Segundo cuaderno, sexta parte
Días después, Sienna se enfocó de lleno en su trabajo investigativo. Estuvo en reuniones día y noche, frecuentando varios círculos de intelectuales en todos los speakeasies de Greenwich Village. Si antes había sido difícil compartir tiempo con ella, a finales de 1927 era prácticamente imposible encontrarla, se esfumaba en el aire. Algunas veces la arropé o le ofrecí una toalla cuando aparecía mojada de pies a cabeza en el umbral de nuestra casa, como un gato resguardándose de la lluvia. Llegué a servirle café, tostadas con mantequilla, pero luego volvía a desaparecer. Con el pasar de las semanas, conocí varios aspectos de su trabajo. Me enteré que Polly Holladay, la dueña del Polly's Restaurant, le brindaba asesorías a cambio de que revisara su trabajo literario. Polly era escritora, muy brillante según Sienna, pero lo más interesante de ella no era su trabajo inédito sino quienes frecuentaban su negocio y que por obvias razones terminaban convirtiéndose en sus fieles amigos. El trabajo de Sienna, recogía la vida de Eve Addams, convirténdose en un pasaporte seguro para ser miembro del Heterodoxy Club. Mujeres como Marie Jenney Howe frecuentaban el negocio de Polly, y Sienna encontró un hogar en mujeres como ella, poco ortodoxas.
Con Sienna lejos de casa, yo pasaba mi tiempo junto a Sweety Ray y a otros pansies en los últimos meses del año, fumando y leyendo poesía de escritores negros del Harlem. Fletcher Malín, de pie frente a nosotros, estirándose cual gato y zapateando sobre el suelo de madera al ritmo de St. Louis Blues, nos leía la poesía de Claude Mckay; Harlem Shadows, su favorita. Tocándonos los pies con las plumas de su vestido iba recitando:
Ah, stern harsh world, that in the wretched way
Of poverty, dishonor and disgrace,
Has pushed the timid little feet of clay,
The sacred brown feet of my fallen race!
Ah, heart of me, the weary, weary feet
In Harlem wandering from street to street.
(Ah, mundo duro y severo, que de la miserable forma
De la pobreza, la deshonra y la desgracia,
Has empujado los tímidos piecesillos de arcilla
¡Los sagrados pies marrones de mi raza caída!
Ah, corazón mío, los cansados, pies cansados
En Harlem vagando de calle en calle.)
Llegó a lamerme el pie derecho y entre risas aseguró que mi piel sabía a lodo, como el que arrastraban las hordas de negros desplazados por la inundación del río Missipi. Otros pansies, con los rostros maquillados y el corsé apretado a las costillas, bebían ginebra, paseándose de la cocina a la sala para llegar al baño que Sweety Ray había remodelado para mí... Mi pequeño taller en donde todo lucía más pequeño, más polvoriento. Algunos abrían la puerta y me dejaban ver su lencería, sus piernas velludas y los pelos de sus axilas. Se sentaban en mi regazo y me besaban las mejillas, el mentón o la punta de la nariz. Solían preguntarme qué estaba pintando cada que podían, agarrando mis pinceles para decorar sus peinados. En más de una ocasión me pedían que los maquillara, y luego se miraban al espejo como presas de algún embrujo, admirando mi trabajo. Nadie sabía pintar los labios como yo lo hacía, eso decían. Hacían fila, sentados sobre los talones, desde la puerta de mi taller hasta la sala, fumando y trenzándose las pelucas entre ellos.
Pero mi trabajo se estaba alejando circunstancialmente de esa mirada romántica que heredé de mi país natal años atrás, también se alejó del expresionismo que cultivé con Andrea cerca a la playa. Para ese entonces, mi trabajo estaba inspirando de lleno en la obra de Paul Strand, gracias a que Fletcher Malín me confió un tesoro invaluable, se trataba de una copia del último número de la revista Camera Work, dedicado por completo a la obra de Paul Strand. También me obsequió varias fotografías de un amigo suyo, las cuales había tomado con una Kodak de bolsillo, en una de las exposiciones gestionadas por Alfred Stieglitz en la 291. Una de las páginas de la revista venía suelta, y en ella, abarcándola por completo, estaba la obra Porch Shadows de Paul Strand, flotando en el tiempo. Rayas diagonales de luz sobre una tabla inclinada, alejándose por completo de cualquier perspectiva tradicional, rompiendo el molde y dejándonos con la abstracción más pura de las formas. Ese universo fragmentado que quería representar tuvo un efecto colateral en mí, reconstruyó mi obra y la solidificó. Todo resquicio de indecisión que había estado rondando mi trabajo en los últimos años se esfumó y quedé petrificado por esas líneas, ciego por ellas. Empecé a entender el universo de otra forma.
Eso me llevó a contemplar otros paisajes. Por ejemplo, cuando los ojos de esos hombres vestidos de mujer me veían desde las esquinas, el sombreado aumentaba el volumen de sus pestañas, permitiendo que la luz de sus ojos se encendiera como una chispa en la negritud de un charco de petróleo. La huella de sus labios, dibujada en el borde de una taza de café; y luego, de la nada, casi por magia, la taza en el marco de alguna ventana. Las mismas líneas que obsesionaban a Strand se colaban en el interior del apartamento... Era increíble lo reflectivo que podía ser el mundo, cómo la más mínima huella se alineaba con otro objeto, y se suspendía, agarrada del polvo de la mañana y resguardaba bajo la sombra del humo del cigarrillo y del opio.
Bajo los efectos de la morfina, me sentaba en un pequeño sillón del pasillo con un cigarrillo en la mano para ver a Sweety Ray ensayar frente al espejo el siguiente número de su repertorio, la popular canción Are you lonesome tonight? De Vaughn De Leath, empinándose al ritmo del jazz e imitando con su voz, de la forma más magnética, el estilo crooning. Las líneas suaves de su cuello, los abalorios de su vestido crepé georgette, brillando y creando pequeños destellos de luz que se extendían al reflejarse en el espejo. La cortina de humo que siempre lo rodeaba creaba la más fascinante de las texturas, y en cada partícula de polvo Sweety Ray hacía que su voz trajera consigo una vegetación estéril, un hábitat hostil de color marrón. Al voltear a verme, sus labios eran dos manchas rojizas; las luces de las ambulancias. Rojo sobre destellos. Estando solos, Sweety Ray podía evocar para mi deleite la sombra más oscura y la claridad más primaria. Nos acompañábamos en silencio y pese a su voz, al ruido de sus pies contra el suelo, yo podía pintar con la más enajenada concentración. La belleza de Sweety Ray era la compañía que había estado buscando en el mundo, y cuando estaba a mi lado y su tiempo era mío, el dolor que se abría paso en mi corazón se disolvía, lo quisiese o no. No sabía siquiera que día era, ni la hora, era el artista que siempre deseé ser, y dándole la espalda al mundo, mi espíritu volvía a mi cuerpo, y trabjaba sin parar, sin sentir el más mínimo cansancio.
Dibujé como nunca antes las calles de Nueva York, la primavera de 1925, el Hotel Plaza y Central Park South del color terroso del vestido de Sweety Ray, y el cielo, un trozo blanco sin brillo. Los destellos de la atmosfera como los abalorios frente al espejo, enseñando cada ángulo como un fragmento diferente; era la visión giratoria de la influencia de la luz sobre las cuadras, las puertas y las ventanas de los rascacielos. Nunca antes me había sentido tan satisfecho con mi trabajo. Nunca antes había logrado representar la soledad con tal precisión. Estaba loco de júbilo.
Mi felicidad era tanta que el 12 de agosto de 1927 compré flores para Sienna. Iba camino a nuestra casa para encontrarme con ella, aunque fuese por un momento, para contarle lo mucho que había avanzado en mi trabajo y oírla hablar del suyo. Era extraño llevar en las entrañas tanta calma, tenerla tan presente a la hora de experimentar un sentimiento tan extraño como la felicidad, clavado entre mi pecho y la espalda. Cuando llegue a la casa, esta seguía inamovible, como si el tiempo no hiciera mella pero particularmente sucia, llena de polvo. Era una completa ironía. Ninguno de nosotros pasaba tiempo en ella pero a la casa no parecía importarle, tenía vida propia aunque pareciera más un cuchitril que la casa de un matrimonio joven. Cuando alguno de nosotros abría la puerta, la casa respiraba, no solo le entraba aire y el polvo se arremolinaba junto, se abría como una flor al rocío, y el color, el encanto, era una señal de pertenencia. La casa sabía a quienes pertenecía y nosotros eramos de ella, nuestras venas y orgános estaban impresos en las paredes, suavizados por las sombras y el tapiz japonés.
Subí al segundo piso, entré a mi taller y me di cuenta que tenía varios tubos de oleo y pinceles a los cuales no les había dado uso, y me sentí estúpido por haber creído las últimas semanas que no tenía los materiales necesarios para terminar la serie de pinturas que había empezado en el apartamento de Sweety Ray. Tomé todo lo que pude y me lo metí en el bolsillo derecho del pantalón. Los pinceles los llevaba en su caja de madera, que por alguna razón la cerradura no empataba. Como no encontré a Sienna por ningún lugar, dejé los pinceles en la mesita de la sala y me senté en el sillón con la firme intención de esperarla. No podía dejar de pensar en mi trabajo. La imagen de Sweety Ray bailando y cantando seguía en mi mente, en esa tierra desértica en la que lo había puesto a girar, con las turbinas, con los alambres de las penitenciarias y el humo de los trenes. Casi podía oler la pestilencia de la pintura, la grasa, la quema de caña y el licor. Porque pinturas como las mías jamás iban perfumadas. Era una experiencia formidable ver cómo el cuerpo de Sweety Ray dejaba de ser de hueso y carne, volviéndose parte del mundo de concreto, metálico como el búmper de un carro. Sus extremidades eran vías. Nunca creí experimentar con tanta precisión "el honor de la línea" del que hablaba Hérbert. ¿Era posible que la figura humana fuese en realidad la arquitectura de la época? En ese entonces creía innecesario la presencia de la figura humana en mis cuadros, porque el lienzo por sí solo era la carne, no hacía falta pintar carne sobre carne, la búsqueda debía ser abrirle grietas al tejido, hacer emerger de él las líneas ocultas, como si se estuviera suturando una herida.
Fantaseé durante horas sentado en ese sillón, con los tonos ocres del apartamento cayendo sobre mí. Era bien entrada la tarde cuando me levanté para prepararme un café. Sienna no llegaba. Encontré un plato con restos de una manzana, raíces oxidadas y cuatro semillas, en la cocina. Supe que ella había estado en la casa temprano en la mañana y que era probable que no regresara. Pensé en escribirle una carta y dejarla colgada en la consola pero no podía poner en palabras toda la experiencia que había vivido los últimos días, era necesario dejarla escudriñar mis gestos para entenderlo todo. Le dejé una nota, expresándole que había venido a la casa para encontrarme con ella, y le dejé claro que necesitaba verla, le pedí que me buscara en el apartamento de Sweety Ray o le hiciera saber a Fletcher Malín cuando podríamos vernos. Un instante después de haberme sentado en el sillón nuevamente para tomar el café, el silencio sepulcral fue reemplazado por un sonido metálico. Al principio no supe reconocerlo, un minuto después comprobé que provenía de debajo de las escaleras. No se había usado la línea desde que nos mudamos. Colgado de la pared, estaba el teléfono color negro. Las campanas exteriores vibrando.
—Diga —contesté. Mi voz rasposa, soné agotado.
—Tiene una llamada, persona a persona. Greenwich, 12834.
—La tomo.
Gotas de lluvia chocando contra las ventanas. Llovió. Me quedé escuchando el sonido de la lluvia al chocar contra el techo de la casa.
—¿Sienna? —Preguntó un hombre—. ¿Está Sienna en casa?
—¿Con quién habló?
—¿Está Sienna en casa? —preguntó de nuevo.
—No, no se encuentra. Habla con su esposo, Salvatore.
El hombre suspiró. Sentí su titubeó. Debió acercar el microreceptor a su mejilla porque pude escuchar la fricción.
—¿Es urgente? —le animé a continuar la conversación.
—Se trata de su padre...
Un torbellino me revolvió las tripas. Tuve miedo de hablar, el sonido de la lluvia lo consumía todo... Podía oírla viajar de un punto a otro, desde el teléfono de ese hombre hasta mi oído, y por más que sabía a ciencia cierta que estábamos bajo el mismo cielo neoyorquino, sentí que la llamada provenía de otra dimensión y que los sonidos que podía oír a través de la línea solo eran una imitación horrorosa de mi realidad, tan serena y profunda.
—Venturelli sufrió un atentado, le dispararon. Dígale a Sienna que... —su voz se iba disipando, hubo una interferencia, la lluvia arreciaba con fuerza y la luz del día se iba con sus palabras—. Frente al Mad Hatter, en la 150 Oeste con Calle Cuarta.
Colgó la llamada. Me quedé observando las paredes de mi casa mientras ellas me abrían un agujero en el pecho. El blanco, la ausencia de todo color que el tápiz japonés se tragaba y luego escupía para que la luz de la mañana lo adormeciera hasta bañarlo de dorado en el atardecer. Un presentimiento oscuro se abrió pasó en mí y la felicidad que había sentido durante el día se evaporó, convertida en una necesidad imperiosa, multiplicando mi deseo de estar cerca de él. Ah, por supuesto, todo estaba tan claro. La casa osciló. Las ventanas quedaron en diagonal y convertido en un personaje cómico, me reí, y mi risa fue rápida, crecía a medida que la extraña felicidad se hacía más pesada dentro de mí. Se hizo tan insostenible que tuve que moverme, apartarme del teléfono. Caminé hasta la puerta de la casa, no me detuve a mirar el café ni el sillón en donde había estado fantaseando con figuras y kilómetros de cielo. Ah, pensé, por supuesto. Dejé atrás la casa y cerré la puerta para asfixiarla una vez más; y corrí, sin una sola palabra por dentro. Imágenes, muchas. La parada del tranvía. La espalda de mi padre. El rostro de mi madre. No pude detener los recuerdos, ni tuve tiempo de parar a preguntarme por qué justo ahora. Me había olvidado de la lluvia y caí en cuenta cuando estaba mojado de pies a cabeza. Corrí como un loco por el Washington Square.
Se estaba haciendo de noche, las luces del Mad Hotter iluminaban la calle. Las faloras como puntos, esa luz que se estira, que adelgaza el universo hasta que puedes estirar las manos y abarcarlo todo. No habían policías pero las sirenas se oían no muy lejos. La acera estaba húmeda, la suela de mis zapatos arrastrándose. Había dos cuerpos, uno en el suelo y otro siendo cargado hasta la parte trasera de un Ford. La gente corría de un lado a otro. Escuché gritos, incluso llanto. Pero yo me sentía enfermo, llevaba por dentro un dolor que me estaba partiendo en dos. Un hombre me agarró, empujándome hacia atrás y entre un fino balbuceo le dije mi nombre. Se detuvo. Por inercia seguí el rastro de las luces. La noche, una tiniebla liquida.
Venturelli respiraba pausadamente en medio del esfuerzo de sus hombres por acostarlo en el mueble trasero del auto. Tenía las manos en su pecho; estas estaban manchadas de sangre. Su cara pétrea, no dejaba ver el más pequeño indicio de dolor. Cuando lograron acomodarlo sin ocasionarle dolor, nos dejaron solos. Yo estaba de pie, observando con ansias la noche y las luces artificiales sobre su piel. Su traje pintado de dorado, el rojo de su sangre como una cascada. Nunca creí que la sangre podía ser tan roja ni espesarse a tal velocidad. Subí al auto junto a él, sus piernas temblaban, y apoyado al lado contrario del asiento, me miró. Sus pensamientos encontrando una forma de mantenerse cuerdos al reconocerme. Se aferró a mí, estaba consumiendo mi energía para conservarse con vida. Tome sus manos entre las mías y presioné su herida. Un disparo en el pecho. Mis dedos adheridos al agujero en su traje. Él apretó mis manos y engendró algo entre los dos, una amalgama desesperada de palabras, tantos colores... De vegetación, simétricos como el cristal, y yo estaba ciego por ellos, los reteníamos al mirarnos, y volvían a irse. Era verdaderamente bello. La calidez de su sangre atrapada entre nuestras respiraciones, en el poco aire que llegaba.
Con los ojos fijos en Venturelli, alguien que no supe reconocer, arrancó el auto. Una paleta de violetas oscuros brillaba en la oscuridad, mientras yo me sumergía plácidamente en los tonos dorados que brotaban del traje de Venturelli cuando las farolas, en la velocidad del auto, se abalanzaban sobre él como balas, y la calle como un túnel, flanqueado por edificios y luz, tanta luz... Tanta, dibujándose como el eje de una rueda, y pese a que el telón donde giraba era gris y negro, esta vibraba como una pincelada espesa, que después de años de estar seca, se raspa con una navaja para que el color regrese luminoso.
La curva de las calles, zigzagueantes, y todo lograba estamparse en el gris como niebla perforada por el viento. Los ojos de Venturelli se iban cerrando poco a poco pero yo le hablé, en el torbellino que sentía, no sé qué le dije, quizá conjuré algún maleficio que lo iba alejando cada vez más. Sentía que mi boca articulaba palabras, pero no podía escucharlas. El apretón de manos de Venturelli llegó a dolerme, sus uñas clavándose en mi piel, mi palma sobre su herida. Su sangre en hilillos, con el color crepuscular. Seguíamos sosteniéndonos la mirada, conscientes de que el mundo se reducía a eso.
Tanta belleza. Tanta luz. ¿A eso se reduce la felicidad? ¿La vida siempre nos enseñará que lo que sentimos está sujeto a mejoría, a experimentar el más extremo destino donde nuestro espíritu solo recogerá imágenes y secretos, creyendo que siempre debe estar buscando algo más?
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