I: Journey

JeongGuk montó en su corcel castaño con menos ánimo que de costumbre, sujetó la riendas casi con pesar y le picó los costados con las espuelas para poner en marcha su montura. Se prometió que no miraría hacia atrás pero no resistió más de unos quince minutos; se alejaba del castillo donde nació y se crió, en la muralla principal pudo ver a su madre que lo despedía con un pañuelo en la mano. No podía ver su rostro pero sabía que lloraba, a su izquierda se encontraba su padre que le miraba, críptico, con ambas manos tras la espalda. A la izquierda de su padre estaba su hermano mayor, el heredero del reino. JeongGuk lo extrañaría y su hermano también a él, no lloraba para no mostrar debilidad pero sabía que la separación dolía a ambos por igual.

Volvió la vista al frente, al bosque que se abría a un par de kilómetros más allá. No se permitía que la naturaleza echara raíces demasiado cerca del castillo o sería una desventaja para los locales en condiciones de asedio o defender las murallas que lo cercaban.

Iba en compañía de cuatro caballeros juramentados que le flanqueaban, le protegerían sin importar qué pero no eran los bandidos lo que él temía; pronto tendría que casarse para forjar una alianza entre reinos, las tierras de los Jeon se veían amenazadas por un reino vecino ¿por qué? El otoño daba sus primeras señales, la sequía arrasó con las cosechas en más de una región pero las parcelas de los Jeon se mantuvieron fértiles por todos los esfuerzos de la corona y el pueblo llano.

El invierno se avecinaba, algunos decían que sería el más largo en una década y aquellos que no poseyeran suministros necesarios terminarían famélicos, muriendo de inanición. Los niños morirían pegados a las faldas de sus madres a quiénes las lágrimas se le congelarían en las mejillas, muchos no vivirían para ver el sol y la primavera mientras que otros perderían orejas, dedos, la nariz o hasta más por el frío implacable.

Las medidas desesperadas de los que no poseían reservas habían empezado hacia tres meses atrás, en tierras vecinas se esparcieron rumores sobre bandidos que robaban en los caminos del bosque, los saqueos también habían comenzado y cada tanto se podía ver un cadáver hinchado colgado del cuello en la rama de un árbol, con el rostro comido por los cuervos y amoratado por la sangre coagulada. Un escenario grotesco para algunos pero la gran mayoría conocía que era un tipo de muerte más limpia que otros corrieron la mala suerte de experimentar.

JeongGuk temía no llegar a su destino, si fracasaba eran más las probabilidades de que el castillo cayera, poseían un ejército pero no tan numeroso como cabría desear; su reino era pequeño, orgulloso, piadoso y capaz pero seguía siendo pequeño lo que inclinaba la balanza en su contra. Nunca creyó que se le impondría una tarea como esa, esos deberes siempre habían pertenecido a su hermano mayor quien heredaría la corona una vez que el sol se pusiera en el reinado de su padre. Lo ponía nervioso, sobretodo la parte de la consumación del matrimonio pues él jamás compartió su lecho con una dama, no porque le faltase oportunidad sino porque no lo deseaba, sus deseos eran distintos y eso podría llevarlo a ser repudiado por su familia. El miedo estaba allí, de ser descubierto, de ser incapaz y fracasar en la tan importante misión que se le había encomendado.

Vestía ropa sencilla al igual que sus acompañantes, todos lucían con poco orgullo prendas de lana basta sin teñir y algodón sin refinar, no podían llamar la atención pero todos y cada uno llevaba una cota de malla escondida bajo la ropa, espadas en su vaina colgando a nivel de la cadera y provisiones suficientes para su viaje. JeongGuk llevaba más para su más largo viaje, desde frutas hasta varios tipos de carne en salazón. No era mucho, un poco de cada cosa pero serviría para no pasar hambre durante unos cuantos días.

A él se le había instruido en el uso de armas desde que tuvo edad para montar, pero siempre se inclinó más por el arco y la flecha, poseía una puntería sin igual pero le faltaba velocidad. Fue armado caballero hacía pocos meses tras un torneo en el que salió victorioso, sin embargo, aún seguía estando verde en cuestiones de batalla. Una cosa era estar en una arena para el combate cuerpo a cuerpo, donde cualquiera puede rendirse al llegar a su límite pero, una muy diferente es en el campo de batalla, donde cada quien busca asesinar para no ser asesinado, donde no hay misericordia, donde rendirse puede resultar peor que morir con las tripas frente a los ojos.

—Los Vástagos del Lince, una buena elección para cuidar a su majestad —comentó uno de los caballeros, con un aire desdeñoso. Era un caballero que rozaba los cuarenta, hábil y diestro como ninguno pero con un carácter tan amargo con la piel del limón.

—Se dice que la mayoría son esclavos, por eso son tan buenos en lo que hacen; no les queda de otra —añadió otro de sus acompañantes, uno joven, con una pequeña barba incipiente que crecía en mayor cantidad aleatoriamente dejándole sectores con una cantidad nimia.

JeongGuk escuchaba sin ánimos de interceder en la conversación.

—Bah, son un poco más que mercenarios pero apenas tenga la oportunidad de cambiar a su majestad por la libertad, lo hará. Ya verán, se los digo yo —agregó el primero que habló, escupiendo al suelo para expresar su opinión por la compañía que habían contratado.

—Son buenos no porque sean esclavos, son buenos porque no tienen opción. Su entrenamiento es inhumano, les arrancan cualquier tipo de esperanza, ni siquiera creo que sean hombres; solo valen para servir —interrumpió un tercero, rozaba los treinta, padecía de estrabismo pero era fuerte como un oso y sus hombros eran los más anchos que JeongGuk había visto en toda su vida.

—Escuché que desde que llegan, se les asigna un potrillo que deben entrenar. Cuando cumplen los quince años, deben matarlo con una daga, sacarle el corazón y comerlo ensangrentado frente a los superiores. Lo despellejan, y pasará a formar parte de la cena, para descartar cualquier signo de debilidad —se unió el último que hasta el momento se había quedado en silencio. Era un joven de unos veintitantos años, fornido y apuesto hasta que abría la boca pues en un torneo hacía varios años le tumbaron tres dientes delanteros cuando cayó del caballo en las lizas aunque casi nadie le ponía atención a ése detalle.

A JeongGuk se le revolvió el estómago solo con la historia, no se consideraba alguien débil pero tampoco despiadado ¿Cómo alguien podía hacer eso? ¿Cómo una persona podía obligar a otra a hacer eso?

—¿Y qué pasa con quién no pueda hacerlo? —cuestionó JeongGuk.

—Los matan a latigazos, una lección para los demás. Dejan sus cuerpos al pie de la montaña para los linces, cuervos, zorros o cualquier otro animal que tenga ganas de carne fácil —respondió el desdentado, como quien hablaba acerca de los colores del firmamento sobre sus cabezas.

—De cada diez, solo tres sobreviven para convertirse en Vástagos hechos y derechos —dijo el bizco—. Pero siempre hay padres que venden a sus hijos y aldeas desprotegidas, si es menor de doce años; es perfecto para los Vástagos.

—También hay mujeres allí ¿no? —cuestionó JeongGuk.

—Sí, pero no son guerreras —contestó el más viejo de todos—. Putas, lavanderas, criadas, mozas, eso es lo que son. Son semejante cantidad de hombres que tienen, es mejor tener sus propias mujeres que no vayan pegándole sífilis o quién sabe qué cosa a los muchachos.

—Matan a sus hijos —dijo repentinamente el joven de barba rala.

—¿Eh? —cuestionó JeongGuk con el vello de la nuca erizado.

—A los diecisiete, se asigna a una doncella a cada muchacho, se casan, vive con él hasta los diecinueve años. Cuando ella le da un hijo, él lo mata frente a sus ojos luego la mata a ella —terminó de relatar.

JeongGuk empezaba a sentirse enfermo pero no dejó que se notara, se enderezó en su silla y apretó las riendas con sus manos enguantadas.

—¿Por qué hacen eso? —cuestionó, intentando que su voz sonara lo más tranquila posible pero no creyó que diera mucho resultado.

—Para quitarles todo lo que puedan tener, para controlarlos, para despojarlos de sus sentimientos, de la humanidad. El entrenamiento termina definitivamente a los veinte, cuando ya no son más que cáscaras vacías de lo que una vez fueron, están rotos, dicen que ya no pueden querer ni sentir —respondió el caballero de los dientes rotos.

—Una vez conocí a uno cuando vendía mi espada para comer, jamás vi una criatura tan triste y desdichada, no tienen corazón y sus ojos... Parecían muertos, dudo que haya un alma dentro de ellos —relató el que pasaba de los cuarenta, con una expresión casi triste.

—Toda su vida, cada año hacen cosas terribles. Algunas tan horribles que quiénes las presencian no las cuentan, desean olvidarlas y claro, después de los veinte años; están tan rotos que son capaces de lo que sea sin el menor remordimiento.

—Quizá sea lo adecuado para una misión como esta, encima, los malditos conocen perfectamente cada páramo, cada valle, cada cueva. El príncipe estará más que seguro con uno de ellos, ésta misión es de sigilo, no de fuerza.

—Ya entraremos al bosque, ya no será seguro hablar. No se sabe qué árbol puede escuchar.

Y así fue, no se habló más del tema pero tampoco hubo silencio. Cantaban canciones de guerra, sugerentes o de fiesta, en un tono bajo, sí, pero JeongGuk iba en el centro y escuchaba todo perfectamente.

El primer día de viaje fue fácil, no tuvieron interrupciones, en el camino solo se cruzaron con un par de granjeros que llevaban consigo un pequeño rebaño. JeongGuk no dejaba de sentir aquél nudo en su estómago, las ganas de vomitar todo lo que había comido en las últimas horas estaba allí así que tomó algo de vino, esperando que se calmaran un poco.

Esa noche acamparon en medio del bosque sin fogata para no atraer atención indeseada, haciendo guardia por turnos, hasta JeongGuk se ofreció en relevar pero los caballeros se negaron rotundamente alegando que lo necesitaban fuerte para la misión y el viaje que le esperaba.

Esa noche JeongGuk soñó con una mujer de cabello negro con el rostro desencajado por el dolor del parto pero lo que nació de ella fue una masa sanguinolenta a la que apenas se le distinguían las manos, los pies y los ojos. Mientras ella gritaba desconsolada, alguien tiró de su cabeza hacia atrás y le rajó el cuello de oreja a oreja. El sueño se desvaneció con el sonido de los cascos de un caballo, pesados y retumbantes pero lo que vio fue un corcel putrefacto con un hueco donde se supone debería estar el corazón.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top