19- Una muerte horrible
Regresé a casa lo más rápido que pude y encontré a Mariana afanada en colocar una colcha sobre la cama de nuestro futuro invitado.
—Ha aceptado —le dije a mi prima mientras la ayudaba con la descomunal colcha —. Seguramente vendrá esta noche, si no mañana.
Mariana me abrazó entusiasmada y yo aproveché para desquitarme de los besos que le había dado a su padre, besándola tanto como pude.
—¡Es maravilloso! ¿Verdad, Álvaro?
—Tú sí que eres maravillosa —le dije. Ella me sonrió y supe en ese momento que jamás podría olvidar esa luminosa sonrisa. Nunca, aunque pasasen cien años. Seguiría recordándola el resto de mi vida.
—Te quiero, Mariana.
—Yo también te quiero, Álvaro.
Nos besamos hasta que oímos a alguien carraspera a nuestras espaldas. Dimos un bote y nos separamos rápidamente. Era Matías quien nos había pillado por sorpresa.
—Lo siento, señorita Mariana, señorito Álvaro —dijo un poco azorado —. No era mi intención entrar sin avisar.
—No ocurre nada —respondió mi prima roja como un tomate —. Matías, te he dicho mil veces que lo de señorita sobra. Soy Mariana, solo Mariana.
—Lo sé —contestó él —, pero no termino por acostumbrarme. Venía a avisarles de que su padre quiere verlos. Me ha dicho que es urgente.
—Gracias, Matías —le dije —. Y sobre lo que has visto...
—Yo no he visto nada señorit... Álvaro. Nada de nada —Nos sonrió cómplice y desapareció por la puerta.
Bajamos y encontramos a mi tío en su despacho.
—Sentaos —nos dijo, bastante serio. Aún llevaba el traje de calle.
Seguramente acababa de llegar de algún sitio—. Ha ocurrido algo que debéis saber. Se trata de Eustaquio...
—¿Del abuelo? —Preguntó, Mariana muy preocupada.
—Sí. La policía ha estado aquí hace unos minutos para informarnos. Dicen que le han encontrado muerto en su cabaña...
—Eso es imposible —dije yo, ofuscado—. No hace ni media hora que he estado con él. Dijo que iba a venir a vivir con nosotros... ¿Cómo ha sucedido?
—Ha sido un incendio. La humareda se veía desde el pueblo. Alguien llamó a los bomberos y al llegar a la cabaña, la encontraron en llamas...La policía ha informado en todas las casas de los alrededores para que no cunda el pánico. Lo siento, chicos. Sé cuánto le apreciabais.
Mariana se echó a llorar tapándose el rostro con sus manos. Yo no supe que decir. Aún no podía creérmelo.
Muerto. El abuelo estaba muerto. La suerte nunca le acompañó, pensé. Ahora que por fin se arreglaban las cosas sucedía una desgracia.
Mariana salió corriendo del despacho de su padre y se encerró en su habitación. Yo apenas podía moverme. Mi cabeza le daba cien mil vueltas a la noticia que acababa de escuchar. Subí a mi cuarto, pero no entré en él. Recorrí el pasillo en dirección a la habitación de mi prima y mucho antes de llegar escuché su llanto.
Entré en su cuarto después de haber golpeado débilmente su puerta. Mariana estaba echada sobre la cama con el rostro oculto entre sus brazos. Me acerqué junto a ella y me senté en una esquina de su cama.
No dije nada.
No había nada que decir.
Había muerto una buena persona, alguien que vivió para sufrir y que soportó la más atroz de las muertes.
Había muerto un amigo.
Mariana se dio cuenta de mi presencia un rato después. Al verme, me abrazó con todas sus fuerzas.
—No es justo...no es justo —repetía mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—No, no lo es —dije yo sumido aún en mis tristes pensamientos —Tengo que ir a ver a Fermín. Cuando le dejé, estaba con su abuelo.
—¿Crees que ha podido pasarle algo?
—No estoy seguro, pero tengo que averiguarlo.
—Te acompaño... —me dijo.
—Deberías quedarte —apunté yo.
—Necesito que me de el aire, Álvaro...iré contigo.
Bajamos las escaleras y encontramos a mi tío aún en su despacho. Le explicamos nuestros temores y él se ofreció a llevarnos en su automóvil. Faltaba muy poco para el anochecer y no quería que estuviésemos en el bosque a esas horas.
Montamos los tres en el coche y en diez minutos estábamos frente a lo que quedaba de la vieja cabaña. Aún humeaban las maderas que habían formado parte de su estructura, ennegrecidas por la acción del fuego.
No había nadie en esa parte del bosque. Los bomberos terminaron su trabajo, marchándose. La policía también se había esfumado y de Fermín ni rastro.
—Habrá vuelto a su casa —deduje yo, esperando tener razón.
—Sé dónde vive —dijo mi tío.
Volvimos a montar en el coche y tomamos la carretera en dirección al pueblo. Era pequeño, de casas que no superaban en ningún momento las dos alturas. El edificio más alto era la iglesia, como solía ocurrir y frente a ella el ayuntamiento, engalanado de banderas. La casa donde vivía Fermín con su padrastro estaba junto a la plaza mayor del pueblo. Un edificio modesto, viejo y mal conservado.
Mi tío llamó a la puerta y espero a que se abriera. Un hombre aún joven, pero de avinagrado gesto salió a recibirnos. Era Renato, el yerno del abuelo.
Mi padre le expuso nuestras inquietudes y él escuchó de mala gana.
—Fermín aún no ha vuelto, no sé dónde anda. Siempre está por ahí perdiendo el tiempo con el loco de su abuelo. Ahora ya no tendrá ninguna excusa para desaparecer. El viejo ha ardido como papel seco.
Lo que me habían contado del tal Renato se quedaba corto al oírle hablar. Lo sentí por Fermín. Nadie se merecía aguantar a una persona así.
Mi tío no quiso preguntar más porque según nos dijo después, estaba deseando soltarle un bofetón y no se hubiera podido contener.
—Sé dónde puede estar Fermín —dije cuando volvimos al coche.
—En la cueva —respondió por mí, Mariana, leyéndome de nuevo el pensamiento.
—Esa maldita cueva nos traerá más de un disgusto —dijo mi tío —. Iremos a ver, pero vosotros os quedaréis en el coche, ¿entendido?
Dijimos que sí. En ese momento tan sólo nos preocupaba encontrar a Fermín y saber que se encontraba bien. Eso sí, como pensé, no estaba en la cabaña cuando se produjo el incendio.
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