Prólogo
El olor a sangre fresca de heridas abiertas y quejidos de dolor eran el pan de cada día que los negros esclavos de la hacienda San José podían sentir apenas el sol asomaba juguetón sus primeros rayos sobre las pampas vueltas chacras colindantes a la casa.
Salían en fila, con paso cansino y arrastrando los pies descalzos sobre la tierra seca; como un desfile funerario hasta llegar a las tierras de cultivo donde uno a uno los contaban y entregaban sus herramientas de trabajo que consistían de un pico de madera para arar el campo y una hoz sin mucho filo para evitar cualquier intento de conspiración contra los supervisores y para quitar los hierbajos que amenazaban los cultivos.
Para el medio día, las espaldas encorbadas y la piel sudorosa e irritada eran la segunda característica que compartían los negros esclavos; la primera, claro estaba, eran las marcas de salvajes latigazos que recibían a lo largo de la jornada. Cualquier fruto que aquella tierra brindara era literalmente cultivado con sangre, sudor y lágrimas. Quizás por esto era que la caña de azúcar de la hacienda de San José era la más dulce y la miel hecha a partir de esta, la más exquisita de toda Ica.
Por ello, el nombre de San José se llevó en alto y el ritmo del trabajo fue cada vez mayor para los esclavos a quienes apresuraban y obligaban a redoblar los esfuerzos cada turno para terminar con productos de calidad, dignos de la familia Carrillo de Albornoz y Zavala.
Quizás por eso fue que, en un intento de probar misericordia, un joven esclavo se atrevió a arrodillarse delante de uno de los trabajadores y rozarle la punta de las botas con sus magulladas manos para implorarle se detuviera los salvajes latigazos con los que este castigaba por su insuficiencia al más pequeño de todos los negros.
Y quizás por ese pequeño acto del muchacho, que fue visto con ojos de rebeldía e insulto para los amos, aquel día todos los negros de la hacienda recibieron una tanda de latigazos por tremenda osadía infringida por el joven.
Tan ofendido se sentió el dueño de San José que mandó a castigar al negro inocente de la forma más cruel e inhumana jamás vista. No bastó con atarlo de las muñecas y pies con la panza mirando al suelo en medio de una viga de madera sostenida por otros dos troncos, sino que también, mientras soportaba el dolor que le desgarraba los músculos, el trabajador al que le rozó los pies lo azotó con un chicote de tres lenguas en cada extremidad cuando el muchacho abría la boca para soltar desgarradores gritos de dolor; con cada azote repetía una y otra vez que era culpa del negro por ofender a la familia. Luego de notar la piel abrirse por los salvajes azotes, a uno de ellos se le ocurrió lanzarle agua recién hervida para luego echarse a reír por la forma en que el joven se retorcía de dolor.
Horas y horas de constante tortura no tuvieron descanso. Sus gritos se habían detenido minutos antes, acallados por los gruesos muros de adobe del cuarto de castigos, pero su cuerpo aún tenía la ligera esperanza de sobrevivir.
Cuando por fin la luna cayó triste sobre la punta del horizonte, fue el preciso momento en que el sufrimiento del muchacho llegó a su fin, pues su destrozado cuerpo dejó de retorcerse y sus latidos menguaron hasta mezclarse con el silencio de la madrugada.
Domingo fue el día en que le arrebataron la vida y Domingo el nombre que sus padres y hermano lloraron al día siguiente, cuando los mandaron a limpiar ese siniestro cuarto en el que el joven pereció sin poder hacer nada.
El dolor de perder a un hijo bien se dice que es peor que morir uno mismo. Y el dolor puede hacer obrar a las personas.
Madre es la que cría, la que da la vida por sus hijos, la que lo entrega todo por ellos. Un amor tan puro como lo es el amor de madre puede ser poderoso, pero corrompido por el dolor de la pérdida, puede ser incluso peligroso.
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