Prólogo

Advertencia: Ésta obra contendrá violencia, sangre y asesinatos, entre otros temas que pueden resultar polémicos o perturbadores. Si usted es altamente sensible, le aconsejo abandonar la lectura.

Su respiración era pesada y dificultosa, tenía el gusto metálico de la sangre en la boca, su cabello estaba lleno de tierra al igual que la mayor parte de las prendas que lo vestían, se le pegaban al cuerpo por el sudor que le humedecía la piel. Los músculos le dolían por el esfuerzo físico y los golpes que le propinaron con la espada embotada que usaban para entrenar.

Algunas noches, si el entrenamiento era riguroso y cansino durante el día, dormía profundamente y soñaba con la que fue su vida antes de aquél horripilante día que cambió toda su existencia. Despertaba lleno de pesar y rencor, aún después de años transcurridos podía recordar perfectamente cómo sucedió todo, también revivir las sensaciones que experimentó aquella fatídica noche.

TaeHyung nació y pasó la infancia en una aldea pesquera a la orilla del mar. Poseía una vida sencilla y humilde; mientras siguiera el mismo curso que sus padres, no debería preocuparse por los conflictos de los reyes, grandes señores o cualquier tipo de nobleza. Sus problemas se basaban en saber qué tipo de carnada funcionaba con cada pez, aprender a tejer y remendar las redes, tener fuerza en los brazos para cuando tuviese que servir de remero en alguna galera, cortar el pescado sin desperdigar las espinas por toda la carne y más cotidianidades características de su forma de vivir.

Creía que su vida era buena, había un techo sobre su cabeza, tenía comida abundante y abrigo para cubrirse del frío. No tenía lujos, pero vivía bien y algún día los barcoluengos de su padre iban a ser suyos, trabajaría desde el alba hasta el anochecer y compraría una galera pesquera. Eran las aspiraciones de su tranquila existencia.

Todos sus deseos y esperanzas conocerían un fatídico final, un cambio de curso doloroso e inesperado.

La trágica noche tuvo lugar a sus diez años de edad, estrellas que nunca olvidaría. Estaba en casa, sentado frente a la chimenea para calentar sus manos luego de infructíferos intentos por conciliar el sueño. Se sentía extraño, la respiración la notaba entrecortada a pesar de estar tranquilo, la punta de los dedos le cosquilleaban y parecía tener una trucha viva en el estómago intentando salir con cada segundo que pasaba. TaeHyung era muy pequeño, con poca educación y demasiada ignorancia como para saber que se trataba de un mal presentimiento.

El caos arribó minutos más tarde seguidos por el choque de acero contra acero, los cascos de los caballos al impactar en el suelo, exclamaciones, gritos, maldiciones y súplicas. Se asustó tanto que no pudo moverse de su lugar, petrificado sobre sus rodillas, sin entender lo que sucedía. Observó con terror el resplandor de las llamas lamiendo el techo de paja y la piel de oso, consumiéndolo todo a su paso sin una señal de misericordia, implacables. Se levantó tan deprisa que la fatiga lo acogió pero el calor del fuego lo impulsó, corrió entre gritos a la habitación de sus padres que debían estar dormidos desde hacía horas atrás.

La puerta se abrió antes que él la empujara. Los progenitores salieron de allí entre maldiciones, horrorizados y conmocionados, sin saber qué hacer o qué sucedía a su alrededor. Abrazaron a su hijo, se aferraron a él con una expresión que transmitía todo el desconcierto y el temor creciente en ellos, TaeHyung se aferró a sus cuerpos, cerrando los ojos con la infantil esperanza de que nada podría dañarlo bajo la protección de sus padres, e incluso por un corto intervalo llegó a pensar que todo se trataba de un mal sueño. Que se había dormido sin saberlo al lado de la chimenea.

Pero la realidad, e.n éste caso, no fue tan benevolente.

Los tres corrieron fuera de la casa. Su aldea tranquila, de marcado verdor por los árboles, ya nada de eso existía. Todo fue consumido por el anaranjado deslumbrante de las llamas engullendo todo a su paso, las flores habían sido pisoteadas por los caballos, los hombres y cubiertas por la sangre de los muertos y moribundos que yacían en el suelo, algunos moviéndose más que otros, desesperados, aferrándose a la vida.

Cada uno de los sonidos se intensificaron, resonaban dentro y fuera de su cabeza, no podía pensar en nada más que esa carnicería; jamás iba a olvidarlo. Ni tampoco la combinación de aromas nauseabundos que le hacían querer vomitar. Quisieron huir, escapar del caos que se llevaba a cabo pero sintió el peso de su madre caer sobre su cuerpo, empujándolo y haciéndolo golpearse contra el suelo.

Le habían clavado una flecha en la garganta, en su último momento de conciencia refugió a su hijo entre sus brazos. Al chocar contra el terreno, el peso de su cadáver amenazaba con asfixiarlo y la sangre que le manaba de la garganta le bañaba el cuello y parte del rostro.

Trató de moverla, le gritó, pero al mirar sus ojos que veían sin ver, el miedo acabó por consumirlo. Rompió en llanto y trató de alejarse, pero el peso muerto lo mantuvo en el mismo sitio.

Cuando su padre quiso ir en su ayuda, más flechas cayeron del cielo clavándosele el pecho hasta el emplumado. TaeHyung cerró los ojos, quería llorar, quería chillar, pedirle a los dioses que también se llevaran su alma pero eso nunca pasó. Escuchó por eternos segundos los intentos de su padre por respirar, el gorjeo que emitía mientras se ahogaba con su propia sangre.

Sus ojos se quedaron muy abiertos mirando al firmamento, las lágrimas caían silenciosas por sus mejillas mientras buscaba figuras en las estrellas, manchado con la sangre de sus progenitores, estupefacto y congelado. No quería aceptar lo que vivía, todo había sido tan repentino que con lágrimas en los ojos continuaba diciéndose que todo aquello no era más que una pesadilla de la que no tardaría en despertar, entonces su madre lo estaría esperando para desayunar tortillas de avena recién hechas y pescado en salazón. Pero la cruda realidad y el destino habían sido crueles.

Los sonidos ahora parecían muy lejanos pero vívidos al mismo tiempo, el olor de la sangre lo mareaba, le hacía perder las figuras que ya había encontrado, sin embargo, él empezaba otra vez. Anhelaba ignorar, anhelaba desaparecer, daría lo que fuese por estar en cualquier otra locación donde no escuchara los lamentos de los hombres moribundos, ni las espadas besándose.

La caótica noche parecía no conocer un final. No obstante, el sol hizo su aparición, deslumbrándole la vista. Miró a los lados y observó que ya nadie corría, ya no habían gritos, ni fuego, no supo cuando todo terminó. Por un momento aturdido, no supo cómo llegó allí. Solo percibía el olor del humo, el de la sangre y el hedor de la muerte. Él no se hubiese movido, quizás habría muerto allí de hambre y sed, o si un carromato lo hubiese arrollado o un caballo pisado su garganta al galopar, pero un par de fuertes manos le sujetaron de los hombros como pinzas y tiraron de él. No tenía fuerzas para protestar, solo se dejó hacer.

Vio a un hombre adulto, mucho más imponente que su padre quien mostraba una buena musculatura. Vestía armadura, cota de mallas, un espadón colgaba del cinturón en su cadera, tan largo que la vaina estaba a pocos centímetros del suelo. Su rostro estaba manchado con sangre que no le pertenecía, le faltaba una oreja y manaba sangre de la herida pero no parecía sentir dolor. Si lo hacía, no lo dejaba entrever. Era tan grande, que llegó a pensar que podría romperlo con las manos, como si fuese poco más que una rama seca.

—Es un niño, de unos nueve o diez años —le dijo a otro, TaeHyung solo le miraba. Sin nada que decir, con ojos melancólicos y perdidos en la tragedia porque a pesar de su corta edad se daba cuenta que lo había perdido todo.

—¿Está herido? —le preguntó el segundo. El hombre lo revisó como si se tratara de un cachorro y dio una respuesta negativa—. Entonces traélo, veremos para qué sirve.

Mientras se lo llevaban, TaeHyung observó por última vez las cenizas de el que había sido su feliz hogar. Vio los cadáveres de sus padres, de sus amigos, del panadero, de la curandera... Todos yacían sin vida en el suelo con miradas ciegas, mutilados, con los órganos fuera del cuerpo, quemados. Todos serían alimento para los cuervos, lobos, gusanos y demás carroñeros.

Fue llevado a un castillo que tenía más de ruinas que de castillo propiamente dicho, era la primera vez que se encontraba dentro de una fortaleza aunque no fuese más que unos cuantos torreones chatos y murrallas medio derruidas. Solo descansó una noche, y su martirio comenzó al día siguiente. Se decidieron a convertirlo en uno de los mejores caballeros conocidos en el reino, del que sacarían una buena cantidad de dinero, junto con el resto de los chicos que habían secuestrado. TaeHyung conocía algunos, solo de vista, no sabía sus nombres y al parecer, nadie se interesaba por saber el suyo.

Día tras día, acababa magullado, dolorido y con tanto enojo que se asustaba a sí mismo, pensó en quitarse la vida pero decidió que viviría. Viviría y se vengaría de quiénes le hicieron eso. Para cuando aprendió a reflejar su ira y su dolor en sus golpes, todo fue mejorando. Con el tiempo se volvió diestro en la espada, siendo capaz de manejar dos al mismo tiempo. Pudo montar a caballo con agilidad sin importar la raza del animal y no fallaba con el arco.

Sin embargo, el entrenamiento no era para todos. Muchos cayeron presas del cansancio o enfermedades, sus cuerpos se sepultaron en una fosa común, una tumba sin nombre, como si no hubieran sido nada. Se les enseñó a ser despiadados, a cumplir órdenes, se les impusieron misiones y tareas cada vez más intensas para asegurar la obediencia, borraban cualquier rastro de empatía o temor que pudiesen albergar. Dejaban de ser individuos para convertirse en armas, en guerreros fuertes y desalmados dispuestos a lo que sea. Ése era el objetivo. Pero TaeHyung, él no dejaría que erradicaran su voluntad.

Noche tras noche, miraba las estrellas y recordaba, siempre recordaba. Si no olvidaba de donde venía, no le harían olvidar quién era.

Para cuando cumplió los veinte años, tras largos años de entrenamiento y misiones, formaba parte de los mejores, de un escuadrón de elite dentro del gremio al que pertenecía. Aún así, desde que lo habían dejado allí jamás había visto a aquel hombre de una oreja que lo había dejado sin nada, porque TaeHyung sabía que él había sido el comandante. Él los saqueó en busca de oro, comida, mujeres que violar y chicos que esclavizar, pero algún día lo encontraría para mostrarle qué tan bueno se había vuelto con la espada. Enseñarle qué tan buena era su creación.

—Quieren que sirvas de escolta para un noble —le había dicho uno de sus superiores mientras tomaba su desayuno.

—¿Cuánto me pagarán? —cuestionó sin emoción, su paga siempre se dividía en tantas secciones que solo una pequeña parte terminaba en su bolsillo.

—Lo suficiente para pagar tu libertad.

La sola mención de ése concepto hizo que TaeHyung prestase verdadera atención a la conversación. El conejo asado de su plato jamás supo tan delicioso como en ése momento.

—¿Y si fallo?

—Nunca has fallado, por eso te eligieron —respondió el hombre, cruzándose de brazos.

-¿Y si fallo? -insistió.

—Serás comida para lobos y cuervos, pero no pienses en una muerte rápida —dijo, y se marchó, sin nada más que decir.

TaeHyung había perdido su libertad aquella noche llena de sangre, fuego y tragedia. No sabía que era, ni qué significaba pero la quería, se aferraba a la idea de hacer lo que deseara, de volver al mar, de su galera ya olvidada, de sentir la brisa marina, de tomar una esposa y engendrar herederos, de formar una pequeña fortuna para que tuviesen algo que heredar una vez que volviera al polvo. Viajar por el mar, entre peces y sal, siguiendo las estrellas para llegar a su destino. Tantas posibilidades aglomeradas en una sola palabra; se estremeció. Lo habían moldeado allí para ser un arma letal, una espada, un instrumento de guerra. Pero no quería seguir siendo una mascota bien entrenada que haría unos cuántos trucos para quién tuviese las monedas para pagarlo.

Le suministraron ropa limpia de cuero endurecido, algodón y lana basta sin teñir, una armadura reluciente, cota de malla, y una espada recién forjada. Un caballo fuerte con una silla de montar nueva, provisiones, desde panes recién hechos hasta queso duro, cordero en salazón, empanadas de pichón, algo de vino especiado, queso duro, tortillas duras de avena, algunas galletas y naranjas. Incluso habían tenido la delicadeza de entregarle unos pocos medicamentos para los cuales también le habían instruido; para curar y matar por partes iguales. Pero lo que más agradeció TaeHyung fueron las pieles para abrigarse en las noches frías.

No mostró asombro, felicidad o gratitud. Su expresión se mantuvo inescrutable, fría e indeferente. TaeHyung jamás dejaba entrever lo que sentía, su rostro siempre mostraba antipatía e impasibilidad. Había aprendido, más bien le habían obligado, a guardar todas sus emociones. A veces temía no poder expresar nada otra vez.

«Si me están dando todo esto es porque no me quieren famélico, me quieren fuerte y bien alimentado para dar mi vida por ésta persona si es necesario».

Ahora solo debía esperar los mapas, el nombre del lugar a donde se dirigiría y claro, al joven que transportaría. Nada más, era todo lo que le interesaba conocer y por fin, tendría su libertad.

La tan ansiada y sublime libertad.
Podía sentirla, vislumbrarla.
Si le preguntaban, era salada y fría como el mar.

Absolutamente todo lo que deseaba.

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