El medallón

El Viaje a la Fortaleza Desolada

El viento soplaba con suavidad, haciendo bailar las hojas secas a lo largo del sendero. La luz del atardecer pintaba el cielo con tonos rojizos y dorados, como si el horizonte mismo sangrara en anticipación a lo que estaba por venir. El caballero avanzaba en silencio, sus pasos firmes y decididos, mientras su armadura reflejaba los últimos destellos del sol. A su lado, casi deslizándose por el aire, caminaba Melina, su forma etérea apenas perturbada por la brisa.

—¿Cansado? —preguntó ella, con una sonrisa apenas perceptible.

El caballero no respondió de inmediato. Sus ojos se perdieron en el paisaje, donde las sombras de árboles retorcidos parecían señalar el camino hacia el peligro. Finalmente, negó con la cabeza.

—No es el cansancio lo que pesa —murmuró.

Melina inclinó la cabeza ligeramente, como intentando comprender lo que no se había dicho. Su mirada era serena, pero había una chispa de curiosidad y una extraña ternura oculta en sus ojos celestes.

—A veces —continuó él—, el silencio puede ser más pesado que una espada.

Melina se detuvo por un instante. Aunque era un espíritu, y el mundo físico no la afectaba, el peso de sus palabras sí lo hacía. Extendió una mano con delicadeza, como si intentara tocar el hombro del caballero, pero se detuvo a unos centímetros de él.

—No estás solo —dijo suavemente.

El caballero giró ligeramente la cabeza. La distancia entre ellos era pequeña, pero parecía inmensa en su propia soledad. Los labios de Melina se curvaron en una sonrisa melancólica, y en ese momento, una pequeña hoja seca descendió entre ambos, girando lentamente hasta tocar el suelo.

—Deberíamos seguir —dijo ella finalmente, su voz como un susurro llevado por el viento.

Torrent, el corcel espectral, apareció en una bruma azulada. El caballero subió de un salto, su armadura resonando levemente. Luego, extendió una mano hacia Melina. Ella dudó por un instante, pero aceptó la invitación. Subió al corcel con una elegancia sobrenatural, acomodándose de lado. Aunque no podía caerse, se aferró suavemente a la espalda del caballero. La sensación era apenas un susurro de contacto, pero fue suficiente para que él sintiera una fugaz calidez.

—Prometo no ser una carga —bromeó Melina, su voz suave en su oído.

El caballero no dijo nada, pero una pequeña sonrisa curvó sus labios, oculta bajo su casco.

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La Noche que Precede a la Tormenta

Avanzaron en silencio por las colinas, la luz del día desvaneciéndose y dando paso a una noche estrellada. La fortaleza aún quedaba lejos, pero su oscura silueta se recortaba en el horizonte como una herida abierta en el paisaje. Pequeños fuegos de campamentos enemigos brillaban en la distancia, como ojos vigilantes.

Torrent se detuvo cerca de una arboleda, y el caballero desmontó. Melina bajó con él, su presencia iluminando suavemente el área alrededor. Se sentaron junto a un árbol seco y retorcido, las ramas extendiéndose como dedos huesudos hacia el cielo.

—Mañana, las cosas cambiarán —dijo Melina, su voz apenas audible.

El caballero miró hacia adelante, donde la oscuridad ocultaba el peligro. Se quitó el casco lentamente, dejando que el aire frío rozara su piel. Era raro verlo así, vulnerable, incluso por un momento.

—¿Temes lo que viene? —preguntó él, sin mirarla directamente.

Melina lo observó con una expresión indescifrable.
—No es el miedo lo que me preocupa. Es lo que quedará de ti después de cada batalla. —Hizo una pausa—. No deseo que pierdas más de lo que ya has perdido.

Él la miró entonces, sus ojos cansados pero determinados.
—Cada paso que doy hacia el trono, lo doy por una razón. No importa cuánto pierda... si al final hay algo por lo que valga la pena luchar.

Un silencio pesado se instaló entre ellos. La luz de las estrellas iluminaba el contorno suave del rostro de Melina, haciéndola parecer aún más frágil y distante. Finalmente, ella habló con un hilo de voz:

—Entonces, prometo quedarme a tu lado hasta que ese propósito se cumpla.

Él asintió, sintiendo que esas palabras eran tanto una bendición como una sentencia. El cansancio lo venció, y se dejó caer junto al árbol, los párpados pesados. Melina permaneció de pie, vigilándolo mientras descansaba. La tenue luz de su presencia mantenía a raya la oscuridad de la noche.

Una mariposa nocturna revoloteó cerca de la antorcha que iluminaba el pequeño refugio. Su vuelo era errático, desesperado. Finalmente, se consumió en las llamas, dejando solo una chispa que se desvaneció rápidamente.


La Fortaleza Desolada

El caballero observó el vasto campo de batalla frente a la fortaleza. El aire era denso con el olor a sangre, hierro y desesperación. Guerreros caídos yacían esparcidos, sus cuerpos destrozados bajo el peso de sus armas. El sol apenas iluminaba las nubes grises y cargadas que ocultaban cualquier atisbo de esperanza.

Melina, con su calma etérea, le susurró:
—Tendremos que rodear. La entrada principal es una trampa .

El caballero asintió y avanzó sigiloso con Melina a su lado. La brisa arrastraba los ecos de gritos distantes y el retumbar de acero contra acero. Justo cuando pensó que podrían llegar sin ser detectados, una pared de piedra se desplomó con un estruendo ensordecedor.

De entre el polvo emergió una figura temible: el Caballero Calabaza. Su cabeza metálica en forma de calabaza reflejaba la escasa luz; su armadura estaba abollada, pero su determinación era inquebrantable. Con un rugido, cargó como una bestia desbocada, su enorme maza levantando escombros con cada paso.

El caballero desenfundó su espada. Sus músculos se tensaron, y sus ojos, fríos como el acero, se fijaron en su enemigo. La maza descendió con una fuerza devastadora, pero el caballero se deslizó a un lado con precisión mortal. La tierra tembló bajo el impacto.

Sin perder un segundo, el caballero contraatacó. Su espada cortó el aire y chocó contra el hombro del Caballero Calabaza. Chispas saltaron del metal. El monstruo gruñó, tambaleándose. Aprovechando el momento, el caballero giró y asestó un golpe demoledor, enviando a su oponente al suelo en una lluvia de polvo y piedras.

—Bravo, bien hecho —exclamó Melina, levantando el pulgar con una sonrisa tranquila.

El caballero apenas tuvo tiempo de respirar antes de continuar. La fortaleza aguardaba, oscura y silenciosa.

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El Duelo Sangriento

Dentro de los muros, el silencio era engañoso. Pisadas suaves y elegantes resonaron en la penumbra. De entre las sombras surgió un guerrero con armadura: un Caballero de la Espada Sangrienta. Su espada goteaba un líquido oscuro que parecía cobrar vida propia.

Antes de que el caballero pudiera reaccionar, el enemigo lanzó una estocada rápida y precisa. La espada rozó su costado, apenas una herida superficial... o eso creyó. Un ardor punzante le recorrió el cuerpo, y de la herida comenzó a manar sangre con una rapidez alarmante.

—Maldición... —murmuró entre dientes.

El Caballero de la Espada Sangrienta no dio tregua. Sus movimientos eran una danza mortal, ágiles y fluidos. Cada golpe parecía pequeño, pero el sangrado aumentaba con cada roce. La visión del caballero se nubló por momentos. Sentía cómo la fuerza lo abandonaba poco a poco.

Melina, desde la entrada, observaba con preocupación. Pero confiaba en él.

Con una respiración profunda, el caballero apretó los dientes y se lanzó hacia adelante. Esquivó una estocada por centímetros y golpeó con toda su fuerza. Su espada chocó contra el yelmo del enemigo, agrietándolo. El Caballero de la Espada Sangrienta retrocedió, aturdido.

El caballero no desperdició la oportunidad. Con un rugido, lanzó un puñetazo brutal que rompió el yelmo por completo, revelando un rostro demacrado y ensangrentado. El enemigo intentó levantar su espada una vez más, pero su cuerpo tembló y, finalmente, se desplomó, sangrando hasta el último aliento.

Victoria. Dolorosa, pero victoria al fin.

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El caballero consiguió una mitad de un medallón brillante tras la batalla

Melina se acercó, su voz suave pero firme:
—Este medallón guarda una fracción del poder necesario. La otra mitad nos espera, oculta en estas tierras desoladas. Solo al reunir ambas piezas, podrás ascender a la Meseta de Altus.

El caballero observó el medallón en su mano. La sangre aún manchaba sus dedos, pero sus ojos reflejaban una determinación férrea. El camino sería largo y arduo, pero el destino aguardaba.

Melina lo miró con una mezcla de tristeza y respeto.
—No estás solo en esta misión —susurró.

Sin responder, el caballero se dejó caer junto a ella, solo para recordar que ella no tenía un cuerpo físico. Se balanceó y cayó al suelo con un golpe seco. Melina lo miro con tristeza.

—Lo siento. No puedo ofrecerte ese tipo de apoyo. Nuestra relación es solo para ayudarte a llegar al trono... nada más.

Una mariposa se consumió en la antorcha cercana, su luz efímera desapareciendo en la oscuridad.

El caballero se levantó y, con renovada determinación, miró hacia el horizonte. La batalla aún no había terminado.

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En el castillo de velo tormentoso

..
El aire en la sala era denso y húmedo. El hedor de carne putrefacta y metal oxidado impregnaba el ambiente. Godrick estaba inclinado sobre su trono grotesco, sus múltiples extremidades injertadas se retorcían como parásitos inquietos. Un soldado destrozado, jadeando por cada respiro, se arrastró hasta él, dejando un rastro de sangre pegajosa en el suelo de piedra.

Soldado (balbuceando):
—Mi... mi señor... nuestras fuerzas han caído... Nos están... destruyendo...

Por un instante, el silencio se hizo insoportable. La boca de Godrick se torció en una mueca indescriptible, una mezcla de desprecio, locura y un odio puro que parecía carcomerlo desde adentro. Sus ojos inyectados en sangre se clavaron en el soldado como si fueran cuchillas.

De repente, una carcajada retumbó en su garganta, grave y espantosa, como un coro de alaridos ahogados. La risa se convirtió en un gruñido rabioso mientras una de sus manos injertadas agarró al soldado por el cráneo.

—¿Destruyen mis tropas? ¿Desafían mi reinado? ¡Yo soy el martillo que aplasta gusanos! ¡Yo soy el azote del linaje dorado! ¡¿Y tú vienes a contarme cuentos de derrota?!

Con un crujido nauseabundo, apretó hasta que el cráneo del soldado estalló entre sus dedos como una fruta podrida. La sangre caliente salpicó su rostro y Godrick sonrió, dejando ver dientes amarillentos y encías ennegrecidas.

Godrick (en un susurro tembloroso de ira)
—¿Ven lo que me obligan a hacer...? Sí... sí, los haré pagar. Los injertaré vivos en mi carne, arrancaré sus brazos y los coseré a mi espalda. Sus gritos serán mi sinfonía. ¡Serán parte de mi gloria eterna!—

Se levantó de golpe, los injertos de su cuerpo chasqueando como ramas secas, su sombra extendiéndose grotescamente por la sala.

—¡QUE TODOS LO VEAN! ¡QUE TODOS LO SIENTAN! Yo, Godrick el Injertado, desgarraré su esperanza, devoraré sus huesos y sembraré sus entrañas en el barro. ¡La derrota no existe para mí, porque yo soy el fin de sus miserables existencias!

Con los ojos desorbitados y espumando por la boca, Godrick salió al campo de batalla, su mente consumida por una furia tan intensa que solo podía acabar en sangre y agonía.





......

Ranni

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