Antorcha bajo la lluvia

Liurnia era un laberinto siniestro. La neblina lo envolvía todo, espesando el aire con una amenaza invisible. Cada paso del Sin Luz se hundía ligeramente en el terreno húmedo. El agua de los pantanos susurraba y rugía a la vez, como si mil voces ocultas lo vigilaran desde las profundidades.

Avanzaba con cautela, los músculos tensos por el peligro latente. Un extraño silencio le advertía que no estaba solo. De repente, una pared de neblina más densa que cualquier otra se levantó frente a él. Tomó aire y la cruzó. Al otro lado, todo parecía más claro, como si el mundo respirara por fin. Melina estaba allí, su presencia firme pero inquieta.

—Sin Luz, debemos ir a la Academia. —Su voz era suave, pero sus ojos reflejaban una urgencia oculta—. Sospecho que ahí encontraremos otra Gran Runa.

El Sin Luz asintió, listo para avanzar. Pero un débil grito quebró el aire. Era una voz de mujer, suplicante.

—¡Ayuda! ¡Por favor, ayúdame!

A unos metros, entre las sombras de los árboles marchitos, una joven con ropajes verdes luchaba por escapar de una enorme langosta que la acechaba con pinzas afiladas. La chica tenía los ojos anegados en lágrimas, el pánico dibujado en cada gesto.

Melina levantó una mano, deteniéndolo.

—No te acerques. Créeme, no es lo que parece.

El Sin Luz la miró con desconcierto. Algo en su tono era frío, casi cruel.

—¿Quieres que la deje morir?

—Te estoy diciendo que no es buena. Hay cosas que no entiendes.

Por un instante, vaciló. La joven cayó al suelo, sus manos arañando la tierra.

—Por favor... ayúdame... —susurró, su voz apenas audible.

El Sin Luz cerró los ojos un momento. No era un monstruo. No podía serlo. Con un movimiento rápido y certero, desenvainó su espada y se lanzó contra la langosta. La criatura chilló antes de caer muerta en un charco de su propia sangre.

La chica sollozó de alivio y, sin dudar, se lanzó a sus brazos.

—¡Mi salvador! ¡Gracias, mil gracias! —Su voz era cálida, tan genuina que lo desconcertó. Mientras todos parecían temerle, ella lo abrazaba como si fuera un héroe.

—De nada. ¿Estás bien? —preguntó él, todavía sintiéndose extraño por el contacto.

Ella asintió, secando sus lágrimas.

—Estoy buscando algo... Alguien me robó un collar familiar. —Su mirada se tornó triste y llena de desesperación—. No sé qué haré sin él.

—Te lo recuperaré —prometió el Sin Luz, firme.

Se giró para marcharse, pero Melina apareció a su lado, su expresión grave y contenida.

—Pensé que éramos equipo. —Sus palabras estaban cargadas de reproche.

El Sin Luz frunció el ceño.

—No iba a dejar que muriera.

—No sabes quién es. No sabes lo que arriesgas. —La voz de Melina tembló ligeramente.

—¿Y eso qué importa? ¿Acaso quieres que la deje morir solo porque lo dices?

Melina apretó los labios, su mirada llena de tormento.

—Estoy intentando protegerte.

—¿Protegerme de qué? ¿De tener compasión? ¿De ser una persona decente? —Su voz subió de tono, una chispa de rabia encendiéndose en su pecho—. Si dejo morir a una inocente, ¿qué me diferencia de los crueles a los que se supone que estamos combatiendo?

Melina dio un paso atrás, su rostro pálido.

—¿Crees que soy cruel por advertirte? —dijo ella, su voz rota—. ¿Crees que soy un monstruo por querer evitarte una traición?

—No sé lo que creo. —Él miró hacia otro lado, el peso de las dudas aplastándolo—. Pero sé que no puedo ignorar a alguien que necesita ayuda.

Los ojos de Melina brillaron con una mezcla de dolor y furia contenida.

—Si crees que soy un monstruo... entonces quizás no deberíamos viajar juntos.

El aire entre ellos se volvió denso y frío. La realidad se quebró un poco más. Antes de que él pudiera responder, Melina desapareció en una ráfaga de luz dorada y sombra.

El Sin Luz se quedó solo, el eco de sus palabras aún ardiendo en su mente. Algo en su pecho se quebró, pero lo reprimió. No podía detenerse. No ahora.

—Melina... —murmuró en voz baja, pero solo el silencio le respondió.

Siguió adelante, sabiendo que había perdido algo valioso. Sin embargo, la promesa hecha a la chica de ropajes verdes le pesaba más. No podía retroceder, aunque su corazón se sintiera más vacío que nunca.

Un sendero apenas visible lo condujo a través de un bosque húmedo y enredado, donde el aire olía a podredumbre y las sombras danzaban entre los árboles. Al final del camino, una pequeña cabaña de madera se perfilaba entre la niebla, su estructura desvencijada y cubierta de musgo. La luz de una antorcha parpadeaba desde el interior.

Con la mano en la empuñadura de su espada, el Sin Luz empujó la puerta lentamente. Las bisagras chirriaron en protesta. Dentro, el ambiente era opresivo; un olor a sudor y metal oxidado impregnaba el aire. Un hombre encorvado, con una armadura sucia y un casco abollado, estaba sentado junto a una mesa destartalada, contando monedas con dedos huesudos y nerviosos.

El collar de Rya descansaba en la mesa, el brillo apagado de sus gemas parecía burlarse de su dueño.

El hombre alzó la vista y sonrió con una mueca desdentada.

-¿Qué tenemos aquí? Otro pobre diablo perdido en la niebla...

Antes de que pudiera terminar su burla, el Sin Luz lo tomó por el casco, sus dedos enguantados cerrándose como un torno. Con un movimiento brutal, lo estrelló contra el suelo de madera. El impacto resonó por toda la cabaña, y el ladrón quedó inconsciente, su cuerpo inerte y vulnerable. Las monedas rodaron por el suelo, tintineando en el silencio.

El Sin Luz respiró con fuerza, su pecho subiendo y bajando rápidamente. La furia lo consumía, y por un instante sintió que podría reducir toda la cabaña a cenizas con el filo de su espada. Pero se obligó a detenerse. Miró el cuerpo inconsciente del ladrón y sintió una punzada de disgusto hacia sí mismo.¿Estaba perdiendo el control?

Recogió el collar de la mesa, sintiendo su peso frío en la palma de su mano. Lo guardó con cuidado y salió de la cabaña sin mirar atrás, dejando la puerta abierta para que la niebla reclamara el lugar.

Al regresar con Rya, el eco de sus acciones aún retumbaba en su mente.

Miró el collar que ahora descansaba en su mano: un simple objeto que había desencadenado tanta violencia. Se lo entregó a Rya, quien le sonrió con gratitud y le dio una invitación a la Mansión del Volcán.

—Te debo mucho, Sin Luz. Espero que esta invitación te lleve por el camino que buscas —dijo Rya con una reverencia.

Se despidieron y él continuó su viaje. Sin embargo, una sombra permanecía en su corazón. La ausencia de Melina era un agujero que no podía ignorar. Su presencia aún se sentía cerca, una vigía silenciosa, pero había una barrera invisible entre ellos. Una que él mismo había contribuido a levantar.

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La llegada a la Academia de Raya Lucaria

Tras un largo camino lleno de pantanos y criaturas retorcidas, el Sin Luz finalmente llegó a las puertas de la Academia de Raya Lucaria. Se erguía majestuosa e imponente, sus torres afiladas perforando el cielo gris. El frío del lugar parecía calar hasta los huesos, y un viento helado silbaba entre las antiguas piedras, como si la misma estructura respirara un poder ancestral.

La entrada principal estaba sellada. Una barrera mágica brillaba con un fulgor azul, pulsando con energía arcana. Grabado en la puerta, el símbolo de una llave resplandecía débilmente. Sin dudar, el Sin Luz sacó la llave que Blaidd le había confiado. Al acercarla, el símbolo relució con una intensidad cegadora y, con un crujido solemne, la barrera se disipó.

El umbral se abrió ante él, y el aire cambió. Dentro, no había viento ni sonido exterior; solo una calma asfixiante. El suelo de mármol reflejaba la tenue luz de los candelabros flotantes. Las estanterías estaban repletas de tomos antiguos, y retratos de magos de mirada severa lo observaban desde las paredes.

Dio el primer paso dentro, y una oleada de poder mágico recorrió el ambiente. Era como si la Academia misma estuviera viva y vigilante.

—Bienvenido a Raya Lucaria, murmuró para sí mismo.

De inmediato, el silencio se rompió. Magos de túnicas azules emergieron de las sombras, sus ojos brillando con una intensidad peligrosa. Con un gesto rápido, comenzaron a lanzar orbes de magia luminosa. El Sin Luz rodó para esquivar, sintiendo el calor abrasador de los proyectiles pasar rozándole.

Su espada cantó en el aire, cortando el primer mago. Pero por cada uno que caía, dos más aparecían. Estos enemigos no eran físicamente resistentes, pero su magia era letal. Un solo impacto directo quemaba hasta el alma, haciendo que su piel se crispara de dolor.

—¡No puedo detenerme ahora! —gruñó entre dientes.

Avanzó con determinación, esquivando explosiones de llamas azules y descargas de energía eléctrica. El mármol se agrietaba bajo el peso de sus batallas. La Academia era un laberinto de corredores interminables y escaleras, cada esquina ocultando una nueva amenaza. A cada paso, el aire se volvía más denso con el olor de la magia y el polvo de los libros viejos.

Por fin, llegó a una sala donde podía descansar.El espacio estaba silencioso, un respiro momentáneo del caos. Se dejó caer en el suelo de piedra fría, sintiendo cómo el agotamiento lo envolvía.

—Melina... —su voz fue apenas un susurro—. Podrías ayudarme con mis runas, por favor.

El silencio fue su única respuesta.

Miró alrededor, esperando ver su figura etérea aparecer. Su presencia aún se sentía, sutil y distante, como una sombra que se negaba a irse. Pero ella no quiso mostrarse. La duda y el dolor lo carcomían. Había perdido más que un aliado; había perdido una guía, una amiga... quizás algo más profundo.

El Sin Luz cerró los ojos por un momento, tratando de encontrar consuelo en el silencio. Pero el silencio estaba vacío.

Con una exhalación temblorosa, se levantó. No podía detenerse ahora. La Academia aún ocultaba sus secretos, y entre ellos, quizás, alguna verdad que le ayudara a recuperar lo perdido. Avanzó hacia la oscuridad del siguiente corredor, donde las sombras se arremolinaban con nuevos peligros.

La tristeza lo consumía. Cada paso que daba era más pesado que el anterior, como si la culpa se enredara en sus músculos y huesos. Las imágenes de la cabaña, del ladrón estrellado contra el suelo, danzaban en su mente. ¿En qué se estaba convirtiendo? La furia que lo había ayudado a sobrevivir parecía ahora un veneno lento que corroía su humanidad.

Sumido en estos pensamientos, no notó las sombras que lo acechaban. Varios magos de Raya Lucaria habían estado siguiéndolo, sus varas emitiendo destellos de magia azul. Pero al llegar a una sala circular, los perseguidores se detuvieron en seco, retrocediendo con temor. Algo más oscuro los mantenía a raya.

El Sin Luz cruzó el umbral y la puerta se cerró detrás de él con un estruendo. La sala era vasta y opresiva, los muros decorados con glifos arcanos que destellaban con luz. En el centro, una figura imponente aguardaba: un lobo enorme cubierto de pelaje rojo como la sangre, con ojos dorados que ardían de una furia salvaje.

Era el Gran Lobo Rojo de Radagon. La bestia, que alguna vez había protegido los secretos más oscuros de la Academia, soltó un gruñido bajo y gutural, enseñando colmillos afilados como dagas.

Antes de que pudiera reaccionar, el lobo se lanzó con una velocidad que desafiaba su tamaño. El Sin Luz intentó esquivar, pero su mente aún estaba nublada por el remordimiento. Las garras del lobo lo alcanzaron, desgarrando su brazo con una fuerza brutal. Una explosión de dolor lo atravesó, y su cuerpo fue lanzado hacia atrás, estrellándose contra una pared de piedra. Un grito sofocado escapó de sus labios al darse cuenta de que su brazo izquierdo colgaba, casi desprendido.

La sangre caliente manchaba el suelo, formando charcos oscuros a sus pies. La visión se le nubló por un momento, el dolor palpitando en cada nervio de su cuerpo.

—¡Levántate! —rugió para sí mismo, apretando los dientes.

El lobo volvió a atacar, sus fauces buscando el cuello de su presa. Con un esfuerzo sobrehumano, el Sin Luz rodó a un lado, su brazo herido colgando inútilmente. Con la otra mano, aferró su espada y, con un rugido de pura determinación, contraatacó. El filo relució con un destello acerado mientras describía un arco hacia el costado del lobo.

La bestia gimió cuando el acero rasgó su piel, dejando una herida profunda. Pero en lugar de retroceder, el lobo se volvió más salvaje. Sus ojos brillaban con una ferocidad casi humana, como si entendiera el dolor de su enemigo y lo reflejara en su propia rabia.

El Sin Luz respiraba con dificultad. Cada movimiento era una tortura. La sala parecía cerrarse a su alrededor, las paredes impregnadas de magia oscura que amplificaba su dolor y desesperación. Sin embargo, una chispa de lucha ardía en su pecho. No podía caer aquí. No ahora.

El lobo retrocedió unos pasos, preparando un último y devastador ataque. Sus músculos se tensaron, y su pelaje rojo se erizó como llamas encendidas. El aire vibraba con la inminencia de la embestida.

El Sin Luz ajustó su postura, con la espada temblando en su mano buena. Sabía que solo tendría una oportunidad.

El lobo rugió y se lanzó hacia él, una avalancha de furia carmesí. El Sin Luz apretó los dientes, preparándose para lo inevitable.

Y entonces, todo se volvió un torbellino de sangre, acero y oscuridad.

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