar la carta que me había escrito el director.
—¿Servirá esto?
Henry tomó la carta y se la dio al portero, que la leyó con rapidez y relajó el gesto.
—Bienvenida al Michelangelo, señorita Key. —Dijo antes de devolverme la carta y dirigirse a una pequeña casita de piedra.
Vi cómo tocaba algún botón y la enorme puerta de hierro negro que nos impedía avanzar se abrió.
—Me encargaré personalmente de que incluyan su nombre en la lista de alumnos —Habló Henry—. La incorporación de los que tenéis la beca fue demasiado tardía. —Se lamentó.
—¿Hay más becados en el internado? —Pregunté curiosa. Él rio.
—Sois diez.
Diez. Sólo diez personas con beca en un internado tan grande. Debía sentirme orgullosa de haberlo logrado.
—¿Vamos todos en el mismo curso? —Quise saber.
—No. De hecho, en tercero es usted la única. Hay un chico brillante en primero y todos los demás son de quinto y sexto curso.
Miré asombrada por la ventana, intentando localizar a ese prodigio de primer curso entre los chicos que corrían por el césped, pero lo más probable era que jamás lo encontrase ahí. Como había dicho Henry, su mente tendría que ser brillante para que se hayan fijado en él con sólo doce años. Seguramente en ese instante estaría estudiando.
El coche giró a la derecha por un amplio camino de piedras blancas y se detuvo delante de aquel edificio de cuento en el que dormiría durante mi estancia en el internado.
Henry se bajó de coche me abrió la puerta antes de que yo hubiera podido alcanzarla.
—Permítame. —Me pidió agarrando la maleta y tendiéndome una mano para ayudarme a salir.
—Gracias.
Una moto negra cruzó el camino a toda velocidad y se detuvo frente a nosotros deslizándose de forma elegante sobre las piedras, sobresaltándome.
—¿Emma? —Preguntó una voz masculina a través del casco, también negro.
—Sí... —Contesté con cautela.
El hombre se quitó el casco y me dejó apreciar su rostro amable. Tenía el cabello castaño y canoso, peinado hacia arriba de forma desenfadada. Sus ojos azules me sonreían divertidos, rodeados de aquellas líneas de expresión que también se dibujaban en su frente, marcando el paso de los años.
—Me llamo Axel O'conner, y soy el director. —Se presentó con una inmensa sonrisa, bajándose de la moto.
Abrí la boca sin saber qué decir. ¿Ese era el director?
Me había imaginado a un hombre serio, por alguna razón gordo y trajeado. Pero era todo lo contrario.
El director era muy amable, divertido y cercano, y vestía de lo más juvenil con aquellos vaqueros y una chaqueta de cuero marrón. Me dio la bienvenida y unos planos del instituto además de explicarme que durante todo el día siguiente se celebraría una especie de fiesta de iniciación donde se harían demostraciones de las materias optativas y tendríamos que elegir las tres asignaturas a las que iríamos.
—Espero que disfrutes de tu estancia aquí, Emma. Si tienes algún problema no dudes en venir a mi despacho; está señalizado en el mapa. ¿De acuerdo?
—Sí, señor. Gracias.
—¡Llámame Axel! —Me pidió—. O director; me hace sentir importante.
Henry rio, negando con la cabeza divertido.
—He pedido que suban todas tus cosas a tu habitación. Si te falta algo házmelo saber a mí o a Henry —Me guiñó un ojo y se subió de nuevo a la moto—. ¡Nos vemos mañana! —Se despidió arrancando y desapareciendo por donde había llegado.
—Muy bien —Dijo Henry llamando mi atención—. La llevaré a conocer a Gustave.
Gustave era un chico joven, alto, rubio y delgaducho, que no dejaba de sonreír. Tenía los ojos tan pequeños que apenas podían verse si su sonrisa era muy amplia, pero su buen humor era contagioso y enseguida me encontré sonriéndole también sin saber por qué.
—Puedes llamarme Gus —Dijo alegre, agarrando mi maleta—. Ven conmigo, te enseñaré esto.
—Gracias, Henry. —Me despedí.
—No hay de qué, señorita Key. —Habló haciendo una pequeña reverencia que me puso nerviosa.
—Por favor, llámeme sólo Emma. —Imploré. Él sonrió y asintió antes de retirarse.
Seguí al preceptor a través de las distintas salas del edificio. Todo estaba decorado en colores rojos, naranjas, amarillos y tierras, que hacían destacar a los cientos de plantas de enormes hojas verdes.
Me enseñó el espacioso y moderno comedor de mesas de cristal y sillas naranjas donde habría cabido toda mi casa. La sala común con sofás marrones y cortinas de color crema, donde varios chicos y chicas se saludaban, reían y abrazaban. Lo más probable era que ya se conociesen de años anteriores.
Vi también la lavandería, con relucientes máquinas grises y por último me indicó dónde estaba su habitación, por si tenía algún tipo de problema.
—¡Vamos al piso de arriba!
Lo seguí boquiabierta por las escaleras de madera clara hasta la segunda planta, pintada de un bonito tono verde.
—Planta de los chicos. Totalmente prohibida. —Me indicó haciendo una equis con sus brazos.
A Gus parecían gustarle las frases cortas y concisas, pero le encantaba gesticular con las manos y hacer movimientos imposibles con las cejas. Era muy gracioso.
—¡Arriba! —Dijo alzando el dedo índice.
Subimos a la tercera planta, pintada con un cálido color lila. Lo primero que vi, fue un bonito recibidor y un enorme espejo enmarcado en plata. A derecha e izquierda se extendía un amplio pasillo con puertas blancas a ambos lados. Gus giró a la izquierda, saludando efusivamente a las chicas que nos encontrábamos, hasta finalmente detenerse frente a la puerta número trece.
—Tu habitación —Me indicó, tendiéndome una llave plateada de la que pendía un llavero con el mismo número—. Tus gustos no estaban indicados en la solicitud así que tiene una decoración estándar.
Abrí la puerta y me encontré frente a una habitación inmensa. ¡Podría perderme ahí dentro! Las paredes estaban pintadas de blanco, la cama era doble y tenía un cobertor fucsia. A mano izquierda había un espacioso armario empotrado en la pared, y a la derecha un bonito escritorio de cristal, sobre el que destacaba la pantalla plana de un ordenador y un ramo de rosas en un jarrón de cristal. En la pared, sobre este, se extendía un amplio corcho desnudo.
—¡Adelante! —Me instó el preceptor.
Entré al cuarto con pasos vacilantes, mirando a mi alrededor incapaz de cerrar la boca. ¿Todo aquel espacio era sólo para mí?
Gus dejó mi maleta junto a la cama y corrió a abrir otra puerta, dejándome ver un cuarto de baño. ¿Tenía un baño para mí sola?
Luego, apartó las cortinas, también fucsias, y me sonrió al mostrarme una puerta de cristal que daba a un pequeño balcón con vistas al patio trasero del edificio.
—No te pierdas esto. —Dijo, alzando las cejas repetidas veces, invitándome a salir.
Los últimos rayos de sol se colaban entre las hojas de los árboles con pequeños destellos de luz, y bañaban el cielo en tonos rosas y naranjas.
—Son cerezos. —Me explicó el preceptor señalando el bosque con la nariz.
Asentí en silencio y entré en la habitación de nuevo. Me sentía extraña, como si yo no fuese aquella chica que se encontraba rodeada de lujo y belleza por todas partes.
La miraba desde lo alto, como una simple espectadora, y podía ver que ella no encajaba allí. Desentonaba tanto como lo había hecho el coche de Henry en su viejo barrio, unas horas atrás.
Necesitaba un momento para asimilar todo aquello. Necesitaba desesperadamente tranquilizarme y pensar en todos los cambios que se habían producido en mi vida de repente.
Como si Gus lo notase, colocó una de sus enormes manos sobre mi hombro y me sonrió.
—Te veo luego. —Y salió de la habitación dejándome sumida en un profundo silencio.
¿Por qué estaba todo tan silencioso?
Llamaron a la puerta y fui a abrir de forma mecánica. La sonrisa de Gus apareció detrás de la puerta, y luego su larguísimo cuerpo, mirándome con un gesto de disculpa.
—Las habitaciones están insonorizadas. Se me había olvidado decírtelo. —Se despidió con un breve gesto de su mano y se fue, dejándome plantada en la puerta.
No pude hacer más que reír.
Entré en la habitación de nuevo y respiré hondo un par de veces antes de enfrentarme a ella.
"Ojalá mis padres pudieran ver esto."
Estaba segura de que ellos estarían muy felices por mí, alegres de que mi nueva y mejor vida comenzase tan pronto. Pero lo que yo deseaba más que nada era poder compartirlo con ellos. Si me esforzaba y trabajaba duro podría comprarles a mis padres una casa tan bonita y tan amplia como mi nueva habitación.
No tardé más de cinco minutos en deshacer la maleta, y meter mis cosas en el armario, donde estaban ya mis nuevos uniformes, medias, corbatas, lazos, y dos pares de hermosos y brillantes zapatos nuevos.
Tenía libros y libretas nuevas, además de lápices, bolígrafos y rotuladores de colores. Pero lo que más me llamó la atención, fue un bonito bloc de dibujo de pastas gruesas, una caja llena de acuarelas y una colección de pinceles sin estrenar.
Los miré durante varios minutos, mordiendo la uña de mi dedo anular, sintiendo los acelerados latidos de mi corazón impactando contra mis costillas.
Para mi padre cualquier modalidad artística era una pérdida de tiempo. La música, el baile, el canto... Esas cosas no pagaban cuentas, por ese motivo él había abandonado los lápices, y ante eso yo no podía hacer nada más que agachar la cabeza y avergonzarme de mi pequeño secreto.
Me encantaba dibujar. Con lápiz, carboncillo, acuarelas... no importaba. Dibujar me relajaba y hacía sentir inmensamente feliz. Por desgracia, esa era una pasión que jamás podría compartir con él sin entrar en una enorme discusión.
Miré a través de la cristalera para comprobar que la noche comenzaba a caer, llevándose con ella los colores cálidos del sol. En el cielo brillaba una última franja de luz morada que poco a poco dejaba paso a la oscuridad.
Miré las acuarelas y de nuevo al cielo sin decidirme a hacerlo.
Cuando estaba en mi casa me veía obligada a dibujar a escondidas. Solía pintar para relajarme y pensar con claridad, cuando estaba nerviosa, estresada, o cuando necesitaba reenfocar mi vida, y en ese momento definitivamente lo necesitaba.
Agarré el bloc de dibujo, los pinceles y las acuarelas y salí al balcón.
Cuando la primera línea morada manchó el papel blanco, en mi rostro se dibujó una pequeña sonrisa que ya no pude apagar.
No era sencillo moverse en aquel espacio tan pequeño con el bloc, las pinturas y los pinceles, pero aquello me gustaba, me recordaba a casa.
La luz de las farolas iluminó el patio de repente. Ya debía de ser tarde.
Había pintado varios folios con las vistas desde el balcón, sin pensar en nada, sólo relajándome con los movimientos del pincel. Suspirando, me agaché para recoger los dibujos, que había dispuesto contra la pared de piedra con la intención de que se secaran, pero sólo estaban dos de ellos. ¿Dónde estaba el tercero?
Me incliné sobre el balcón hasta que lo vi, asomándome por el lado derecho, tirado en el balcón de mi vecino de abajo.
"¡Genial!"
Resignada, agarré las demás pinturas y entré en la habitación para colocarlas sobre el corcho. Tal vez el chico le entregase el dibujo a Gus cuando lo viese...
Incapaz de bajar a cenar, me puse el pijama y le escribí a Rennè para pedirle que le dijese a mi madre que había llegado bien, que el lugar era muy bonito y que me esforzaría al máximo. Luego me perdí dentro de mi nueva y enorme cama, pensando en ella y en mi padre.
Había visto cómo se desgastaban demasiado deprisa con el pasar de los años, las preocupaciones y las deudas. Esperaba que el que yo no viviese con ellos por un largo tiempo, supusiese un buen ahorro y una ayuda para ellos.
A la mañana siguiente, lo primero que hice fue salir balcón y comprobar que mi dibujo ya no estaba donde había caído. Me duché y me puse el uniforme del internado, que consistía en una falda gris, una camisa azul celeste y una americana azul marino con el escudo del Michelangelo.
Me miré en el espejo de cuerpo entero que cubría las puertas del armario. Toqué la elegante tela y la sentí suave y delicada contra las yemas de mis dedos. ¡El uniforme era precioso!, y, sin embargo, mi cuerpo tembló de nuevo ante la novedad.
Aquello era demasiado. Todo era demasiado grande, demasiado nuevo, demasiado colorido, y todo, absolutamente todo, tenía el aspecto de ser exageradamente caro.
Busqué mis ojos marrones en el espejo y respiré profundamente.
"Se valiente. Puedes hacerlo."
Bajé al comedor con las hojas que el director me había dado en la mano, y seguí a la gente a través de la barra para agarrar algo de desayunar. ¡Era increíble la cantidad de cosas que había para elegir! Luego busqué un lugar libre y me senté en silencio para leer lo que el Michelangelo tenía para ofrecer.
—¡Hola! —Levanté la vista y vi a dos chicas mirándome—. ¿Podemos sentarnos?
Las miré extrañada. La gente solía darme de lado al ver mi bajo interés por las aptitudes sociales.
—Sí. Claro.
—Me llamo Helena. —Se presentó la primera chica.
Era muy guapa. Tenía el cabello largo y negro, la nariz muy estrecha. Sus ojos grandes y marrones me miraban curiosos a través de sus gafas de pasta roja.
—Ella es Cathy.
Cathy era bajita y rellenita, tenía una bonita cara redonda que junto con sus rizos rubios le daban un aspecto de niña pequeña. Sus ojos verdes y saltones se estrecharon en una sonrisa amable.
—Emma. —Me presenté con mi mejor sonrisa.
—¿Eres nueva? —Me preguntó Helena.
—Sí.
—¿Eres una de los becados? —Inquirió Cathy.
¿Tanto se me notaba? Miré a mi alrededor. Sentada sola, en una de las mesas más alejadas, con los folletos informativos delante. Sí. era muy evidente.
—Sí, lo soy. —Contesté con cautela. Ella sonrió.
—Waw. Debes de ser un genio para haberlo conseguido. Enhorabuena.
La miré sorprendida y alagada. Sus palabras parecían sinceras.
Se escucharon unas estruendosas carcajadas y golpes un par de mesas a nuestra derecha. Allí cuatro chicos bromeaban y reían despreocupadamente.
Las chicas soplaron al unísono cuando uno de ellos, al ver que mirábamos hacia allí frunció el ceño.
—Si quieres conservar tu beca no te acerques demasiado a ese pequeño demonio. —Me aconsejó Cathy señalando al chico, que se levantó, dirigiéndose hacia nosotras.
Sin causa o aviso previo, mi pulso se aceleró al sentir su mirada. Tenía unos preciosos ojos castaños, enmarcados por unas rectas cejas oscuras, los labios finos, los pómulos prominentes y la piel bronceada.
—Hola, chicas —Nos saludó al llegar—. ¿Pasa algo? —Les preguntó directamente a ellas, elevando una ceja.
—Emma, te presento a Leandro, tu peor pesadilla.
**************
OwO
Hola mis queridas Brilliadictas!! Cómo estáis??
Espero que esta historia os guste tanto o más que la primera parte. Hay personajes nuevos pero también sabremos que tal les va a los de Mariposas eléctricas, (Antiguamente Brilliance), en su vida adulta! Jejejjee
Dadles a todos una oportunidad! ;)
Sabéis que adoro vuestros comentarios y que si os ha gustado el capítulo podéis votar de forma gratuita! :P
Muchas gracias a todas las personitas que están recomendando Mariposas eléctricas!!! ^^ Valéis millones!
Y nos leemos cuanto antes!! Besos!
Alma.
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